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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lindsay Armstrong

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Mientras amanece, n.º 1278 - noviembre 2014

Título original: Wife in the Making

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5594-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

FLEUR Millar leyó detenidamente el papel que le habían dado en la agencia mientras se dirigía en taxi al hotel de Brisbane donde iba a tener la entrevista de trabajo. Un tal Bryn Wallis, dueño de un restaurante, estaba buscando una secretaria que llevara la contabilidad y que además supiera informática.

La palabra «secretaria» estaba en negrita y había una nota que advertía que la candidata debía estar dispuesta a echar una mano en todo tipo de tareas.

Fleur sonrió al darse cuenta de que le encantaba cómo sonaba la descripción del trabajo, especialmente porque el restaurante se encontraba en una isla tropical. Lo que estaba claro era que al menos dejaría de trabajar encerrada en una pequeña oficina y se alejaría de todo lo que allí había. De hecho, aquel anuncio la había hecho sentir optimista por primera vez en mucho tiempo...

Salió del taxi, cruzó el hall del hotel de lujo en el que la habían citado y se dirigió a la recepción; nada más dar el nombre de la persona con la que tenía que entrevistarse, la condujeron con toda amabilidad hasta un hombre que esperaba en una de las mesas de la amplia entrada.

Tenía treinta y pocos años, calculó Fleur, era alto y delgado, pero parecía lo bastante fuerte como para levantar en brazos a cualquier mujer sin hacer el más mínimo esfuerzo. Tenía un aspecto interesante y poco convencional que provocó en Fleur ciertas imágenes...

Sin embargo, su ropa daba a entender que era un tipo de ciudad: llevaba unos elegantes pantalones de pana, una camisa de lino color crema y una impecable americana marrón. Tenía el pelo no demasiado corto y de un color cobrizo; los ojos color miel miraban de un modo penetrante y ligeramente reprobatorio. Había algo ambiguo en las señales que transmitía.

Fleur deseó que aquel hombre hubiera tenido un aspecto menos atrayente y misterioso; pero tomó la determinación de no dejarse influir por la primera impresión. Se sentó sonriendo, ansiosa por conseguir el empleo.

 

 

Bryn Wallis se pasó la mano por el pelo y miró fijamente a la mujer que acababa de sentarse frente a él. Era preciosa, tenía ojos azules y unas pestañas larguísimas; el pelo rubio cortado a la altura de los hombros; la mandíbula marcada y una nariz tremendamente elegante.

Pero su perfección no acababa ahí. Toda ella resultaba increíblemente elegante a pesar de llevar una ropa de lo más sencillo: vaqueros, blusa blanca y chaqueta marinera. Su figura esbelta, de piernas largas, y la delicada manera de moverse le daban un aire majestuoso. El único defecto que fue capaz de encontrarle fue que se mordía las uñas.

No parecía llegar ni a los veinte años y eso suponía un problema para Wallis, porque podía acabar sintiéndose responsable de ella. Ya había pasado por algo así y lo que andaba buscando en ese momento era alguien con quien compartir responsabilidades, no que le diera más trabajo.

Bryn resopló con fuerza.

—¿Y qué voy a hacer yo con usted...? —echó un vistazo a los papeles que tenía delante para averiguar el nombre de su interlocutora—. Fleur, ¿verdad?

Fleur se llevó un dedo a la boca como si fuera a empezar a morderse las uñas, pero enseguida se detuvo.

—Supongo que no soy lo que usted esperaba.

—Lo cierto es que no. En realidad… —añadió para intentar suavizar lo tajante de sus palabras, pero inmediatamente después se arrepintió y decidió seguir siendo sincero—. Creo que eres demasiado joven e inexperta, serías el tipo de distracción que necesito evitar a toda costa; además no me pareces lo bastante fuerte.

Al oír sus palabras, Fleur se quedó pensativa unos instantes antes de responder; aquella pausa sorprendió a Wallis casi tanto como lo que dijo a continuación.

—No sé muy bien por qué todo el mundo cree que soy mucho más joven, pero en realidad tengo veintitrés años.

Él confirmó el dato en los papeles al tiempo que intentaba ocultar su sorpresa.

—De todas maneras... —empezó a decir después de un largo silencio.

—Es cierto que, aunque tengo una carrera universitaria, no poseo demasiada experiencia en el mundo laboral —admitió ella—. Pero puede ver que en mi currículum figuran un par de lugares en los que le darán referencias sobre mí si así lo desea.

Él volvió a consultar los papeles para confirmar que, efectivamente, se había licenciado con matrícula de honor en Informática aplicada a los negocios; y que además, las dos referencias que había mencionado eran impresionantes.

—Lo que no entiendo muy bien es qué ha querido decir con eso de que yo sería una distracción —continuó Fleur sin poder esconder una media sonrisa que asomaba a sus labios—, pero le puedo asegurar que jamás mezclo los negocios con el placer.

A pesar de ser consciente de ello, Bryn Wallis tampoco pudo evitar sonreír con cierta picardía.

Ella lo miró fijamente a los ojos, esta vez con total seriedad. Wallis tuvo que admitir ante sí mismo que empezaba a estar intrigado por aquella joven que le habían mandado de la agencia de empleo.

—Y aunque no consigo entender para qué debería serlo una secretaria, estoy fuerte como un roble.

—Yo me refería a fuerte mentalmente —aclaró Wallis de inmediato—. ¿Señorita...? —le preguntó al darse cuenta de que no recordaba su apellido.

—Millar —respondió ella con sequedad, y fue en ese momento cuando Bryn apreció que era el segundo toque de mordacidad que notaba y se percató de que, por algún motivo, le gustaba estar provocando en ella esas reacciones...

—Verá, señorita Millar, no es fácil trabajar conmigo —continuó diciendo encantado—. Soy impaciente, intolerante y muy exigente, y lo último que necesito es una chiquilla que se eche a llorar en cuanto las cosas se pongan difíciles —después de decir eso se quedó esperando a que ella contestara algo, pero la única respuesta que recibió fue una heladora mirada que le lanzaron aquellos ojos azules entreabiertos—. Además, como tendría que vivir allí, no podría acudir a tu mamá todas las noches, ni podría ir al cine para relajar las tensiones.

—Bueno, no se trata de un puesto fijo —señaló Fleur—. Tengo entendido que la duración del contrato es solo de tres meses; eso no es mucho tiempo.

—Él suficiente para acabar harta de mí, Fleur. De todos modos puede que tenga demasiada preparación para este puesto —añadió satisfecho de haber encontrado un argumento—. No se trata solo de ser secretaria; yo necesito a alguien que esté dispuesto a hacer de camarero, de recepcionista…; a jugar al cricket con mi hijo cuando yo no tenga tiempo… Hasta a pelar patatas si eso fuera necesario. En otras palabras, necesito a un hombre —concluyó pasándose la mano por el pelo otra vez—. Por eso pedí un secretario y no una secretaria a los de la agencia de empleo —añadió con tristeza.

Fleur levantó las cejas con sorpresa.

—No creo que pueda hacer eso, no está permitido discriminar a alguien por razones de sexo. La verdad es que no se me da muy bien jugar al cricket, pero soy muy buena al ajedrez; me encantan los niños y puedo pelar patatas tan bien como cualquier hombre.

Ambos se quedaron en silencio e intercambiaron una mirada.

—Por lo que veo —continuó después de la larga pausa—, su plan de trabajo es un desastre, y resulta que yo manejo un programa informático que podría solucionarle las cosas y a mí no me costaría ningún trabajo instalarlo y enseñarle a utilizarlo.

Bryn echó un vistazo al hall del hotel mientras recapacitaba en lo engañosas que podían resultar a veces las apariencias. Aquella chica que había creído tan vulnerable y llena de esperanzas, estaba empezando a parecerle un auténtico hallazgo. Sin embargo seguía sin quererla para ese trabajo...

—¿Por qué quiere quedarse atrapada en una isla durante tres meses? —le preguntó de pronto.

Fleur dudó unos segundos y después contestó mirando hacia otro lado.

—Pensé que me vendría bien cambiar y salir de la oficina en la que trabajaba hasta ahora. Necesitaba alejarme de ese enorme edificio en mitad de la ciudad.

«Sí, y de todo lo demás que no me quiere contar, señorita Millar», pensó Wallis mientras la escuchaba.

—Por cierto —dijo en voz alta—. Yo tampoco soy partidario de mezclar los negocios con el placer, pero creo que debe saber que sí sería una enorme distracción.

Ella volvió a mirarlo a los ojos.

—¿Por qué?

La miró de arriba abajo con gesto irónico.

—Verá, Hedge Island no tiene demasiados habitantes, pero hace poco compramos un complejo turístico al otro lado de la isla.

—¿Y? —preguntó Fleur sin saber adónde quería llegar.

—No sé si está usted familiarizada con este tipo de complejos turísticos...

—Pues la verdad es que sí —respondió fríamente.

Wallis se quedó mirándola mientras se mordía el labio.

—Bueno..., entonces no tengo que explicarle que solo en la piscina habrá al menos seis empleados fuertes y jóvenes que además se encuentran alejados de sus novias; por no hablarle de los profesores de tenis, de golf, o de los propios huéspedes del hotel. En resumen, tendría que pasarse el día esquivando las proposiciones de un montón de hombres... Y seguro que a veces yo mismo tendría que ayudarla a deshacerse de los moscones.

—No se preocupe, sé defenderme muy bien yo sola. Además —dijo suavizando un poco su tono de voz—, a lo mejor mi presencia atrae a más clientes, y eso no es malo, ¿verdad, señor Wallis?

—Puede que tenga razón —respondió él cada vez más encantado—. Tanto en lo de los clientes, como en lo de... en lo de saber defenderse por sí misma.

—Gracias —respondió con tranquilidad sin hacer caso de su sarcasmo o de lo que había querido dar a entender—. ¿Cuándo quiere que empiece?

—No, no... Yo todavía no he dicho nada de eso, señorita Millar, porque, aunque dejemos a un lado su aspecto, y por favor no piense que menosprecio sus atractivos...

—Pues me va a perdonar, señor Wallis, pero creo que está siendo muy injusto —lo interrumpió de pronto—. Por algún motivo, usted se ha puesto furioso nada más verme, pero lo que no consigo entender es porque al mismo tiempo me atribuye esos... esos poderes dignos de Helena de Troya. Me parece una contradicción —dijo mirándolo sin comprender nada—. Aparte de eso, creo que podría hacer ese trabajo perfectamente; pero, obviamente, es usted el que tiene que decirlo.

Bryn se quedó sorprendido cuando se oyó a sí mismo diciendo:

—Quiero que sepa que es un lugar muy aislado; a menos que le guste estar todo el día en la isla, podría resultarle muy aburrido. Se tarda una hora en ir a algún sitio en el que haya cines, peluquerías, etc.

Ella simplemente lo miró sorprendida, sin molestarse siquiera en rebatirlo.

—De acuerdo, Fleur Millar —dijo él por fin—. Solo hay una condición más... Por favor, no ponga la mira en mí.

No supo si había sido por lo brusco de su petición, pero Wallis observó cómo aquellos ojos azules se abrían de par en par, llenos de sorpresa, y como Fleur parecía haberse quedado sin palabras, hasta que, haciendo un gesto con las manos, dijo en un susurro:

—¿Tendría algún problema en que así fuera?

—Pues sí. Resulta que no estoy en el mercado.

—Entiendo —respondió con tranquilidad al tiempo que lo observaba detenidamente—. Pues debe de resultarle muy difícil.

—Muchas gracias —contestó él con cortesía.

—Pero no se preocupe, yo tampoco estoy en el mercado —dijo sonriendo—. Así que puede que incluso lleguemos a llevarnos bien.

Wallis se quedó en silencio unos segundos antes de responder.

—¿Está usted huyendo de algún hombre, Fleur?

—¿Qué le hace pensar eso?

—Una mujer tan inteligente debería saber perfectamente qué me hace pensar así. Usted debe de atraer a los hombres como la miel a las abejas.

En ese momento vio cómo cambiaba la expresión del rostro de Fleur y esta se ponía en pie de repente.

—Quédese con el empleo, señor Wallis, ya encontraré otra cosa.

Él también se puso en pie inmediatamente.

—Perdóneme, no debería haber dicho eso. Si quiere el trabajo, es suyo.

Fleur volvió a abrir los ojos de par en par.

—¿Por qué ha cambiado de opinión?

«Solo el cielo lo sabe», pensó Bryn algo asustado. «Te vas a arrepentir de esto», se advirtió a sí mismo antes de contestar con una sonrisa.

—Estoy desesperado.

 

 

Tres semanas después Fleur estaba en Hedge Island, paseando por una playa de fina arena al lado de la cual se encontraba su pequeño bungalow.

Había tres cabañas para empleados situadas a una distancia considerable las unas de las otras. La más grande era la que ocupaban Bryn Wallis y su hijo, y la tercera se había convertido en el hogar de Julene y Eric Philips, que habían hecho un alto en su viaje por el mundo para ganar un poco de dinero.

Julene era la ayudante del chef, aunque el suyo también era un trabajo con una amplia variedad de cometidos. Por su parte, Eric, que era un tipo altísimo con el pelo oxigenado y con aspecto de vikingo, se encargaba un poco de todo. A diferencia de su mujer, apenas hablaba. El resto de los empleados eran de la isla y vivían en sus propias casas.

El bungalow tenía el techo de paja y las ventanas se abrían con solo darles un empujón. Aunque era tremendamente sencillo, estaba muy bien equipado y proporcionaba la intimidad necesaria; y además tenía unas vistas maravillosas.

Se sentía tan a gusto que muchas veces tenía la sensación de estar en un paraíso tropical. Había unos corales al principio de la bahía a los que le gustaba ir buceando, y un cabo por el que era una maravilla pasear. Entre los arbustos y los pinos se podían observar cacatúas y palomas, y durante la noche, se podía oír el canto lastimero del zarapito. Estaba todo lleno de los intensos colores de la buganvilla y el hibisco.

La belleza de aquel lugar era toda una delicia para los sentidos, y además era exactamente lo que Fleur necesitaba en aquellos momentos. Se dio cuenta de que no era solo eso; la belleza de Clam Cove compensaba el tener que trabajar haciendo frente a las imposibles exigencias de Bryn Wallis.

Fleur tenía que admitir que era justo como el mismo se había descrito: sarcástico, impaciente, arrogante e imprevisible. Además de todo eso, ella había descubierto que, aunque le encantaba cocinar, había momentos en los que odiaba tener que hacerlo para sus clientes, y hasta parecía detestar tener que compartir con ellos aquel maravilloso paraíso.

Entonces, ¿por qué demonios estaría allí?

Bryn Wallis era un misterio en muchos aspectos. Su hijo Tom era un chaval de seis años, inteligente y lleno de energía, y Fleur y él habían formado equipo nada más conocerse, porque el niño estaba deseando aprender a manejar ordenadores y tener a alguien con quien jugar. Era obvio que su madre no estaba por allí, pero no había oído ninguna explicación sobre lo que había pasado con ella y Tom jamás la mencionaba.

Fleur se había enterado de que llevaban ya algún tiempo viviendo en la isla, pero el restaurante solo estaba abierto en los meses de invierno, en los que el calor no era tan insoportable y durante los cuales el lugar se llenaba de visitantes que huían del frío de otras latitudes.

Bryn Wallis parecía haber optado por escapar de la locura de la gran ciudad; lo que ella no sabía era el motivo por el que lo habría hecho. Lo único que sabía de él era que pasaba el tiempo en Clam Cove, su pequeño trozo de paraíso, buceando, pescando y cocinando, y que algunas veces fabricaba preciosos muebles de madera.

Por un par de comentarios que había hecho Tom, Fleur se preguntaba si no sería, o habría sido, escritor; muchas noches, cuando no podía dormir, veía que había luz encendida en su bungalow hasta altas horas de la madrugada.

Aparte de eso, era un hombre de carácter que argumentaba sus opiniones con vehemencia. En dos semanas y media, lo había oído despotricar contra la pesca de arrastre, la destrucción masiva de albatros y delfines; y defendía la protección de los cocodrilos y de cualquier otra especie animal. Fleur también había escuchado su punto de vista sobre los alimentos transgénicos y había descubierto que sentía auténtica aversión por las mujeres que llevaban uñas postizas.

La divertía pensar que seguramente eso fuera lo único que aprobaba de ella.

Por lo menos había resuelto un misterio, la razón por la cual Wallis no estaba disponible para ninguna relación.

Voilà!

—Buena idea —murmuró con frialdad. En ese momento chocaron sus miradas y le pareció adivinar en el rostro de Bryn un amago de sonrisa.

—Bueno, aquí la dejo.

Al verlo desaparecer de la habitación, Fleur había tenido que contenerse para no tirarle algo. Se había recordado que desde el principio había decidido tomarse aquel empleo como un desafío.

Volviendo al presente, se dio cuenta de que aquello seguía siendo todo un reto. Llevaba tres semanas y media comportándose con impecable profesionalidad y todavía no había conseguido que Bryn Wallis cambiara de opinión sobre ella.

 

 

Esa misma tarde a las cinco, el día empezó a convertirse en una auténtica catástrofe. Julene había tenido que meterse en la cama con una migraña insoportable; el bote que se utilizaba para pescar langosta se había estropeado y no había ni una sola langosta para servir en el restaurante, ¡y era uno de los platos estrella de la carta! Para colmo de males, Tom había llegado del colegio con fiebre y con la noticia de que su mejor amigo tenía varicela.

Afortunadamente, no había demasiadas reservas hechas para esa noche, pero la otra camarera había llamado diciendo que se había torcido un tobillo y no podría ir a trabajar. En resumen, cuando faltaba muy poco para que empezaran a llegar clientes, la situación era dramática.

—Bueno, creo que vamos a ponerla a prueba, señorita Eficiencia Personificada —le anunció Wallis en tono retador cuando perdió las esperanzas de encontrar a alguien que pudiera sustituir a Julene o a la camarera lesionada.

—¿Solos usted y yo? —se arriesgó a preguntar Fleur.

—Eric puede echarnos una mano con las mesas —dijo mirándola con media sonrisa—. ¿Se atreve?

—Claro —respondió ella con tranquilidad.

 

 

Cinco horas después se marcharon los últimos clientes y el restaurante quedó hecho un auténtico campo de batalla. Fleur echó un vistazo a su alrededor: había mesas sin recoger, la cocina era un caos lleno de color y de botellas vacías. En una de las mesas había una botella de Chianti que alguien había dejado a medias; Fleur se quitó el delantal, tomó la botella de vino, se acercó a Bryn y le tiró el contenido a la cara.

—¡Ahí tienes! ¡Nunca en mi vida había visto a nadie comportarse de un modo tan grosero! Te has pasado la noche menospreciándome cuando yo lo único que intentaba hacer era ayudar; de hecho si no llega a ser por mí, la mayoría de los clientes se habrían dado media vuelta y se habrían largado.

Bryn, perplejo, se limpió la cara con la mano.

—Es que estaba sometido a una gran presión —murmuró sin demasiada convicción—. Y soy el primero en admitir que es algo que me afecta enormemente.

—¡Tonterías! —lo interrumpió con un grito—. Has tratado deliberadamente de que esta noche fuera lo más difícil posible para mí; con todos tus comentarios, tu impaciencia y tus miradas, lo único que querías era que me rindiera. Eso es lo que llevas intentando desde el primer momento que me viste. ¡Ya está! ¡Ya sabe lo que pienso de usted, señor Wallis!

Diciendo eso, tomó un cuenco de grosellas con nata que había sobre una de las mesas y se lo tiró a la camisa.

Él se echó a reír y, mientras Fleur buscaba algo más que arrojarle a la cara, se acercó a ella, la tomó entre sus brazos y, levantándola del suelo, la sacó del restaurante y avanzó, con ella pataleando, hasta meterse en el mar.