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ORO, PETRÓLEO Y AGUACATES

 

© del texto: Andy Robinson, 2020

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: marzo de 2020

ISBN: 978-84-17623-40-1

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: Mapa de América del Sur,
Sebastian Cabot, 1544 © Album
Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ebook: booqlab.com

Arpa

Manila, 65
08034 Barcelona
arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Andy Robinson

ORO, PETRÓLEO Y AGUACATES

Las nuevas venas
abiertas de América Latina

illustration

SUMARIO

INTRODUCCIÓN
LA BATALLA POR EL FUTURO DEL AMAZONAS

PRIMERA PARTE. MINERALES

I.

Oro (Colombia, Centroamérica, Estados Unidos)
El Dorado en Salt Lake City

II.

Hierro (Minas Gerais, Brasil)
La fuerza bruta férrea

III.

Niobio (Roraima, Brasil)
El fetiche de la ultraderecha brasileña

IV.

Coltán (Gran Sabana, Venezuela)
Las minas de Nicolás Maduro

V.

Diamantes y esmeraldas (Diamantina, Brasil)
Al otro lado del paraíso

VI.

Plata (San Luis Potosí, México)
Peyote y racers

VII.

Cobre (Apurímac, Perú / Atacama, Chile)
Dos ruedas de prensa y una revolución

VIII.

Litio (Potosí, Bolivia)
Potosí, golpe en el salar

SEGUNDA PARTE. ALIMENTOS

IX.

Quinoa (Uyuni, Bolivia)
El auge y la caída del grano milagro

X.

Patata (Puno, Perú) Del chuño a la potato chip

XI.

Aguacate (Michoacán, México) El hot dog con guacamole

XII.

Plátanos (Honduras)
La República bananera versión siglo xxi

XIII.

Soja (Pará, Bahía, Brasil)
Cargill y la guerra del fin del mundo

XIV.

Carne (Pará, Brasil)
La capital del buey

TERCERA PARTE. ENERGÍA

XV.

Petróleo (Venezuela, Brasil, México)
Petrosocialismo y contraataque en PDVSA, Petrobras y Pemex

XVI.

Hidroeléctrica (Pará, Brasil)
Los mapas de los mundurukus

«En la alquimia colonial y neocolonial,
el oro se transfigura en chatarra y
los alimentos se convierten en veneno».

EDUARDO GALEANO,

Las venas abiertas de América Latina

 

 

 

 

 

A mis compañeros de La Vanguardia

INTRODUCCIÓN

LA BATALLA POR EL FUTURO DEL AMAZONAS

¿Qué diría Eduardo Galeano si escribiera hoy Las venas abiertas de América Latina? Esta pregunta me surgió cuando recorría la ciudad de Itaituba, a orillas del río Tapajós, en la Amazonia brasileña. La izquierda aún gobernaba en Brasilia y yo había emprendido aquel largo viaje desde Río de Janeiro para averiguar hasta qué punto el polémico Programa de Aceleración del Crecimiento, abanderado por la presidenta Dilma Rousseff, sería compatible con la supervivencia del gran pulmón del planeta y de los 13.000 pobladores de la etnia munduruku, cuyas tierras milenarias serían inundadas con la construcción de una gigantesca central hidroeléctrica en São Luiz do Tapajós. La central iba a suministrar electricidad a las nuevas metrópolis del Amazonas, a las minas y a las plantas de soja que se instalarían en la región.

Lo último que esperaba, después de una larga travesía de trece horas en un cachazudo barco desde Santarém, la capital selvática a siete horas de avión de Río, era oír el rugido de unas motos de agua, equipadas con potentes motores de 2.600 c. c. Pero allí estaban, zigzagueando sobre una larga estela blanca a lo ancho del enorme río. El silencio milenario solamente perturbado por los zumbidos y el bordoneo de la selva profunda de pronto se había roto. Acaso Itaituba sintiera ahora la necesidad del ruido mecánico y la velocidad. «Las jet ski están de moda aquí, verás al menos quince o veinte este fin de semana. La mía alcanza los 170 km por hora», me dijo Bruno, un muchacho de dieciocho años, tras sacar su moto del agua y subirla al remolque de un todoterreno. Mientras hablábamos, había atracado un barco venido de Santarém, cien kilómetros río abajo, del que descargaban cinco quads, ideales para correr carreras por los caminos recién abiertos a través de la selva.

Bruno había comprado su moto de agua (unos 20.000 reales, aproximadamente 7.000 euros) con dinero de la construcción. Trabajaba en el asfaltado de la carretera transamazónica que provocaría una nueva fase de deforestación. Pero también había otras fuentes de dinero rápido en Itaituba —ciudad de 100.000 habitantes en plena explosión demográfica—, que era el centro de todas las actividades extractivas del oeste del estado amazónico de Pará: oro, diamantes, madera… Y por supuesto, la soja, que se descargaba en la terminal de la multinacional Bunge. Incluso se esperaba otro boom demográfico con la construcción de la gran represa hidroeléctrica diez kilómetros río arriba, en territorio munduruku, y las nuevas hidrovías para el transporte de soja, minerales y madera.

¿Ha cambiado mucho Itaituba en los últimos años?, le pregunté a Bruno, hijo de inmigrantes que habían llegado a la selva tres décadas atrás no en busca de riqueza, sino de dos comidas diarias. Miró hacia un lado y me señaló siete u ocho buitres negros —urubúes, los llaman en portugués— posados sobre un montón de basura con las alas extendidas como cortinas funerarias: «¿Usted cree que hay muchos urubúes ahí, verdad? Pues antes había muchos más».

De algún modo aquella escena parecía resumir las contradicciones de la gran apuesta económica de los Gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana. Hacía falta acelerar el crecimiento del PIB para eliminar la pobreza y la extrema desigualdad. Esos eran los dos lastres que la región arrastraba desde hacía quinientos años, primero con la esclavización indígena en las minas de oro y plata, y luego con los que llegaron encadenados de África para recoger los primeros cultivos (azúcar, banana, café, etcétera) destinados al nuevo mercado global.

Conservar el apoyo de esa masa de trabajadores latinoamericanos en ascenso social, como Bruno, requería de constantes mejoras en el bienestar material de la población. Y la forma más rápida de lograrlo, sin provocar una crisis de deuda externa, fue a través de las exportaciones de materias primas que generaran divisas. En tiempos de recursos menguantes y con el auge de China como superpotencia, las materias primas se cotizaban al alza y la tentación de activar la máquina de la extracción se hizo irresistible.

Pero ¿cómo conseguirlo sin cometer las mismas atrocidades que en las épocas clásicas del expolio en América Latina, que Galeano había denunciado tan gráficamente en su libro? Es más, si Bruno era un integrante de esa nueva clase media «aspiracional» —es decir, con aspiración a un mayor consumo—, ¿cómo evitar que acabara oponiéndose a los principios de igualdad y protección del medio ambiente que la izquierda abanderaba? Pronto se comprobaría, con la derrota del Partido de los Trabajadores en Brasil y el ascenso de una extrema derecha salvaje, que la nueva clase media había destruido a su creador. Algo que también le pasaría a Evo Morales en Bolivia un año después1.

Este libro reúne un conjunto de crónicas sobre las circunstancias, tanto históricas como actuales, en las que se extraen ciertas materias primas en América Latina: de la soja al niobio, de la carne al oro, de la quinoa a la plata, del petróleo al aguacate. Nos sirven para reflexionar sobre este dilema y para analizar los dramáticos eventos —historias de golpes de Estado y levantamientos populares desde Bolivia a Chile y Colombia— que han sacudido la región en los últimos años. Cada capítulo corresponde a un viaje hasta un lugar emblemático relacionado con una materia prima. Recorro algunos de los itinerarios de Galeano, lugares como Potosí, Minas Gerais o Zacatecas, que proporcionan otro tipo de materia prima, en este caso periodística, para reflexionar sobre su atrevida tesis —sustentada en las teorías de la dependencia de Immanuel Wallerstein, Fernando Henrique Cardoso y André Gunder Frank—: «Los latinoamericanos somos pobres porque es rico el suelo que pisamos».

Galeano escribió Las venas abiertas de América Latina cuando apenas tenía veintiocho años, pero el libro se convirtió en la biblia de una generación de izquierdas que alcanzó el poder en América Latina a principios del nuevo siglo, desde Lula da Silva y Evo Morales a Rafael Correa o Hugo Chávez (sabido es que este último le obsequió un ejemplar a un escéptico Barack Obama). Pero de los dos principales mensajes del libro —que había que romper los lazos de dependencia con los países excoloniales y con sus multinacionales y, a la vez, industrializar la economía para no basar el crecimiento en la exportación de materias primas— solo el primero se tuvo en cuenta.

La dependencia de la exportación de commodities se mantuvo en muchos países, y cuando el superciclo de altos precios internacionales de minerales, de petróleo y de alimentos básicos acabó abruptamente, este error le pasó una enorme factura a una izquierda convencida de haber encontrado la fórmula mágica para redistribuir la renta y, al mismo tiempo, seguir gobernando. Con un efecto retrasado de cinco o seis años la gran crisis global de 2008 alcanzó América Latina. Los precios de las materias primas se desplomaron y la región entró en recesión. Los progresistas cayeron sucesivamente del poder, a veces con la ayuda de un golpe de Estado, en Ecuador, en Brasil, en Chile, en Argentina y finalmente también en Bolivia. En Venezuela, una grave crisis socioeconómica debilitó el chavismo hasta un punto inimaginable diez años antes, mientras que su ultradependencia del petróleo elevaba la vulnerabilidad venezolana a los golpes de Estado diseñados en Washington. Los logros espectaculares de las políticas antipobreza de la izquierda latinoamericana ya parecían, desde la perspectiva de la crisis, quimeras de una insostenible burbuja de las materias primas.

Resulta paradójico, pero Galeano también puso su grano de arena en la crisis de ideas de la izquierda, en la Bienal del Libro de Brasilia en 2014, al desdeñar su propio libro calificándolo de simplista. Era la obra de un joven creído, contagiado por el dogmatismo de la vieja izquierda, que no entendía de ciencias económicas. «No sería capaz de leerlo de nuevo, caería desmayado», bromeó a los setenta y cuatro años, un año antes de su muerte. El mea culpa de Eduardo Galeano dio carta blanca a los sospechosos habituales de la derecha latinoamericana, que se daban palmaditas en la espalda. Álvaro Vargas Llosa, que había hecho una caricatura de las Venas abiertas en su libro Manual del perfecto idiota latinoamericano, celebró la derrota intelectual de la izquierda. Michael Reid, corresponsal del conservador semanario británico The Economist, anunció la resaca definitiva de la llamada marea rojiza de la izquierda (pink tide) y calificó el libro de Galeano como la obra «de un propagandista, una mezcla potente de verdades selectivas, exageración, falacia, caricatura y teorías de conspiración». Una descripción, a mi modo de ver, más ajustada al libro de Reid que al ensayo del uruguayo2. Por el contrario, la sensación que tuve en mis viajes por América Latina fue que el joven Galeano se había quedado corto en sus denuncias de la destrucción provocada por las fuerzas del capitalismo global en alianza con las élites y oligarquías locales. El saqueo no solo ha ocurrido en el ámbito económico de la extracción de materias primas, sino también en la extracción del alma de los pueblos, cuya cultura —esa filosofía quechua del sumak kawsay o del buen vivir— es aniquilada en un proceso imparable de mercantilización. De sus vidas y de las nuestras.

Tal vez las últimas venas abiertas son más sutiles. La conversión del ceviche peruano en un símbolo de estatus gastronómico internacional —citado por la directora gerente del FMI como «una inspiración para nuestros programas de mejora económica en América Latina»—, mientras una gigantesca isla de plástico flota en el Pacífico. El nuevo turismo de experiencias exóticas, plasmado en los trenes de los Andes, vendidos por el Estado peruano a una filial de la multinacional de lujo temático LVMH (Louis Vuitton-Moët Hennessy) y convertidos en miradores de cristal, permite contemplar la pobreza sin necesidad de acercarse a ella.

La diferencia es que ahora muchos Gobiernos de la izquierda —sin menospreciar en absoluto las grandes conquistas sociales logradas— han participado en el mismo saqueo material y espiritual. «Lo que se ha hecho aquí es una mierda. Ahora tenemos soja, soja y más soja», me dijo enfadado el padre franciscano de Santarém Edilberto Sena, partidario de la teología de la liberación y uno de los fundadores del Partido de los Trabajadores en la Amazonia tres décadas antes. No solo era un lamento por los miles de campesinos forzados a desplazarse a la ciudad, sino también por la desaparición de una cultura popular, rica y compleja, basada en una apabullante biodiversidad.

En muchos países presencié los crispados debates de la izquierda latinoamericana entre quienes criticaban a los Gobiernos progresistas por el neoextractivismo y los que arremetían contra los antiextractivistas por vivir en un mundo de fantasías alejado de la realidad y de la urgencia de elevar el crecimiento del PIB para combatir la pobreza y fomentar el desarrollo. «Usamos el petróleo y la minería para lograr un desarrollo que evitara el camino chino de la precarización laboral y los salarios indignos», me explicó Fausto Herrera, el exministro de Finanzas ecuatoriano de Rafael Correa, cuyo proyecto de dejar bajo tierra el petróleo del territorio amazónico de Yasuni había sido un modelo para el movimiento medioambientalista hasta que Correa dio marcha atrás. Sus críticos, en especial otro exministro, Alberto Acosta, defendían abandonar el extractivismo y buscar nuevos indicadores del bienestar3. Pasaba lo mismo en Bolivia, donde parte de la izquierda medioambientalista incluso apoyó el golpe de Estado contra Evo Morales por la conversión de este al extractivismo. A partir de mis viajes para escribir estas crónicas he llegado a una conclusión que seguramente dejará insatisfechos a unos y a otros: hay que encontrar algún término medio entre estas dos escuelas de pensamiento.

Lo cierto es que son cuestiones universales o planetarias, pero se ven con mayor nitidez en América Latina, una región en la que «los ordenadores coexisten con las formas más arcaicas de la cultura campesina y […] con todos los modos de producción de la historia», como dice el filósofo Fredric Jameson en un artículo sobre Cien años de soledad4. La pervivencia en América Latina de estos mundos de antaño, de sus habitantes aún protegidos en mente y cuerpo de aquello que al resto nos destruye, convierte la región en un actor clave en la épica lucha por la defensa del planeta.

La lección se está aprendiendo en Colombia con el proyecto humanista del exguerrillero Gustavo Petro, que, sin abandonar un plan de desarrollo nacional, rechazó el extractivismo agresivo y asumió el reto del cambio climático como el centro de su programa electoral en las elecciones presidenciales de 2018. Estas ideas vertebraron las movilizaciones contra el Gobierno conservador de Iván Duque, que llenaron las calles de Bogotá, Medellín y Barranquilla en otoño de 2019. Asimismo, en las protestas que hicieron tambalear a los Gobiernos conservadores en Chile y Ecuador por las mismas fechas, participaban corrientes de un nuevo movimiento que vislumbra para América Latina otro camino de desarrollo.

Los especialistas de los laboratorios de ideas y de los medios de comunicación globales, desde el mismo Reid a Alba Guillermoprieto, pasando por Monica de Bolle, la economista brasileña afincada en Washington, hicieron una lectura pesimista de las protestas. «Lejos de la esperanza, el descontento en América Latina en las últimas semanas ha sido impulsado por lo que podríamos llamar un síndrome posburbuja de las materias primas», escribió De Bolle en un interesante ensayo para el Instituto Peterson5. Pero Washington nunca es un buen sitio para sentirse optimista sobre el futuro de América Latina. El altiplano andino sí lo es, a veces. Cuando recorrí el centro barroco de Quito en octubre de 2019, rodeado de campesinos quechuas visiblemente animados por el éxito de su rebelión contra el Gobierno de Lenin Moreno, era fácil imaginar una lectura más positiva de la primavera del descontento en Sudamérica. Esta vez la agenda de transformación social forjada en las enormes movilizaciones populares tendría que basarse en algo más sólido que el precio del petróleo, del cobre o de la soja en la Bolsa de materias primas de Chicago.

Aunque el motivo inmediato de las protestas en Ecuador había sido una subida del precio de la gasolina, tras la eliminación de los subsidios incluida en un draconiano ajuste diseñado por el FMI, la presencia de los campesinos indígenas —muchos de ellos mujeres— al frente de la batalla hacía pensar que la defensa de la pacha mama (madre tierra) sería un elemento clave en la próxima fase de la lucha. Prueba de ello era la inclusión del principio de sumak kawsay en el plan alternativo al ajuste del FMI presentado por los grupos indígenas después de las protestas. Asimismo, la bandera multicolor de los mapuches chilenos —indígenas amenazados por la extracción maderera y por la minería— se convirtió en el emblema de las protestas masivas en Santiago contra el modelo neoliberal latinoamericano más elogiado en los mercados y en los laboratorios de ideas de Washington. Tal vez las revueltas constituirían un primer paso para el reencuentro de la izquierda latinoamericana con el movimiento global contra el cambio climático.

Tras releer Las venas abiertas durante mis largos viajes en avión, autobús y barco, más que aburrido por la prosa pesada de la vieja izquierda pedante, me sentí inspirado por el deseo del joven Galeano de «escribir de economía política con el estilo de una novela de amor o de piratas». En estas breves historias he intentado seguir ese ejemplo sin contar, por supuesto, con la pluma prodigiosa del uruguayo. En cada capítulo reflexiono sobre la utilización final de estas materias primas en un mundo de consumo ostentoso, extrema desigualdad y recursos menguantes. Los diamantes, extraídos por los garimpeiros brasileños en un infierno de barro y violencia y pulidos en Surat (la India), se compran en las tiendas de Swarovski en Dubái. Los prototipos de misiles nucleares hipersónicos que se fabrican en California o Shenzhen contienen el metal de niobio extraído del territorio indígena del Amazonas, que ahora se convierte en la diana de las compañías mineras aliadas con la nueva ultraderecha brasileña de Jair Bolsonaro. La soja del Cerrado brasileño deforestado alimenta a los pollos de las granjas intensivas europeas que producen los ubicuos McNuggets de McDonald’s. O los tristes bueyes que pastan en los latifundios de la Amazonia, tras el paso de la motosierra y del fuego, abastecen de carne a Burger King. La patata, un alimento que dio sustento a las grandes civilizaciones precolombinas en el altiplano andino, se ha convertido en el adictivo potato chip de Frito Lay, que contribuye a una epidemia de obesidad en América Latina. La moda global del guacamole impone en la región mexicana de Michoacán, cuna del Imperio purépecha, un monocultivo del aguacate, gestionado por el crimen organizado. Y al visitar San Luis de Potosí (México) se descubre como el éxito del pueblo indígena huichol al evitar la reapertura de una mina de plata española del siglo xix, ha quedado eclipsado por una invasión de turistas, muchos de ellos locos por probar las propiedades alucinógenas del peyote, ya sometido a un saqueo a medida de la new age.

Los capítulos dedicados al hierro y al petróleo plantean cómo la sobredependencia de materias primas —además de sus catastróficos efectos medioambientales, ilustrados con el caso del gigante minero Vale— ha sembrado la semilla del desastre en los Gobiernos progresistas de Venezuela y Brasil. También veremos la apuesta del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador por recuperar el nacionalismo petrolífero de Lázaro Cárdenas. Y en Bolivia, una visita al salar de Uyuni, el depósito de litio más grande del mundo, nos permitirá evaluar los intentos del Gobierno indigenista de Evo Morales de industrializar la extracción mediante nuevas fábricas de baterías, además de calibrar el triste papel de Potosí en la rebelión de las clases medias bolivianas contra el Gobierno socialista que culminó con el golpe de Estado de octubre de 2019.

La industrialización fue el plan maestro de los teóricos de la dependencia que estructuró las ideas y la prosa de Galeano. Pero en los Andes bolivianos la realidad se ha mostrado compleja y controvertida. Se plantea otra cuestión existencial en la atmósfera enrarecida del salar de Uyuni. ¿Qué es peor, una mina de litio o diez mil turistas haciéndose selfis a la puesta del sol?

En el caso del oro, a través de un viaje desde Centroamérica hasta Utah, explicaremos por qué la fiebre de extracción, tras la crisis financiera de 2008, coincidió con el auge del pensamiento conservador en Estados Unidos de los excéntricos inversores del metal, conocidos como gold bugs, que defienden el regreso al patrón oro. A su manera perversa, es otro ejemplo de una nueva época de venas abiertas en la que la búsqueda de seguridad en tiempos de inestabilidad financiera dispara el precio del oro y desata, una vez más, la invasión de miles de mineros artesanales en la Amazonia y los Andes.

Un nuevo modelo de desarrollo requerirá un cambio radical de filosofía, más allá de la exportación de materias primas y también de las viejas fórmulas de industrialización que se oxidan en el mundo perdido de Fordlandia, la ciudad industrial que Henry Ford intentó fundar a tres horas en barco de Itaituba, ahora tomada por lianas y monos de la selva. Sin abandonar los avances y las metas sociales de la primera década de los Gobiernos progresistas en América Latina, hay que buscar sistemas de producción a menor escala, un consumo menos destructivo y una redistribución más radical de la renta.

A fin de cuentas, pese a los radicales programas para combatir la pobreza, Lula no hizo nada para modificar el «sistema tributario más regresivo del mundo», como dijo Ciro Gomes, el otro candidato presidencial de la izquierda brasileña. Y Gomes añade, en una frase de gran interés para Bruno, nuestro amigo de Itaituba: «Aquí pagas un impuesto sobre motocicletas, pero no sobre yates, helicópteros o jet skis»6. Asimismo, en lugar de centralizar el poder de manera personalista y de cooptar los movimientos sociales, hace falta ampliar la democracia. Si a la izquierda se le da otra oportunidad —quizás a partir de las espectaculares movilizaciones ciudadanas en Quito, Bogotá y Santiago—, será imprescindible pensar ya en las alternativas.

La inspiración puede venir en parte de esos conocimientos del buen vivir de los pueblos indígenas y de modelos de sociedad compatibles con la protección del medio ambiente y la cultura. Aunque así quizá lo quisiera la ONG Survival, no se trata de una llamada romántica de regreso a un mundo perdido de cazadores y recolectores en un estado rousseauniano de nobleza salvaje. Como se explica en el libro, hace dos milenios la Amazonia albergaba una sociedad de ocho millones de habitantes agrupados en grandes comunidades semiurbanas que construían carreteras y gestionaban la selva de forma sofisticada y sostenible. Practicaban la modificación genética para asegurar su seguridad alimentaria mediante cultivos como la yuca. Incluso gestionaban de forma sostenible los enormes árboles de caucho Castilla elastica, entre otras cosas para fabricar los balones del deporte de pelota, un precursor del fútbol actual muy extendido en las sociedades precolombinas. «Nosotros somos los guardianes de la selva», me dijo sin el menor asomo de soberbia Jairo Saw, uno de los líderes de los mundurukus de Itaituba que han organizado la resistencia contra el proyecto hidroeléctrico, la minería y la extracción de madera en su territorio. Los mundurukus entienden de tecnología. Delimitaron sus tierras con GPS y demostraron con exactitud científica sus derechos territoriales para defender la selva. Cuando conversábamos, Jairo preparaba un viaje a California para hablar con los ingenieros de General Electric con el fin de convencerlos de abandonar el proyecto hidroeléctrico en el río Tapajós. «Si no nos escuchan, no hay futuro para ellos ni para nadie», sentenció. En resumidas cuentas, el reto de ahuyentar a los buitres sin destruir la selva es el dilema existencial de todos.

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1 André Singer, O lulismo em crise, Companhia das Letras, 2018.

2 Michael Reid, Forgotten Continent, Yale U.P., 2017.

3 Alberto Acosta, Sumak kawsay. El buen vivir, Icaria Editorial, 2016.

4 Fredric Jameson, «No magic, no metaphor», London Review of Books, junio de 2017.

5 Monica de Bolle, The spring of Latin America’s discontent, Peterson Institute for International Economics, octubre de 2019.

6 «Brazil reforms: has Jair Bolsonaro missed his moment?», Financial Times, 3/12/19.

PRIMERA PARTE

MINERALES

1

ORO
(COLOMBIA, CENTROAMÉRICA,
ESTADOS UNIDOS)

EL DORADO EN SALT LAKE CITY

El Dorado siempre fue una empresa de avaricia, delirio y destrucción. Y aunque ahora sus protagonistas eran multinacionales mineras con sede en Vancouver, dotadas con eficientes departamentos de responsabilidad social corporativa, o desesperados buscadores de fortuna en Colombia o Brasil, la fiebre del oro del siglo xxi seguía el mismo camino que aquel primer frenesí de extracción y muerte, quinientos años atrás, en tiempos de Cortés y Pizarro. Pero quizás otro factor explicaba el nuevo gold rush que yo había presenciado en los ríos teñidos de sangre y mercurio de la Antioquia colombiana y las grandes minas a cielo abierto en Centroamérica. En los años de crisis, el oro fue un refugio del miedo y el caos que, desde Wall Street, se extendía al mundo entero. Los barequeros y garimpeiros escarbaban en el barro latinoamericano en busca de su potosí o, al menos, de una minúscula pepita para ganarse los frijoles. Pero en los países del norte global el oro se perseguía en una búsqueda neurótica de seguridad financiera y psicológica. «El oro siempre ha justificado los actos más atroces y la resistencia humana más extraordinaria porque aniquila la incertidumbre», dice Peter Bernstein en su libro El poder del oro. El Fondo Monetario Internacional1 reconoce que el precio del oro «se ve respaldado por un temor (posiblemente irracional) al colapso». Más directa, la bloguera financiera Masa Serdarevic sentencia: «Comprar oro es siempre un asunto de miedo».

Tras la crisis global iniciada en el año 2008, el miedo no escaseaba en la economía mundial. Durante el colapso del sistema financiero, el precio de la onza troy de oro (460 gramos), que se había mantenido estable en torno a los quinientos dólares durante las décadas anteriores, alcanzó los mil novecientos dólares en 2011. La destrucción de billones de dólares de valores bursátiles —aunque pronto se recuperarían para restaurar las fortunas de la plutocracia global— elevó el atractivo del metal amarillo. Una expansión monetaria sin precedentes y el desplome de los tipos de interés a cero reforzaron la huida hacia la trinchera dorada.

Pero el miedo escénico no lo explicaba todo. En la sociedad de ostentación globalizada y extrema desigualdad, tan perfectamente personificada por Donald Trump y sus torres en forma de gigantescos lingotes, el oro representaba también el deseo de presumir de estatus social. La demanda crecía en las nuevas clases medias de la India y China. Abundaban los compradores de joyería orfebre en las nuevas boutiques Swarovski junto a barrios marginales. Pero también en las exclusivas tiendas LVMH ladies only de las teocracias del kitsch en Dubái o Doha. El metal más preciado era la vía directa al estatus deseado y un valor seguro.

Y al igual que otros objetos de lujo, el oro se incorporó al decadente mundo del arte contemporáneo, superando al bronce como material predilecto de artistas de marca global como Damien Hirst, cuyo esqueleto de mamut Gone but not forgotten de oro puro se vendió por quince millones de dólares, o Marc Quinn, creador de una escultura en oro de la modelo Kate Moss adquirida por el Museo Británico por dos millones de dólares. Sin olvidar el váter hecho de oro de dieciocho quilates del artista Maurizio Cattelan, que el Guggenheim de Nueva York quiso regalar a Trump para el cuarto de baño de la Casa Blanca en sustitución del Van Gogh que el presidente había exigido al museo neoyorquino.

Al mismo tiempo, el oro se convirtió en el negocio predilecto de las grandes redes internacionales del crimen organizado, que competían —y, a veces, se asociaban— con las multinacionales de la minería, que cotizaban en la Bolsa de Toronto, para alcanzar el liderazgo empresarial de El Dorado 2.0. El oro era un activo financiero fiable y cada vez más líquido, idóneo para blanquear los ingresos ilícitos de las McMafias. Tras extorsionar a millones de mineros artesanales, responsables nada menos que del 20% de la producción global en condiciones próximas a la esclavitud, estas mafias vigilaban la venta del oro a intermediarios instalados en remotas ciudades de los Andes o en la selva tropical. Se llevaban su tajada y lo exportaban a un mundo mucho más civilizado, a Suiza, cuyas cuatro refinerías procesaban el 50% del oro producido a escala global.

En cada eslabón de la cadena del metal más brillante, se lavaban miles de millones de dólares de dinero sucio. Pero los garimpeiros y los barequeros, o incluso los paramilitares y guerrilleros que sembraban el miedo en las minas, constituían solo el síntoma. La enfermedad era la desigualdad extrema, la plaga del capitalismo depredador del siglo xxi, del cual el negocio mundial del oro venía a ser un símbolo, su quintaesencia, como el anillo de Wagner. «Yo he visitado la mina La Rinconada, a 5.500 metros de altitud en los Andes peruanos. Allí trabajan sesenta mil mineros artesanales que viven en chabolas de chapa. Mueren antes de los cincuenta porque en las zonas más bajas el aire solo tiene un 50% de oxígeno. No hay policía, pero sí cuatro mil prostitutas, casi todas esclavas», me explicó el abogado suizo Mark Pieth, autor del libro Gold laundering, the dirty secrets of the gold trade, cuando regresaba a Basilea de un viaje al infierno andino. «Es terrorífico, debería prohibirse. Pero cien millones de familias a escala mundial dependen de esto».

Si el terror financiero y el consumo ostentoso de las nuevas élites revalorizaban el oro, el auge de las nuevas ideologías apocalípticas lo convertían en culto. El anhelado regreso del patrón oro —un delirio de los excéntricos gold bugs (bichos dorados) y también, por algún comentario, del propio Trump— ganaba adeptos en las comunidades conservadoras de Estados Unidos y Alemania, en aquellos años de imparable expansión monetaria que definiría la segunda década del nuevo siglo. Aunque la inflación que estos fetichistas de los metales preciosos vaticinaban, como predicadores ante el día del juicio final, jamás llegaría. Tampoco la tímida normalización de la política monetaria, a partir de 2017, pudo frenar la demanda del metal amarillo. Los precios ya no alcanzaban los récords de 2011, pero, al oscilar en torno a los 1.400 dólares la onza, bastaban para alimentar la desesperada fiebre en las cordilleras y los ríos latinoamericanos, fuentes de suministro del 60% del oro vendido en Estados Unidos. La demanda de oro, al igual que de otros metales, se veía impulsada también por el crecimiento explosivo de la industria electrónica. Cada uno de los mil millones de teléfonos móviles fabricados cada año en la segunda década del siglo xxi contenía oro por valor de unos 50 céntimos de euro.

Pese a ser el menos útil de todos los metales, el oro siempre ha engendrado delirios. Químicamente inerte, el elemento Au (del latín aurum, con número atómico 79) jamás se oxida. «Posee la longevidad con la que todos soñamos», afirma Bernstein. Quizá piensa en el billonario libertario de Silicon Valley Peter Thiel, que no solo invierte millones en nanotecnología e investigación genética en busca de la inmortalidad, sino que también defiende con la pasión de un rey medieval el patrón oro porque «conectaría el mundo virtual con el mundo real». El nuevo El Dorado resulta irresistible para conservadores libertarios como Thiel porque el oro no depende de ningún Estado.

«El oro puede ser un trozo de metal inútil y brillante, pero al menos los bancos centrales no pueden imprimirlo», resumió Dylan Grice, analista del Credit Suisse. Incluso cuando la Fed dejó de inyectar billones de liquidez en el sistema, los gold bugs prosiguieron en su búsqueda de estabilidad con el metal. Gillian Tett, antropóloga y columnista del Financial Times, achacaba el atractivo del metal a «un eco de la llamada carga de culto, que los antropólogos estudian en las islas del Pacífico: algo que proporciona orden y significado en tiempos de caos y miedo». Resultó terapéutico también para los nostálgicos defensores del Brexit, muchos de ellos gold bugs, que el voto a favor de salir del club europeo provocara, además del colapso de la libra, una subida del 219% de la demanda británica de oro. Eran tiempos de delirios y el oro fue un bálsamo. En las calles de las ciudades ricas y pobres, junto a los predicadores evangélicos que vaticinaban el armagedón, circulaban hombres de gesto humillado con carteles que decían: «We buy gold». El oro estaba perfectamente hecho a la medida del llamado movimiento End Times (fin de los tiempos). Las milicias catastrofistas del survivalism de Idaho y Texas aconsejaban llevar unos lingotes junto con la ametralladora en el kit de supervivencia para el postapocalipsis.

O quizá la fascinación conservadora por el oro tiene que ver con la solidez del metal más denso. Freud achacaba el fetiche del oro a la neurosis y a la fijación anal. Si para los mayas de Mesoamérica, grandes artistas de la orfebrería, el oro era el excremento del adorado dios Sol, de incalculable valor estético y simbólico, pero sin ningún valor comercial o monetario, para los gold bugs de la poscrisis el metal se había convertido en el excremento sólido del buen cristiano conservador, intelectualmente estreñido y en busca de una inversión segura. Aunque Trump rechazaría el regalo del Guggenheim y pediría la cabeza de la osada comisaria Nancy Spector, que se mofaba de un presidente conocido por preferir el oro en la grifería de sus inmuebles de lujo, el inodoro dorado de Maurizio Cattelan se convertiría en el objeto de deseo de muchos lavabos de la nueva derecha.

Por supuesto, la neurosis se traducía en fantásticos beneficios para las grandes multinacionales mineras y sus consejeros, entre ellos el conservador expresidente español José María Aznar, que ya había fichado por la compañía canadiense Barrick Gold, la más grande del mundo, para perforar la resistencia social en América Latina ante el nuevo saqueo de sus venas más abiertas. En los años de la poscrisis, se buscaba oro en «lugares antes considerados no rentables o marginales, y donde vive más gente», explicó el economista argentino Leonardo Stanley. La fiebre se extendía desde Tanzania hasta Mongolia. Pero lo más dramático fue el regreso a El Dorado, a la vieja fiebre del oro americana. Colombia, México, Brasil, Centroamérica —menos desarrollados en minería que Chile o Perú, en el sur— se convirtieron en la nueva frontera minera del continente. En Venezuela, donde el ejército bolivariano ya tenía carta blanca para abrir minas al sur del Orinoco, el presidente Nicolás Maduro invitó a los venezolanos a comprar «el oro de Guayana, el oro del pueblo, para el plan de ahorro nacional», como si se tratara de un acto revolucionario de lealtad chavista. Mientras que en el norte, desde Alaska hasta Nevada, los escenarios del gold rush decimonónico volvieron a convertirse en el sueño ilusorio de los buscadores de fortuna y de los nuevos gold bugs de la era del miedo del siglo xxi.

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Después de una jornada de protestas mineras en Medellín y Caucasia, que terminaron con batallas campales contra la policía y con al menos un muerto, los buscadores de oro volvieron al trabajo en la mina de Orlando, en Amalfi, en un pequeño afluente del gran río Cauco entre las verdes montañas del nordeste de Antioquia. Mientras dos excavadoras descargaban toneladas de barro espeso color cemento sobre una manguera mecánica para que el líquido corriera hacia abajo y depositase los granos de oro, unos doscientos barequeros (mineros artesanales) se pusieron a buscar sus propias pepitas en los montones de residuos. Cavaban con palas en el fango gris dejado por las excavadoras Caterpillar y lo echaban en las bateas. Luego se metían hasta la cintura en el charco opaco como leche turbia para remover en busca de flecos amarillos.

Parecía esa imagen dantesca de los garimpeiros desesperados del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, todo un documento gráfico de los miserables de la tierra. Pero estos barequeros colombianos no se quejaban de su destino, sino que le sonreían y defendían con orgullo la dignidad de su trabajo. Como jugadores de casino, reivindicaban la libertad del azar frente a la monotonía del trabajo del esclavo asalariado en las grandes minas de las multinacionales más arriba, en la sierra. «Aquí somos nosotros quienes decidimos cuándo vamos a trabajar», me explicó Raúl Duque, barequero desde hacía treinta y cinco años, de ojos verdes como las esmeraldas que se extraían al otro lado de la sierra, padre de tres hijos y propietario de una humilde vivienda en el pueblo. «Hay días que se gana, y días que se pierde». Levantó la batea para enseñar un grano dorado que resplandecía contra el acero gris. Los otros mineros se acercaron y les hice una foto con la pepita centelleando al igual que sus sonrisas. Venderían el oro aquella tarde en el pueblo por dieciocho mil pesos, unos nueve dólares.

No era mucho. Solo una tercera parte de lo que muchos ganaban cuando trabajaban recogiendo hojas de coca, antes de las políticas de erradicación del militarizado proyecto estadounidense Plan Colombia, que incrementó el número de barequeros de la región en más de cien mil almas.

En cambio, el exbarequero dueño de la mina de Orlando sacaba más de medio kilo de oro al día, en un momento en que la onza troy se vendía en el mercado internacional a 1.500 dólares. Pero los barequeros agradecían el contrato no escrito por el que el dueño de la pequeña mina les dejaba buscar suerte en los residuos. «Si la mina no trabaja, nosotros tampoco», me dijo uno. En las minas de filón de Segovia, a cien kilómetros al nordeste de Amalfi, los barequeros extraían el oro directamente de la roca.

La minería artesanal de oro en el nordeste de Antioquia tiene una larguísima historia detrás. Cuando llegaron los españoles en 1540, vivían en la región hasta un millón de personas, en una sociedad dotada de un sistema avanzado de agricultura, de una extensa actividad minera —tanto de oro y cobre como de sal— y de estructuras de poder centralizadas. Los habitantes de esa sociedad, conocida como quimbaya, extraían el oro con técnicas bastante parecidas a los barequeros actuales de los ríos de Amalfi y de las rocas de Segovia, aunque no contaban, claro, con una Caterpillar para la primera excavación masiva de barro. Pero la cantidad no era lo más importante para los quimbaya. El oro tenía un valor estético y espiritual, y eso servía, como también ocurriría después, para ostentar los privilegios de la élite sacerdotal.

Unos meses antes de mi viaje, yo había contemplado con asombro, en el Museo de América, en Madrid, una espectacular exposición sobre el arte orfebre de la era Quimbaya, entre 500 y 1000 d. C., hallado en Filandia, un municipio del Cauco Medio, en el interior de una tumba subterránea, a salvo del saqueo español. Había colgantes en forma de caracol, lagartijas, pectorales, narigueras, orejeras, cascabeles, colgantes, collares..., así como recipientes para la coca y la cal en forma de calabaza, usados para potenciar los efectos de la droga. Las miniesculturas de los caciques quimbayas, tanto hombres como mujeres de ojos entrecerrados y cuerpos diminutos, eran una prueba de la técnica asombrosa de su orfebrería. Esculpidas a partir de moldes de cera de abeja, «las piezas de oro no se manufacturaban ni se comerciaba con ellas según las simples exigencias de una moda. El oro estaba íntimamente ligado a la vida religiosa», explicaba Ana María Falchetti, máxima experta del Museo del Oro en Bogotá. Mejor no nos preguntemos por qué los tesoros de los quimbayas se encuentran en el discreto museo en la zona universitaria de la capital española y no en el extraordinario museo de la capital colombiana.

Recorriendo unos ciento cincuenta kilómetros hasta Medellín en un autobús multicolor pintado a mano, los mineros artesanales del siglo xxi —tanto pequeños empresarios como barequeros— se habían sumado a otros miles en las manifestaciones ante la sede del Gobierno. No protestaban contra la economía informal de las minas, sino que la defendían ante la adopción del odiado código minero que regularizaría el sector y eliminaría a mineros artesanales sin título. La policía y el ejército recorrían Amalfi con ametralladoras y se habían empleado a fondo semanas atrás al cerrar cientos de minas ilegales, decomisar excavadoras, gasolina y hasta pepitas de oro. Estaba en juego el futuro de un millón y medio de mineros artesanos, cinco millones de personas si se sumaban las familias. Según el Gobierno, eran medidas necesarias para ordenar el sector, desplazar el crimen organizado y proteger el medio ambiente. Los mineros de Amalfi insistían en que no usaban mercurio para separar el oro del barro, pero en las minas de filón en Segovia el oro se extraía de la roca molida con una mezcla de melaza, limón y mercurio que reaccionaba en contacto con el metal. Las concentraciones de mercurio en el aire —un metal tóxico que no se degrada— eran tan altas en las sierras que, durante una de las pruebas, reventó un aparato de medición Jerome 431.

Sin embargo, para los barequeros había otro motivo de peso por el que las administraciones respectivas del presidente ultraconservador Álvaro Uribe y su sucesor más liberal Juan Manuel Santos se habían puesto tan duras con los mineros artesanales, tras quinientos años de hacer la vista gorda. «El Gobierno quiere que vengan las multinacionales», me explicó Alisandro Guzmán, de cuarenta y cinco años, nativo de Remedios, otro pueblo minero en la cordillera antioqueña, mientras barequeaba en el río de Amalfi. Uribe había apostado fuerte por la minería y el petróleo, tras abrir las sierras andinas a la inversión extranjera. Conforme el proceso de paz liberaba enormes áreas del país antes controladas por la guerrilla, las grandes mineras canadienses y sudafricanas veían excelentes oportunidades en la paz. Antes de abandonar la presidencia, Uribe ya había aprobado más de mil nuevas concesiones y Santos, aunque más consciente de las venas abiertas, no cambió de rumbo. A la cabeza de las multinacionales estaban las canadienses, cuya complicidad con gobiernos corruptos en América Latina y hasta con grupos violentos de paramilitares y narcotraficantes desmentía la fama de Canadá de ser el país más social y medioambientalmente responsable de las Américas.

La Bolsa de Toronto ya era la principal fuente de capital de las multinacionales mineras, y sus ingenieros, disfrazados de protectores del medio ambiente, recorrían la región en busca de metales. Greystar, en un cambio de marca ecológicamente correcto, después de abrir varias minas en Colombia, pasó a llamarse Eco Oro. «El mercurio está causando estragos en la salud, de modo que se tiene que regularizar la situación de los mineros artesanales en Colombia», me dijo con sinceridad Jean Martineau, el consejero delegado de Dynacorp, una empresa minera con sede en Montreal que buscaba oportunidades en Colombia. Jean era un quebequés sensible a la cultura que había colgado en su oficina un cuadro de campesinos pintado al estilo de Diego Rivera. Pero resultaba difícil creer que su principal objetivo en América Latina fuera proteger la naturaleza o la cultura indígena. Otro comentario delataba quizás el verdadero atractivo de la región para los buscadores canadienses de El Dorado 2.0: «En Canadá tenemos que buscar por debajo de cien metros de tierra. ¡Vas a la cordillera de los Andes y la minería está allá, a la vista!», exclamó emocionado. Pronto podría comprobar el motivo de su entusiasmo al contemplar las enormes minas a cielo abierto excavadas por los canadienses en las sierras centroamericanas.

No era solo una cuestión medioambiental. Con el beneplácito del Gobierno de Uribe, otra compañía canadiense, Gran Colombia Gold, con sede en Toronto, había adquirido la cooperativa minera Frontino, en Segovia, antes propiedad de los trabajadores. Tras despedir a quinientos de ellos y ver como los paramilitares asesinaban a algunos de los que protestaban, la empresa se puso a comprar oro a los mineros artesanales que trabajaban en sus concesiones a precios mucho más bajos que los de mercado. Para los barequeros, atados a la empresa extranjera al puro estilo de una crónica de Galeano, se trataba de aceptar el precio que ofrecía la minera canadiense o ser detenidos por trabajar ilegalmente.

Dos miembros del consejo de Gran Colombia Gold eran exministros del Gobierno de Uribe. Cuando la empresa canadiense forzó el cierre de una serie de minas ilegales para hacerse con su producción, se organizó una huelga general en toda la región, la primera movilización masiva de un nuevo movimiento de protesta que transformaría el escenario político colombiano.

Anglo Ashanti, la compañía gigante sudafricana que se había hecho con concesiones enormes al norte de Cali para excavar La Colosa, la mina de oro a cielo abierto más grande de Sudamérica, se topó también con una fuerte resistencia popular. En una votación celebrada en el pueblo de Cajamarca, cuyo suministro de agua se veía directamente amenazado por la concesión minera, más del 80% de los residentes votaron contra la mina. Ashanti suspendió el proyecto. Fue una gran victoria para la campaña contra las minas gigantes. Las protestas fueron creciendo y cientos de pueblos siguieron el ejemplo de Cajamarca en un estallido de democracia directa. El Tribunal Constitucional colombiano decretó que Gran Colombia Gold debía también someterse a un referéndum. El nuevo movimiento contra el saqueo auparía al exguerrillero Gustavo Petro en el liderazgo de una nueva izquierda antiextractivista en Colombia que logró movilizar una gran coalición, desde los campesinos del Cauco a los jóvenes profesionales de Bogotá, en lo que sería el primer reto de la historia al poder de la oligarquía colombiana. La izquierda ya no se llamaba izquierda, sino «el movimiento de la vida» contra «la muerte» de la oligarquía del petróleo, la minería multinacional y el cambio climático, insistía Petro. Esas eran algunas de las ideas que impulsaron las grandes movilizaciones que llenaron las calles de Bogotá en el otoño de 2019.

Otros intereses aún más oscuros que los de las mineras canadienses amenazaban a los barequeros artesanales en Antioquia. Al compartir un tinto (café) en una cafetería del centro de Amalfi con un grupo de propietarios de pequeñas minas, algunos con título y otros sin él, me explicaron cómo funcionaba el sistema de la vacuna, el impuesto en absoluto revolucionario exigido desde hacía años por los paramilitares y algunos grupúsculos de la guerrilla más intransigente. «Me han matado a dos hermanos y han secuestrado a otro», dijo Octavio, un exbarequero que había acumulado suficiente capital para abrir tres pequeñas minas. «Me quemaron seis máquinas y mataron a tiros a tres de mis trabajadores por no pagar la vacuna», me explicó, bajando la voz y mirando de reojo.

Otros pequeños empresarios mineros sí que pagaron el impuesto. «Yo pagaba cuatro millones por máquina», dijo uno. Los narcos y los paramilitares, según ironizó el editor Alfredo Molino Bravo, sabían que las bateas servían ya «no solo para lavar oro, sino también para lavar dólares». Según el propio presidente Santos, el negocio del oro había eclipsado al narcotráfico como principal impulsor de violencia y blanqueo de dinero en Colombia. A fin de cuentas, ¿qué mejor para blanquear las fortunas de los líderes del crimen organizado que unos lingotes de oro? Pese al proceso de paz y la entrega de armas de las FARC, los paramilitares y algunos integrantes de la guerrilla aún merodeaban por las montañas de Antioquia, epicentro de la violencia atroz que había desplazado a 47.000 campesinos de sus tierras.