ÍNDICE

UNA NOTA SOBRE ESTE LIBRO

La idea de poner por escrito algunas de mis conversaciones con José Jiménez Lozano, y hacerlo con alguna sistematicidad, se formó en varios encuentros con el autor. El del día 24 de junio de 2010 fue el que acabó convenciéndome de la necesidad de hacerlo. Ese día el escritor vino a Madrid a presentar su novela Un pintor de Alejandría, publicada con motivo de su ochenta cumpleaños. Comimos juntos en el restaurante Edelweiss, a las espaldas del Congreso de los Diputados y detrás de la casa en la que vivió su muy querido «Azorín». A Jiménez Lozano le gusta volver al Edelweiss. Lo frecuentó siendo opositor en Madrid y recordó cómo algunos de los señores que entraban o salían del Casón de la carrera de San Jerónimo les invitaban a él y a sus amigos a café; lo hacían porque «sabían que escribíamos y éramos algo poetas». Fue después del codillo cuando don José me dijo: «Están muy bien esas cosas que dice sobre la belleza en mi libro, ¿cree que son así?». Al principio casi me ofendí, parecía poner en cuestión mi tarea. Como crítica literaria, lo que hago es señalar la belleza de una experiencia bien contada cuando la veo transparentarse en una historia, y en Un pintor de Alejandría esto sucede como en pocas obras. A modo de protesta, le balbuceé que en sus obras yo podía reconocer una intensidad y verdad mayores que en algunas de «Azorín». Pero tras mi primera reacción me di cuenta de que su pregunta iba más allá. Me hacía partícipe de su honradez como escritor, de su estima por los lectores, a los que se les debe procurar la belleza o hacer sentir su ausencia, todo lo demás son mercaderías. «Por eso —se lo dije también— cuando leo a Cervantes me lleno de contento, y otro tanto me pasa con sus historias». Creo que, como el Cervantes del prólogo del Persiles, que aborrece de los regocijos, de las glorias mundanas y de las baratijas, y prefiere andar el camino en compañía amistosa esperando recuperar esa amistad en la otra vida, Jiménez Lozano se preocupa de que su obra sea verdadera, y así acompañe a los lectores para siempre.

La segunda razón que me llevó a proponerle al escritor este libro fueron las muy jugosas charlas que habíamos mantenido en Alcazarén, en Madrid, en Valladolid e incluso a través de la red, a la que él llama el «veredero». A través de ellas me di cuenta de la riqueza de un escritor que a fuerza de cortar y recortar, de amar la precisión y la parquedad, de aborrecer lo superfluo y los adornos, obliga a reconocer la esencialidad, al mismo tiempo que densidad, de sus palabras. Quería poner de manifiesto esa fuerza escondida y poderosa que Jiménez Lozano muestra siempre de perfil y casi sin que se note la mano de un escritor recio y tierno al mismo tiempo.

Desde que lo conocí han ido cayendo muchos de los parapetos y etiquetas que se han levantado delante del escritor y que lo han hecho y hacen infranqueable para muchos. Primero el de un deliberado silenciamiento: no sólo para los lectores comunes, sino para el mundo de la crítica. No son pocas las obras de referencia dedicadas a la literatura española contemporánea donde no aparece ni su nombre. Cosa sorprendente cuando su presencia literaria comienza en 1971 y hoy sigue publicando con mayor maestría y vitalidad que en aquellos años. Como ha dicho ya alguno de sus críticos, la buscada marginalidad a la que se le ha condenado responde a razones extraliterarias. Aunque su grandeza literaria no se puede oscurecer —ha recibido los premios literarios más importantes de nuestra lengua—, sus obras se ofrecen a secretas y calladas lecturas.

Otro de los parapetos que es necesario remover es el de la idea, gastada y cansina, de que se trata de un escritor «castellano», donde el apelativo se traduce casi inmediatamente por la dedicación a esos pueblos y esos hombres que ya a nadie interesan. Los dramas de Jiménez Lozano reflejan las nuevas piedades de Antígona, las tristes injusticias contra Spinoza, las profecías de Dostoievski o las ferocidades de los predicadores de Flannery O’Connor, por poner varios ejemplos, tanto como la negrura de un pensamiento de una mujer de Castilla o de un amor imposible entre un cristiano y una judía, o del drama de un emigrante de la Europa del Este en la España actual, por no hablar de la voz singular de un jubilado rememorando la Guerra Civil española en La salamandra. Y no los cito porque sean trasuntos de sus historias, sino porque con estos personajes y escritores ha pasado el autor muchas horas de conversación, cosa que se nota. También nos ha hecho descubrir y amar otros mundos: los perfumes de Mesopotamia, los dramas de Jutlandia, las blancas estepas rusas, las frías casas de la Inquisición, el fulgor de una plaza de Alejandría, la vecindad de la Palestina del siglo primero o la irreductible Port-Royal en Francia. Por no hablar de su personal manera de volver sobre la historia —memoria passionis— como si fuese un asunto de antes de ayer, cuyo conocimiento nos hace más hombres.

Ahora bien, no ha cesado ahí el oscurecimiento del escritor. También se le ha etiquetado de «católico» como marca para alejar a muchos de su obra, sólo porque ha osado decir que la belleza que no atiende al Misterio deja de serlo, o porque desde su fe ha criticado aquella que se reduce a defensa de la casta. Él, irónicamente, no ha dejado de repetir la frase de Mauriac: «No hay escritores católicos. ¡Si lo sabré yo, que soy uno de ellos!».

Para otros es jansenista, etiqueta que se acuñó durante la dictadura. Fue entonces cuando se le denominó «miembro único» de este supuesto partido. Así se le podía alejar de otros lectores, mientras pesaba sobre él el estigma de lo heterodoxo o de lo raro, suficientes motivos para abstenerse de leer sus obras.

Jiménez Lozano es sin lugar a dudas un outsider, una figura que tiene no pocos y espléndidos precedentes en la historia literaria. Su soledad le ha llevado al encuentro de estos poderosos mundos imaginarios. Sin prestar demasiada atención a los chismes de corte, permanece a la escucha, sigue atento a esas historias de hombre que, ésas sí, son su compañía. Pero sería incompleto decir que es un autor fuera del coro, porque esa soledad le ha permitido ir tejiendo su singular obra literaria que lo hace diferente en el panorama de la literatura española contemporánea. Es una figura única de nuestra literatura más reciente. No se parece a nada de lo que se ha escrito en las últimas décadas y se resiste a otras etiquetas que maneja la crítica. ¿Es realista, es simbólico, es acrónico, es fabulador, es bíblico...? De todas escapa y todos estos términos deberían ser matizados y explicados, revisitados a la luz de cada una de sus obras. Su voz única o, por mejor decir, la multiplicidad de sus voces, sorprende en cada publicación: las intensas paradojas de sus cuentos, la fuerza apabullante de sus historias, el carácter fabulístico de sus mundos no parece que en su variedad sean frutos de la misma mano. Y es singular porque el castellano que descubre del gran legado de la tradición de nuestra lengua crea un cosmos nuevo. Es como si las palabras del siglo XVI hubiesen viajado por tantas latitudes y entrado en tantos corazones que, de repente, llegan a los pliegues del misterio de la condición humana. Siempre a través de historias de hombre.

Historias que, como se verá en estas conversaciones, se le han presentado como «otras» pero nunca huérfanas; el escritor se ha implicado con ellas y ha sufrido con sus heridas y dolores: con los totalitarismos del siglo XX, la Inquisición, la crisis religiosa europea del XIX, la pérdida de una cultura de siglos, el culto a lo feo, etc. Cosa que también se nota. Al mismo tiempo, a través de sus figuras ha mirado y remirado tanto los colores del mundo, que nos los devuelve, en su variedad y riqueza de matices, como desde la primera vez que fueron vistos. De este modo nos hace añorar la visión del principio del mundo. Para Jiménez Lozano hay una cosa clara, su tarea es sólo una: contar historias que muestren las llagas y los colores del mundo. Por estas y otras razones merece la pena entrar en los mundos levantados por Jiménez Lozano. Estas páginas son un intento de hacerlo de su mano.

Guadalupe Arbona Abascal
Madrid, 16 de julio de 2011

1. BELLEZA Y NARRACIÓN

¿ Cómo definiría usted el cuento?
Digamos que como un retazo de vida humana con el que me encuentro, y en el que me siento involucrado. Lo que he visto que ocurre y lo que oigo me acontece a mí también. Si lo cuento como debe ser, a quien lo lea debe ocurrirle lo mismo.

Lleva años escribiéndolos y dice usted en alguna parte que un cuento urge contarlo porque, si no, se va. O sea, escribe los cuentos para que no se pierdan...
No sé, Dostoievski habla muy dramáticamente de las cosas que queremos escribir, pero que luego se disuelven. En mi caso no se da ese dramatismo, porque pienso que no se pierde gran cosa; pero, efectivamente, me ha ocurrido muchas veces que he tratado de contar lo que tenía dentro, después de un tiempo de ese encuentro con ese retazo de vida, y ya me ha sido imposible o me ha resultado indiferente. Y podríamos decir entonces que hay, en efecto, una cierta urgencia de escribirlo antes de que desaparezca esa sensación de sentirse concernido y de ver con claridad, de haber quedado como herido o fascinado. Si se deja pasar un tiempo, los ojos ya no ven ni los oídos oyen, ni las palabras afluyen del mismo modo. Todo se ha decolorado, o ha desaparecido, y podría escribir la narración, pero como si hiciese una trabajo de redacción, un trabajo especulativo durante el cual se escoge y se categoriza el material.

Y los lectores, ¿no se pierden también los cuentos si no se publican?
Pues pudiera suceder, suponiendo que el cuento que no leerán fuera un buen cuento; pero de esto no puedo estar seguro, y, seguramente por esto, cada vez siento menos urgencia en publicar algo, y lo hago cada vez con mayores dudas, con no escasa desgana o prevención, y con verdadero temor de que esa escritura sea una banalidad. Porque, además, sucede que no se escogen las historias, y en ellas tampoco se escoge nada.

A mí me parece que en el acto de la creación del cuento, en el proceso de escritura, existe siempre un proceso de selección, se escoge una parte para llegar al todo.
Si lo que usted pregunta apunta a una necesidad inevitable de seleccionar en lo que se ve y oye de una historia o un acontecer, tengo que decirla que esa elección se hace mientras se narra, de manera inconsciente. No se escoge una parte de lo que se ve y se oye, porque tampoco se elige el acontecimiento ni lo que se ve y se oye en él. De lo único que hay que estar pendiente es precisamente de lo que nuestros ojos ven y nuestros oídos oyen, de no subjetivizar nada, y sobre todo de no amplificar. Pero casi siempre, al revisar lo escrito, se ve que hay que circuncidar algo, porque se nota que se ha amplificado o se ha dejado allí de algún modo huella del yo, y hay que borrarla.

Entiendo lo que usted quiere decir: intenta evitar una subjetividad dueña y señora de todo. Ahora bien, creo que existe un yo, con sus exigencias y certezas que son el ser mismo del hombre, que acierta a contar aquello que le constituye como hombre. Ese yo cuenta y entonces se produce un encuentro original entre el yo del escritor y el del lector. Entendida así la presencia del yo es imprescindible para que se realice la «simpatía» entre la obra y el lector.
De acuerdo, está claro. Por mi parte me refiero al odioso yo del que hablan Pascal y la «Gramática General y Razonada» de Port-Royal —y también su «Lógica o el Arte de pensar»—, cuando hablan de los pronombres personales y del yo que puede introducirse en un discurso o narración.
A Pasternak le reprochó un día una amiga suya una descortesía, asegurándole que no parecía ser el mismo que el autor de los versos que previamente la había dado a leer, y Pasternak contestó que no era que pareciese que no era el mismo, sino que en realidad no lo era. Y, entonces, expresó su convicción de que, cuando se lee lo que nosotros mismos hemos escrito y quedamos sorprendidos de leer algo que parece que no lo hemos escrito nosotros y que no seríamos capaces de pensar siquiera, esto es lo que tendríamos que dejar en lo que hemos escrito, y tachar todo lo demás. Creo que es un excelente consejo que hay que agradecer.

Bien, pero vayamos ahora a esa cuestión primera del acontecimiento. ¿Por qué dice que es la naturaleza misma del relato?
No sé si me explico a derechas, diciéndola que, si una historia humana me toca allá dentro o lleva viviendo un tiempo dentro de mí, es porque es un acontecimiento que me ha tocado e involucrado en él, y el cuento nace de ese manantial. Esto es, de que algo ocurre e irrumpe en nuestra vida: en la del escritor y, si consigue ser fiel en su narración a lo que ha visto y oído, también ocurrirá en la vida del lector, al que también acontecerá lo que se cuenta. Lo que pasa es que se desconfía de que uno sea capaz de transmitir lo que ha visto, se tiene miedo, o quizás hasta desgana de meterse en una historia de la que uno mismo no sabe cómo va a salir.

¿Cabría una clasificación de los cuentos según el tipo de acontecimiento?
Los acontecimientos nunca son los mismos ni los podemos vivir todos del mismo modo, pero, puestos a clasificar, quizás sea posible hacerlo, aunque acabaríamos peligrosamente por clasificar acontecimientos como si fuesen temas. Y no sé si esa clasificación puede ayudar a entender del mejor modo un texto. Esto es usted la que puede decirlo, y, en su caso, hacerlo.

He hecho una clasificación de sus cuentos por la relación con las cosas. En su repertorio hay cuentos intrahistóricos, contemporáneos y fábulas bíblicas o fantásticas. ¿Está usted de acuerdo con esta clasificación?
Realmente no tengo ninguna razón para estar de acuerdo o en desacuerdo. El asunto es cosa suya, lo que tiene que hacer: distinguir para conocer y valorar.

Lo que sí que es claro es que los cuentos son breves. ¿Es un rasgo fundamental de este arte?
Esto es lo que pienso, y diría que, en este asunto del cuento más que en ningún otro, rige el principio de «la navaja de Ockham» trasvasado a la literatura, que es el de decir todo con los mínimos medios, como poner un cristal de aire a la ventana desde la que el escritor vio lo que vio y oyó lo que oyó, para que por ella mire también el lector.
Y, luego, se cuenta «de una tacada». A mí por lo menos me ocurre eso, y me parece que decía Katherine Anne Porter que a ella también, pero con la diferencia, por ejemplo, de que ella se cogía la maleta y se iba a un lugar tranquilo a escribir un libro de cuentos.
Yo no experimento esa necesidad; no me muevo de mi estancia ni modifico mi vida diaria, ni me molestan las interrupciones que sean, ni me propongo escribir un libro de cuentos. No me propongo nada. Sólo me pongo a escribir un cuento y sin mirar más allá, a solas con mis dudas de si estoy logrando contar lo que tengo que contar.
Y, en este sentido, podría decir que escribo en el pasillo como Jane Austen, o en el café como varios escritores lo han hecho: Joseph Roth o Bernanos; y no sólo los llamados bohemios. Y, pido excusas, si hace falta, pero me hace sonreír la famosa paralización de la vida en la casa y demás casas de los vecinos de Thomas Mann, para no molestar en su trabajo a «El mago», como se le llamaba. Aunque a lo mejor un mago y un genio sí que necesitan en su entorno ese silencio material. No lo sé.

¿Un cuento —como dice Cortázar— es como una semilla cuando se escribe pero cuyo destino es convertirse en un árbol?
No sé qué decir, porque me parece que un cuento muy corto y recién escrito ya puede ser en sí y de por sí un árbol inmenso, en el que pueden venir a posarse muchos señores pájaros muy importantes, casi la Historia entera.
Sería suficiente recordar cualquier historia bíblica que, al margen de su condición sagrada y sólo como simple historia contada, ha dado lugar interminablemente a otras historias, y éstas a otras, formando algo así como un árbol, en el que hay más pájaros que ramas tiene, y varios pájaros parleros por rama. Y esto durante milenios.
Un cuento muy breve puede herirnos por encima de todo lo demás y más profundamente que cualquier otra cosa que podamos leer o que se nos cuente. Y puede seguir haciendo germinar otros entendimientos de las historias contadas u otras historias. Un cuento puede parecer casi nada, pero, si se logra, ya es un árbol gigantesco que da sombra en el mundo.

Faulkner consideraba que el género más exigente después de la poesía es el cuento.
Por lo pronto el cuento aparece ante el que lo escribe, al igual que un poema, como un fulgor, el tiempo de un deslumbre; y, al narrarlo o al hacer el verso, sólo se puede poner ahí lo esencial; y aun esto de una manera ya descolorida en relación a como lo ha visto quien escribe, como decía Shelley. Y es más claro aún que ese contar no admite ninguna clase de «mobiliario», como llamaba la novelista norteamericana Willa Cather a todo innecesario adorno o ampliación de la realidad, por hermosos o importantes que pudieran parecer e incluso resultar.
En un momento dado, Tolstoi se da cuenta de esto. La novela —y él ha escrito soberanas novelas— puede ser un magnífico edificio, puede ser un fresco extraordinario, y contar con mil razones para sostenerse, además de con lo que ocurre en ella —que por otra parte quedará bastante disuelto en el todo—, pero en el cuento sólo está el acontecimiento, y si ponemos en su narración una palabra más de las justas resulta demasiado mobiliario y el lector se asfixia, no puede vivir ahí dentro, y, desde luego, comprueba su artificiosidad, la manipulación del escritor. Lo primero de un cuento, al igual que de un poema, dice Robert Frost, es existir, esto es, que acontezca. Todo lo demás sobra y estorba.

Escribir cuentos, según Flannery O’Connor, era como enfrentarse a los lobos, ¿en qué sentido?
Pienso que en un sentido similar al de Melville, cuando decía de la narración y la poesía: «Nos hemos enfrentado a ballenas». Realmente, el que escribe para narrar se enfrenta a pasiones violentas pero también a comportamientos tan invisibles y silenciosos como destructores. El que escribe puede rehuir todo eso, hacer como si no lo viera, o, por el contrario, arriesgarse a internarse en el bosque o en el mar sin saber si va a salir, y atreverse a contar luego lo que ha visto y oído, tal cual, sin embellecimiento, ni dramatización retórica.

Usted ha declarado que los personajes y las historias se le presentan y le hablan. ¿El proceso de creación de un cuento es indescriptible e inexplicable?
El proceso consciente de escritura de un cuento es muy claro en mi caso: se me ocurre el cuento y lo escribo. Es decir, se encuentra uno con unos personajes y éstos le cuentan una historia. No decido escribir un cuento, me pongo a escribirlo sin haberlo proyectado, lo que lleva consigo que tampoco me pongo a documentarme, ni a hacer un esquema, de modo que no hay nada que sea indescriptible ni inexplicable. Si el cuento sale, pues lo dejo dormir, para releerlo, y pasado un tiempo trato de comprobar si existe y se tiene en pie. De lo contrario lo tiro a la papelera, y en paz.

¿Eso es lo que usted llama la escritura como oficio?
Sí. Si hablo del oficio de escribir, lo hago de un modo muy lato e informal. Y desde luego yo no podría ser un escritor profesional, y tener algo parecido a una fábrica de producción de escritura. Flannery O’Connor decía que hay que tener muy claro si lo que se quiere es escribir o ser escritor. Por mi parte prefiero lo primero, pero claro está que el que escribe es un escritor, como el que hace cestos un cestero. Pero me gusta llamarme escribidor, me siento más en casa sencillamente, no con un oficio.

Mi amigo, Davide Rondoni, poeta y director del Centro de Poesía de la Universidad de Bolonia, dice que la poesía es un modo de estar en el mundo y relacionarse con él. La poesía nace cuando un hombre enamorado comienza a nombrar e inventar apelativos referidos a la mujer que ama. Así el escritor deja de ser un «extraño» y se convierte en un «escribidor» de esas relaciones que suceden en el mundo. ¿A qué se refiere usted cuando habla de ser un escribidor?
Digo «escribidor» por varias razones, pero sobre todo porque me parece una necesaria rebaja hasta el nivel de un andar por casa del empaque que ha adquirido hoy la palabra «escritor», algo así como el de un título eminente o un oráculo público. O, para decirlo pedantemente, algo ontológico. Pero el escritor es escritor sólo mientras escribe, y eso es lo que quiero enfatizar cuando digo «escribidor», o cuando también he dicho, a veces, «escritor privado», para andar en la realidad y no dar ninguna importancia a lo que se hace. Eliot decía que ya no podemos escribir poesía, porque pensamos que estamos escribiendo poesía, y esto es lo que pasa con la escritura en general. Y yo me digo que un escribidor escribe y trata de hacerlo lo mejor posible, pero nada más. Lo de «escritor» ya es otra cosa más reluciente, un asunto social y mundanal, importante y con otros atributos muy serios de los que no querría saber nada. No sé si se lo dejo claro.

Sí. Pero lo que me interesa es entender mejor la vocación de escritor. Finkielkraut, en su libro Un corazón inteligente, dice que la literatura nos libera de la pacatería y nos revela la riqueza de la realidad.
Lo que entiendo de esa fórmula de Finkielkraut es que la literatura toca lo real en su corazón mismo. Espero que con la palabra «pacatería» no se quiera indicar aquello de Gide de que con buenos sentimientos no se hace buena literatura, lo que es cierto, pero luego ha dado lugar a todas las desvergüenzas y a su magnificación y hasta a la magnificación del crimen, y luego a la politización total. Y esto se ha convertido incluso en medida de la obra literaria. Pero aun así, lo cierto es que, si la literatura no se hace con buenos sentimientos, tampoco con sentimientos depravados o ideologías; y desde luego, si se acierta al escribir, se toca lo real, lo verdadero, y esto es lo que cuenta.

Cuando hace ya dos años escribía yo sobre sus cuentos, encabezaba mi estudio con un texto de González Sainz: «Tengo el convencimiento de que la índole de la belleza que esas narraciones encierran es no sólo la que nos ofrece algo que comprender de sí misma, de su estructura o de su trama o técnica de composición o lenguaje, sino sobre todo (aunque también todo ello) de nuestro destino de hombres mortales en este mundo nuestro. Ése creo que es el ejercicio a que nos convoca el verdadero ofrecimiento de comprensión (la verdadera belleza) que encarna toda la obra de nuestro escritor (...) el ofrecimiento de comprensión de nuestro destino»1. ¿Está usted de acuerdo con González Sainz en que en su concepción de la belleza está implicado el destino?
La belleza no es la mera estética, y no sólo está ligada a la verdad y al bien según la antigua concepción que consideraba lo verdadero, lo hermoso y lo bueno como los transcendentales del ser, sino que en la belleza hay una especie de protección y salvación o amparo del hombre y de lo humano. Siempre me acuerdo de que los verdugos medievales echaban un paño sobre una virgencita gótica, pongamos por caso, si ésta estaba en las cercanías de la cámara de tortura.
Y siempre me he preguntado por sus razones: ¿para que no viese la tortura, como no debía verla un eclesiástico sin que cayera en irregularidad canónica? ¿O porque se tenía la conciencia de que la presencia de hermosura material de la virgencita era incompatible con aquella barbarie, y porque el torturado podía tener un consuelo y un acicate a la resistencia al ser sostenido por esa belleza?
En Éfeso, en el dintel de la puerta de una sala de tortura se leía: «Aquí Dios no existe», aviso sin duda alguna con la misma finalidad que acabo de comentar en el caso de una hermosa imagen, pero la advertencia de este letrero necesitaba de mediaciones filosóficas, teológicas o morales, tanto por parte de los torturadores como de las víctimas; la presencia de la belleza material era una presencia más inmediata y eficaz.
Los especialistas en deshumanización saben muy bien que condenar a un hombre a vivir en la ausencia de cualquier asomo de hermosura le animaliza o le cosifica, le anula como ser humano. Y, por esto, en un hierbajo del patio de una cárcel, el encarcelado levanta una especie de Árbol del Paraíso, un rosal aéreo, para no enloquecer y defenderse de un proceso de aniquilación o degradación personal. Y ésta es la razón de encerrar a los hombres en un mundo sin belleza, que parece el propósito de los señores del mundo ahora mismo: matar en nosotros el instinto mismo de la belleza hasta que ya no se eche de menos, y liquidarnos como seres humanos.
El mundo de nuestro tiempo es un mundo de «una horrible fealdad», decía Walter Gropius hace casi un siglo, y después ha llovido más horrible fealdad aún, y ya hay gentes que no saben lo que es una hermosura, no la echan de menos y no les diría nada si se la encontraran, o la destruirían, porque están avezados a odiarla.

Esta última afirmación es terrible. ¿Es posible rechazar la belleza cuando se presenta?
No sólo es posible, sino que lo podemos comprobar cada día. En una película de Wajda hay un obrero de cierta edad que ya ha pasado por la apisonadora del sistema y señala con orgullo a una periodista un horrible bloque de casas de una barriada, y cuando ella saca a colación a Cracovia, él dice que conservaría el ayuntamiento y todo lo demás lo barrería. Y hablo de Cracovia para no señalar más cerca de nosotros, donde se ha destruido y se sigue destruyendo la belleza porque es una antigualla, o se muestra lo feo y lo estúpido con orgullo.
Estamos ciertamente en el reino del feísmo como una conquista estética, y abriendo la boca ante necedades irritantes, y no quiero ni nombrar el desprecio que se ha hecho a la belleza de la liturgia y las vulgaridades por las que se ha renunciado alegremente a ella. Y también hemos comprobado el odio que se puede sentir a la hermosura, y cómo ese odio se descarga sobre ella.
El gnosticismo moderno es, como el antiguo, el odio hacia el mundo, que está mal hecho y hay que rehacer, y tras unos convenientes lavados de cerebro se puede decir tranquilamente que «El urinario» de Marcel Duchamp es de una misma o mayor hermosura que una virgencita del Duccio. Y cerca de donde vivo el edificio de un precioso balneario de estilo modernista ha sido rodeado de necedades, y bastantes de ellas de un gusto más que dudoso: inodoros y fregaderos colgados de supuestos árboles metálicos. Paseando ahora por ese balneario que a una persona civilizada le recuerda el balneario de La montaña mágica de Mann, y al Dr. Freud o los balnearios españoles mismos que yo he conocido yendo a ellos con mi madre, y donde en las mecedoras y sillas de paja blanca había libros como Ana Karenina o Los demonios o Madame Bovary y hasta el Kempis, se tiene la sensación de que han llegado los bárbaros, los mismos que lo primero que hicieron al entrar en Roma, por cierto, fue destrozar todas las bellezas artísticas antiguas que Salustio tenía en su jardín.
Ya sabe usted que Dostoievski dijo que la belleza salvaría al mundo. No sé si la va a dar tiempo. Pero ciertamente el Papa actual, Benedicto XVI, piensa exactamente que una de las funciones de la Iglesia en el mundo es mantener la belleza, a la vez que la santidad de la inteligencia. Es de los pocos consuelos que quedan en este momento tan oscuro.

Sigamos con la belleza en la escritura. «Azorín» definía el estilo como «la reacción del escritor ante las cosas»2. ¿Cómo definiría usted su estilo, su reacción ante las cosas?