UHTRED EL PAGANO

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Traducción de Gregorio Cantera

Nota

* Provienen de la misma raíz en inglés (holy, healthy, whole), no en castellano. (N. del T.)

Título original: The Pagan Lord

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Diseño de la colección: Jordi Salvany

Primera edición impresa: octubre de 2015

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© Bernard Cornwell, 2013

Translation rights arranged by Toby Eady Associates, Limited.

All rights reserved.

© mapa: John Gilkes, 2013

© árbol genealógico: Colin Hall, 2013

© de la traducción: Gregorio Cantera, 2015

© de la presente edición: Edhasa, 2015

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ISBN: 978-84-3506-286-2

Producido en España

NOTA HISTÓRICA

«Año del Señor de 910. Año en el que Frithestan se hizo cargo de la diócesis de Wintanceaster y en que el rey Eduardo envió un ejército de tropas de Wessex y Mercia, que hostigó sin piedad al ejército de los hombres del norte, atacando a hombres y propiedades sin distinción. Acabaron con gran número de daneses, y permanecieron en aquellas tierras durante cinco semanas. Aquel mismo año, anglos y daneses se enfrentaron en Teotanheale, y los anglos se alzaron con la victoria.»

* * *

Así rezaba una de las entradas de la Crónica anglosajona del año 910. En otra, se registraba el fallecimiento prematuro de Etelredo; algunos historiadores piensan que resultó tan gravemente herido en Teotanheale que aquellas heridas lo llevaron a la muerte en 911.

Teotanheale es, en la actualidad, Tettenhall, una agradable barriada a las afueras de Wolverhampton, en las West Midlands. Los lectores que conozcan bien la zona podrían hacer oír sus quejas en cuanto a que el río Tame no pasa cerca de Tettenhall, pero disponemos de testimonios que afirman que así era en el siglo X de nuestra era, mucho antes de que se levantara un dique para contenerlo, canalizarlo y desviarlo por el curso que sigue en la actualidad.

Sabemos que en el año 910, Tettenhall fue escenario de la batalla que libró un ejército conjunto de tropas de Wessex y Mercia, que derrotó por completo a las hordas danesas dedicadas al pillaje. Perdieron la vida los dos principales caudillos daneses. Eowils y Healfdan se llamaban. En lugar de introducir dos nombres ajenos a nuestro relato para, al poco, dar buena cuenta de ellos, he preferido recurrir a los de Cnut y Sigurd, que aparecen en algunas de las novelas anteriores sobre las aventuras de Uhtred. Sabemos muy poco, en realidad casi nada, de lo que allí ocurrió. Sólo que hubo una batalla que perdieron los daneses, pero por qué o cómo sigue siendo un misterio. La batalla, pues, no es una invención mía, aunque la versión que aquí se ofrece sea pura ficción.

Dudo que los daneses fueran el motivo que desencadenase la búsqueda de los restos de san Oswaldo, aunque tales hechos coincidieran con el envío, por orden de Etelredo de Mercia, de una expedición al sur de Northumbria para tratar de recuperar la osamenta del santo. Oswaldo era natural de Northumbria, y hay quien sostiene que Etelredo aspiraba a contar con el apoyo de los sajones que, bajo el yugo de los daneses, vivían en aquella parte del país. Los huesos aparecieron, por fin, y los trasladaron a Mercia, donde se procedió a darles sepultura en Gloucester: todo el esqueleto menos el cráneo, que continuó en Durham (en Europa, hay otros cuatro templos que aseguran que allí se guarda, aunque lo más probable es que sea la que se conserva en Durham); uno de los brazos se conservaba en Bamburgh (Bebbanburg), aunque, siglos más tarde, lo sustrajeron los monjes de Peterborough.

La primera cita en latín que se menciona en el capítulo once, «moribus et forma conciliandus amor», que aparece grabada en el cuenco romano que Uhtred reduce a pedazos de plata, es de Ovidio: «un aspecto agradable y modales amables ayudan al amor». La segunda de las citas, visible en el puente de Tameworþig, reproduce la que aparece en el soberbio puente romano de Alcántara, en España: «pontem perpetui mansurum in saecula», que significa: «He construido un puente que durará hasta el fin de los tiempos». Los sajones vivían a la sombra de lo que fuera la Britania romana; rodeados de sus imponentes monumentos en ruinas, utilizaban sus calzadas y, sin duda, se preguntaban cómo era posible que tanto esplendor hubiera caído en el olvido.

Hace mucho que nadie se refiere a la batalla de Tettenhall. Fue, sin embargo, un acontecimiento de importancia en el lento proceso que desembocó en la formación de Inglaterra. En el siglo IX, todo llevaba a pensar que la cultura sajona estaba condenada a desaparecer, que los daneses ocuparían el sur de Britania, de forma que no habría existido Inglaterra, sino un país que sería conocido como tierra de los daneses. Pero Alfredo de Wessex supo refrenar el avance de los daneses, contenerlos y delimitar su territorio. El arma fundamental de la que se sirvió no fue otra que los fortines, ciudadelas fortificadas donde se refugiaba la población para mayor desesperación de los daneses, que no gustaban de asedios. Wessex se convirtió así en el trampolín de las campañas que acabarían por recuperar el norte y crear un territorio unificado de las tribus angloparlantes: Inglaterra. En el año del Señor de 899, fecha del fallecimiento de Alfredo, todo el norte, todo menos la inexpugnable fortaleza de Bebbanburg, estaba en manos de los daneses, en tanto que la parte central del territorio se la repartían daneses y sajones. Poco a poco, sin embargo, de forma inexorable, los ejércitos sajones avanzaron hacia el norte, un proceso que, en 910, aún estaba lejos de concluir. Pero, tras la decisiva victoria alcanzada en Tettenhall, los sajones del oeste expulsaron a los daneses de los Midlands. Los nuevos fortines que levantaron en los territorios conquistados consolidaron su avance. Con todo, los daneses aún estaban lejos de ser derrotados. Llevaron a cabo nuevas invasiones, y aún era grande el poder que conservaban en el norte, pero, desde entonces, se mantuvieron casi siempre a la defensiva. Eduardo, el hijo de Alfredo, y Etelfleda, hija del mismo rey, fueron las fuerzas impulsoras, aunque ninguno de los dos viviría lo bastante para ver con sus propios ojos la victoria final, que desembocaría, por fin, en un país llamado Inglaterra. Esa victoria la conseguiría Etelstano, hijo de Alfredo, y Uhtred será testigo de tales hechos.

Pero ése es otro cantar.

Para Tom y Dana

Go raibh mile maith agat

(Que la vida os colme de venturas)

arbol

TOPÓNIMOS

La ortografía de los topónimos de la Inglaterra anglosajona era y es una asignatura pendiente, carente de coherencia, en la que no hay concordancia ni siquiera en cuanto a los nombres. Londres, por ejemplo, podía aparecer como Lundonia, Lundenberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Claro que habrá lectores que prefieran otras versiones de los topónimos enumerados en lo que sigue, pero, aun reconociendo que ni esa solución es incuestionable, he preferido recurrir, por lo general, a la ortografía utilizada en el Oxford o en el Cambridge Dictionary of English Place-Names (Diccionario Oxford, o Cambridge, de topónimos ingleses) para los años próximos al 900 de nuestra era. En 956, Hayling Island se escribía tanto Heilicingae como Hæglingaiggæ. Tampoco he sido coherente en este aspecto: he preferido escribir England antes que Englaland,* igual que me he decantado por el vocablo Northumbria en vez de Norðhymbralond para que nadie piense que los límites del antiguo reino coinciden con los del condado en la actualidad. Así que esta lista, como la ortografía de los nombres que aparecen en ella, es caprichosa.

Æsc’s Hill Ashdown, Berkshire

Afen Río Avon, Wiltshire

Beamfleot Benfleet, Essex

Bearddan Igge Bardney, Lincolnshire

Bebbanburg Castillo de Bamburgh, Northumbria

Bedehal Beadnell, Northumbria

Beorgford Burford, Oxfordshire

Botulfstan Boston, Lincolnshire

Buchestanes Buxton, Derbyshire

Ceaster Chester, Cheshire

Ceodre Cheddar, Somerset

Cesterfelda Chesterfield, Derbyshire

Cirrenceastre Cirencester, Gloucestershire

Coddeswold Hills Montes Cotswold, Gloucestershire

Cornwalum Cornualles

Cumbraland Cumberland

Dunholm Durham, condado de Durham

Dyflin Dublín, Irlanda

Eoferwic York, Yorkshire

Ethandum Edington, Wiltshire

Exanceaster Exeter, Devon

Fagranforda Fairford, Gloucestershire

Farnea Islands Islas Farne, Northumbria

Flaneburg Flamborough, Yorkshire

Foirthe Río Forth, Escocia

The Gewæsc The Wash (El lavado), estuario

Gleawecestre Gloucester, Gloucestershire

Grimesbi Grimsby, Lincolnshire

Haithabu Hedeby, Dinamarca

Humbre Río Humber

Liccelfeld Lichfield, Staffordshire

Lindcolne Lincoln, Lincolnshire

Lindisfarne Lindisfarne (Holy Island), Northumbria

Lundene Londres

Mærse Río Mersey

Pencric Penkridge, Staffordshire

Sæfern Río Severn

Sceapig Isla de Sheppey, Kent

Snotengaham Nottingham, Nottinghamshire

Tameworþig Tamworth, Staffordshire

Temes Río Támesis

Teotanheale Tettenhall, Midlands Occidentales

Tofeceaster Towcester, Northamptonshire

Uisc Río Exe

Wiltunscir Wiltshire

Wintanceaster Winchester, Hampshire

Wodnesfeld Wednesbury, Midlands Occidentales

CAPÍTULO II

Uhtred, mi hijo. Al principio, se me hizo raro llamarlo así. Durante casi veinte años lo había llamado Osbert, y tenía que hacer un esfuerzo cada vez que me dirigía a él con su nuevo nombre. Lo mismo quizá le pasara a mi padre conmigo cuando me impuso el nombre que hoy llevo. A la vuelta de Tameworþig, reclamé la presencia de Uhtred a mi lado.

–Todavía no habéis peleado en un muro de escudos –le dije.

–Aún no, padre.

–No seréis un hombre mientras no paséis por eso –continué.

–Lo estoy deseando.

–Tanto como yo deseo protegeros –contesté–. Ya he perdido un hijo; no me gustaría perder otro.

Cabalgábamos en silencio por parajes húmedos y grises. Hacía un poco de viento y, con las hojas cargadas de agua, los árboles se mecían mohínos. Malas cosechas por doquier. Anochecía y, por el oeste, los campos anegados reflejaban una luz grisácea. Lentamente, dos cuervos alzaron el vuelo hacia las nubes que ocultaban el sol que se ponía.

–Pero no podré protegeros siempre –continué–. Tarde o temprano, tendréis que pelear en un muro de escudos. Tendréis que demostrar vuestro valor.

–Lo sé, padre.

Mi hijo no tenía la culpa de no haber tenido ocasión de hacerlo. Una de las secuelas de aquella paz precaria que, como una niebla húmeda, se había extendido por toda Britania, era que los hombres de armas se habían quedado en casa. Se habían producido escaramuzas, pero ninguna batalla digna de tal nombre desde que, en Anglia oriental, les habíamos parado los pies a aquellos daneses de la vieja estirpe. Nada hacía más felices a los curas cristianos que propalar que su dios era el garante de aquella paz, pues tales eran sus designios, pero no habría estado de más saber si era también la causa de tanta dejadez. El rey Eduardo de Wessex se contentaba con defender lo que había heredado de su padre y no daba muestras de albergar mayores ambiciones por ampliar sus dominios; amurriado, Etelredo de Mercia se consumía en Gleawecestre. ¿Y Cnut? Era un excelente guerrero, pero también cauto, y quién sabe si, pasando por alto el mal trago de la privación de su esposa y los gemelos, no tendría bastante con gozar de su nueva y preciosa mujer.

–Cnut me cae bien –dije.

–No escatimó en nada, desde luego –comentó mi hijo.

Pasé por alto aquella respuesta. Cnut había sido un magnífico anfitrión, qué duda cabe, pero no hacía sino cumplir con la obligación de todo señor, aunque, en lo tocante a ese punto, también debería haberlo pensado mejor. Espléndido había sido el festín de Tameworþig, y preparado de antemano, lo que significaba que Cnut sabía que, en lugar de acabar conmigo, tenía que procurar distraerme durante un rato.

–Llegará el día en que tengamos que acabar con él –dije–, y con su hijo, si es que lo encuentra. Se interponen en nuestro camino. Por ahora, nos ceñiremos a lo que nos pidió. Daremos con quienquiera que se llevase a su mujer y a sus hijos.

–¿Por qué? –me preguntó.

–¿Por qué, qué?

–¿Por qué tenemos que ayudarlo? Es un danés. Enemigo nuestro, por tanto.

–No he dicho que vayamos a ayudarlo –rezongué–. Pero el que se llevó a su mujer está tramando algo. Y quiero saber de qué se trata.

–¿Cómo se llama la mujer de Cnut? –se interesó.

–No se lo pregunté –repuse–, pero tengo entendido que es preciosa. No como esa humilde costurera entrada en carnes y con cara de culito de lechón que os tiráis todas las noches.

–No es su cara lo que miro –contestó, frunciendo el ceño–. Cnut dijo que le habían arrebatado a su mujer en Buchestanes, ¿verdad? –preguntó.

–Eso dijo, sí.

–¿No queda eso demasiado lejos, en dirección norte?

–Bastante, sí.

–¿De modo que una cuadrilla de sajones se adentra en las tierras de Cnut sin que nadie se percate ni les plante cara?

–Yo lo hice una vez.

–Pero vos sois lord Uhtred, el hombre que sale airoso de cualquier trance –dijo con una sonrisa maliciosa.

–Fui a ver a la hechicera –contesté, y me acordé de aquella extraña noche y de la hermosa criatura que, en mi visión, había yacido conmigo. Erce, la llamaban, pero, por la mañana, sólo vi a Ælfadell, la vieja bruja–. Ve el futuro –añadí, pero Ælfadell nada me había dicho acerca de Bebbanburg, que era lo que había ido a preguntar. Me habría gustado que me dijera que recuperaría la fortaleza, que llegaría a ser su dueño y señor de pleno derecho, y eso me llevó a pensar en mi tío, viejo y enfermo, y me irrité. No quería que muriese sin haberle devuelto el daño que me había infligido. Bebbanburg. Ésa era mi obsesión. Había pasado los últimos años tratando de reunir el oro necesario para ir al norte y asediar sus imponentes murallas, pero las malas cosechas habían hecho mella en mi fortuna–. Me estoy haciendo viejo –dije.

–Pero ¿qué decís, padre? –me preguntó Uhtred, sobresaltado.

–Si no recupero Bebbanburg –respondí–, tendréis que hacerlo vos. Llevad mis restos allí, enterradme allí. Que Hálito de serpiente repose junto a mí en la tumba.

–Vos lo haréis –dijo.

–Me estoy haciendo viejo –repetí, y era cierto. Había vivido más de cincuenta años, cuando la mayoría de los hombres se daban con un canto en los dientes con tal de llegar a los cuarenta. Los años de más sólo nos dejan ilusiones marchitas. Había vivido una época en que sólo aspirábamos a levantar un país, sin rastro de daneses, un país de raíces inglesas, pero los daneses aún dominaban el norte del territorio, en tanto que en el sur, sajón, abundaban esos curas que no dejaban de predicar que pusiéramos la otra mejilla. Me preguntaba qué pasaría cuando yo hubiera muerto: si, entre caseríos en llamas e iglesias destruidas, sería el hijo de Cnut quien se pusiese al frente de la gran invasión definitiva; y si la tierra de los anglos, Inglaterra, como le gustaba decir a Alfredo, no llegaría a ser conocida como Dinaterra, país de los daneses.

Osferth, el hijo bastardo de Alfredo, espoleó el caballo y se puso a nuestra altura.

–Qué cosa más rara –dijo.

–¿Qué veis de raro? –pregunté. Había estado ensimismado, sin darme cuenta de lo que pasaba en derredor, pero, al mirar al frente, reparé en que, por el sur, el cielo parecía teñido de rojo, de un rojo vivo, el color del fuego.

–Deben de ser los rescoldos del caserío –dijo Osferth. Estaba anocheciendo y, salvo a lo lejos, por el oeste y por el sur, encima del fuego, el cielo permanecía oscuro. Las llamas se reflejaban en las nubes y el viento del este traía olor a quemado. Estábamos cerca de casa, así que aquel humo tenía que venir de Fagranforda–. Pero el fuego no puede haberse extendido tanto –añadió Osferth, sin acabar de entenderlo–. Cuando nos fuimos, ya estaba apagado.

–Y no ha dejado de llover desde entonces –apuntó mi hijo.

Por un momento, pensé que estarían quemando rastrojos, pero al instante caí en la cuenta de que era un disparate. Aún faltaba mucho para la cosecha, así que apreté los talones para que Rayo cabalgase más deprisa. Sus grandes cascos chapotearon en los surcos anegados; lo espoleé de nuevo para ponerlo al galope. A lomos de su caballo, más pequeño y ligero, Etelstano me dejó atrás a toda velocidad. A voces, le dije que volviese a nuestro lado, pero él siguió adelante, como si no me hubiera oído.

–Es un cabezota –dijo Osferth, con un gesto de desaprobación.

–No le queda otra –respondí. Un hijo bastardo tiene que luchar para abrirse paso en la vida. Bien lo sabía Osferth. Etelstano, como Osferth, bien podía ser hijo de rey, pero no era hijo de la esposa de Eduardo, y eso le hacía peligroso a ojos de su regia familia política. Por fuerza, debía ser testarudo.

Habíamos llegado a mis tierras y cruzamos unos pastos anegados hasta llegar al arroyo que regaba mis campos.

–¡No! –exclamé sin acabar de creerme lo que veía: el molino estaba en llamas. Era un molino de agua que yo mismo había construido. Ardía por los cuatro costados; a un paso, bailando como demonios, reparé en unos hombres con vestiduras negras. Muy por delante de nosotros, Etelstano había detenido su caballo y contemplaba cómo, más allá del molino, el resto de los edificios también estaba en llamas. Todo lo que los hombres de Cnut Ranulfson no habían quemado ardía ahora: el granero, los establos, las vaquerías, todo; y, en medio de aquel barullo, algunos hombres ejecutaban negras cabriolas a la luz de las llamas.

Hombres, pero también algunas mujeres. A montones. Y niños, que corrían como locos alrededor de las crepitantes llamas. Cuando el caballete del granero se vino abajo lanzando chispas a lo alto, hacia el cielo oscuro, prorrumpieron todos en un grito de júbilo y, entre las llamaradas que surgieron, observé los llamativos estandartes que portaban unos hombres vestidos de negro.

–Curas –dijo mi hijo.

Al oír cómo cantaban, espoleé a Rayo, al tiempo que hacía una seña a mis hombres. Galopamos por el campo anegado hasta el lugar donde antes se alzaba mi propiedad. A medida que nos acercábamos, observé que aquellas siniestras vestiduras se arremolinaban, No se me pasó por alto el resplandor de las armas. Cientos de personas se concentraban, mofándose a voz en cuello, mientras, por encima de sus cabezas, asomaban picas y azadas, hachas y guadañas. No vi escudos. Era el fyrd, hombres del vulgo dispuestos a defender su comarca, los mismos que formaban la guarnición de los burhs caso de que aparecieran los daneses; sólo que habían invadido mi propiedad y, en cuanto me vieron, comenzaron a insultarme a grito pelado.

Un hombre con capa blanca y a lomos de un caballo blanco se abrió paso a través de la chusma. Alzó una mano reclamando silencio; al ver que no lo conseguía, obligó a su caballo a dar media vuelta y, a gritos, se enfrentó con la multitud enfurecida. Oía las voces que profería, pero no qué les decía. Una vez que se hubieron callado, se los quedó mirando un momento; luego, obligó al caballo a dar media vuelta y lo espoleó para acercarse a donde yo estaba. Yo me había detenido. En línea recta, mis hombres formaban a ambos lados. Me entretuve en observar al gentío en busca de caras conocidas; no vi ninguna. Al parecer, mis vecinos no habían tenido agallas para tomar parte en aquella locura incendiaria.

El jinete se detuvo a unos pasos de mí. Era un cura. Bajo la capa blanca, llevaba una sotana negra y un crucifijo de plata que resplandecía sobre la tela negra. Era un hombre de cara alargada, surcada de oscuras arrugas, boca ancha, nariz ganchuda y ojos oscuros y hundidos bajo unas cejas espesas y negras.

–Soy el obispo Wulfheard –se presentó. Me miró a los ojos y, a pesar de su aspecto desafiante, reparé en lo nervioso que estaba–. Wulfheard de Hereford –añadió, como si el nombre de la sede que ocupaba le otorgase una mayor dignidad.

–Sé hacia dónde cae Hereford –le dije. Era una ciudad en la marca fronteriza entre Mercia y Wessex, mucho más pequeña que Gleawecestre que, a diferencia de la más importante y por algún motivo que sólo los cristianos podrían explicar, contaba con un obispo. Algo me habían contado también acerca de Wulfheard. Uno de esos curas ambiciosos, siempre con cuchicheos a oídos del rey. Sería el obispo de Hereford, pero se pasaba la vida en Gleawecestre, donde se le tenía por el perrito faldero de Etelredo.

Aparté los ojos de él, y me fijé en la línea de hombres que me impedían el paso. ¿Trescientos, quizá? Reparé en que algunos empuñaban espadas, pero casi todas las armas que blandían eran las normales en cualquier hacienda. Con todo, trescientos hombres armados con hachas de cortar madera, azadas u hoces podían infligir un daño considerable a mi tropa de sesenta y ocho hombres.

–¡Tened la bondad de mirarme! –exigió Wulfheard.

Sin apartar los ojos de la multitud, me llevé la mano derecha al pomo de Hálito de serpiente.

–No sois quién para darme órdenes, Wulfheard –le dije, sin mirarlo siquiera.

–Soy el encargado de transmitíroslas –aseguró con grandilocuencia–, de parte de Dios Todopoderoso y de lord Etelredo.

–No he prestado juramento de lealtad a ninguno de los dos –repuse–, así que vuestras órdenes nada tienen que ver conmigo.

–¡Os burláis de Dios! –profirió a voces el obispo, lo bastante alto como para que el populacho lo oyera.

Un murmullo se alzó entre la muchedumbre; hubo incluso quienes se atrevieron a dar un paso adelante, como dispuestos a ir a por los míos.

Lo mismo que el obispo Wulfheard. Haciendo como si no estuviera allí, se dirigió a mis hombres.

–¡Lord Uhtred –gritó– ha quedado apartado de la iglesia de Dios! ¡Ha matado a un santo abad y herido a otros siervos de Dios! ¡Ha sido declarado proscrito en esta tierra, y todo aquél que lo siga, cualquiera que le preste juramento de lealtad, será también proscrito a ojos de Dios y de los hombres!

Permanecí impasible en la silla. Con el casco, Rayo pateó con fuerza el blando verdín del suelo y, asustadizo, el caballo del obispo se echó a un lado. Mis hombres guardaban silencio. Las mujeres y los hijos de algunos de ellos nos habían visto y corrían a lo largo del arroyo en busca de la protección que pudieran proporcionarles nuestras armas. Habían quemado sus casas. Podía ver el humo que ascendía de la calle que discurría hasta la pequeña colina que se erguía al oeste.

–¡Si aspiráis a ir al cielo –les decía el obispo a mis hombres–, si queréis que vuestras esposas y vuestros hijos gocen de la gracia salvadora de nuestro señor Jesús, debéis apartaros de este hombre del maligno! –señalándome a mí–. ¡Ha sido maldito por Dios y arrojado a las tinieblas exteriores! ¡Ha sido encontrado culpable! ¡Ha sido reprobado! ¡Está condenado! ¡Es una abominación a los ojos del Señor! ¡Una abominación! –Estaba claro que le había gustado la palabreja, porque repitió–: ¡Una abominación! Y si seguís a su lado, si estáis de su parte a la hora de pelear, ¡también vosotros seréis condenados, vosotros, vuestras mujeres y vuestros hijos! ¡Vosotros y ellos os veréis condenados a los eternos tormentos del infierno! ¡Quedáis, por tanto, liberados del juramento de lealtad que le prestasteis! ¡Y habéis de saber que acabar con su vida no es pecado! ¡Acabar con esta abominación os hace merecedores de la gracia de Dios!

Estaba incitándolos a acabar conmigo, pero, a pesar de que el gentío, soliviantado, más que enardecido, se puso en marcha, ninguno de los míos movió un dedo para atacarme. Inquietos, empezaron a dar vueltas en derredor. En cuanto vi lo que hacían, reparé en que no estaban dispuestos a enfrentarse con aquella turba de cristianos furibundos, porque sus esposas no habían venido en busca de protección, como había pensado, sino que trataban de apartarlos de mí, y me acordé de lo que, en cierta ocasión, me había dicho el padre Pyrlig: que las mujeres eran las más fanáticas; y caí en la cuenta de que aquellas mujeres, todas cristianas, estaban socavando la lealtad de mis hombres.

¿Qué es un juramento? Una promesa de lealtad a un señor, pero a los cristianos siempre les queda una instancia superior. Mis dioses no exigen juramentos, pero su dios crucificado es más celoso que un amante. Les dice a los suyos que no pueden tener otros dioses que él. ¡Menuda ridiculez! Aun así, los cristianos se arrastran ante él y apostatan de sus viejos dioses. Mis hombres no sabían qué hacer. Me miraron, y algunos acabaron por espolear sus monturas y alejarse de mí, no para unirse a aquella multitud desafiante, sino para, apartándose de ellos y de mí, dirigirse hacia el oeste.

–Sólo vos tenéis la culpa –dijo el obispo Wulfheard, tras poner su caballo de nuevo frente a mí–. Acabasteis con la vida del abad Wihtred, un santo, y el pueblo de Dios está harto de vos.

No todos mis hombres dudaron. Algunos, daneses en su mayoría, al igual que Osferth, espolearon sus caballos y se colocaron a mi lado.

–Sois cristiano –le dije–. ¿Por qué no os vais con los demás?

–Olvidáis –contestó– que yo ya he sido repudiado por Dios. Soy un bastardo, maldito, por tanto.

Mi hijo y Etelstano también se quedaron; me preocupaba la suerte del más joven. La mayoría de mis hombres eran cristianos y me habían dejado solo, en tanto que ya se contaban por centenares los integrantes de aquella multitud que curas y monjes no dejaban de enardecer.

–¡Acabemos con los paganos! –Oí cómo gritaba un cura de barba negra–. ¡Con él y con su mujer! ¡Profanan nuestras tierras! ¡Malditos seremos mientras sigan con vida!

–¿Vuestros curas amenazan a una mujer? –le pregunté a Wulfheard. A lomos de una pequeña yegua gris, Sigunn se mantenía a mi lado. Espoleé a Rayo y me acerqué al obispo, que apartó su caballo–. Pondré una espada en sus manos –le dije–, y me quedaré a ver cómo os saca vuestras sucias tripas, cagueta de mierda.

Osferth se llegó a mi lado y tomó a Rayo por las bridas.

–Más valdría una retirada a tiempo, mi señor –dijo.

Saqué a Hálito de serpiente de la vaina. La noche se nos había echado encima; por el lado de occidente, el cielo se encendía en tonos púrpura que viraban hacia el gris antes de dar paso a una vasta oscuridad en la que, a través de diminutos resquicios, se atisbaba el titilar de las estrellas entre las nubes. La luz de las llamas se reflejaba en la ancha hoja de mi espada.

–Quizás antes tenga que acabar con un obispo –bramé, obligando a Rayo a volverse hacia donde estaba Wulfheard, quien apretó los talones con tanta fuerza, que su caballo dio un brinco y casi desarzona al jinete.

–¡Señor! –gritó Osferth reconviniéndome, al tiempo que espoleaba su caballo para cruzarse en mi camino. La multitud pensó que los dos íbamos tras el obispo y, entre gritos y chillidos, blandiendo sus rudimentarias armas, cegados por el fervor de que no hacían sino lo que su Dios les había ordenado, se abalanzaron sobre nosotros. Me di cuenta de que no teníamos nada que hacer, pero estaba tan enfurecido que pensé que, antes que salir corriendo, me abriría paso a través de aquella chusma.

De modo que, ignorando al obispo, que huía por piernas, obligué a mi caballo a dar media vuelta, dispuesto a enfrentarme con la multitud. Y entonces fue cuando se oyó el bramido de una trompa.

Un estruendoso clamor, a la vez que a mi derecha, por el oeste, donde el sol aún resplandecía bajo el horizonte, al galope irrumpía una hilera de jinetes que se interpuso entre la multitud y yo. Con las caras cubiertas por las baberas de los yelmos, vestían cota de malla y portaban espadas o lanzas. El resplandor de las llamas en sus cascos los asemejaba a lanceros sanguinarios; al dar media vuelta y plantar cara a la multitud, sus corceles levantaron tapines de tierra húmeda.

Uno de ellos se detuvo frente a mí. Bajó la espada y, al trote, se llegó hasta Rayo, momento en el que la alzó de nuevo a modo de saludo. Reparé en que esbozaba una sonrisa de complicidad.

–¿Qué habéis hecho esta vez, mi señor?

–Por lo visto, maté a un abad.

–Así que habéis creado un mártir y un santo –dijo sin alzar la voz, antes de darse media vuelta en la silla y observar a la multitud que se agolpaba al otro lado de sus jinetes, que, contenida tras su aparición, todavía resultaba amenazadora–. Seguro que pensasteis que os estarían agradecidos por darles otro santo que venerar, ¿me equivoco? –dijo–. Como veréis, no dan esa impresión.

–Fue sin querer –dije.

–Con vos, siempre pasan estas cosas, mi señor –dijo, sin que aquella sonrisa se le hubiera borrado de la cara. Era Finan, mi amigo, el irlandés que se quedaba al frente de los míos cuando yo me ausentaba, el hombre que se había hecho cargo de proteger a Etelfleda.

Y allí estaba Etelfleda en persona; y el griterío enfurecido se extinguió a medida que, lentamente, a lomos de su caballo, se plantó ante ellos. Con una capa blanca y una cinta de plata que recogía sus claros cabellos, montaba una yegua blanca. Hija de rey y muy querida en Mercia, parecía una reina. Al darse cuenta de quién era, el obispo Wulfheard se apresuró a llegarse a su lado, hablándole en voz baja y con apremio; ella no le hizo caso. De cara a la multitud y erguida en su silla, me ignoró a mí también. Permaneció en silencio durante un momento. Las llamas de los edificios ardiendo se reflejaban en la plata con que se recogía el pelo, al igual que en su cuello y en sus delicadas muñecas. No llegué a verle la cara, pero la conocía tan bien que no me cabía duda del gesto glacial y severo que lucía.

–Ahora, os iréis de aquí –profirió. Se oyó un gruñido de protesta y repitió la orden en voz alta–: ¡Os iréis de aquí! –Aguardó hasta que se impuso el silencio–. Los curas y monjes que andan cerca os acompañarán. Aquéllos de vosotros que hayáis venido desde lejos encontraréis techo y comida en Cirrenceastre. ¡Idos, pues! –dio media vuelta a su caballo y el obispo Wulfheard hizo lo mismo. Oí cómo le insistía, hasta que ella alzó la mano y, con voz desafiante, dijo–: ¿Quién manda aquí, obispo, vos o yo?

Etelfleda no estaba al frente de los destinos de Mercia. Su marido era el señor de Mercia y, si hubiera tenido lo que hay que tener, podría haberse proclamado rey de aquel territorio, en lugar de convertirse en vasallo de Wessex. Su permanencia en el poder dependía tan sólo de la ayuda que le prestaban los guerreros sajones del oeste, y éstos sólo se la prestaban porque había tomado a Etelfleda por esposa, ella, hija de Alfredo, el más grande de los reyes de los sajones del oeste, y hermana de Eduardo, rey de Wessex a la sazón. Etelredo no podía ni ver a su esposa, pero la necesitaba, igual que no podía verme a mí porque sabía que era su amante, algo de lo que también estaba al tanto el obispo Wulfheard. Al oír aquellas palabras, se puso muy tenso; luego, me miró, y me di cuenta de que estaba a un paso de plantarle cara y hacer valer de nuevo su autoridad sobre la multitud sedienta de venganza, pero Etelfleda los había apaciguado. Ella era quien mandaba. Y bien podía hacerlo, porque era querida en Mercia, y el populacho que había quemado mi hacienda no quería desairarla. El obispo no tuvo en cuenta ese detalle.

–Lord Uhtred... –comenzó a decir, antes de ser interrumpido de forma perentoria.

–Lord Uhtred –dijo Etelfleda en voz alta, de forma que la mayor parte del gentío la oyera– es un necio. Ha ofendido a Dios y a los hombres. ¡Ha sido declarado proscrito! ¡Pero no habrá un baño de sangre! Bastante se ha derramado ya, y no ha de correr más. ¡Ahora idos! –dos palabras que iban dirigidas al obispo, pero ella volvió los ojos a la multitud y, con un gesto, les indicó que hicieran lo mismo.

Y se fueron. La presencia de sus guerreros era suficientemente convincente, qué duda cabe, pero su sola firmeza y autoridad lograron imponerse sobre aquellos curas y monjes exaltados que los habían incitado a destruir mi hacienda. Se fueron, pues, por donde habían venido, dejando atrás las llamas que iluminaban la noche. Sólo se quedaron los míos y aquellos hombres que habían prestado juramento de lealtad a Etelfleda que, por fin, se volvió hacia mí y, con cara de enojo, se me quedó mirando.

–Seréis necio –dijo.

Callé la boca. Tan sumido en la desolación como los páramos del norte, me quedé en la silla contemplando el fuego. De repente, me dio por pensar en Bebbanburg, atrapada entre el bravío mar del norte y altas colinas peladas.

–El abad Wihtred era un buen hombre –dijo Etelfleda–, un hombre que miraba por los pobres, daba de comer al hambriento y vestía al desnudo.

–Me atacó –dije.

–¡Pero vos sois un guerrero! ¡El gran Uhtred! ¡Él sólo era un monje! –se santiguó–. Al igual que vos, era originario de Northumbria, donde sufrió persecución a manos de los daneses, ¡pero no renunció a su fe! Se mantuvo firme a pesar del desprecio y el odio con que lo zaherían los paganos, ¡y todo para sucumbir ante vos!

–No fui con la intención de matarlo –dije.

–¡Pero lo hicisteis! ¿Y por qué? ¿Porque vuestro hijo se ha hecho cura?

–No es hijo mío.

–¡Grandísimo necio! Claro que es hijo vuestro, y deberíais estar orgulloso de él.

–No es hijo mío –manteniéndome en mis trece.

–Y ahora es un hijo de la nada –espetó–. Siempre habéis tenido enemigos en Mercia, y ahora os han ganado la partida. ¡Echad un vistazo! –dijo, al tiempo que, irritada, señalaba los edificios en llamas–. Etelredo enviará hombres para apresaros, y los cristianos os quieren muerto.

–Vuestro esposo no se atreverá a levantar un dedo contra mí –dije.

–¡Y tanto que sí! Tiene una nueva mujer, que me quiere ver muerta, lo mismo que a vos. Sueña con ser reina de Mercia.

Me mordí la lengua y no dije nada. Como siempre, Etelfeda tenía razón. Su marido, que la odiaba tanto como a mí, se había echado una amante llamada Eadith, hija de un thegn del sur de Mercia, de quien se decía que era tan ambiciosa como hermosa. Tenía un hermano, de nombre Eardwulf, que había llegado a ser el jefe de la guardia personal de Etelredo, un hombre tan arrojado como ambiciosa era su hermana. Una partida de galeses hambrientos había saqueado la frontera occidental, y Eardwulf había ido en su busca, les había dado caza y había acabado con ellos. Un hombre despierto, a tenor de lo que me habían contado, con treinta años menos que yo y hermano de una mujer ambiciosa que aspiraba a convertirse en reina.

–Los cristianos han ganado –concluyó Etelfleda.

–Vos lo sois.

Pasó por alto el comentario. Con la mirada perdida, contempló las llamas y, como si estuviera harta de todo, meneó la cabeza.

–Hemos vivido en paz los últimos años.

–No por mi voluntad –repuse con aspereza–. He reclamado hombres una y otra vez. Tendríamos que haber tomado Ceaster, acabado con Haesten y expulsado a Cnut del norte de Mercia. ¡No hay paz! No habrá paz mientras los daneses no se hayan ido.

–Pero vivimos en paz –insistió–, y los cristianos no os necesitan cuando impera la paz. En caso de guerra, sólo anhelan que Uhtred de Bebbanburg se ponga de su parte. Pero, ¿qué pasa ahora, ahora que vivimos en paz? Que ahora no os necesitan, y siempre han soñado con deshacerse de vos. ¿Y cuál es vuestra respuesta? ¡Matar a uno de los hombres más santos de Mercia!

–¿Santo? –apunté con sorna–. Un necio que inició una pelea.

–¿Y teníais que seguirle la corriente? –añadió, fuera de sí–. ¡El abad Wihtred era el hombre que predicaba sin descanso sobre san Oswaldo! ¡Wihtred tuvo una visión! ¡Y vos acabasteis con él!

Ante eso, guardé silencio. En la Britania sajona, se había desatado una suerte de santa locura: la creencia de que si se llegaba a descubrir los restos de san Oswaldo, todos los sajones volverían a ser un solo pueblo, lo que significaba que los sajones que vivían bajo el yugo danés recuperarían la libertad de la noche a la mañana; que Northumbria, Anglia oriental y el norte de Mercia se verían libres de la presencia de paganos daneses, y todo porque, dispersos trescientos años atrás, juntos de nuevo, reposarían los restos de un santo. Estaba al tanto de todo lo referente a san Oswaldo, señor que lo fuera en su día de Bebbanburg. Mi tío, el taimado Ælfric, conservaba uno de los brazos del muerto. Años antes, yo mismo me había encargado de trasladar la cabeza del santo a un lugar seguro, y se presumía que el resto del cuerpo se hallaba enterrado en algún monasterio al sur de Northumbria.

–Wihtred quería lo mismo que vos –continuó Etelfleda, irritada–. ¡Quería un sajón al frente de los destinos de Northumbria!

–No fui con la intención de quitarle la vida –dije–, y lo siento.

–¡Y hacéis bien! Si os quedáis aquí, aparecerán doscientos lanceros dispuestos a llevaros a juicio.

–Les plantaré cara.

Se mofó de mí con una carcajada.

–¿Con qué?

–Vos y yo contamos con más de doscientos hombres –dije.

–Sois más necio de lo que pensaba si creéis que voy a ordenar a los míos que se enfrenten a otros hombres de Mercia.

Por supuesto: ella jamás se enfrentaría con los habitantes de Mercia. Los hombres de Mercia la querían, pero su amor no llegaba a tanto como para reunir un ejército capaz de derrotar a su marido, porque él era quien dispensaba la riqueza, el hlaford, y bien podía movilizar a un millar de hombres. Por miedo de lo que pudiera pasar si se enfrentaba abiertamente con ella, no le quedaba otra que fingir que sus relaciones con Etelfleda eran cordiales, o su hermano, el rey de Wessex, se tomaría cumplida venganza. También me temía a mí, pero la Iglesia me había despojado de casi todo mi poder.

–¿Qué vais a hacer vos? –le pregunté.

–Rezar –respondió–, y hacerme cargo de los vuestros –señalando a aquéllos cuya fe los había llevado a renegar de la lealtad que me debían–. Y guardar silencio –añadió–, no dar a mi marido ningún motivo para que acabe conmigo.

–Venid conmigo –le dije.

–¿Y correr la misma suerte que un necio proscrito? –me preguntó con aspereza.

Alcé los ojos siguiendo el humo que llegaba hasta el cielo, ensuciándolo.

–¿Sabéis si fue vuestro marido quien envió a unos hombres con el encargo de llevarse a la familia de Cnut? –le pregunté.

–¿Que si hizo qué? –me preguntó, extrañada.

–Alguien que se hacía pasar por mí le ha arrebatado a su mujer y a sus hijos.

Frunció el ceño.

–¿Y vos cómo lo sabéis?

–Porque acababa de llegar de su hacienda –repuse.

–Si Etelredo hubiera hecho algo así, me habría enterado –dijo. Al igual que él, ella también tenía sus espías en el entorno de su marido.

–Pues alguien lo hizo –comenté, y no fui yo.

–Otros daneses quizá –apuntó.

Devolví a Hálito de serpiente a su vaina.

–Como Mercia ha vivido en paz durante los últimos años, pensáis que las guerras han terminado. Pero no es así. Cnut Ranulfson persigue un sueño, y quiere verlo hecho realidad antes de que sea demasiado viejo. Así que no bajéis la guardia en los territorios fronterizos.

–Eso hago –dijo, aunque no parecía muy segura.

–Alguien tiene ganas de gresca –repuse–. ¿Estáis segura de que no se trata de Etelredo?

–Se propone lanzar un ataque contra Anglia oriental.

En esta ocasión, el sorprendido fui yo.

–¿Que quiere hacer qué?

–Atacar Anglia oriental. Seguro que a su nueva mujer le encantan las marismas –comentó torciendo el gesto.

Con todo, un ataque contra Anglia oriental tenía cierta lógica. Era uno de los reinos perdidos, perdidos a manos de los daneses, y estaba cerca de Mercia. Si Etelredo se apoderaba de aquel territorio, bien podría alzarse con el trono y ceñirse la corona. Se convertiría en el rey Etelredo, con autoridad sobre el fyrd y los thegns de Anglia oriental, y sería tan poderoso como su cuñado, el rey Eduardo.

Pero intentar conquistar Anglia oriental tenía un inconveniente. Los daneses del norte de Mercia acudirían en su ayuda. Y ya no sólo sería una guerra entre Mercia y Anglia oriental, sino entre Mercia y todos los daneses asentados en Britania, una guerra a la que por fuerza Wessex se vería arrastrado, una guerra capaz de asolar toda la isla.

A menos que los daneses del norte no movieran un dedo, ¿y qué mejor forma de conseguirlo que reteniendo como rehenes a la esposa y a los hijos que Cnut tanto quería?

–Tiene que ser Etelredo –dije.

Etelfleda negó con la cabeza.

–Si así fuera, lo sabría. Además, siente pavor de Cnut. Todos lo tenemos –con tristeza contemplaba los edificios en llamas–. ¿Adónde vais a ir?

–Lejos –contesté.

Alargó una de sus blancas manos y me rozó el brazo.

–Sois un necio, Uhtred.

–Lo sé.

–Y si hay guerra... –dijo, intranquila.

–Volveré.

–¿Prometido?

Asentí sin más rodeos.

–Si hay guerra, os protegeré –dije–. Hace años os juré que así lo haría, y un abad muerto no va a cambiar mi juramento.

Se volvió y contempló de nuevo los edificios en llamas; el resplandor del fuego hizo que se le humedecieran los ojos.

–Velaré por Stiorra –dijo.

–No permitáis que se case.

–Está en edad de hacerlo –replicó, antes de volverse–. ¿Cómo podré encontraros? –me preguntó.

–No podréis –repuse–. Yo daré con vos.

Suspiró; luego, miró hacia atrás e hizo una seña a Etelstano.

–Vos vendréis conmigo –ordenó. El chico me dirigió una mirada, y asentí.

–¿Dónde tenéis pensado ir?

–Lejos –repetí.

Pero ya lo sabía. Pensaba ir a Bebbanburg.

* * *

Tras el ataque de los cristianos, me quedé sólo con treinta y tres hombres. Un puñado, como Osferth, Finan y mi propio hijo seguían siendo cristianos, pero la mayoría eran daneses o frisios, devotos, pues, de Odín, Thor y los otros dioses del Asgard.

Desenterramos el botín que había enterrado bajo el caserío y, a continuación, junto con las mujeres y los niños de los hombres que habían permanecido leales a mí, nos dirigimos hacia el este. Pasamos la noche en un soto, no lejos de Fagranforda. Sigunn estaba conmigo; se la veía intranquila y con pocas ganas de hablar. Al verme tan desabrido y de mal humor, todos andaban inquietos; sólo Finan se atrevió a dirigirme la palabra.

–Pero, vamos a ver, ¿qué pasó en realidad? –me preguntó a la luz de un gris amanecer.

–Ya os lo dije. Que en mala hora maté a un condenado abad.

–Wihtred. El hombre que no dejaba de repetir lo de san Oswaldo.

–Una locura –dije, irritado.

–Casi con toda seguridad –apuntó Finan.

–¡Pues claro que lo es! ¿Qué habrá sido del pobre Oswaldo, enterrado en territorio danés, si tiempo atrás machacaron sus huesos hasta pulverizarlos? No se chupan el dedo.

–¿Quién sabe si lo exhumaron? –dijo Finan–. A lo mejor, no. A veces, esa locura da sus frutos.

–¿Qué queréis decir?

Se encogió de hombros.

–Recuerdo que en Irlanda hubo un santón empeñado en que sólo dejaría de llover el día que tocáramos un tambor con el fémur de santa Attracta, bendita mujer. Como ya os habréis imaginado, había inundaciones por entonces. Nunca se había visto llover de tal manera. Hasta los patos estaban hartos de tanta lluvia.

–¿Y qué pasó?

–Pues que exhumaron a la pobre mujer, tocaron un tambor con el dichoso fémur y dejó de llover.

–En cualquier caso, habría parado en algún momento.

–Sí, probablemente, pero no había otra alternativa: o eso o construir un arca.

–Está bien; cometí un error matando a ese bastardo –dije–, y ahora los cristianos quieren servirse de mi calavera como cuenco para beber.

Se había levantado una mañana gris. Las nubes se habían despejado en parte durante la noche, pero, en aquel momento, arremolinadas de nuevo, descargaban chubascos sin parar. Cabalgábamos por senderos que discurrían entre campos de centeno, cebada y trigo que, anegados, la lluvia había doblegado. Nos dirigíamos a Lundene; de vez en cuando, a mi derecha y a lo lejos, atisbaba el Temes que, lento y taciturno, discurría hacia el mar lejano.

–Los cristianos han estado buscando una razón para deshacerse de vos –dijo Finan.

–Vos sois uno de ellos –repliqué–. ¿Por qué seguís a mi lado?

Esbozó una sonrisa perezosa.

–Lo que un cura da por bueno bien puede condenarlo otro. Si me quedo con vos, ¿me voy de cabeza al infierno? De todas formas, lo más probable es que acabe allí, aunque no me costará mucho dar con un cura que me asegure lo contrario.

–¿Por qué Sihtric no ha seguido ese razonamiento?

–Por hacer caso de las mujeres. Temen más a los curas que a una tempestad.

–¿Y qué me decís de vuestra mujer?

–Amo a esa criatura, pero no es quién para decirme lo que debo hacer. No estoy diciendo que no se despelleje las rodillas a fuerza de tanto rezo, claro está –observó, sonriendo con malicia de nuevo–. Lo mismo que el padre Cuthberto, el pobre: también quería venir con nosotros.

–¿Un cura ciego? –pregunté sorprendido–. ¿Por qué íbamos a cargar con un cura ciego? Mejor estará con Etelfleda.

–Pero él quería quedarse con vos –dijo Finan–. De modo que si eso era lo que quería un cura, ¿qué pecado puede haber en mí por querer lo mismo? –pareció dudar–. ¿Qué vamos a hacer?

No quise decirle a Finan la verdad, que tenía pensado ir a Bebbanburg, cuando ni yo mismo estaba convencido. Para tomar Bebbanburg necesitaba oro y centenares de hombres, y sólo disponía de treinta y tres.

–Nos haremos vikingos –le dije.

–Me lo figuraba. Y volveremos a las andadas.

–¿Por qué lo decís?

–Cosas del destino, ¿no es lo que suele decirse? Nos exponemos un momento a la luz y no pasa un día sin que los negros nubarrones que se ciernen sobre la cristiandad se abatan sobre nosotros. ¿Así que lord Etelredo está decidido a ir a la guerra?

–Eso parece.

–Es lo que quieren su mujer y el hermano de ésta. Y cuando Mercia se vea sumida en el caos, nos pedirán a gritos que volvamos y pongamos a salvo sus miserables vidas –afirmó Finan, muy seguro de lo que decía–. Y cuando lo hagamos, nos otorgarán su perdón. Y con sus húmedos labios, los curas nos besarán el culo, faltaría más.

No pude por menos de sonreír. Finan y yo habíamos sido amigos durante muchos años. Juntos, habíamos sido esclavos y, codo con codo, habíamos peleado en un muro de escudos; me lo quedé mirando y reparé en los cabellos grises que asomaban bajo su espesa pelambrera. No menos grises que los de su barba canosa. Me imaginé que yo tendría un aspecto parecido.

–Nos hacemos viejos –dije.

–Eso parece, pero no más sabios, ¿verdad? –y se echó a reír.

Atrás dejamos unas cuantas aldeas y dos pequeños pueblos. Preocupado por si los curas habían enviado recado de que nos atacasen, no las tenía todas conmigo, pero nadie nos prestó atención. El viento viró al este y se puso frío, trayendo más lluvia. Más de una vez volví la vista atrás, preguntándome si lord Etelredo habría mandado hombres en pos de nosotros, pero no acerté a ver a nadie, así que supuse que se daba por satisfecho con haberme expulsado de Mercia. Era primo mío, marido de mi amante y también mi enemigo jurado, y aquel húmedo verano había conseguido, por fin, aquello con lo que tanto tiempo había soñado: humillarme.

Cinco días tardamos en llegar a Lundene. Nos desplazábamos con lentitud, no sólo porque los caminos estaban inundados, sino porque no teníamos suficientes caballos para cargar con todo: víveres, niños, armaduras, escudos y armas.