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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La vecina perfecta, n.º 56 - octubre 2017

Título original: The Perfect Neighbour

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-411-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los MacGregor

Capítulo1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Los MacGregor

Capítulo1

 

–¿Has hablado ya con él?

–¿Mm? –Cybil Campbell continuó trabajando en su mesa de dibujo, dividiendo el papel diligentemente con la habilidad que daba la costumbre–. ¿Con quién tengo que hablar?

Se oyó un largo resoplido que obligó a Cybil a morderse los labios para no sonreír. Conocía bien a su vecina, Jody Myers, y sabía perfectamente quién era ese «él».

–Con el guapísimo señor misterioso del 3B. Vamos, Cyb, ya hace una semana que se mudó aquí y aún no ha hablado con nadie. Tú vives justo enfrente de él. Necesitamos algunos detalles.

–He estado bastante ocupada –Cybil levantó la mirada brevemente hacia Jody, que no dejaba de caminar arriba y abajo por el estudio–. Ni siquiera me he fijado en él.

La primera respuesta de Jody fue resoplar de nuevo.

–Eso es imposible. Tú te fijas en todo.

Se acercó a la mesa de dibujo, se asomó por encima del hombro de Cybil y arrugó la nariz. No había mucho que ver, solo unas líneas azules; le gustaba más cuando Cybil comenzaba a dibujar en las diferentes cuadrículas.

–No ha puesto el nombre en el buzón y nadie lo ve salir nunca durante el día. Ni siquiera la señora Wolinsky, y es imposible esquivarla.

–A lo mejor es un vampiro.

–Vaya –Jody apretó los labios, intrigada con la idea–. Sería increíble, ¿verdad?

–Demasiado increíble –murmuró Cybil antes de volver a concentrarse en el dibujo mientras su vecina seguía moviéndose y hablando sin parar.

A Cybil no le molestaba tener compañía mientras trabajaba; de hecho le gustaba. Nunca sentía necesidad de aislarse, por eso estaba tan contenta de vivir en Nueva York, en un pequeño edificio, rodeada de vecinos ruidosos.

Y no solo era algo que le satisfacía en el aspecto personal, también le resultaba muy provechoso para su trabajo.

De todos los ocupantes del antiguo almacén convertido en viviendas, Jody Myers era la preferida de Cybil. Tres años atrás, cuando se había instalado allí, Jody era una recién casada llena de energía, que tenía la firme convicción de que todo el mundo debía encontrar la felicidad de la que ella disfrutaba.

Lo que quería decir, según intuía Cybil, que todo el mundo debía casarse.

El nacimiento del adorable Charlie, ya de ocho meses, no había hecho más que reafirmar a Jody en sus ideas. Y Cybil sabía que era el primer objetivo de su vecina.

–¿Ni siquiera te has cruzado con él en el pasillo? –le preguntó Jody.

–No, todavía no –Cybil se llevó el lápiz a los labios. Tenía los ojos verdes como el mar al atardecer, tan verdes que habrían resultado tremendamente seductores si en ellos no hubiera siempre un brillo de simpatía y buen humor–. La verdad es que creo que la señora Wolinsky está perdiendo facultades porque yo sí lo he visto durante el día…, lo que desmonta la teoría de que sea un vampiro.

–¿Lo has visto? –preguntó Jody rápidamente–. ¿Cuándo? –acercó un taburete para sentarse a su lado–. ¿Dónde? ¿Cómo?

–¿Cuándo? Al amanecer. ¿Dónde? Saliendo hacia la avenida Grand. ¿Cómo? Tenía insomnio –dejándose llevar por el espíritu de Jody, Cybil giró el taburete y miró a su vecina con una sonrisa en los labios–. Me desperté muy temprano y no podía dejar de pensar en los pasteles que habían quedado de la fiesta de la otra noche.

–Eran explosivos –recordó Jody.

–Sí, me di cuenta de que no iba a poder volver a dormir, así que vine a trabajar un poco. Antes de sentarme a la mesa miré por la ventana y entonces lo vi salir. Debe de medir un metro noventa y tiene unos hombros…

Las dos cerraron los ojos al imaginarlo.

–Llevaba una bolsa de deportes, así que supongo que iba al gimnasio. Desde luego, nadie tiene esos hombros si se pasa el día sentado en el sofá comiendo patatas fritas y bebiendo cerveza.

–¡Te pillé! –exclamó Jody con gesto triunfal–. Te interesa.

–Tengo ojos, Jody. Ese tipo es increíblemente guapo; tiene un aire de misterio y un trasero… Cualquier mujer se habría recreado la vista.

–¿Y por qué limitarte a eso? ¿Por qué no llamas a su puerta y le llevas unas galletas o algo así? Puedes darle la bienvenida al barrio y averiguar qué hace ahí todo el día, si es soltero, en qué trabaja… –dejó de hablar de pronto y levantó la cabeza–. Ese es Charlie, se ha despertado.

–Yo no he oído nada –Cybil estiró el cuello hacia la puerta y se encogió de hombros al no percibir ningún ruido–. Jody, desde que diste a luz, tienes un oído impresionante.

–Voy a cambiarle y llevarlo a dar un paseo. ¿Vienes?

–No puedo. Tengo que trabajar.

–Entonces te veré esta noche. La cena es a las siete.

–Muy bien –Cybil se esforzó por sonreír.

En la cena estaría el aburrido primo de Jody, Frank. ¿Cuándo reuniría el valor necesario para decirle a su vecina que dejara de intentar buscarle pareja? Seguramente cuando consiguiera decírselo también a la señora Wolinsky y al señor Puebles, del primer piso, y a la mujer de la lavandería. ¿A qué venía esa obsesión por encontrarle al hombre perfecto?

Tenía veinticuatro años y era feliz siendo soltera. Eso no significaba que no quisiera formar una familia algún día y quizá tener una casa con jardín y un perro para los niños. Sí, tenían que tener un perro.

Pero eso sería en el futuro. Por el momento le gustaba su vida como estaba.

Apoyó los codos en la mesa y, descansando la barbilla en las manos, se permitió mirar por la ventana y soñar despierta un rato. Debía de ser la primavera lo que hacía que estuviera tan inquieta y llena de energía.

Se le pasó por la cabeza la idea de ir a dar ese paseo con Jody y Charlie, pero justo en ese momento la oyó salir por la puerta.

Mejor, así tendría que volver a trabajar. Se centró en el primer cuadrado del cómic Amigos y vecinos.

Tenía buena mano para el dibujo, una habilidad que había heredado de sus padres. Su madre era una respetada pintora de fama internacional y su padre era el genio que había creado el popular cómic Macintosh. Ambos habían transmitido a Cybil y a sus hermanos el amor al arte.

Al marcharse del hogar de la familia en Maine, Cybil había tenido la certeza de que si las cosas le iban mal en Nueva York, sus padres volverían a recibirla con los brazos abiertos.

Pero no había sido así.

En los últimos tres años él éxito de su tira cómica no había hecho más que crecer. Cybil se sentía orgullosa de su trabajo, de la simplicidad con la que transmitía ternura y sentido del humor en situaciones cotidianas.

No intentaba imitar la ironía ni las ácidas sátiras políticas de la obra de su padre. A ella lo que le hacía reír era la vida de todos los días: las colas para entrar al cine, el encontrar los zapatos ideales o sobrevivir a otra cita a ciegas.

Muchos creían que Emily era un personaje autobiográfico, pero para Cybil era una fuente de ideas inagotable en la que jamás se veía reflejada. Al fin y al cabo, Emily era una rubia escultural que tenía tan mala suerte con los hombres como para conseguir que le durara algún empleo.

Cybil tenía el pelo castaño, estatura media y una carrera de éxito.

En cuanto a los hombres, no eran una de las prioridades de su vida, por lo que no le preocupaba si tenía suerte o no con ellos.

Frunció el ceño al darse cuenta de que seguía tamborileando con el lápiz en lugar de dibujar. No conseguía concentrarse. Se pasó la mano por el pelo, apretó los labios y se encogió de hombros. Quizá le hiciera bien tomarse un descanso y comer algo.

Se puso en pie y se colocó el lápiz detrás de la oreja sin darse cuenta, una costumbre que llevaba intentando quitarse desde la adolescencia. Salió del estudio y bajó las escaleras.

Su apartamento tenía una luz maravillosa que entraba por las tres enormes ventanas del salón, por las que también entraba el ruido de la calle que no la había dejado dormir durante sus primeras semanas en la ciudad.

Fue descalza hasta la cocina. Se movía con elegancia, algo que también había heredado de su madre y que le había sido de utilidad para sus clases de ballet, unas clases que les había suplicado a sus padres y de las que después había acabado cansándose.

Abrió la nevera y pensó en qué le apetecía. Entonces lo oyó.

La música triste y sensual del saxo. El misterioso habitante del apartamento 3B no tocaba todos los días, pero a Cybil le gustaría que lo hiciese. Las melodías procedentes de su casa siempre la conmovían.

¿Se habría trasladado a Nueva York para ganarse la vida como músico?

Lo que era seguro era que tenía el corazón roto. Y sin duda por culpa de una mujer, quizá una fría pelirroja que lo había cautivado y después le había pisoteado el corazón con sus zapatos de tacón.

Estaba adquiriendo la costumbre de imaginarse cómo era la vida de aquel hombre.

Unos días antes se había inventado una vida en la que, con solo dieciséis años, había tenido que huir de su violenta familia y había sobrevivido tocando en las calles de Nueva Orleans; desde allí había viajado al norte mientras su familia lo buscaba por todo el país.

No se le había ocurrido ningún motivo por el que pudieran andar buscándolo, pero no era realmente importante. Él andaba huyendo y la música era su único consuelo.

Otro día había llegado a la conclusión de que era un agente del gobierno trabajando de incógnito.

Quizá un ladrón de joyas que se escondía de la ley.

O un asesino en serie en busca de otra víctima.

Cybil se rio de sí misma al ver los ingredientes que había sacado de la nevera sin siquiera darse cuenta. Fuera quien fuera su vecino, parecía que iba a prepararse las galletas que le había sugerido Jody.

Capítulo 2

 

Se llamaba Preston McQuinn y no se consideraba especialmente misterioso.

Solo le gustaba disfrutar de privacidad, una necesidad que lo había llevado a instalarse en el corazón de una de las ciudades más tumultuosas del mundo.

Pero solo de manera temporal, pensó mientras guardaba el saxo en su funda.

Dentro de un par de meses las obras de rehabilitación de su casa habrían terminado y podría volver a las costas de Connecticut.

Algunos decían que era su fortaleza y a él no le importaba. Un hombre podía ser perfectamente feliz viviendo en soledad en su fortaleza durante algunas semanas. Una fortaleza a la que nadie podía entrar a menos que las puertas estuviesen abiertas.

Comenzó a subir las escaleras. Solo utilizaba el salón casi vacío para tocar, o para hacer ejercicio si no le apetecía ir al gimnasio.

Era en la segunda planta donde vivía… temporalmente, pensó de nuevo.

Lo único que necesitaba allí era una cama, un par de cajones y una mesa firme para el ordenador y para todos los papeles que generaba.

Si por él hubiera sido, no habría tenido teléfono, pero su agente lo obligaba a tener un móvil y le había suplicado que siempre lo tuviera encendido.

Y normalmente lo hacía… salvo cuando no le apetecía.

Preston se sentó a la mesa, contento de que la música le hubiera despejado un poco la cabeza. Mandy, su agente, estaba impaciente por el ver el progreso de su última obra; de nada servía que Preston le dijera que estaría acabada cuando lo estuviera, ni un minuto antes ni un minuto después.

El problema del éxito era que acababa convirtiéndose en presión.

Cuando uno hacía algo que gustaba, el público esperaba que volviera a hacer lo mismo una y otra vez, solo que más rápido y mejor. A Preston no le interesaba lo más mínimo lo que quisiese la gente. Podían tirar abajo las puertas del teatro para ver su próxima obra, darle otro premio Pulitzer y otro Tony.

También podían no acercarse al teatro o reclamar que les devolvieran el dinero de las entradas.

Pasase lo que pasase, lo que importaba era el trabajo, algo que debía importarle solo a él.

Económicamente estaba cubierto y, según Mandy, ese era su problema. Como no tenía necesidad de dinero, era arrogante y distante con el público.

Claro que también decía que eso era lo que lo hacía un genio.

Se sentó en la gran sala. Era un hombre alto y fuerte, con el pelo de color castaño y los ojos azules. Apretó los labios mientras leía las palabras que había ya escritas en el monitor.

Se olvidó de los ruidos de la calle que inundaban la casa noche y día y se adentró en el alma del hombre que él mismo había creado.

Un hombre que luchaba denodadamente por sobrevivir a sus propios deseos.

El sonido del timbre de la puerta le hizo maldecir en voz alta. Consideró la idea de no levantarse a ver quién era, pero pensó que el intruso volvería una y otra vez hasta que lo atendiera.

Probablemente fuera la anciana con ojos de águila que vivía en el piso de abajo; ya había estado a punto de agarrarlo un par de noches cuando salía camino del club.

A Preston se le daba bien esquivar ese tipo de ataques, pero empezaba a resultarle muy molesto.

Sin embargo, lo que vio al otro lado de la mirilla no fue a la mujer con ojos de pájaro, sino a una hermosa joven de pelo castaño y corto como el de un chico y unos enormes ojos verdes.

Sin abrir la puerta, se preguntó qué demonios querría.

Como lo había dejado tranquilo durante casi una semana, había llegado a la conclusión de que seguiría haciéndolo, lo cual la habría convertido en la vecina perfecta para él.

Finalmente abrió la puerta, contrariado por que ella hubiera decidido estropear tal perfección.

–¿Sí?

–Hola –sí, pensó Cybil, estaba aún mejor mirándolo de cerca–. Soy Cybil Campbell, del 3A –añadió señalando a su puerta con una sonrisa en los labios.

Él levantó una ceja.

–Muy bien.

Un hombre de pocas palabras, decidió Cybil sin dejar de sonreír, mientras deseaba que dejara de mirarla solo un segundo para poder asomarse ligeramente y ver el interior de su apartamento. No podría intentarlo siquiera mientras siguiera observándola tan fijamente.

–Te he oído tocar hace un rato. Trabajo en casa y las paredes son muy finas.

Si había ido a quejarse del ruido, no iba a servirle de nada, pensó Preston.

Tocaba el saxo cuando le apetecía y no pensaba dejar de hacerlo. Siguió observándola fríamente; la nariz ligeramente respingona, los labios carnosos, los pies delgados con las uñas pintadas de rosa.

–Siempre se me olvida encender la radio.

Siguió hablando alegremente y, al hacerlo, a su mejilla asomaba un pequeño hoyuelo.

–Así que es muy agradable oírte tocar. A Ralph y a Sissy les gustaba mucho Vivaldi, lo cual está muy bien, pero acaba resultando un poco monótono si no escuchas otra cosa. Ralph y Sissy eran los que vivían en tu apartamento –le explicó–. Se mudaron a White Plains después de que Ralph tuviera una aventura con una dependienta de Saks. Bueno, en realidad no llegó a pasar nada entre ellos, pero Ralph estaba pensándoselo y Sissy decidió que sería mejor irse a vivir a otro sitio antes de despellejarlo en el divorcio. La señora Wolinsky no les da más de seis meses, pero yo creo que podrían solucionarlo. Bueno…

Le ofreció un plato amarillo con unas galletas de chocolate.

–Te he traído unas galletas.

Preston las miró unos segundos.

Cybil aprovechó para echar un vistazo al salón del apartamento. El pobre no tenía ni un sofá.

–¿Por qué? –le preguntó mirándola de nuevo.

–¿Por qué qué?

–¿Por qué me has traído galletas?

–Pues porque acabo de hacerlas. A veces, cuando no puedo concentrarme en el trabajo me pongo a cocinar y, si me como todo lo que hago, me odio a mí misma –volvió a aparecer el hoyito de su mejilla–. ¿No te gustan las galletas?

–No tengo nada en su contra.

–Bueno, entonces espero que las disfrutes –dijo poniéndole el plato en las manos–. Bienvenido al edificio. Si alguna vez necesitas algo, yo suelo estar en casa. Y si quieres saber algo del resto de los vecinos, puedo ponerte al día. Llevo algunos años viviendo aquí y conozco a todo el mundo.

–Muy bien –dijo dando un paso atrás y le cerró la puerta en las narices.

Cybil se quedó allí de pie, sorprendida por su brusquedad.

En sus veinticuatro años de vida nunca nadie le había dado con la puerta en las narices y, ahora que ya sabía lo que era, podía decir con total seguridad que no le gustaba nada.

Se contuvo para no volver a llamar a la puerta y quitarle las galletas; se negaba a caer tan bajo. Así pues, se dio media vuelta y volvió a su casa.

Ya conocía al señor misterioso y sabía que era increíblemente atractivo, pero también que era maleducado como un jovencito malcriado al que le hacía falta un buen azote en el trasero.

No importaba. No volvería a cruzarse en su camino.

No cerró la puerta de su casa de golpe, no quería darle esa satisfacción, pero una vez al otro lado de la puerta, se permitió hacer unos cuantos gestos infantiles que le hicieron sentir algo mejor.

El caso era que aquel hombre tenía sus galletas, su dulce preferido, y todo su rencor, algo que no sentía a menudo. Y ella seguía sin saber su nombre.

 

 

Preston no se arrepintió de su comportamiento en ningún momento. Esperaba haber conseguido que su guapa vecina no volviese a llamar a su puerta con su nariz respingona y sus pies sexys. Lo que menos necesitaba en aquellos momentos era un comité de bienvenida, sobre todo si lo encabezaba una mujer con ojos de hada.

Dios, se suponía que en Nueva York nadie hablaba con sus vecinos. Pero, con su suerte, seguro que su vecinita sería soltera, si hubiera estado casada habría mencionado a su maravilloso esposo, y como trabajaba en casa, se encontraría con ella cada vez que saliese al pasillo.

El hecho de que además hiciese las mejores galletas de chocolate que había probado en su vida era sencillamente imperdonable.

Había conseguido no hacerles el menor caso mientras trabajaba. Cuando las palabras fluían, Preston McQuinn era capaz de trabajar en medio del holocausto nuclear. Pero cuando finalmente se había alejado del ordenador, se había acordado de que estaban en la cocina y no había podido dejar de pensar en ello mientras se duchaba y trataba de deshacer la tensión muscular provocada por horas de trabajo en una postura que su profesora de tercero, la hermana Mary Joseph, habría considerado deplorable.

Así que cuando, una vez vestido, había salido a tomarse una merecida cerveza, había mirado el plato y había apartado el plástico que lo cubría. ¿Qué pasaría si comía un par de ellas? De nada serviría tirarlas a la basura; al fin y al cabo, ya le había dejado bien claro a la atractiva Cybil que no tenía el menor interés en socializar con los vecinos.

Comió una y lanzó un gruñido de aprobación. Al morder la segunda, cerró los ojos con deleite.

Cuando llevaba casi dos docenas, se maldijo a sí mismo. Era como una droga. Miró el plato casi vacío con una mezcla de glotonería y rabia. Con la poca fuerza de voluntad que le quedaba, puso las galletas que quedaban en un cuenco y cruzó la habitación en busca de su saxo.

Antes de ir al club tendría que dar varias vueltas a la manzana para quemar las calorías de todas las galletas que había devorado.

Al abrir la puerta la oyó subir las escaleras y poco después pudo escuchar su voz, algo que le hizo enarcar la ceja, pues se fijó en que estaba sola.

–Nunca más –murmuró ella–. Esa mujer puede clavarme palillos bajo las uñas o quemarme los ojos, pero no volveré a pasar por esta tortura nunca más. Está decidido.

Por la pequeña rendija que había dejado abierta, Preston vio que se había cambiado de ropa; ahora llevaba unos pantalones anchos negros, una americana del mismo color, una blusa roja y unos pendientes largos.

Siguió hablando sola mientras buscaba algo en un bolso diminuto.

–La vida es demasiado corta como para perder dos preciosas horas. No volveré a permitir que me haga esto. Soy capaz de decirle que no, solo tengo que practicar un poco. ¿Dónde demonios están mis llaves?

Se sobresaltó al oír la puerta que sonaba a su espalda y se dio media vuelta. Preston se dio cuenta de que llevaba dos pendientes distintos y se preguntó si sería una moda o un descuido. Como no podía encontrar las llaves en un bolso tan pequeño como la palma de su mano, decidió que se trataba de lo segundo.

Parecía nerviosa y olía incluso mejor que sus galletas. Eso hizo que Preston se enfadara aún más con ella.

–Espera un momento –se limitó a decir él antes de volver al interior de su apartamento a buscar el plato de las galletas.

Cybil no tenía intención alguna de esperar, por fin había encontrado las llaves en el bolsillo interior en el que las había metido para poder encontrarlas fácilmente, pero él fue más rápido y cuando volvió a aparecer, llevaba la funda del saxo en una mano y su plato en la otra.

–Aquí tienes –Preston no iba a preguntarle por qué estaba de tan mal humor, pues estaba seguro de que si lo hacía, ella se lo contaría con pelos y señales.

–De nada –replicó Cybil quitándole el plato de la mano. Estaba tan aturdida después de pasar dos horas escuchando la monótona voz del primo de Jody hablando de la bolsa, que decidió decirle un par de cosas al señor misterioso–. Escucha, si no quieres que seamos amigos, me parece perfecto. Yo no necesito más amigos –aseguró enfáticamente–. De hecho, tengo tantos que no puedo aceptar ni uno más hasta que alguno de ellos se marche de la ciudad. Pero eso no es excusa para que te comportes como un verdadero cretino. Lo único que hice fue presentarme y llevarte unas malditas galletas.

Preston estuvo a punto de sonreír, pero hizo un esfuerzo para no hacerlo.

–Unas galletas muy buenas –dijo sin pararse a pensarlo, pero lamentó haberlo hecho en cuanto vio que la expresión de sus ojos cambiaba de pronto.

–¿De verdad?

–Sí –se dio media vuelta y la dejó allí, completamente desconcertada y con una curiosidad que no quería sentir.

Así pues, Cybil se dejó llevar por el impulso, uno de sus pasatiempos preferidos, y entró en casa para dejar el plato y después de solo unos segundos, volvió a salir para seguirlo.

Bajó las escaleras de puntillas, tan rápido como pudo para no perderlo. Cuando salió del edificio, él ya estaba a media manzana de distancia. Caminaba con grandes zancadas, pensó antes de lanzarse a seguir sus pasos.

Aquello sería un buen argumento para una tira de Emily, claro que su personaje habría ido escondiéndose detrás de cada farola, o con la espalda pegada a las paredes por si él se daba la vuelta.

El corazón le dio un brinco dentro del pecho al verlo girarse con un gesto distraído que la obligó a esconderse de verdad detrás de una farola. Siguió caminando y ella tras él, lamentando llevar tacones en lugar de unos cómodos zapatos planos.

Después de veinte minutos persiguiéndolo, los pies la estaban matando y la emoción se había convertido en cansancio.¿Acaso se dedicaba a pasear con el saxofón a cuestas todas las noches? Quizá aquel hombre no fuera un maleducado sino un loco.

Quizá acababa de salir de un hospital psiquiátrico y por eso no sabía cómo comportarse con la gente de un modo normal.

Su familia lo habría encerrado para que no pudiera reclamar la herencia de su riquísima y querida abuela, que había muerto en extrañas circunstancias y le había dejado a él toda su fortuna. Tantos años encerrado y controlado por un psiquiatra corrupto le habían hecho perder la cabeza.

Sí, eso era lo que habría imaginado Emily… y habría estado segura de que con cariño y amor podría curarlo. Después todos sus amigos y vecinos habrían intentado convencerla de que no lo hiciera, pero ella habría conseguido implicarlos en sus planes.

Y antes de que se dieran cuenta, el señor misterioso habría…

Cybil se detuvo en seco al verlo entrar en un pequeño club llamado Delta’s.

Por fin, pensó pasándose la mano por el pelo. Ahora solo tendría que entrar, encontrar un rincón oscuro y ver qué pasaba.