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BIBLIOTECA INDIANA

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Biblioteca Indiana, 43

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Depósito Legal: M-6646-2017

Diseño de la serie: Ignacio Arellano y Juan Manuel Escudero

Imagen de la cubierta: La Buenamuerte en 1857

Diseño de la cubierta: Marcela López Parada

Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

A mis padres.
A mis Barrios Altos, de la vieja Lima.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I. LOS RELIGIOSOS «AGONIZANTES» EN EL PERÚ. SIGLO XVIII

1.  La orden mendicante de San Camilo

2.  La llegada a Lima de la orden de San Camilo

3.  La implantación de sus temporalidades

1) La Casa de Lima, Barrios Altos. La Casa de Santa Liberata, «Abajo el puente»

2) Las temporalidades urbanas y rurales en Lima

3) Las haciendas de Cañete

4) La práctica del albaceazgo

5) El prestigio de la Buenamuerte

CAPÍTULO II. LAS HACIENDAS DE LA BUENAMUERTE EN CAÑETE. PROGRESO Y DECADENCIA, 1740-1821

1.  Una orden agrícola y azucarera

1) La Quebrada-El Chilcal

2) Casablanca-Cerro Azul

2.  La economía de las haciendas: auge y crisis. El endeudamiento de la Buenamuerte

1) La actividad de las haciendas, sus gastos, 1744-1803

2) La actividad productiva de las haciendas, 1775-1821

3) Las ventas del azúcar de Cañete y la coyuntura comercial, 1751-1814

4) El endeudamiento de la Buenamuerte

3.  Las haciendas de Cañete, en la coyuntura económica y comercial de la independencia

1) Entre Lima y Cañete

2) Legalidades, legitimidad e intereses materiales

Anexos

CAPÍTULO III. LA CRISIS INTERNA DE LA BUENAMUERTE

1.  La reconstitución de una crisis de autoridad y legitimidad

2.  Orígenes y etapas de la crisis institucional de la Buenamuerte. Naturaleza y características

1) La primera fase del conflicto, entre 1770 y 1786

2) Las pesquisas oficiales de 1786 y 1787

3) La abierta interferencia del poder civil en el gobierno de la Buenamuerte, 1787

4) Tensión en el claustro, 1788-1818

3.  La crisis interna de la Buenamuerte en la coyuntura independentista

CAPÍTULO IV. LA IDEA Y LA PRÁCTICA DE LA DESAMORTIZACIÓN. EL CASO PERUANO

1.  La noción histórica de Desamortización

2.  La Desamortización eclesiástica hispánica, problemáticas y avances

3.  Los avatares de la desamortización eclesiástica en el Perú

1) La Iglesia católica y el Estado en el Perú

2) Los primeros pasos desamortizadores del Estado independiente, 1826-1852

3) La paz «en armas»

4) El proyecto de desamortización eclesiástica institucional, 1867

CAPÍTULO V. LA DESAMORTIZACIÓN DE LA BUENAMUERTE

1.  El declive de la orden crucífera

2.  Las dos supresiones de la Buenamuerte

1) Los antecedentes de la primera supresión

2) La primera supresión de la Buenamuerte: agosto de 1829 - octubre de 1833

3) Patrimonio y finanzas de la Buenamuerte, luego de su primer restablecimiento, 1834

4) La segunda supresión de la Buenamuerte: agosto de 1843 - junio de 1844

5) Patrimonio y finanzas de la Buenamuerte, luego de su segundo restablecimiento, 1845

3.  Patrimonio y finanzas de la Buenamuerte, hasta fines del siglo XIX

1) Las consecuencias de las dos supresiones

2) La Buenamuerte y sus fincas urbanas, en 1855

3) La lenta recuperación de la Buenamuerte, su repliegue urbano

Anexos

CONCLUSIONES. El tránsito de la Buenamuerte por Lima, siglos XVIII y XIX

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

La propiedad y el patrimonio eclesiásticos en el Perú, su origen, formación y reproducción, así como la transición y el despliegue que pudieron operar desde el Antiguo Régimen hacia la sociedad contemporánea, forman parte de los asuntos de la historia peruana que no han sido examinados aún con el detenimiento y la precisión necesarios. Algo que contrasta singularmente con la evolución que sobre los mismos asuntos se ha observado en la producción de trabajos históricos relativa a otros espacios iberoamericanos o a la propia Península Ibérica, para no hablar del resto de la historiografía europea.

Es muy probable que ello se deba a las dificultades documentales, institucionales o metodológicas, inherentes a dicha investigación; o tal vez a razones derivadas de la desconfianza tradicional que suscitó, en particular en las jerarquías de la Iglesia católica peruana del siglo XIX, cualquier interrogante sobre el patrimonio de ambos cleros, especialmente cuando tales demandas provenían de la autoridad civil (en el contexto general de las desamortizaciones eclesiásticas de dicha época). Lo que ha representado al mismo tiempo una ausencia fundamental para comprender cabalmente el papel desempeñado por la institución eclesiástica en la historia nacional —e incluso anteriormente, durante el periodo colonial español.

Gracias a sondeos previos y especialmente con la puesta a disposición de los investigadores de nuevas masas documentales1, es posible pensar que los conventos, monasterios y parroquias de nuestro país, fuera de los repositorios reconstituidos en los obispados y en el arzobispado de Lima, contienen una riqueza archivística de primer orden (y no solo de material escrito), cuya explotación sistemática por los historiadores permitiría echar luces sobre la problemática planteada. Se puede deducir de ello la existencia de unos yacimientos documentales y de fuentes históricas que, a la imagen de la presencia de la Iglesia católica en el Perú, tendrían un amplio alcance, esto es, societal, económico, financiero, institucional y religioso.

Desde hace varios años, y en diferentes libros y artículos publicados (o en intervenciones en congresos y seminarios), estamos defendiendo la propuesta de una reconstitución de la historia de la propiedad y el patrimonio eclesiásticos, a partir de trabajos monográficos sobre cada una de sus entidades componentes —en una perspectiva de mediano plazo—, para ambos cleros. Una reconstitución que sería capaz de restituir la problemática planteada en el cuadro general de las actividades de dichas instituciones y que pudiera reconstruir la lógica de su presencia y desarrollo, desde su llegada al Perú, durante el periodo colonial, hasta épocas más recientes y actuales. Y ello, poniendo de realce —hasta donde las fuentes lo permitieran— la manera cómo se produjo su transición durante el periodo independentista y su adaptación o supresión y desaparición (y hasta reconstitución) ulteriores, al iniciarse y afianzarse la república.

Sabemos que, al lado del Estado (colonial y luego independiente), de construcción lenta y progresiva, aunque de incierta cobertura y supremacía sobre el conjunto del territorio virreinal (y luego republicano), se erigió una Iglesia católica de vocación universal, de persistente voluntad para la expansión de la fe y la doctrina, de evangelización y conquista de almas, de orgánica construcción institucional, que no escatimó esfuerzos para lograr su cometido. Las huellas de sus logros —en los diferentes segmentos de su accionar—, plasmadas en testimonios y documentos diversos, se han transformado en fuentes inestimables para el trabajo del historiador en nuestro país; en particular, ante las deficiencias —no por ello menos lamentables— de los repositorios públicos y nacionales.

Dicha reconstitución histórica, a la búsqueda de un conocimiento que supere las visiones generales y tradicionales respecto a la implantación del catolicismo en el Perú —frecuentemente signadas por la hagiografía, la contemplación o la parcialidad—, exige que las instituciones de ambos cleros sean examinadas en profundidad, que sean pensadas y observadas históricamente por historiadores de oficio, de manera integral y minuciosa, incorporando todas las dimensiones de su actividad social, material y espiritual. Sin olvidar el hecho fundamental de que se trata de secciones locales de una Ecclesia que por definición desconoce límites y fronteras, que aspira a la universalidad y a la salvación por la prédica y la convicción.

Insertos en dicha perspectiva analítica y metodológica, formamos a fines de los años 1990 el proyecto de reconstruir la historia de cuatro órdenes religiosas, establecidas en cuatro espacios colindantes y coincidentes, situadas en una zona marginal de la Lima intramuros colonial, los denominados Barrios Altos. Tales instituciones, femeninas y masculinas, de diferente momento de llegada a Lima, con diversos objetos y objetivos, constituían para nosotros una muestra interesante y representativa, que permitiría observar al mismo tiempo las relaciones entre las propias entidades religiosas y entre estas y los sectores y capas populares limeños, desde el periodo virreinal. Y ello, aun cuando no formaran parte de las órdenes emblemáticas limeñas; lo interesante para nosotros era que las instituciones seleccionadas habían compuesto redes de sociabilidad en los mencionados Barrios Altos. No está demás señalar que era también nuestro barrio de nacimiento, lo que favorecía determinada familiaridad con el objeto de investigación, esto es, con el espacio inicial de establecimiento de las entidades observadas.

Situada geográficamente entre la antigua Portada de Maravillas —una de las ocho puertas de entrada y salida de Lima— y el antiguo Colegio Real (hoy dependencia de la Universidad de San Marcos), siguiendo el curso del Rímac (en la antigua vía a Huarochirí), dicha muestra de instituciones religiosas del clero regular, estaba compuesta de cuatro conventos y monasterios, a saber, Buenamuerte, Santa Clara, Mercedarias y Trinitarias; masculino el primero y femeninos los tres restantes, con las dos primeras entidades, las más importantes, en tanto que eje de una implantación religiosa y social en uno de los barrios populares (de indios, esclavos, mestizos y españoles pobres) de la capital virreinal.

Más allá de su asentamiento como instituciones del clero y su presencia local y barrial —ya de por sí importantes—, lo que nos interesaba era también su arraigamiento territorial, es decir la posesión de espacios rurales y urbanos, sus propiedades totales o parciales, recibidas o adquiridas con la finalidad de dotarse de los medios indispensables para el ejercicio de su actividad; tal como lo exigía la Corona española, para admitir su presencia y autorizar su desarrollo en el virreinato. Por el lado más bien urbano, en primer lugar, la implantación de su propio templo y luego la posesión de casas principales y casitas, corrales y corralones, quintas, solares y callejones, talleres y tiendas, panaderías y farmacias, huertas y jardines, pampas semiurbanas y terrenos baldíos, etc.; con toda la articulación sociológica correspondiente. Luego, por el lado más bien rural, al exterior de los muros limeños (o de la propia capital virreinal), su adquisición de chacras, estancias, fincas, caballerizas, cortijos, haciendas, etc., fuera de otras modalidades de presencia como dispensarios, hospitales, capillas, escuelas, asilos, tambos, etc.

Pero también nos interesaba, en estrecha relación con lo anterior, en primer lugar el uso de sus propias posesiones para facilitar su acceso al crédito y a la liquidez monetaria —en toda la gama de operaciones hipotecarias de Antiguo Régimen, en un contexto de escasez de metálico— y luego, ya como entidades firmemente establecidas, con ingresos y rentas regulares (de diverso origen), con capitales y con un patrimonio constituido, su propia participación en las redes financieras que se articulaban en el espacio colonial limeño y peruano, para una variedad de operaciones: préstamos regulares e irregulares en su propio entorno, financiamiento de la producción y el comercio, avances de dinero a otras instituciones civiles y religiosas y al propio Gobierno colonial, transferencias financieras a España, Roma y Europa, etc.

En virtud de la experiencia adquirida gracias al trabajo sobre otras entidades religiosas, en otros espacios del mundo ibérico metropolitano y colonial, sabíamos que el interés de asumir integralmente el conocimiento de las actividades de las instituciones religiosas residía también en el hecho de poder comprender, en su propia lógica y época, aquel conjunto de operaciones que vinculaban la práctica y el financiamiento de los oficios religiosos con el recuerdo y la salvación del espíritu después de la muerte. Unos factores que articulaban la ejecución testamentaria (el albaceazgo) con la designación del alma del difunto como heredera (a veces universal) de las fortunas acumuladas; que determinaban la conducta a seguir en el trayecto desde esta vida hacia la otra. Es decir, la fundación de censos y capellanías; esto es, la constitución de fondos cuyo objetivo era apoyar la celebración de misas y oficios a favor del alma del difunto (para su tránsito desde el Purgatorio hacia el Paraíso), consolidando al mismo tiempo las carreras eclesiásticas de familiares o allegados y fortaleciendo mediante el mismo movimiento a las propias entidades eclesiásticas.

El libro que estamos presentando sintetiza los resultados y conclusiones de un primer trabajo de investigación sobre la muestra de conventos y monasterios escogida, aplicando la metodología anunciada. A partir de las fuentes disponibles hemos examinado en esta oportunidad la implantación y la evolución de la orden religiosa masculina de los crucíferos agonizantes o camilos o padres de la Buenamuerte —ministros de los enfermos—, desde su llegada a Lima, a comienzos del siglo XVIII, hasta finales del siglo XIX. Un trabajo de reconstitución histórica que ha durado algo más de una década y que, fuera de los elementos relativos a la propia orden de la Buenamuerte, nos ha permitido incursionar en los espacios internos del clero regular limeño y echar luces sobre varios asuntos relativos a la problemática general inicialmente planteada, a saber, la propiedad y el patrimonio eclesiásticos.

Además de la documentación revisada en el Archivo Arzobispal de Lima y en el Archivo General de la Nación (sección colonial y sección republicana) y la de la bibliografía peruana y extranjera sobre las cuestiones planteadas —especialmente en la Biblioteca Nacional del Perú, en su sección de manuscritos y también en la Biblioteca Nacional de España—, hemos tenido la suerte de poder consultar, durante el verano peruano de 2007, el rico material de los Archivos de la Buenamuerte, reconstituidos y conservados en los propios locales del convento limeño, en Barrios Altos, gracias al empeño y la iniciativa de los propios religiosos crucíferos. Unos depósitos documentales, dicho sea de paso, cuya explotación no ha sido agotada y que abren perspectivas para otro tipo de trabajos, diferentes del nuestro.

Por ello deseamos agradecer la apertura y simpatía hacia nuestro trabajo mostrada por el Reverendo Padre José Villa, uno de los responsables actuales de la orden crucífera en Lima, sin cuya autorización nuestro trabajo de historiador hubiera carecido de un material de primera mano y de primer orden, para acercarnos al conocimiento de la implantación y la evolución de la Buenamuerte en el Perú. Pero vaya también nuestro agradecimiento al personal de los otros archivos que hemos consultado, sin cuya colaboración este trabajo no hubiera visto la luz; en particular a Laura Gutiérrez A., directora del Archivo Histórico Arzobispal de Lima, y a Melecio Tineo, infatigable y cordial archivero de terreno, conocedor como el que más de las fuentes eclesiásticas en nuestro país.

Tal como lo habíamos considerado en un primer momento, nos hacía falta el trabajo minucioso sobre las fuentes propias de las instituciones eclesiásticas elegidas (informes sobre sus temporalidades, visitas de superiores, balances del ejercicio de la misión y el ministerio, conflictos y procesos judiciales diversos, libros de registro y contabilidad, correspondencia con el arzobispado de Lima y las autoridades virreinales, discusiones y polémicas internas, etc.), con el fin de captar en su integridad la particularidad de la entidad y su desarrollo en la capital del virreinato. Pero también requeríamos situar a la propia institución peruana en el seno de la misma orden y de sus otras implantaciones —y no solo americanas. De hecho, necesitábamos «desprovincializarla» y comprender su evolución dentro de un contexto más amplio y general y, desde el punto de vista histórico y metodológico, examinarla dentro del cuadro específico de la crisis del clero regular en el mundo ibérico, visible y sensible durante el siglo XVIII, especialmente en su segunda mitad.

Por otro lado, si nos interesaba comprender la formación del patrimonio y las propiedades de dichas instituciones eclesiásticas en su propio contexto limeño y peruano, necesitábamos entender la lógica general de un comportamiento que no era ni nuevo ni original, sino que derivaba de prácticas, derechos y técnicas acumuladas anteriormente, afirmados y desplegados en otros espacios y territorios, y llevados a cabo simultáneamente. Por todo ello, fuera de la reconstitución meticulosa de la forma cómo se producía dicho proceso en nuestro país, nos hacía falta plantearnos claramente el asunto de la propiedad y la formación patrimonial (rentas, capitales, intereses, réditos, inversiones, etc.), el de la economía y la producción rurales —y no solo eclesiásticas—, tal y como se manifestaban realmente en ese mismo momento en la Península Ibérica y más generalmente, en el continente europeo. El eslabón local no podía desvincularse de la cadena general, y recíprocamente.

La confrontación con otras experiencias de historiadores e investigadores del mismo tema resultaba indispensable. Nuestra incorporación al equipo de desamortización y desvinculación eclesiásticas de la AHILA (Asociación Europea de Historiadores Latinoamericanistas), a fines de los años 1990 —equipo dirigido en ese entonces por Hans-J. Prien y Rosa M. Martínez de Codes, contando con la participación de Jean Piel—, fue un primer paso para abrir y contextualizar nuestra propia investigación. Sus aportes fueron muy valiosos. Más tarde, los seminarios de la Ecole de Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, dirigidos por Bernard Vincent, Joseph Goy y Gérard Béaur, consagrados —el primero— al conjunto del mundo ibérico (incluso en sus vertientes eclesiásticas y religiosas), y a la historia de la propiedad, la ruralidad y el campo europeos —los segundos—, permitieron ampliar aún más la perspectiva analítica y orientarnos resueltamente por la vía comparatista, especialmente desde el punto de vista de la metodología y el tratamiento de las masas documentales y el material empírico. Lo que allí aprendimos fue esencial para nuestro trabajo e investigación. Lo mismo podemos anotar, desde 2008, para el seminario de Maurice Aymard, también en la EHESS, sobre las relaciones entre la historia y la economía.

Con el fin de hacer más concreto y útil el trabajo (sin restringirnos solamente a su parte teórica) y para darle método y estructura a nuestro enfoque comparatista, formamos entonces un proyecto de investigación de mediano plazo, con el fin de comparar tres tipos de comportamiento del clero regular hispánico, a ambos lados del Atlántico: las formas de propiedad (desdobladas y distintas en el Antiguo Régimen) puestas en práctica; los tipos de producción y explotación de la tierra (en el seno de sociedades eminentemente rurales); y la articulación de los fenómenos sociales y religiosos (estrecha y mutuamente imbricados). Un proyecto que no quería desligar lo económico de lo religioso, ni lo social de lo institucional, tal como lo habíamos planteado desde el inicio. Y ello sin olvidar tampoco que el escenario y la particularidad españoles (los casos españoles, sería indispensable agregar) fueron sacudidos —visible y sensiblemente— por el fenómeno revolucionario francés y su política eclesiástica y religiosa.

El objetivo fue (y sigue siendo, puesto que el proyecto continúa en curso de ejecución) extraer las similitudes y divergencias para el clero regular, a partir de los factores mencionados, en tres espacios comparables del mundo ibérico del siglo XVIII (y su transición hacia el XIX), a saber: Lima y su región, y México y su región —para el espacio hispanoamericano—, y Oviedo y su región —para la España septentrional (Principado de Asturias).Y ello, a partir de las fuentes primarias disponibles y la producción bibliográfica. Lo que implicaba, para decirlo en pocas palabras, que nuestra investigación sobre el caso del clero regular peruano se dotaba de una extensión gracias al trabajo sobre el clero regular novohispano y asturiano-español. Sabiendo al mismo tiempo que sobre la Buenamuerte obtendríamos sobre todo conclusiones relativas a dicha orden religiosa.

Gracias a una decisión del CNRS (Comité Nacional de la Investigación Científica) de París, el mismo que aprobó dicho proyecto y nos concedió una delegación de dos años, entre 2005 y 2007 (incorporándonos durante ese periodo a uno de sus laboratorios, el Centro de Investigaciones Históricas —CRH-EHESS-CNRS), fue posible combinar el trabajo archivístico y bibliográfico sobre los conventos y monasterios limeños con el efectuado para México (Nueva España) y el Principado de Asturias. De allí ya salieron varios trabajos y publicaciones (algunos en proceso de edición) y es posible considerar que el presente libro, sobre el convento limeño de la Buenamuerte, también ha sido el resultado de la posibilidad abierta gracias a la mencionada delegación. Nuestra gratitud va al CNRS y al Centro de Investigaciones Históricas (CRH-EHESS-CNRS), y a todos los colegas y amigos que promovieron en su momento nuestra candidatura, especialmente a Gérard Béaur, quien ha proseguido apoyando desde entonces y de diferentes maneras nuestros proyectos y su perspectiva analítica, internacional y comparatista.

En el presente libro, después de haber examinado la llegada de los religiosos camilos a Lima (y a América) y constatar su éxito inicial, el de su misión e implantación en la capital virreinal peruana (primer capítulo), estudiamos la evolución de sus temporalidades y analizamos el auge y el declive de los dos complejos agrarios que supo componer la orden en el valle de Cañete, a saber, La Quebrada-El Chilcal y Casablanca-Cerro Azul, en estrecha relación con sus dificultades financieras crecientes, poniendo de realce sus orígenes y causas (segundo capítulo). Luego, intentamos reconstruir el tránsito institucional de la Buenamuerte limeña y recomponemos, con la minuciosidad que nos brindan las fuentes consultadas, la crisis por la que atravesó, antes del periodo de la guerra de independencia, situándola en el contexto general de la crisis del clero regular del siglo XVIII (tercer capítulo).

En seguida, tratamos de precisar la idea y la práctica de la desamortización eclesiástica institucional y ver la forma cómo se presentó en el Perú, inscribiéndola en el cuadro general e histórico de las desamortizaciones eclesiásticas modernas y contemporáneas (cuarto capítulo). Para luego estudiar la forma en que dichas desamortizaciones afectaron a la orden camila o crucífera, desde diversos ángulos y con diferentes consecuencias, alejándola definitivamente de la producción azucarera cañetana y propiciando su repliegue al ámbito urbano y limeño (quinto y último capítulo). En cada caso —y especialmente en las conclusiones—, intentamos mostrar lo que nuestro trabajo ha podido aportar como nuevo conocimiento, indicando al mismo tiempo lo que nos haría falta saber, gracias a investigaciones futuras, para completar el cuadro general necesario.

Han sido numerosos los colegas y amigos, peruanos y extranjeros, que han apoyado nuestro trabajo, desde diferentes perspectivas y con diversos medios. La lista sería muy larga como para reseñarla en esta corta introducción; pero no dudamos de que todos sabrán reconocerse al habérselo señalado de vive voix en diversas oportunidades. Solo quisiéramos añadir, para terminar, nuestra gratitud para con los editores e impresores de este libro (Iberoamericana-Vervuert), para el Centro de Investigaciones Históricas (CRH-EHESS-CNRS), que ha contribuido decisiva y significativamente a su financiamiento, y para todos los amigos que nos han ayudado a sacarlo a luz, en la difíciles condiciones de publicación de obras como la nuestra. Y esperar que su contenido pueda suscitar el interés y la discusión entre los especialistas y el público en general, a la espera de otros trabajos.

 

1 Archivo Arzobispal de Lima, 1999; Tineo, 1992.

CAPÍTULO I

LOS RELIGIOSOS «AGONIZANTES» EN EL PERÚ SIGLO XVIII

El objetivo de este primer capítulo es introducir de manera concisa las particularidades de la orden de San Camilo, o de los religiosos agonizantes o crucíferos, de los ministros de los enfermos —como también se les denomina. Y ello, desde su creación, en el sur de la península italiana, hasta su llegada e implantación (y especificidades) en la capital del virreinato peruano, a lo largo del siglo XVIII, haciendo una reseña introductiva de su adquisición de temporalidades y los mecanismos de que se pudo valer para dicho fin, especialmente la práctica del albaceazgo por parte de sus prelados. Antes de subrayar el creciente prestigio que la orden de los agonizantes había empezado a ganar, especialmente durante el segundo tercio del siglo XVIII.

1. LA ORDEN MENDICANTE DE SAN CAMILO

Fue definitivamente establecida a fines del siglo XVI, en 1591, cuando el papa Gregorio XIV decretó que la congregación fundada en Roma cinco años antes por Camilo de Lelis (confirmada por el papa Sixto V), dedicada a la atención espiritual de enfermos y moribundos, donde quisiera que se encontraran, adquiría plenamente el estatuto de orden religiosa, como orden mendicante1. Sus miembros tenían que formular los clásicos tres votos de pobreza, castidad y obediencia, a los que se agregó un cuarto voto, con el acuerdo del papa: el de la asistencia espiritual y corporal a los enfermos. Las reglas y constituciones de la orden, redactadas por el propio Camilo de Lelis, fueron aprobadas por su Segundo Capítulo General de 1599 y sancionadas por el papa Clemente VIII en 16002.

El futuro san Camilo (1550-1614), primero beatificado en 1742 y luego elevado a la dignidad de santo en 1746 —en ambos casos por Benedicto XIV, luego de 150 años de existencia de la orden—, era oriundo de Chieti, en la región de los Abruzos de la península italiana. Los hagiógrafos de Camilo de Lelis insisten en su conversión, desde una vida inicialmente dedicada a la actividad militar y al juego de azar, hasta su descubrimiento de las desgracias y sufrimientos de enfermos y moribundos —entre Manfredonia y Roma— y su «abandono del mundo» para consagrarse íntegramente a la misión hospitalaria y espiritual entre menesterosos y dolientes, incluso en la prisiones.

Conviene recordar que la orden se creaba en unos momentos —la segunda mitad del siglo XVI—, en que los hospitales y hospicios representaban el último refugio de los heridos de guerra y que la «carrera militar» era un oficio de pobres, en particular en el área mediterránea. La piedad por las víctimas directas de las guerras y conflictos militares, tanto como el objetivo de rescate de los prisioneros y cautivos que habían caído en manos de los infieles, alimentaban naturalmente las vocaciones espirituales, lo mismo que la formación de nuevas órdenes religiosas destinadas a tales objetivos. Los hospitales y hospicios presentaban a menudo cuadros sobrecogedores, dramáticos y desoladores, en los que el sufrimiento de los enfermos se conjugaba con la falta de higiene y medicinas, la corrupción o la crueldad del personal y los administradores.

A partir de Roma y Nápoles, la orden de los padres agonizantes se desarrolló rápidamente, multiplicando la creación de nuevas casas y establecimientos por toda la península italiana3, con la participación activa de Camilo de Lelis. A la asistencia hospitalaria, los religiosos agonizantes agregaban el socorro a las víctimas decimadas por pestes y epidemias e incluso, bajo mandato papal, el acompañamiento de los soldados al combate. No pocos religiosos camilos sufrieron las consecuencias de su ministerio de asistencia cotidiana a enfermos y apestados, estimándose que en 1614, al morir Camilo —cuando la orden contaba con algo más de 300 miembros por toda Italia—, ya habían muerto anteriormente cerca de 250 religiosos y hermanos, víctimas de males o enfermedades contraídos durante el ejercicio de su misión y ministerio.

Siguiendo las mismas características que en Italia, la implantación de la orden en España se inició desde la tercera década del siglo XVII, a partir de Madrid. De allí se extendió por Alcalá, Salamanca, Granada, Zaragoza, Barcelona, Sevilla, Valencia y Córdoba, creando al mismo tiempo colegios superiores para la formación de sus miembros. Su expansión española sirvió como base de apoyo para la creación de casas y establecimientos en Francia y Portugal, aunque en inferior número y con menor fortuna4. La rama femenina de los camilos fue fundada en Bolonia, en 1700.

Luego de las convulsiones desencadenadas por la Revolución francesa, a finales del siglo XVIII, y sus consecuencias por Europa, que no dejaron de tener efectos de corto y mediano plazo sobre la actividad de la orden crucífera (y de las instituciones religiosas en general), desde mediados del siglo XIX, la recuperación de la actividad de los padres camilos se acentuó gracias al dinamismo de la provincia lombardo-veneciana. Desde Madrid también, en el último tercio del siglo XIX, se consolidó la renovación de su misión. Lo que, como veremos, también tuvo repercusiones para su implantación peruana.

2. LA LLEGADA A LIMA DE LA ORDEN DE SAN CAMILO

El primer religioso de la orden de San Camilo (o de los padres agonizantes o crucíferos, o de los ministros de los enfermos, Ministri Infirmorum, M. I.) que llegara a Perú fue seguramente Andrés Sicli —nacido en Palermo— de la provincia de Sicilia de la orden, hacia 1673, procedente de Nueva España y América Central —y precedentemente de Cádiz, de donde se embarcara seis o siete años antes. Con la autorización respectiva de los Superiores Generales de la orden (primero Giovanni B. Barberis y después Giovanni S. Garibaldi), y luego de algunos años de recorrido por diversos territorios americanos, desempeñando su misión y ministerio, Andrés Sicli se radicó en Lima, aunque sin fundar establecimiento o templo de la orden, permaneciendo en la capital del virreinato peruano durante quince años, antes de proseguir su ruta por otros territorios americanos (incluso por Brasil), con el fin de propagar y difundir la fe y el ejemplo de Camilo de Lelis5.

Fue luego el camilo Golbodeo Carami, quien llegó a Lima a inicios de 1709 —dos años y medio después de su salida de Europa— y también miembro de la provincia de Sicilia de la orden (aunque hubiese él mismo nacido en Huelva, España), el que se fijó como primer objetivo, por encargo directo de las autoridades romanas de la orden, recabar y obtener limosnas para el sustento de sus miembros y proseguir la campaña con vistas a la beatificación y ulterior canonización de Camilo de Lelis6. Pero también traía el objetivo de fundar una comunidad religiosa camila en Lima. Su primer apoyo en la capital del virreinato peruano fue la ya existente Congregación del Oratorio San Felipe Neri, institución cercana a la orden de los agonizantes; recordemos que su fundador había sido confesor, consejero y director espiritual de Camilo, en los momentos en que este decidiera crear la orden. En el Oratorio San Felipe Neri de Lima, Golbodeo Carami obtuvo acogida, consejo espiritual, hospedaje, alimentación y la posibilidad de celebrar misa.

Los primeros contactos de Golbodeo Carami con las autoridades civiles y eclesiásticas limeñas fueron alentadores. El virrey Marqués de Castel dos Rius7 —a quien Carami ya había informado de sus intenciones, encontrándose con él en Cádiz— le permitió entrar en contacto con familias y personalidades de la corte limeña, las mismas que mostraban una clara simpatía para con los religiosos agonizantes, denominados también de «cruces en el manteo y sotana». Lo mismo ocurrió con el deán de la Catedral de Lima y con los miembros del Capítulo eclesiástico catedralicio. Golbodeo redactó una Carta de Hermandad cuya difusión (a cambio de un peso) tenía como finalidad recibir fondos para la beatificación de Camilo de Lelis, dar a conocer la orden y explicar las ventajas que se obtendrían con su establecimiento en Lima. Su prédica se acompañaba de una práctica de asistencia espiritual a enfermos y moribundos en los hospitales, hospicios y a domicilio.

En el Oratorio de San Felipe Neri, durante la época en que celebraba misa, Golbodeo Carami conoció a un personaje que sería muy importante para la implantación de la orden crucífera en Lima: el religioso secular —mulato— Felipe de León Dávila y Lobo. Este último, más fácilmente identificado como «el padre Lobo», quedó rápidamente convencido de la necesidad de crear una casa de religiosos agonizantes y se volvió su abierto benefactor y promotor. Vivía en la calle Rufas (Barrios Altos), entre indios y mulatos pobres —característica del poblamiento de aquella zona marginal de Lima—, en donde gracias a él y por su intermediario, se empezó a conocer la misión de los padres camilos.

Allí también conoció Golbodeo Carami a otro religioso secular, español este, originario de Burgos, el cura Antonio Velarde Bustamante, propietario de casas y callejones en la misma calle Rufas y en otras adyacentes. El religioso camilo logró igualmente convencerlo de la necesidad de apoyar la creación de un establecimiento de los padres agonizantes cuya misión sería el servicio espiritual de indios, negros, mulatos y pobres (numerosos en Lima) y no solo de asistencia en los hospitales u hospicios. Por generosidad y luego por convicción, el mencionado religioso secular, Velarde Bustamante, cedió a Golbodeo Carami, en calidad de donativo, una casa de la calle Rufas y una pulpería colindante, hacia la esquina de la misma calle, con el fin de establecer allí un primer oratorio de la orden de los agonizantes8. El acto de cesión se produjo el 31/10/1710, mediante escritura pública, ante notario9. Fue el primer establecimiento de la orden camila: una capilla consagrada a la Virgen María. Gracias a la intervención del «padre Lobo», Carami pudo contar con la ayuda de los vecinos del barrio para la construcción y reparación del local, tanto en dinero como en mano de obra y materiales puestos a su disposición. Lo mismo se produjo para la obtención de una imagen de la Virgen María.

Menos de dos años después, el 15/08/1712, se producía el acto público de inauguración de la capilla consagrada a la Virgen de la Buenamuerte o del Tránsito, que se puede considerar como la verdadera fecha de fundación de la orden de los crucíferos o agonizantes en el virreinato peruano (y en la América española). Dicho acto, precedido por una procesión pública barriosaltina, contó con la presencia del arzobispo de Lima —quien celebró la misa correspondiente—, de un representante del virrey y con la asistencia de numerosas autoridades eclesiásticas y civiles; y fue festejado por la noche con fuegos de artificio, luces y la participación de los fieles y vecinos de Barrios Altos10.

Aunque ulterior a la edificación de la capilla de la Buenamuerte —como ya se empezaba a identificar a la orden de los padres camilos—, Golbodeo Carami obtuvo la autorización de ejercicio por parte del nuevo virrey interino, Diego Ladrón de Guevara11, gracias al informe favorable del arzobispado de Lima. Escribió también a las autoridades europeas de la orden para solicitar el envío de dos religiosos que pudieran acompañarle y apoyarle en las diferentes tareas con las que le tocaba enfrentarse a partir de entonces. Así llegaron a Lima, en octubre de 1716 —luego de más de un año de viaje—, dos nuevos sacerdotes camilos o agonizantes procedentes de España: Juan Muñoz de la Plaza y Juan Fernández.

Si ya existía en ese momento un establecimiento propio en Lima y si había aún que consolidarlo —y seguramente hacerlo más grande—, el objetivo inicial de apoyo financiero a la beatificación y canonización de Camilo de Lelis seguía vigente. Golbodeo Carami, en particular, se consagraba a ese fin, viajando y pidiendo limosna por el sur del virreinato (Huamanga y Cuzco), yendo inclusive hasta el Alto Perú (La Paz, Potosí, Chuquisaca, Oruro, etc.), es decir, hacia las provincias mineras y productivas, ejerciendo al mismo tiempo su ministerio, según las circunstancias. Por otra parte, el secular Velarde y Bustamante, definitivamente convencido de la necesidad de ayudar a establecer la orden, completó sus gestos de apoyo a los padres agonizantes y decidió legarle a dicha orden todos sus bienes, declarándola heredera universal de todas las casas contiguas a la capilla que poseía en la calle Rufas12, nombrando al crucífero Muñoz de la Plaza como su albacea o ejecutor testamentario13; lo que permitía de allí en adelante plantearse la cuestión de la ampliación del templo inicial.

Otros religiosos de la orden fueron llegando a Lima para secundar la labor de los ya residentes, en particular luego del fallecimiento de Juan Fernández, en 1718. Su viaje fue financiado por varios benefactores de la capital del virreinato peruano, entre los que se puede citar al comerciante español Gregorio Carrión, quien también apoyó los primeros trabajos de ampliación de las instalaciones de la capilla. Así, los religiosos españoles Domingo Pereda Ruiz y Alejandro Montalvo Sacristán y dos hermanos legos llegaron a Lima en 1730. Al mismo tiempo que, desde varias ciudades del virreinato, llegaban solicitudes e invitaciones de diverso origen para que también se creara en ellas establecimientos similares al de Lima. El prestigio de la orden crucífera empezaba paulatinamente a crecer.

La necesidad de obtener la autorización directa del rey de España ocupó en seguida la atención de Golbodeo Carami y sus colaboradores. Sobre todo después de haber tenido que encarar la actitud regalista de determinados funcionarios de la Audiencia de Lima, quienes reprochaban a los padres agonizantes (incluso con la amenaza del cierre de la capilla ya establecida y el retorno de sus religiosos a Europa) de haber fundado un establecimiento de la orden sin contar previamente con la mencionada autorización real. Se trataba entonces de reunir el mayor número de cartas de apoyo de las autoridades civiles y eclesiásticas, de las otras órdenes ya establecidas en la capital del virreinato14 y de toda personalidad que pudiera ejercer influencia, tanto en Lima como en la metrópoli española. Y ello, con el fin de que el provincial madrileño y las autoridades romanas de la orden pudiesen defender ante el Consejo de Indias la causa de la «Casa de Lima» y su funcionamiento.

No todas las autoridades oficiales, civiles o eclesiásticas, compartían el entusiasmo de los religiosos camilos fundadores; en particular, determinados funcionarios de la Audiencia Real de Lima que se oponían a la autorización por la Corona de nuevas órdenes religiosas. Pero los esfuerzos desplegados fueron finalmente recompensados: el real decreto de Felipe V, promulgado el 10/03/1735, autorizaba la fundación de la casa de Lima de los padres agonizantes15. Aunque solo diez meses después se producía la muerte de Golbodeo Carami, en enero de 1736, durante los preparativos para la celebración oficial de la fundación de la orden en Lima. Culminaba así una primera etapa del establecimiento de la Buenamuerte en Lima, aunque tuviera ella como hito de tránsito el fallecimiento de su fundador.

Las donaciones de dinero recibidas por intermedio de la capilla y remitidas a España permitieron la llegada de nuevos religiosos. La Consulta General de Roma había decidido crear un noviciado para la enseñanza de teología y filosofía y consolidar así la formación religiosa de los futuros miembros de la ya autorizada orden, incluso gracias a la incorporación de religiosos criollos (aunque no indios ni mestizos) del virreinato peruano. Cuatro nuevos religiosos españoles hicieron su llegada en agosto de 1737: el padre Martín de Andrés Pérez, lector de teología (futuro prefecto de la Casa de Lima y viceprovincial de la orden), uno de los religiosos crucíferos de mayor renombre durante el siglo XVIII; el padre Manuel de Antecha, lector de arte; el padre Juan Martínez Lázaro y el hermano lego Bartolomé Vergès.

A partir de allí se impuso entonces la necesidad de ampliar nuevamente las instalaciones de la capilla, incorporando la superficie de habitaciones, corralones y casas colindantes, que ya estaban en posesión de la Buenamuerte. Para esta operación, la orden pudo contar también con la generosidad de vecinos, fieles y propietarios. El padre Lobo se volvió a distinguir por su apoyo a la orden de la Buenamuerte, participando financieramente en la realización de este objetivo16 e instando a los fieles para que apoyasen directamente la operación. A partir de entonces la misión de los padres agonizantes se desarrolló con mayores medios, ganando la simpatía, tanto entre los fieles y habitantes de Lima como también en el seno de las autoridades civiles y eclesiásticas. Mientras tanto, la campaña por la beatificación de Camilo de Lelis seguía formando parte de las prioridades de la orden17. Por otra parte, como ya lo indicamos anteriormente, la apertura del noviciado limeño posibilitó la formación de religiosos en la misma capital del virreinato, ya fueran españoles o criollos.

El perfil sociológico del primer novicio criollo formado en Lima es probablemente un signo del prestigio que poco a poco ganaba la orden de la Buenamuerte. El doctor José de la Cuadra Sandoval había nacido en Lima y era en 1743 un personaje distinguido de la sociedad colonial en la capital: catedrático de Vísperas de Leyes en la Universidad de San Marcos, consejero de la Inquisición y otros tribunales limeños y abogado en el Real Fisco, entre otras funciones. Su renta anual sobrepasaba los 10 000 pesos. En dicho año de 1743, Cuadra Sandoval decidió abandonar todas sus responsabilidades «en el siglo», entrar al convento de la Buenamuerte, vestirse con la sotana de los camilos y practicar el instituto de los padres agonizantes.

Dos años después, en noviembre de 1745, fue ordenado religioso profeso y entró a formar parte de la orden. Requerido por el virrey Manso de Velasco como consejero y asesor, a comienzos de 1746, Cuadra Sandoval tuvo que alejarse algunos meses del convento. Pero regresó a él y se consagró íntegramente, desde entonces hasta su muerte (diciembre de 1752), a la misión de los padres agonizantes18.

3. LA IMPLANTACIÓN DE SUS TEMPORALIDADES

Tal como ya lo hemos visto, la generosidad de los fieles y su convicción de la necesidad de la misión de los padres camilos —cuyo número sobrepasaba apenas la decena— fueron importantes bazas para la implantación inicial de la orden de los agonizantes en Lima. En el anexo I.3.1, al final de esta capítulo, presentamos la lista, elaborada en 1756 por el religioso camilo Alejandro Montalvo, de los benefactores de la orden —principalmente mediante dinero líquido— entre 1718 y 1754, es decir durante las primeras cuatro décadas de su establecimiento19, lo mismo que las obligaciones y cargas que representaban sus legados.

A pesar de su carácter incompleto, tal como lo veremos más adelante, dos elementos resaltan en esta relación de donaciones —cuyo monto sobrepasa los 200 000 pesos. En primer lugar el hecho de que se trata mayoritariamente de decisiones testamentarias a favor de la religión de los agonizantes, efectuadas mediante escritura notarial. Es probable que se trate también de una manifestación de actos de agradecimiento por parte de los fieles, enfermos o moribundos, por los cuidados y asistencia proporcionados por los padres camilos, justamente en el tránsito de la vida a la muerte, momento clave de la misión de la orden. Luego veremos que no pocos religiosos agonizantes se desempeñaron como albaceas de personalidades importantes de la sociedad colonial.

También es interesante notar, en segundo lugar, que la donación se acompaña frecuentemente de la fundación de obras pías, con la obligación de celebrar misas por la memoria del difunto, con el fin de que este pueda alcanzar la salvación eterna, luego de un paso casi obligatorio por el Purgatorio; una creencia que ya estaba sólidamente establecida y arraigada —también en la capital del virreinato peruano—, como puede confirmarse20. Podía incluso ocurrir que fuese el alma del difunto la que quedara designada como «heredera universal» y que correspondiera a la religión de los camilos el administrar dicha herencia y su componente religioso de misas, que podían celebrarse por los propios camilos (a veces nominalmente designados para tal efecto), a beneficio del alma del difunto.

Sin embargo, es posible afirmar, luego de la revisión de los archivos del convento, que los benefactores de la orden crucífera fueron seguramente más numerosos de los que aparecen en dicha lista —y no siempre todos de riqueza visible y opulenta. Muchas donaciones parecen haberse efectuado directamente por los asiduos creyentes y parroquianos, sin instrumento legal escrito, de «la mano a la mano»; y ello sin evocar el apoyo cotidiano de fieles y devotos, el mismo que, tal como lo veremos más adelante, deja pocas huellas, si no es el propio testimonio de los protagonistas de la época.

1) La Casa de Lima, Barrios Altos. La Casa de Santa Liberata, «Abajo el puente»

Poco a poco, después de su establecimiento inicial en Barrios Altos, desde la calle Rufas, el convento fue agrandándose, con el fin de dar cabida a nuevos religiosos y proseguir con las tareas de su misión. La celebración de la beatificación de Camilo de Lelis, en julio de 1745, fue motivo para comprar nuevas casas en la misma manzana de la calle Rufas, yendo hacia la calle de la Penitencia, agregándolas a las nuevas donaciones recibidas de fieles y vecinos y ampliando las instalaciones de la capilla inicial, construida desde 1710. Como el conjunto de la capital del virreinato, el convento también sufrió las consecuencias del terrible terremoto de octubre de 1746, el mismo que destruyó las recientes instalaciones y obligó a replantearse forzosamente la cuestión de su reconstrucción.

Se puede afirmar sin riesgo de error que entre 1746 y 1773, el convento de la Buenamuerte estuvo permanentemente en obras y construcción, tanto por el crecimiento de la comunidad de religiosos como por el desarrollo de su misión. Para contar con los fondos que financiaran dichas operaciones, la orden de la Buenamuerte tuvo que añadir su propio endeudamiento, contraído con particulares y otras entidades religiosas, a la generosidad siempre presente de los devotos21. Una parte de las instalaciones que habían permitido edificar la capilla (en la esquina de Rufas) fue transformada en farmacia y enfermería, con el fin de socorrer a los criados del convento y a los vecinos carentes de medios, generalmente esclavos, indios, mestizos y otros habitantes del entorno. Poco a poco, la portería del convento se pobló de decenas de mendigos que esperaban la ayuda alimenticia y la limosna proporcionados cotidianamente por la Buenamuerte.

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Mapa de implantación

Casa Hospital de las Camilas22