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Índice

 

 

 

 

Portada

Cita

Introducción. La medida de las cosas

Capítulo 1. Sentimientos

Capítulo 2. Política

Capítulo 3. Historia

Coda. Cuestiones pendientes

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

 

 

 

 

 

Y así el Estado nuestro vivirá a la luz del día, y no en sueños como la mayor parte de los demás estados, donde los jefes se baten por sombras vanas y se disputan con saña la autoridad, que miran como un gran bien. Pero la verdad es que todo Estado en que los que deben mandar no muestran empeño por engrandecernos, necesariamente ha de ser el que viva mejor, y ha de reinar en él la concordia, mientras que el que tenga otra clase de gobernantes no puede menos de sucederlo todo lo contrario.

 

Platón, La República, 520e

Introducción

La medida de las cosas

 

"Si ustedes están de acuerdo, dejemos de hablar eternamente de historia nacional a historia nacional"

Marc Bloch, Oslo, agosto de 1928

 

 

 

 

Hay pasados que no pasan. Este libro trata de uno de ellos. Quizás nunca lo hubiera escrito sin la generosa iniciativa de Ana Godó; ella me invitó a hacerlo y me animó cuando llegaron las dudas.

Se habla mucho y desde hace tiempo del interés que tendría conocer cómo Catalunya se ha explicado a sí misma su propio pasado en lo que contiene de igual y de diferente al de sus vecinos, en particular al de España: fundamentalmente los columnistas, los sociólogos, casi todos los implicados de un modo u otro en la política. Es el objetivo que me he propuesto desarrollar aquí. Para ello necesitaré construir una narrativa basada en el sentido común y el principio de realidad. No para convertir la historia en filosofía de la historia, sino para movilizar sobre la base del relato todos los hechos y sus significados que puedan iluminar el pasado reciente, desde 1833 hasta hoy; y hacer de esta narración un guión de la obviedad para unos lectores que hayan sentido alguna vez que el mundo del que se les habla ya no es el suyo.

Tranquilos. No pretendo poner en peligro la primacía de la historia nacional, cimiento de la identidad catalana y española; pero no puedo olvidar que, tras la caída del muro de Berlín, se nos ha invitado a los historiadores a mirar el mundo desde una perspectiva europea. El trueno que resonó la noche del jueves 9 de noviembre de 1989 rompió muchas retortas en los observatorios de las ciencias sociales y conminó a renovar las interpretaciones de los viejos hechos históricos. El nuevo punto de vista exige ponderación y sutileza en el juicio para construir un espacio de debate intelectual que permita comprender la perenne complejidad de las acciones humanas. El oficio de historiador cobra así un nuevo sentido porque las nuevas ideas permiten desmontar y volver a montar los añejos esquemas escolares, muchos de los cuales son imperfectos y de mala calidad, sostenidos además por abstracciones de naturaleza poco universal, honor, nación, patria, héroes locales. Es una bocanada de aire fresco, una renovación de la medida de las cosas. ¡Bienvenidos al siglo XXI!

En Catalunya la situación es diferente, de momento. La polémica sobre el estatuto de autonomía ha agitado el viejo sendero patriótico y lo ha convertido en una autopista con decenas de señales y radares. Debates, intercambios de opinión en los medios de comunicación, pero también en seminarios, conferencias, mesas redondas donde se ajusta lo mucho que está en juego. El miedo al fracaso se vislumbra a lo lejos como alimento de la protesta coral por el desdichado contencioso con el Tribunal Constitucional, entonada en nombre de la democracia y del derecho a decidir. Porque al cabo, el nacionalismo, dijo Isaiah Berlin con su fino rigor ático, es la respuesta a una herida infligida a la sociedad. Por lo demás, la defensa de la patria que todos llevamos dentro, incluso los que no quieren reconocerlo, ha situado las relaciones Catalunya-España en un callejón angosto.

El pasado sigue cerniéndose gloriosamente sobre el presente. Las conmemoraciones nostálgico-sentimentales están al orden del día. En los ambientes gubernamentales reina una felicidad confesada por todo lo alcanzado, una especie de coda excesiva de los ideales de la transición política y la Constitución de 1978. Desconcertante actitud en un país sumido en una grave crisis económica y en una no menos grave anomia social. En la calle, crece la incertidumbre sobre el empleo o sobre el porvenir de los hijos como una herida de difícil cicatrización. Ante el desánimo creciente se difunde un mensaje claro, imperativo: hay que sostener el actual sistema político porque es el único legitimado en las urnas. Sin embargo, los idearios no se pueden nutrir sólo de buenas intenciones; necesitan enriquecerse con conocimientos depurados y verdaderos del pasado, dejando a un lado las fantasías solipsistas del bando propio.

¡Ah, se trata de eso! Sí, en efecto: los nuevos tiempos exigen nuevas ideas; las que ahora se manejan descansan más en la corrección política que en el rigor histórico. Es un problema de nivel educativo.

 

En un abrir y cerrar de ojos

En otoño de 2010, una buena parte de los catalanes (las encuestas lo dicen) son partidarios de la independencia; otros insisten en opciones más prudentes: autonomía plena, federalismo, marco confederal. Pocos, sin embargo, hablan de dejar las cosas tal como están. Me parece percibir en ello la profunda preocupación de la sociedad por la forma de Estado que regirá en los próximos años; hay que desdramatizar el problema; incluir una acción reflexiva sobre el tiempo recobrado en el centro del debate, disolver la crispación por medio de un razonable conocimiento de la historia. Un gesto que estamos a punto de perder.

La historia. No sólo hechos, personajes, momentos, también maestra de la vida; por ejemplo, cuando un catalán no nacionalista acepta el debate sobre la soberanía debe tener presente que la historia surgió nacional, mientras que la filosofía, la música, el arte, la ciencia surgieron cosmopolitas. Cada cosa en su sitio. Esta circunstancia imprime una impronta de inimitable singularidad a Catalunya, que busca su identidad en el espejo de los grandes acontecimientos del pasado.

Se comprenderá muy poca cosa de Catalunya si nos contentamos con sondear el enigma de la identidad con un examen del pasado en función de intereses partidistas; para comprender hay que comparar; y las investigaciones históricas de los últimos dos siglos han ayudado poco en esta tarea: más bien parecen sabotear el deseo de someter la identidad a un examen de sus fundamentos. No es tiempo de lamentar esa actitud; es mejor aprender de ella y abrir bien los ojos a la realidad. La experiencia dice que muchos catalanes quisieron que España fuese su Estado y por ese motivo reclamaron el derecho a intervenir en él, a cambiarlo si era preciso, sin por ello dejar de ser buenos catalanes; tampoco lo dejan de ser hoy los que toman una distancia crítica de la lectura que el catalanismo ha hecho del pasado. Están en su derecho de pensar así, aunque no sintonicen con el espíritu de nuestro tiempo. En caso contrario, ¿qué tipo de nación quiere traer la independencia? ¿Acaso una nación cargada de prejuicios útiles, del culto cotidiano a la lengua, del fervor por una idiosincrasia que se cree nacida en la noche de los tiempos y al final la exclusión de los contrarios a esas ideas?

La sola posibilidad de que la sociedad catalana pudiera convertir al disidente en un marginal es una invitación a la tensión permanente. Una idea que está a la baja. Debemos estar alerta con los proyectos políticos que crean pantallas ya que conculcan el actual llamamiento a la solidaridad humana. Desde Europa se insiste en no encerrarse en los problemas inmediatos y locales, en ayudar a una toma de conciencia colectiva de largo alcance en el espacio y en el tiempo. Es el reto del futuro para una sociedad abierta. La conciencia cívica nos lleva a la cooperación; nunca a la exclusión, al diálogo sobre bases éticas, no a la violencia alentada por el terrorismo o los movimientos antisistema.

 

Geometría variable

¿Por qué se habla de Catalunya? En apariencia, la razón es clara: desde hace años la gente es consciente de que existe una comunidad con rasgos que la distinguen de las demás, preocupada por su pasado y por su porvenir, a veces ansiosa por no ser reconocida como merece; siente que el Estado pone trabas a su identidad. Sí, todo esto está claro: pero ¿por qué hablo aquí de Catalunya y la relaciono con España?

Mi motivo es geométrico, al menos como Roger Penrose entiende la geometría: la conciencia de un pueblo penetra en el mundo de las ideas y modela un territorio. No a la inversa. Debemos tener cuidado de que, por descuido, resucitemos la idea de una nación embriagada de tierra natal, aunque se haga con el suave estilo del aficionado que merodea por el mundo desentrañando distintas formas de vida olvidadas, que se deleita en todo lo que es peculiar, extraño, nativo, en todo lo que está intacto. Es la clásica confusión heredada del filósofo alemán Johann Gottfried Herder entre tierra y paisaje: una es un hecho físico, el otro una construcción del espíritu humano.

La conciencia colectiva catalana reposa en dos axiomas: primero, la continuidad de una cultura propia desde la Edad Media; y, segundo, la voluntad de ser, reflejada en la lengua y las instituciones. Eso no quiere decir, añado, que sean suficientes ambos axiomas para sostener la independencia; sólo digo que los catalanes se reconocen en ellos para estimar incompleto el traspaso de competencias del Estado. En ese camino sería conveniente aprender de los aciertos y de los errores de los anteriores momentos cruciales en los que se vivió una situación análoga, sustituyendo el cómo por el porqué.

Entonces, ¿qué se ha perdido con una recreación del cómo que entre otros efectos ha llevado a resucitar el orgullo nacional y a no turbar la paz del sistema del Estado nación sino simplemente a reclamar uno catalán? Por paradójico que parezca, en el camino de la recreación del cómo, se ha perdido un rasgo crucial de la conducta catalana, un tarannà que consiste en un mesurado saber estar a la altura de las circunstancias. Algunos argumentos actuales muestran ciertas simplificaciones del pasado, y no atienden a las múltiples interrelaciones de la realidad catalana documentadas desde el año 1000.

La distinción de autonomía plena y derecho a la autodeterminación es bastante familiar a varias generaciones de políticos educados en el catalanismo, que han insistido que España es simplemente el Estado. La Mancomunitat convirtió esa idea en acción, modificando el marco de las diputaciones en un marco nacional; transformó el litigio con los gobiernos de Madrid en pretexto para salvar a Catalunya de la absorción cultural promovida por la restauración borbónica, aunque en ningún momento quiso dar el paso hacia la independencia. Su éxito demuestra un hecho poco valorado hoy: el catalanismo ha sido una fuerza de regeneración de España y una apuesta por la prudencia.

El Estado supone voluntad, como descubren los nuevos países: la voluntad de gastar, ya sea dinero o vidas, en la defensa del territorio requiere un ejército. En 1919, esa voluntad había quedado inoperante entre los catalanes; ningún político se atrevió a pedir que se pagara ese precio por tener un Estado, en un momento en que los contribuyentes además querían que se pusiera fin a las costosas aventuras coloniales en el norte de África. En esa línea, la cuestión crucial hoy es saber si Catalunya está dispuesta a pagar el elevado coste que significa querer ser un pequeño gran país rico independiente.

A muchos catalanes les gusta (a otros les molesta) la existencia en el extranjero de sedes sociales donde ondea la bandera catalana, y les gusta porque participan de un hecho indiscutible: el nacionalismo es una fuerza tan poderosa hoy como durante el apogeo de sus ideales a finales del siglo XIX. En caso de que se siga por la línea de exigir la independencia deberían explicarse los retos del futuro, especialmente el derecho de las minorías, en igualdad de condiciones con los países de su entorno, pero también en competencia con ellos, que aprovecharán una brecha para imponer su hegemonía.

La política internacional no es una pacífica reunión de personajes miríficos: es un territorio competitivo donde se dirime el bienestar de una sociedad. ¿Estamos preparados para hacer caso omiso de esos deseos? El dinero, la ideología, la historia…, todo eso es clave para comprender lo que está sucediendo; sobre todo lo es el factor humano. En efecto, al final, quienes toman decisiones y dictan leyes son personas de carne y hueso con sus intereses, también con sus predilecciones y sus aversiones. De suerte que una doble tentación asalta al hombre político. O permanecer en el mundo de la pureza de sus ideales, a riesgo de aislarse y de quedar sin conexión con el mundo que le rodea, o bien aceptar los imperativos de la política internacional, elegir una línea de actuación, asumir sus consignas. La voluntad de atenerse a lo real y la intención pragmática presiden las líneas maestras de la Unión Europea, y a ellas deben ajustarse las iniciativas locales.

En Catalunya, la nueva situación exige renovar los planteamientos que la han acompañado durante dos siglos y crear nuevas perspectivas. El modelo del compromiso social, inspirado por los teóricos del materialismo histórico en los años de la transición, se ha visto superado por la compleja red institucional. La imagen de los líderes se ha ido debilitando poco a poco. Es pues necesario que el momento de las reclamaciones toque a su fin; debemos situarnos en la frontera extrema del cambio con la vista en el futuro tras comprender con rigor el pasado.

¿Sencillo, no? Bueno, quizás no tanto.

 

La línea del argumento

Al ordenar los materiales, apareció la línea del argumento: primero fijé los sentimientos que tienen al ser humano como actor aunque se expresan como vivencias colectivas; luego, la política creada para articular el orden social y, por fin, la interpretación del pasado realizada por los historiadores. Así, el libro se ha concebido como un tríptico: una exposición narrativa en tres hojas diferentes pero complementarias.

En la primera hoja muestro las relaciones entre Catalunya y España desde la perspectiva de los sentimientos. La pregunta clave aquí no es ¿por qué somos así?, sino ¿por qué decimos que somos diferentes? Para encontrar una respuesta, me he adentrado en las ambiciones, vanidades y debilidades colectivas, convencido de que, al contarlas, no rebajo el problema; al contrario ofrezco la dimensión humana de un conflicto entre la realidad y la aspiración. He recurrido para ello a unas fuentes poco utilizadas. Uno de los rasgos más característicos de este periodo es la disyuntiva permanente entre las declaraciones públicas y las ideas privadas. Aunque los materiales impresos, incluidos los periódicos y las revistas, son una buena fuente de información, las cartas de famosos y gente corriente, no concebidas para su publicación, revelan datos y opiniones que pocas veces se expresaron en público. Esos documentos eluden los excesos propagandísticos de la letra impresa y captan mejor la esencia de cualquier época en un nivel más introspectivo que incide por tanto en el mundo de los sentimientos.

En la segunda hoja analizo la política, ese arte de lo posible, que ha aspirado a conducir al pueblo a la democracia, una meta difícil por la presencia de tenaces enemigos. Uno de los rasgos principales de este largo período, atañe al conflicto de las dos Españas. Un asunto complejo que afecta a las matrices culturales con siglos de vigencia. Los catalanes han aportado ideas para afrontar los problemas de España, empezando por la organización territorial. El deseo de solucionarlos a menudo ha eclipsado la realidad de un Estado poco dado a los cambios graduales, propenso a los pronunciamientos y a las asonadas populares. Tras los enredos de la vida política, se descubre una sociedad alarmada por la guerra en sus diferentes formas e intensidades, molesta por la corrupción administrativa, perpleja por las oportunidades perdidas y sorprendida por el deterioro de las relaciones internacionales. El respeto a la tradición se estimuló con los principios románticos de pertenencia y nostalgia por la patria, que dio lugar a la formación de una conciencia nacional en Catalunya alejada de la conciencia nacional española; no incompatible con ella, pero diferente. La política tuvo pocas opciones de presentar programas duraderos que transformaran el país y que abrieran la puerta a un estado de ánimo positivo ante la posibilidad del despegue económico. Política del día a día, que cuando voló alto por los efectos de la industrialización en Barcelona, se encontró con un país atrasado, preso del caciquismo. La insistencia en que el futuro traería la prosperidad inhibió la discusión de las verdades más oscuras que ni los catalanes ni el resto de españoles deseaban ignorar. La promesa de una Catalunya y una España grande, pese a su carácter poco realista, mantuvo el talante optimista y ocultó las lacras de la sociedad hasta que llegó la Guerra Civil.

En la tercera hoja, en fin, selecciono los personajes clave que han escrito la historia de Catalunya en su relación con España, y presento algunos problemas que plantean sus trabajos. Interrogo así a figuras relevantes que desde hace siglo y medio se han preguntado públicamente por el pasado, hablando del destino de la nación, encarnizándose en detallar lo que no quieren, más que lo que realmente quieren, denunciando los poderes que los sostienen y prometiendo liberarse de las leyes que les hacen triunfar. Una sucesión de paradojas constantes que me ha llevado a presentar la intención estratégica de unos trabajos que alcanzaron el rango de obras de referencia social.

Este tríptico resulta revelador de una realidad siempre constante: a la entrada nos topamos con la agonía del antiguo régimen, que se resiste a dejar su lugar en la historia pese al descrédito en el que había caído en la guerra de la Independencia; a la salida, el barullo actual sobre el estatuto de autonomía. En el centro, la renaixença y el modernismo, culminación de un despegue de la economía que sostuvo los sentimientos catalanistas.

La retórica empleada fue diversa; en unos casos se subrayará más la cultura que la lengua, en otros a la inversa, la lengua es el principal sello de identidad. En los entresijos, aparecen todos los que han hecho o dicho algo sobre por qué Catalunya es así, tema polémico ayer y hoy, puesto que colisiona a menudo con la idea de España. Por último, aparecen las formas de Estado: centralista, autonómico, federal, confederal. En teoría, todas son legítimas, aunque no sé si acertadas. La cuestión consiste en saber cuál de ellas garantiza el futuro.

 

Circunstancias

El compromiso con el mundo actual exige el rescate de la sensibilidad, es decir, la superación de la indiferencia. Los logros sociales y políticos deberán descansar en la persuasión, no de la fuerza.

Para muchos de nosotros la lectura de los últimos estudios sobre el escenario actual nos ha dado argumentos para hacer frente al coro que quiere avanzar sin atender las opiniones más civilizadas y protegernos de los excesos del desmedido orgullo nacional, venga de donde venga. Esto obliga a un programa transversal: integraré en este texto filosofía, sociología, política, historia, crítica literaria, para ampliar las posibilidades de hallar una salida a la situación creada en los últimos años por la integración en Europa; cualquier otra opción es meramente ilusoria.

La Unión Europea no es un accidente prodigioso que viene a turbar la vida durante unos años, para ser luego reabsorbido; al contrario, es la manifestación de la nueva medida de las cosas, que se ha injertado en la historia, trasformándola para siempre. Un conjunto de axiomas que han cambiado la geometría de todo el continente, y que encontramos en cualquier parte, en la reacción de los políticos ante la crisis económica pero también bajo los acuerdos que marcan el sentido y el ritmo de la inmigración y, finalmente, en los pactos de estabilidad monetaria y financiera. Con la persuasión se logrará reparar el daño sufrido en momentos puntuales del pasado que se viven con intensidad en las conmemoraciones públicas; también con persuasión se superará el desdén sobre Catalunya, empezando por la lengua catalana.

La persuasión en suma no sólo ensanchará el entendimiento de cada individuo singular, sino algo más: creará puentes entre Catalunya y España, portadores de gestos y reflexiones que estimo necesarios, salvándonos de paso de las asonadas a las que la decepción tiende a conducir. En una era de integración económica global, la medida de las cosas es la clave para dirimir la política, evitar fricciones y superar la viscosidad de la inercia; también es la arena donde se realizará el encuentro de tiempos históricos y de civilizaciones diversas que están presentes entre nosotros y que, de otra manera, no tendrían la más mínima oportunidad de relacionarse.

Sostenidas en Europa y abiertas el futuro, Catalunya y España deben tener confianza entre sí. No hay futuro vivo con un recelo permanente. Un Estado nación centralizado quizás no sea una solución razonable, habida cuenta de la historia en los últimos ciento setenta y siete años, que entre otras manifestaciones han dado lugar a cinco monarquías constitucionales, tres regencias, dos repúblicas, cinco dictaduras militares, varias guerras civiles, diversas asonadas populares, et caetera, et caetera. Ese escenario ha acompañado constante, fielmente, a catalanes y españoles desde el final del absolutismo en 1833, como si la libertad costara demasiado.

La pasión por ser diferente se ha adueñado de las formas de vida hasta el punto de que constituyen la única manera de entender las normas de sociabilidad. En ese sentido comprendo y comparto la tenacidad con la que Juan José López Burniol plantea la exigencia de nuevas formas de organización del Estado. La política que no acepte el reto de descubrir lo hasta ahora desconocido es inmoral. Algunos creen que la posibilidad de una confederación de naciones ibéricas parece una desarticulación más que una solución; sin embargo, no sería así en caso de que se fomentasen las técnicas de gobierno indirecto que equilibraran las competencias centrales con las autonómicas; sería, al cabo, trasladar el modelo europeo a España. No es una tarea fácil, pero nadie ha dicho que lo fuera. Esto es lo que pienso; un asunto diferente es lo que el país decida hacer; algo que aceptaré de inmediato, ya que el asunto afecta únicamente a la disponibilidad pública para arrogarse las cargas y las obligaciones; no para asumir principios con los que no podría estar conforme.

No me gusta incidir en el funcionamiento de las leyes de la historia, porque me dedico a enseñarla, y sé lo que eso implica a quienes lo han intentado. Sin embargo, considero una obligación mostrar de qué modo, en los últimos ciento setenta y siete años, Catalunya y España han vivido entre la memoria que transforma los hechos y el olvido que los borra.

Comencemos.