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VICTOR HUGO

LOS MISERABLES

Traducción de Andrés Ruiz y Elena Sandoval

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LOS MISERABLES

En tanto exista, por causa de las leyes y las costumbres, una condenación social que crea artificialmente infiernos, en pleno desarrollo de la civilización, y contamina de fatalidad humana el destino del hombre, que es divino; en tanto no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por la noche; en tanto sea posible la asfixia social en determinadas regiones. En otros términos, mientras haya en la Tierra ignorancia y miseria, quizá no sean inútiles libros de la naturaleza de éste.

Hauteville-House, 1 de enero de 1862

PRIMERA PARTE

Fantine

LIBRO PRIMERO

Un justo

I

El señor Myriel

En 1815, el señor Charles François Bienvenue Myriel, un anciano de unos setenta y cinco años, era obispo de Digne, sede que ocupaba desde 1806.

Aunque este detalle no afecte al fondo de la historia que vamos a contar, quizá no sea inútil constatar, para ser exactos en todo, los rumores y habladurías que sobre su persona habían circulado cuando llegó a la diócesis. Lo que de los hombres se dice, cierto o no, a menudo ocupa tanto lugar en su vida, y sobre todo en su porvenir, como lo que hacen. Myriel era hijo de un consejero del Parlamento de Aix; nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredaría su puesto, lo había casado, como era costumbre entre los parlamentarios, muy joven, con apenas veinte años.A pesar de su matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia aunque de pequeña estatura, elegante, inteligente, encantador; el mundo, sobre todo el femenino, había ocupado toda la primera parte de su vida.

Sobrevino la Revolución, los acontecimientos se precipitaron y las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidas, acosadas, diezmadas, se dispersaron. Nada más comenzar la Revolución, Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de una enfermedad del pecho que venía padeciendo tiempo atrás. No tenían hijos. ¿Qué ocurrió después en los destinos del señor Myriel? El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos sucesos del 93, más espantosos quizá para los emigrantes, que los veían con un horror aumentado por la distancia, ¿hicieron germinar en su alma ideas de retiro y de soledad? ¿Acaso, en medio de alguna de las distracciones o afecciones que ocupaban su vida, lo alcanzó en el corazón alguno de esos golpes misteriosos y terribles capaces de derribar a un hombre al que no afectan las catástrofes públicas, aun cuando afecten a su existencia y a su fortuna? Nadie habría podido decirlo; sólo se sabía que a la vuelta de Italia era sacerdote.

En 1804 el señor Myriel, ya mayor, era el cura de Brignolles y vivía en un profundo retiro.

Poco después de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia, no se sabe muy bien cuál, lo llevó a París.Visitó, entre otras personas poderosas de las que solicitaba ayuda para sus feligreses, al cardenal Fesch, tío del Emperador. Éste, un día que fue también a visitarlo, vio al digno cura que esperaba en la antesala y, notando la curiosidad con que aquel viejecito lo miraba, se volvió y dijo bruscamente:

–¿Quién es ese buen hombre que me mira?

–Majestad –dijo el cura–, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.

Esa misma noche, el Emperador pidió al cardenal el nombre de aquel cura. Poco tiempo después, el cura Myriel recibió una sorpresa: había sido nombrado obispo de Digne.

¿Qué había, por lo demás, de cierto en lo que se decía de la primera parte de su vida? Nadie lo sabe. Pocas familias habían conocido a la suya antes de la Revolución.

Monseñor Myriel tuvo que correr la suerte de todos los recién llegados a una ciudad pequeña en la que hay muchas bocas que hablan y pocas cabezas que piensan. La debía sufrir, aunque fuera obispo y precisamente porque lo era. Pero, después de todo, los asuntos con los que se mezclaba su nombre no eran quizá más que habladurías; ruido, chismes, rumores; palabres, como se dice en la enérgica lengua del Midi.

Sea como fuere, tras nueve años de episcopado y de residencia en Digne, todas estas historias, temas de conversación que ocupan en los primeros momentos a las gentes de baja condición de las pequeñas ciudades, habían caído en un profundo olvido. Nadie habría osado hablar de ello, nadie se habría atrevido a acordarse siquiera.

Monseñor Myriel llegó a Digne acompañado de una solterona, la señorita Baptistine, una hermana diez años menor que él.Tenían por toda servidumbre a la señora Magloire, una criada de la edad de la hermana, quien, después de haber sido la criada del señor cura, asumía ahora el doble título de doncella de la señorita Baptistine y ama de llaves de monseñor.

La señorita Baptistine era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves; era la encarnación de ese ideal que expresa la palabra respetable; pues parece necesario que una mujer sea madre para que pueda ser llamada venerable. Nunca había sido bonita; su vida, que no había sido más que una sucesión de buenas obras, había terminado por adornarla con una especie de blancura luminosa; al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. La delgadez de la juventud se había convertido en transparencia, a través de la cual se veía el ángel. Era, más que virgen, un alma pura. Su persona parecía hecha de sombra, con apenas cuerpo como para que en él albergara un sexo; un poco de materia resplandeciente; grandes ojos siempre bajos; un pretexto para que un alma permanezca sobre la Tierra.

La señora Magloire era una viejecilla blanca, oronda y rolliza siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma.

Monseñor Myriel se instaló en el palacio episcopal con todos los honores dispuestos por los decretos imperiales, que colocan al obispo inmediatamente después del mariscal de campo. El alcalde y el presidente le hicieron la primera visita, y él, por su parte, visitó en primer lugar al general y al gobernador.

Una vez instalado, la ciudad observó el comportamiento de su obispo.

II

Mons. Myriel se convierte en Mons. Bienvenue

El palacio episcopal estaba unido al hospital. Era un vasto y hermoso edificio de piedra construido a principios del siglo pasado por monseñor Henri Puget, doctor en teología por la universidad de París, abad de Simore, que había sido obispo de Digne en 1712. Se trataba de una mansión auténticamente señorial.Todo en ella respiraba un cierto aire de grandeza: los aposentos del obispo, los salones, las habitaciones, un patio de honor muy amplio con galerías y soportales, según la antigua costumbre florentina, y los jardines, con magníficos árboles. En el comedor, una larga y soberbia galería que se hallaba en la planta baja y se abría a los jardines, Mons. Henri Puget había dado de comer el 29 de julio de 1714 a Mons. Charles Brûlart de Genlis, arzobispo-príncipe de Embrun; a Antoine de Mesgrigny, capuchino, obispo de Grasse; a Philippe de Vendôme, gran prior de Francia, abad de Saint-Honoré de Lérins; a François de Berton de Crillon, obispo y barón de Vence; a César de Sabran de Forcalquier, obispo y señor de Glandeve; y a Jean Soanen, sacerdote del oratorio, predicador ordinario del rey, obispo y señor de Senez. Los retratos de estos siete reverendos personajes decoraban la sala, y aquella fecha memorable, 29 de julio de 1714, quedó grabada con letras de oro en una mesa de mármol blanco.

El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín.

Tres días después de su llegada, el obispo visitó el hospital.Terminada la visita, le pidió al director que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.

–Señor director –le dijo–, ¿cuántos enfermos tiene en este momento?

–Veintiséis, monseñor.

–Son los que había contado –dijo el obispo.

–Las camas –continuó el director– están muy próximas unas de otras.

–Ya lo había notado.

–Las salas, más que salas, son celdas, y en ellas el aire se renueva con dificultad.

–Me lo había parecido.

–Además, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, los convalecientes no caben en el jardín.

–También me lo había figurado.

–En años de epidemia como éste, que hemos tenido el tifus, y hace dos, que sufrimos las fiebres miliares, se juntan tantos enfermos, más de cien, que no sabemos qué hacer.

–Ya lo había pensado.

–¡Qué le vamos a hacer, monseñor!, hay que resignarse.

Esta conversación se mantenía en la galería-comedor de la planta baja. El obispo calló un momento; luego, volviéndose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó:

–¿Cuántas camas cree que podrían caber en esta sala?

–¿En el comedor de Su Ilustrísima? –exclamó el director, estupefacto.

El obispo recorría la sala con la vista y parecía que sus ojos tomaban medidas y hacían cálculos.

–Al menos veinte camas –dijo como hablando consigo mismo; después, alzando la voz, añadió–: Mire, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital son veintiséis personas repartidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros aquí somos tres y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, le digo; la casa que usted ocupa es la mía y la que yo tengo es la suya. Devuélvamela, pues aquí estoy en su casa.

Al día siguiente, los veintiséis enfermos estaban instalados en el palacio del obispo, y éste en el hospital.

Mons. Myriel no tenía bienes, pues su familia había sido arruinada por la Revolución. Su hermana cobraba una renta vitalicia de quinientos francos, que bastaban al presbítero para sus gastos personales. Mons. Myriel recibía del Estado, como obispo que era, unos emolumentos de quince mil francos. Nada más alojarse en el hospital, decidió, de una vez por todas, el empleo de esta suma de la forma siguiente.Transcribimos aquí una nota suya manuscrita:

Nota para ordenar los gastos de la casa

Para el seminario mil quinientos francos

Congregación de la misión cien francos

Para los lazaristas de Montdidier cien francos

Seminario de las legiones extranjeras en París doscientos francos

Congregación del Santo Espíritu ciento cincuenta francos

Establecimientos religiosos en Tierra Santa cien francos

Sociedades para el auxilio de la infancia trescientos francos

Suplemento para la de Arlés cincuenta francos

Para la mejora de las prisiones cuatrocientos francos

Para el alivio y liberación de los encarcelados quinientos francos

Para liberar a los padres de familia encarcelados por deudas. mil francos

Suplemento para los maestros de escuela de la diócesis dos mil francos

Pósito de los Altos Alpes cien francos

Congregación de damas de Digne, de Manosque y de Sisteron, para la enseñanza gratuita de niños indigentes mil quinientos francos

Para los pobres seis mil francos

Para mis gastos personales mil francos

Total quince mil francos

Durante todo el tiempo que ocupó la sede de Digne, Mons. Myriel no cambió casi nada del plan de gastos. Su cumplimiento era para él, como se puede ver, la forma de tener ordenados los gastos de su casa.

Estas disposiciones fueron aceptadas con absoluta sumisión por su hermana. Para esta santa mujer, monseñor era a la vez su hermano y su obispo, su amigo, según la naturaleza, y su superior, según la Iglesia. Lo amaba y lo veneraba, eso era todo. Cuando él hablaba, ella se inclinaba; cuando él obraba, ella se adhería. Sólo la sirvienta, la señora Magloire, murmuró un poco. El señor obispo, como se ha podido observar, no se había reservado más que mil francos, lo que con la pensión de Baptistine daba una suma de mil quinientos francos al año. Con estos mil quinientos francos vivían las dos mujeres y el anciano.

Y, gracias a las severas economías de la señorita Baptistine y de la señora Magloire, cuando un cura de la diócesis iba a Digne, el obispo todavía se las arreglaba para atenderle.

Un día, a los tres meses de haber llegado a la ciudad, dijo el obispo:

–La verdad es que con todo esto no voy muy desahogado.

–Ya lo creo –dijo la señora Magloire–, como que monseñor no ha reclamado ni siquiera la renta que el departamento le debe por los gastos de carruaje para sus desplazamientos en la ciudad y sus visitas pastorales. Era lo habitual en otros tiempos.

–¡Vaya! –dijo el obispo–, tiene razón.

E hizo la reclamación.

Poco tiempo después, el consejo general, tomando en consideración su demanda, le asignó una suma anual de tres mil francos con el añadido: «Ayuda al señor obispo para gastos de carruajes de correo y de visitas pastorales».

Ello dio mucho que hablar a la burguesía local, y, con tal motivo, un senador imperial, antiguo miembro del Consejo de los Quinientos, favorable al dieciocho brumario y provisto de una magnífica senaduría, dirigió al ministro de cultos, señor Bigot de Préameneu, una breve carta, irritada y confidencial, que hizo entregarle en mano, de la que extraemos estas líneas:

«¿Gastos de carruaje? ¿Para qué, en una ciudad de menos de cuatro mil habitantes? ¿Gastos de correo y de giras por la diócesis?; en primer lugar, ¿a santo de qué tanta gira?, y después, ¿por qué tanta prisa en un país de montañas? No hay caminos. Sólo se puede ir a caballo. Incluso el puente del Durance en Château-Arnoux apenas puede soportar el paso de las carretas de bueyes. Estos curas son todos iguales. Avaros y codiciosos. Se las dio de buen apóstol nada más llegar.Ahora hace como los demás. Necesita carruaje y silla de posta. Necesita lujo, como los antiguos obispos. ¡Vaya con la clerigalla! Señor conde, las cosas no irán bien hasta que el Emperador no nos entregue a estos comecirios. ¡Abajo el Papa! (las relaciones con el Vaticano no estaban en su mejor momento). Por mi parte, yo estoy solamente con el César. Etc., etc.»

Por el contrario, la señora Magloire se mostró encantada.

–Bien –dijo a la señorita Baptistine–, monseñor ha empezado por los otros, pero justo era que terminara por él mismo. Después de pagar todas sus caridades, qué buenos son tres mil francos para nosotros. Por fin.

Aquella misma tarde, el obispo escribió y entregó a su hermana una nota:

Gastos de carruaje y de visitas pastorales

Caldo de carne para los enfermos del hospital mil quinientos francos

Caridad para la infancia de Aix doscientas cincuenta francos

Caridad para la infancia de Draguignan doscientas cincuenta francos

Para la inclusa quinientos francos

Para los huérfanos quinientos francos

Total tres mil francos

Así era el presupuesto de Mons. Myriel.

En cuanto a los honorarios episcopales por publicación de amonestaciones, dispensas, bautismos, predicaciones, bendiciones de iglesias o de capillas, bodas, etc., el obispo se los cobraba a los ricos con tanto rigor como largueza usaba luego dándoselos a los pobres.

Los donativos de dinero afluyeron al poco tiempo. Los que tenían y los que carecían llamaban a la puerta de Mons. Myriel, los unos en busca de la limosna que dejaban los otros. En un año, el obispo se convirtió en el tesorero de todas las buenas obras y en el cajero de todas las miserias. Por sus manos pasaban sumas considerables, pero nada pudo hacer que cambiara un ápice su forma de vida ni que añadiera nada superfluo a lo necesario.

Al contrario. Como siempre hay más miseria abajo que fraternidad arriba, todo se daba, por así decir, antes de ser recibido; era como el agua que riega una tierra seca: por más dinero que recibiera, no era suficiente, y él daba de lo suyo.

Era costumbre que los obispos encabezaran sus mandamientos y sus cartas pastorales con el nombre de pila completo.Y así, las buenas gentes del país habían elegido entre los nombres del obispo, con un afecto instintivo, el que mejor le acomodaba, y sólo le llamaban Mons. Bienvenue. Haremos como ellos, y le llamaremos así cuando convenga. Por lo demás, este nombre le gustaba.

–Me gusta ese nombre –decía–. Bienvenue enmienda a monseñor.

No pretendemos que el retrato que acabamos de hacer sea verosímil; nos limitamos a decir que se le parecía.

III

A buen obispo, obispado difícil

No por haber convertido su carruaje en limosnas hacía el obispo menos visitas pastorales. La de Digne es una diócesis difícil. Hay muy pocas llanuras, muchas montañas, casi ninguna carretera, como acabamos de ver; treinta y dos parroquias, cuarenta y una vicarías, y doscientas ochenta y cinco iglesias.Visitar todo aquello era un arduo problema que no arredraba al señor obispo.A pie cuando iba cerca, en carreta para ir al llano, y en las zonas de montaña, a caballo. Solían acompañarle las dos mujeres. Cuando el trayecto era demasiado penoso, iba solo.

Un día llegó a Senez, antigua sede del episcopado, montado en un asno. Su economía, muy ajustada en ese momento, no le había permitido medio mejor de desplazarse. El alcalde fue a recibirle a la puerta del obispado y le miraba escandalizado bajarse del burro.Algunos burgueses reían a su alrededor.

–Señor alcalde –dijo el obispo–, señores míos, ya veo lo que os escandaliza; os parece un acto de soberbia que un pobre sacerdote monte la misma cabalgadura que Jesucristo. Lo hago por necesidad, os lo aseguro, no por vanidad.

En sus visitas era indulgente y dulce, y más que predicar, hablaba. Nunca les hablaba de virtudes inalcanzables. Sus razonamientos y sus modelos los tomaba siempre de su pequeño mundo circundante.A los habitantes de una región les citaba ejemplos de la región vecina. En las zonas donde más menesterosos había, decía:

–Mirad las gentes de Briançon. Han permitido a las viudas, a los huérfanos y a los indigentes segar sus prados tres días antes que a los demás. Les levantan gratis sus casas cuando están en ruinas.También es un país bendecido por Dios. Durante los cien años de un siglo no ha habido allí ni un asesinato.

En los pueblos donde la gente no pensaba más que en hacer dinero y en la recolección de sus cosechas les decía:

–Mirad a los de Embrun. Si un padre de familia tiene a sus hijos en el servicio militar y a sus hijas haciendo el servicio social, y en el tiempo de la recolección se halla impedido, el cura lo dice en la predicación; y el domingo, después de la misa, todo el pueblo, hombres, mujeres y niños van a las tierras del pobre hombre para hacerle la cosecha, y le meten el grano y la paja en el granero.

A las familias divididas por cuestiones de dinero o de herencia les decía:

–Fijaos en los montañeses de Devolny, un pueblo tan agreste que sólo cada cincuenta años se oye allí el canto del ruiseñor. Pues bien, cuando muere un padre de familia, los hijos se van a buscar fortuna y dejan los bienes a sus hermanas para que puedan encontrar marido.

A los pueblos pendencieros que andaban siempre metidos en pleitos, cuyos labradores se arruinaban con los gastos en papel timbrado les decía:

–Mirad a los paisanos del valle de Queyras. Son unas tres mil almas. ¡Dios mío!, es como una pequeña república.Allí no saben lo que es un juez ni un agente judicial. El alcalde se encarga de todo. Reparte los impuestos, grava a cada vecino en conciencia, juzga gratis las querellas, reparte los patrimonios sin cobrar honorarios; y le obedecen, porque es un hombre justo entre hombres sencillos.

A los de los pueblos donde no había maestro, les seguía citando a los de Queyras:

–¿Sabéis cómo se las arreglan? Como un pueblo pequeño de doce o quince hogares no puede alimentar a un maestro, tienen uno para todo el valle que recorre los pueblos y pasa ocho días enseñando en este de aquí y diez en el de más allá. Estos maestros van a las ferias, yo los he visto. Se los reconoce por las plumas de escribir que llevan en la trencilla del sombrero. Los que sólo enseñan a leer llevan una pluma y los que, además, enseñan aritmética, llevan dos; los que, sobre la lectura y la aritmética, enseñan el latín llevan tres. Estos últimos son grandes sabios. ¡Pero qué vergüenza ser tan ignorantes! Haced como los de Queyras.

Hablaba así, grave y paternalmente, inventando parábolas si no tenía ejemplos, yendo derecho al fin propuesto, con pocas palabras y muchas imágenes, con la elocuencia misma de Jesucristo, seguro y persuasivo.