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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Heidi Rice. Todos los derechos reservados.

NOTAS DE SEDUCCIÓN, N.º 1912 - abril 2013

Título original: Cupcakes and Killer Heels

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2013.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3026-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

 

«Tómate un tranquilizante, amigo. Se trata de una emergencia», se dijo Ruby Delisantro, sin hacer caso de los pitidos del coche de atrás, mientras se miraba en el espejo retrovisor y se pintaba los labios para tranquilizarse.

Aquella pequeña pero selecta cadena de restaurantes en Hampstead llevaba en su lista más de un año. Había tardado meses en conseguir la cita de aquella tarde con el cocinero y quería tener el mejor aspecto posible antes de empezar a buscar aparcamiento.

Le resultó más difícil no hacer caso del chirrido de frenos y la sacudida que experimentó segundos después, al tiempo que el pintalabios se le metía por la nariz.

–¡Por Dios!

Se sacó el tubo del orificio nasal izquierdo, se limpió a toda prisa y se bajó del coche. Si le habían causado algún daño a su querido coche, que acababa de pasar una revisión, iba a haber muertos.

–¿Qué le pasa? ¿No sabe dónde está el freno? –le gritó al hombre parapetado tras el parabrisas del bonito descapotable italiano pegado a su parachoques.

«Típico. Un niñato conduciendo un coche que le viene grande», pensó.

El niñato se agarró a la parte superior del parabrisas para incorporarse y bajarse de un salto. Ruby dejó de respirar y deseó haber perdido los tres kilos de los que llevaba diez años intentando deshacerse.

No era un niñato. Era todo un hombre.

Alto, fuerte, de miembros largos, guapísimo, con el pelo oscuro muy corto, anchos hombros y caderas estrechas que mostraba hábilmente gracias a unos vaqueros gastados y de cintura baja. Ocultaba los ojos tras unas caras gafas de sol.

«¿Me está examinando?», se preguntó Ruby al ver que él agachaba la cabeza.

–¿Que qué pasa? –él levantó las manos, lo que hizo que los músculos del pecho se le marcaran bajo la camiseta. ¿Qué le pasa a usted? Ha aparcado en medio de la calle.

Ruby inspiró para que los pulmones retomaran su actividad y tardó unos segundos en decidir la respuesta.

Lo bueno era que le encantaba flirtear. Y se le daba muy bien. Adoraba la chispa de la atracción sexual, la tensión fascinante del juego verbal. Y la ocasión de flirtear con alguien tan guapo no se le presentaba todos los días. Además, el vestido que llevaba le sentaba muy bien.

Alzó la vista para contemplar los músculos pectorales masculinos. Pero, ¿en qué estaba pensando? No tenía tiempo de flirtear con aquel tipo, por muy espectacular que fuera su aspecto. Tenía una cita.

–Tenía sitio de sobra para pasar –le dijo mirándolo con dureza–. Y era una emergencia, por así decirlo.

Él le miró la boca mientras se pasaba la lengua por los labios, repentinamente resecos.

«Nada de flirteos, Ruby», se dijo.

Él se echó a reír con incredulidad.

–¿Desde cuándo es una emergencia pintarse los labios?

–Tenía los intermitentes encendidos –replicó ella sin hacer caso de su burla. Los hombres estaban genéticamente programados para no comprender la importancia de pintarse los labios, así que no iba a explicarle que el mero hecho de hacerlo aumentaba la seguridad en una misma cuando había que hacer negocios–. Y ha chocado conmigo –se acercó a él mientras daba gracias a que los centímetros de sus altos tacones corrigieran hasta cierto punto la diferencia de altura entre ambos. Aunque no tuviera tiempo de flirtear con él, sí tenía de hacerlo sufrir–. Y si se hubiera tomado la molestia de leer el código de la circulación, sabría que tengo razón, por mucha testosterona que exhiba usted.

Le miró la bragueta con desprecio para añadir énfasis a sus palabras, pero los ojos se le quedaron clavados en el prominente paquete que mostraban los vaqueros. Sintió que le ardían las mejillas, lo cual la sorprendió aún más, ya que no era de las que se sonrojaban.

–Esas luces son las de emergencia, no las de aparcamiento –dijo él en tono divertido. Cruzó los brazos y los bíceps se le marcaron bajo las mangas de la camiseta. Ruby perdió el hilo de sus pensamientos–. Y si se hubiera molestado en leer el código de la circulación, lo sabría, por muchos estrógenos que exhiba usted.

Volvió a bajar la cabeza para mirarle directamente el escote.

–Y aunque veo que son muchos –prosiguió con una sonrisa de superioridad en sus sensuales labios–, no es excusa para saltarse las normas de circulación.

A ella se le endurecieron los pezones y experimentó una sensación caliente e incómoda entre los muslos.

Aquello iba fatal. La estaba riñendo y excitando al mismo tiempo.

Se puso una mano en la cadera.

–No hago caso de las normas –dijo mientras extendía un dedo en dirección a su pecho–. Hacen que la vida sea muy aburrida, ¿no cree?

Él la agarró por la muñeca y se quitó las gafas. Ella se estremeció al observar el verde oscuro de sus ojos.

–Me parece que necesita algo más que clases de conducir –murmuró él mirándola de forma tan penetrante que ella pensó que iba a derretirse.

Se soltó de su mano.

–Y supongo que, como todos los hombres, cree que puede dármelas –se burló ella. ¿Y si estaba jugando con fuego?

Él soltó una risa áspera.

–No soy como los demás hombres –dijo él en voz baja, con una seguridad que hacía juego con sus ojos, que la estaban invitando a acostarse con él.

–Eso es lo que dicen todos.

–Sin duda, pero puedo demostrárselo. La cuestión es si va a permitírmelo.

Ella parpadeó y dio un paso atrás.

Había perdido el control de la situación sin saber cómo.

Aunque le gustara flirtear, no iba a irse con un hombre al que hacía diez segundos que conocía, a pesar de que tuviera la capacidad de revolucionarle las hormonas.

Además, un sexto sentido le indicaba que no era su tipo.

Se apartó los rizos castaños de la cara.

–Es una oferta tentadora –afirmó con todo el sarcasmo del que era capaz–. Pero ya he quedado esta tarde. Y no hago tríos.

Seguida por la risa de él, se dirigió al coche moviendo las caderas para demostrarle que se retiraba con dignidad.

–Es una pena –dijo él–. Creía que era usted una chica mala.

Ella lo miró mientras abría la puerta.

–Vuelve a equivocarse. No soy una chica. Soy una mujer.

 

 

Callum Westmore se rio cuando la joven belleza se subió a su coche rojo.

Mientras el coche se alejaba, ella le dijo adiós con la mano. Él hizo lo mismo al tiempo que experimentaba un fuerte calor en la entrepierna. Volvió a reírse.

¿Acaso lo sorprendía? ¿Cuánto hacía que no le resultaba tan tentadora una mujer? Y ella lo había rechazado sin motivo, ya que estaba seguro de que se había inventado lo de la cita.

Vio que el coche se detenía al final de la calle y giraba. Fu entonces cuando leyó, escrito en letras rosas en la puerta: Un toque de glaseado: cupcakes a medida, junto a una dirección electrónica y un número de teléfono.

Ella desapareció entre el tráfico y él se dispuso a comprobar si su Ferrari había sufrido algún daño. Por suerte, solo una rozadura en el parachoques.

Subió al coche y sacó el teléfono. A pesar de la discusión, la culpa del choque había sido principalmente suya. Había tomado la curva demasiado deprisa. Marcó un número.

Cal siempre se atenía a las normas. Como era abogado, la ley no solo constituía su profesión, sino que su vida estaba regida por el orden y la responsabilidad, así que tendría que localizar a aquella mujer y pagarle los daños.

Sonrió. La idea de volver a verla lo seducía. Prefería que las mujeres fueran predecibles y poco exigentes, lo que hacía que su atracción por ella le resultara desconcertante, ya que se veía claramente que no era una mujer dócil ni fácil de contentar.

Pero había dejado de hacer vida social desde que Gemma había dejado de acostarse con él un mes antes, porque él se había negado tajantemente a que ella se mudara a su casa. Le gustaba tener su propio espacio, la soledad. ¿Tan difícil era de entender? Con dos casos importantes para el mes siguiente, se había resignado a pasar el verano sin compañía femenina.

Pero tenía un largo puente por delante para aprovecharlo.

Recordó la suavidad de la piel de la muñeca de ella, la velocidad a la que la latía el pulso... Estaba seguro de que la atracción había sido mutua.

Y mientras encendía el motor se dijo que cuando se volvieran a ver, ella no podría deshacerse de él con tanta facilidad.