América «El fogonero», o «El desaparecido»

Capítulo Primero
El fogonero

Capítulo II
El tío

Capítulo III
Una quinta en las afueras de Nueva York

Capítulo IV
Camino a Ramsés

Capítulo V
Hotel Occidental

Capítulo VI
El caso Robinsón

Capítulo VII
Un asilo
Del servicio en casa de Brunilda
La mudanza de Brunelda

Último Capítulo
El gran teatro integral de Oklahoma

Capítulo Primero



El fogonero



Cuando Karl Rossmann —muchacho de dieciséis años de edad a quien sus pobres padres enviaban a América porque lo había seducido una sirvienta que luego tuvo de él un hijo— entraba en el puerto de Nueva York a bordo de ese vapor que ya había aminorado su marcha, vio de pronto la estatua de la diosa de la Libertad, que desde hacía rato venía observando, como si ahora estuviese iluminada por un rayo de sol más intenso. Su brazo con la espada se irguió como con un renovado movimiento, y en torno a su figura soplaron los aires libres.

«¡Qué alta!», se dijo, y como ni siquiera se le ocurría retirarse, la creciente multitud de los mozos de cuerda que junto a él desfilaba fue desplazándolo, poco a poco, hasta la borda.

Un joven con el cual había trabado fugaz relación durante la travesía le dijo al pasar:

—Pero, ¿no tiene usted ganas de bajar?

—Claro que sí; ya estoy pronto —dijo Karl, riéndose al mirarlo; y lleno de alegría, alzó su baúl y lo cargó sobre un hombro, pues era un muchacho fuerte. Pero al seguir con la vista a ese desconocido suyo que agitando ligeramente su bastón ya se alejaba con los demás, notó consternado que había olvidado su propio paraguas abajo, en el interior del barco. Sin demora, rogó a su conocido —quien no pareció alegrarse mucho— que aguardara un instante junto a su baúl; recorrió con una mirada el lugar para poder encontrarlo a su regreso, y se alejó presuroso.

Abajo, se sorprendió desagradablemente al ver que el pasillo que hubiera acortado en forma considerable su camino estaba condenado —cosa que probablemente se relacionaba con el desembarco de la totalidad de los pasajeros—, y así tuvo que buscar penosamente, a través de corredores que doblaban sin cesar y de un cuarto vacío donde había un escritorio abandonado, escaleras que se sucedían sin fin unas a otras, hasta que terminó por extraviarse completamente, pues sólo en una o dos oportunidades había tomado por ese camino, y siempre acompañado de otras personas. En su desconcierto, y además porque no topaba con ningún ser humano, y porque sólo oía incesantemente el arrastrarse de los mil pies humanos por encima de su cabeza, y percibía, a lo lejos, como un apagado jadeo, las últimas operaciones de las máquinas ya paradas, se puso a golpear, sin pensarlo, en una puertecilla cualquiera, junto a la cual se había detenido de pronto, interrumpiendo su andar errátil.

—Pero si está abierto —oyóse una voz desde adentro; y Karl, con verdadero alivio, abrió la puerta.

—¿Por qué golpea la puerta como un loco? —preguntó un hombre gigantesco, dirigiéndole a Karl apenas una mirada. Por una claraboya, una luz turbia que llegaba ya muy gastada desde arriba, caía en el mísero camarote, donde muy apretujados, como estibados, había una cama, un ropero, una silla y el hombre.

—Me he extraviado —dijo Karl—; durante el viaje no me di cuenta, pero es el caso que éste es un barco tremendamente grande.

—Sí, en eso tiene usted razón —dijo con cierto orgullo el hombre, sin cesar de manipular con la cerradura de un pequeño baúl, a la que apretaba con ambas manos, una y otra vez, tratando de escuchar el ruido del pestillo al cerrarse.

—¡Pero entre usted de una vez! —siguió diciendo el hombre—, ¡no querrá usted quedarse afuera!

—¿No molesto? —preguntó Karl.

—¡Oh, cómo va a molestar usted!

—¿Es usted alemán? —intentó todavía asegurarse Karl, pues había oído muchas cosas acerca de los peligros que en América amenazan a los recién llegados, sobre todo de parte de los irlandeses.

—Lo soy, sí; lo soy —dijo el hombre.

Karl vacilaba todavía. Pero entonces, de improviso cogió el hombre el picaporte, y cerrando rápidamente la puerta, dejó a Karl en el interior del camarote.

—No soporto que me estén mirando desde el pasillo —dijo el hombre, volviendo a afanarse con su baúl—; todos los que pasan por ahí miran adentro, ¡cualquiera lo soporta!

—Pero el pasillo está completamente desierto —dijo Karl, incómodamente apretado contra un barrote de la cama.

—Sí, ahora —dijo el hombre.

«Es que de ahora se trata —pensó Karl—, con este hombre es difícil entenderse.»

—¿Por qué no se echa usted en la cama?; ahí tendrá más lugar —dijo el hombre.

Karl, como pudo, se arrastró hacia adentro y se echó a reír ruidosamente, después de su primer intento vano de ganar la cama de un salto. Pero apenas estuvo en ella exclamó:

—¡Por Dios, me he olvidado completamente de mi baúl!

—¡Ah!, ¿y dónde está?

—Arriba, en la cubierta, un conocido mío lo cuida; pero... ¿cómo se llamaba? —Y de un bolsillo secreto que su madre le había confeccionado para el viaje en el forro de la chaqueta, extrajo una tarjeta de visita—. Butterbaum, Franz Butterbaum.

—¿Le hace a usted mucha falta ese baúl?

—Claro.

—¿Por qué, entonces, se lo confió usted a una persona extraña?

—Había olvidado abajo mi paraguas y vine corriendo a buscarlo, pero no quise arrastrar conmigo el baúl. Y luego, para colmo, me extravié.

—¿Viene usted solo? ¿Nadie lo acompaña?

—Sí, solo.

«Quién sabe si no debería yo quedarme cerca de este hombre —tal idea cruzó de pronto por la cabeza de Karl—; ¿dónde hallaría yo en estos momentos un amigo mejor?»

—Y ahora, como si fuera poco, perdió usted el baúl; del paraguas, ya ni qué hablar. —Y el hombre se sentó en la silla, como si ahora el asunto de Karl hubiera cobrado cierto interés para él.

—Creo, sin embargo, que el baúl no está perdido todavía.

—Bienaventurados los que creen —dijo el hombre rascándose vigorosamente sus cabellos oscuros, cortos, tupidos—; en un barco, con los puertos cambian también las costumbres. En Hamburgo, su Butterbaum tal vez hubiera vigilado el baúl, pero aquí es muy probable que ya no haya rastros ni de uno ni de otro.

—Si es así, debo ir en seguida a ver qué pasa allá arriba —dijo Karl mirando en derredor para buscar una salida.

—¿Qué es eso? ¡Quédese usted! —dijo el hombre poniéndole una mano en el pecho y empujándolo otra vez a la cama, casi con rudeza.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Karl disgustado.

—Porque la cosa no tiene sentido —dijo el hombre—, dentro de unos momentos me iré yo también, y entonces iremos juntos. O bien el baúl ha sido robado, y ya nada cabe hacer; o bien el hombre lo ha dejado allí, y entonces lo encontraremos mucho más fácilmente, lo mismo que su paraguas, una vez que el barco esté desocupado del todo.

—Verdaderamente, ¿sabe usted orientarse en este barco? —preguntó Karl receloso, y le pareció que había gato encerrado en aquella sugestión, convincente por otra parte, de que la mejor manera de hallar esas cosas sería buscándolas en el barco ya desocupado.

—¡Si soy fogonero del barco! —dijo el hombre.

—¡Es usted fogonero del barco! —exclamó Karl con alegría, como si esto superara todas sus esperanzas; y apoyándose sobre un codo se puso a contemplar más detenidamente a aquel hombre—. Precisamente delante del camarote donde yo dormía con el eslovaco había una escotilla por la cual podía uno contemplar la sala de máquinas.

—Sí, allí trabajaba yo —dijo el fogonero.

—Siempre tuve muchísimo interés por la mecánica —dijo Karl conservando una ilación de pensamiento fija—, y seguramente más adelante habría llegado a ser ingeniero, si no hubiera tenido que embarcarme para América.

—¿Y por qué tuvo que irse usted?

—¡Bah, nada! —dijo Karl arrojando toda esa historia con un ademán. Y miró al mismo tiempo al fogonero sonriéndole como si implorara su indulgencia por no haberle respondido claramente.

—Por alguna causa será —dijo el fogonero, y no se sabía bien si con ello quería él exigir o bien rechazar la explicación de esa causa.

—Ahora yo también podría hacerme fogonero —dijo Karl—; a mis padres ya les es indiferente lo que vaya a ser.

—El puesto mío queda vacante —dijo el fogonero metiéndose las manos en los bolsillos de los pantalones con plena y orgullosa conciencia de lo que acababa de decir; y a fin de estirarlas echó sobre la cama las piernas metidas en unos pantalones abolsados, como si fueran de cuero, de un color gris ferrugiento. Karl debió retroceder más hacia la pared.

—¿Abandona usted el barco?

—Sí, señor; hoy nos largamos.

—¿Y por qué? ¿No le gusta a usted?

—Pues son las circunstancias; el hecho de que a uno le guste o no una cosa no siempre es lo decisivo. Por otra parte, tiene usted razón, tampoco me gusta. Usted seguramente no piensa en serio hacerse fogonero, pero es precisamente así como se llega a serlo con mayor facilidad. Yo, decididamente, no se lo aconsejo. Si deseaba usted estudiar en Europa, ¿por qué no quiere hacerlo aquí? Puesto que, por otra parte, las universidades norteamericanas son incomparablemente mejores que las europeas.

—Es muy posible —dijo Karl—, pero ya no tengo casi dinero para los estudios. Es cierto que he leído de alguno que durante el día trabajaba en un comercio y por la noche estudiaba, hasta que llegó a ser doctor y creo que aun alcalde; pero esto exige, naturalmente, gran perseverancia, ¿no es cierto? Me temo que yo no la tenga. Además no era yo alumno excepcionalmente bueno, y en verdad no me ha costado nada dejar el colegio. Además los colegios de aquí son posiblemente más severos todavía. Apenas conozco el inglés. Y en general hay mucha prevención aquí contra los extranjeros, según creo.

—¿Ya está usted enterado también de eso? Pues no está mal. Es usted mi hombre, entonces. Vea usted, estamos por cierto en un barco alemán: pertenece a la Hamburg-Amerika-Linie. ¿Por qué no somos aquí alemanes todos? ¿Por qué es rumano el jefe de maquinistas? Se llama Schubal. Parece mentira ¿no es cierto? Y ese canalla nos maltrata a nosotros, los alemanes, ¡a bordo de un barco alemán! No crea usted (perdía el aliento y su mano llameaba por el aire), no crea usted que me estoy quejando sólo por quejarme. Sé que usted no tiene ninguna influencia, que usted mismo es un pobre muchachito. ¡Pero esto es demasiado! ¡Demasiado! —Golpeó varias veces con el puño sobre la mesa, sin quitar los ojos de él mientras golpeaba—. He servido ya en muchos barcos —y citó veinte nombres uno tras otro como si fuese una sola palabra; Karl quedó completamente confundido—, y me distinguía y me elogiaban; trabajaba a gusto de mis capitanes, hasta que quedé varios años en un mismo velero mercante —se levantó como si aquello constituyese el punto culminante de su vida—, y aquí, en esta carraca, donde todo marcha como sobre ruedas, donde no se necesita ningún ingenio especial, aquí yo no sirvo para nada, y continuamente estoy molestando a ese Schubal, y soy un haragán, y me merezco que me echen, y me hacen un favor dándome mi sueldo. ¿Lo entiende usted? ¿Entiende usted eso? Pues yo no lo entiendo.

—No debe usted tolerarlo —dijo Karl excitado. Casi había perdido la noción de que pisaba el suelo inseguro de un barco, en la costa de un continente desconocido, tan a gusto y como en su casa se encontraba allí, sobre aquel lecho del fogonero—. ¿Ya vio usted al capitán? ¿Ya trató usted de que le hiciera justicia?

—¡Oh, váyase!, será mejor que se vaya usted. No quiero que esté aquí. Usted no escucha lo que digo y me da consejos. ¿Cómo quiere que vaya a ver al capitán? —Y cansado, el fogonero volvió a sentarse y hundió el rostro entre sus dos manos.

«Mejor consejo no puedo darle», díjose Karl. Y en general le pareció que mejor hubiera hecho en irse a buscar su baúl, en lugar de estar dando allí consejos que, después de todo, sólo se consideraban estúpidos.

Cuando el padre le entregó el baúl para siempre, le preguntó bromeando: «¿Cuánto tiempo lo conservarás?», y ahora, tal vez, ya estaba realmente perdido ese fiel baúl. El único consuelo era, de todos modos, que el padre apenas podría enterarse de su situación actual, aunque tratara de averiguarla. La última noticia que la compañía podría dar era que lo habían llevado hasta Nueva York.

Pero lo que verdaderamente lamentaba Karl era haber usado apenas, hasta entonces, las cosas que contenía el baúl, a pesar de que hacía mucho ya que le hubiera hecho falta mudarse de camisa, por ejemplo. Ahí, pues, había hecho economías fuera de lugar; precisamente ahora, cuando en los comienzos de su carrera tendría necesidad de presentarse pulcramente vestido, no le quedaría más remedio que aparecer con la camisa sucia. Si no fuera por eso, la pérdida del baúl no hubiera sido tan grave, ya que el traje que llevaba puesto era mejor aún que el que tenía en el baúl, el cual era en realidad sólo un traje de repuesto, que la madre había tenido que remendar hasta momentos antes de su partida. Y entonces recordó también que en el baúl había además un trozo de salchichón veronés, que la madre le había empaquetado como regalo extraordinario, y del que él sólo había podido comerse una parte mínima, ya que durante el viaje le faltó el apetito por completo y le bastó sobradamente con aquella sopa que se repartía en el entrepuente. Ahora, en cambio, le hubiera gustado mucho tener a mano el salchichón para obsequiar con él al fogonero. Pues esa clase de gente es fácil de ganar si, subrepticiamente, se les desliza cualquier insignificancia: Karl lo sabía bien por su padre que, mediante repartos de cigarros, se ganaba los favores de todos los empleados inferiores con los cuales trataba comercialmente. De las cosas que podía regalar ahora sólo le quedaba a Karl su dinero y, por lo pronto, no quería tocarlo, ya que bien podía ser que hubiese perdido su baúl.

De nuevo tornó a pensar en el baúl y, realmente, no podía entender por qué había vigilado ese baúl con tanta atención durante el viaje, entregado a una vigilancia que casi le quitaba el sueño, si ahora había permitido que se lo quitaran con semejante facilidad. Se acordó de las cinco noches cargadas de esa sospecha constante contra un pequeño eslovaco que dormía en el segundo echadero hacia la izquierda; pensaba que aquél tenía puestas sus miras en el baúl y que sólo esperaba acechando que Karl, acosado y vencido por la debilidad, se quedase adormilado un instante para poder atraer hacia sí el baúl con un palo largo con el que jugaba y practicaba durante el día.

De día ese eslovaco tenía aspecto bastante inofensivo, pero apenas llegaba la noche, se incorporaba en su lecho, de rato en rato, y echaba unas miradas afligidas al baúl de Karl. Todo esto podía distinguirlo Karl muy claramente, pues siempre había quien, con la inquietud del emigrante, tenía una lucecita encendida, acá o allá, a pesar de que esto estaba prohibido por el reglamento del barco; así intentaban descifrar folletos ininteligibles de las agencias de emigración. Si alguna de estas bujías se hallaba cerca, podía Karl dormitar un poco; pero si estaba lejos, o si todo se hallaba a oscuras, era necesario que velara con los ojos abiertos. Este esfuerzo lo había agotado bastante y ahora tal vez resultaba absolutamente inútil. ¡Ese Butterbaum! ¡Que alguna vez se topara con él en cualquier parte!

En ese instante oyéronse afuera, muy lejos, unos golpecitos breves, como de pies infantiles, que rompían la quietud absoluta que hasta entonces había reinado, venían acercándose, el sonido se hacía cada vez más distinto, y ahora ya era una tranquila marcha de hombres. Aparentemente marchaban en fila, cosa natural en aquel pasillo estrecho; se oyó un fragor como de armas. Karl, que ya estaba a punto de estirarse en la cama, dispuesto a dormir, a entregarse a un sueño libre de todas las preocupaciones causadas por el baúl y el eslovaco, se sobresaltó y empujó al fogonero, para prevenirlo por fin, pues ya parecía que la tropa alcanzaba, con su vanguardia, la misma puerta.

—Es la banda del barco —explicó el fogonero—; estuvieron tocando arriba, y van a guardar sus cosas y a hacer sus equipajes. Ahora sí, todo está listo y podemos irnos. ¡Venga usted! —Cogió a Karl de la mano; en el último instante quitó de la pared una imagen de la Virgen, con su marco, suspendida sobre la cama, se la metió en el bolsillo interior, recogió su baúl y, apresuradamente, abandonó con Karl el camarote.

—Ahora me voy a la oficina a cantarles cuatro verdades a los señores. Ya no queda ningún pasajero y uno puede proceder sin miramientos. —Repetía de diversas maneras esto el fogonero y, mientras pasaban, con un golpe lateral de uno de los pies, quiso aplastar una rata que cruzaba el camino, pero sólo la ayudó a ganar más pronto el interior del agujero que había alcanzado a tiempo. Era más bien lerdo de movimientos; pues aunque tenía piernas largas, éstas, con todo, le resultaban demasiado pesadas.

Pasaron por una sección de la cocina donde algunas muchachas de delantales sucios —se los manchaban adrede salpicándoselos ellas mismas— se hallaban limpiando la vajilla en grandes bateas. El fogonero llamó a su lado a cierta Line, rodeó su talle y la llevó un trecho con él; y ella, coqueta, no cesaba de apretarse contra su brazo.

—Hay paga hoy, ¿quieres venir? —preguntó.

—¿Para qué voy a molestarme? Será mejor que tú me traigas el dinero —contestó ella y, deslizándose bajo su brazo, se escurrió—. ¿Dónde has pescado a ese mocito tan apuesto? —alcanzó a exclamar todavía, pero ya ni quiso esperar la respuesta. Oyóse la risa de todas las muchachas, que habían interrumpido su labor.

Pero ellos siguieron de largo y llegaron a una puerta que tenía un pequeño frontón encima, sostenido por pequeñas cariátides doradas. Esto representaba una suntuosidad excesiva, tratándose, como era el caso, de una decoración de barco. Karl se percató de que nunca había llegado a este sitio, reservado probablemente, durante la travesía, a los pasajeros de primera y segunda clase; mientras que ahora, en vísperas de la limpieza general del barco, se habían quitado las puertas de separación. En efecto, ya se habían encontrado con algunos hombres que llevaban escobas al hombro y que habían saludado al fogonero. Karl se asombraba de ese gran movimiento, del que naturalmente había llegado a saber bien poco en su entrepuente. A lo largo de los pasillos corrían asimismo cables de instalaciones eléctricas y se oía en forma constante sonar una campanita.

El fogonero golpeó respetuosamente la puerta, y cuando dijeron: «¡entre!», le indicó con un ademán a Karl que entrara sin temor. Éste entró por cierto, aun cuando se detuvo cerca de la puerta. Vio por las tres ventanas del cuarto las olas del mar y, al contemplar su alegre movimiento, agitóse su corazón como si no hubiese visto el mar ininterrumpidamente durante cinco largos días. Grandes buques entrecruzaban mutuamente su derrotero y cedían al oleaje sólo en cuanto lo permitía su propia gravitación. Estos buques, si entornaba uno los ojos, parecían vacilar de pura gravitación. Llevaban sobre sus mástiles banderas angostas, si bien largas, que aunque tirantes por el desplazamiento del barco, ondeaban sin embargo, ya para un lado, ya para otro. Se oía un eco de salvas, procedente probablemente de buques de guerra. Los cañones de uno de esos barcos que desfilaba no muy lejos de allí, relucientes por el brillo de su manto de acero, parecían como acariciados y mecidos por ese viaje seguro, liso, que con todo no era horizontal. Las pequeñas lanchas y los botes sólo podían ser observados a lo lejos, al menos desde la puerta; velase cómo entraban en gran número por los espacios que quedaban libres entre los barcos grandes. Pero detrás de todo eso levantábase Nueva York, mirando a Karl con las cien mil ventanas de sus rascacielos. Sí, en ese cuarto sabía uno bien dónde se hallaba.

Frente a una mesa redonda había tres señores sentados, uno de ellos era un oficial de la marina, con el uniforme azul de los navales, y los dos restantes, empleados de la autoridad portuaria, vestidos con negros uniformes norteamericanos. Sobre la mesa había diversos documentos dispuestos en altas pilas, a los cuales el oficial, pluma en mano, echaba un vistazo primero, para entregárselos luego a los otros dos, quienes o bien los leían, o bien los extractaban, o bien ponían alguna hoja en sus cartapacios, cuando no era el caso de que uno de ellos, que producía casi ininterrumpidamente un ruidito con los dientes, dictaba a su colega algo que éste anotaba en un protocolo.

Cerca de la ventana, frente a un escritorio y dando la espalda a la puerta, hallábase sentado un señor más bien bajo, que manejaba grandes infolios alineados delante de él a la altura de su cabeza, sobre un fuerte estante para libros. Junto a él había una caja de caudales abierta que, al menos a primera vista, parecía vacía.

Nada había frente a la segunda ventana, que ofrecía la mejor vista; y cerca de la tercera se veía a dos señores de pie que conversaban a media voz. Uno de ellos se apoyaba en la pared, junto a la ventana; llevaba también el uniforme naval y jugaba con la empuñadura de su sable. El otro, con el cual conversaba, daba la cara a la ventana y descubría de vez en cuando, con un movimiento, parte de la hilera de condecoraciones que ostentaba el primero sobre su pecho. Vestía de civil y tenía un delgado bastoncillo de bambú, que se separaba de su cuerpo como si también fuese una espada, pues con los brazos en jarras apretaba ambas manos contra sus flancos.

Karl no dispuso de mucho tiempo para contemplarlo todo, pues pronto se les acercó un ordenanza y, dirigiéndole al fogonero una mirada como diciendo que él nada tenía que buscar allí, le preguntó qué era lo que deseaba. El fogonero respondió, tal como había sido preguntado, en voz muy baja, que deseaba hablar con el cajero mayor. El ordenanza, por su parte, recusó ese ruego con un ademán; mas se encaminó, de puntillas y evitando con un gran rodeo la mesa redonda, hacia el señor de los infolios. Dicho señor —esto se vio con toda claridad— quedó literalmente petrificado al escuchar las palabras del ordenanza; pero finalmente se volvió hacia el hombre que deseaba hablarle, y luego, con severa negativa, agitó las manos en dirección al fogonero y, para mayor seguridad, también hacia el ordenanza. Después de lo cual el ordenanza regresó a donde estaba el fogonero y, en un tono como si le confiara algo, dijo:

—¡Retírese usted inmediatamente de este cuarto!

Al recibir tal respuesta, bajó el fogonero la mirada hacia Karl, como si éste fuese su corazón, al que sin decir palabra contara sus cuitas. Sin pensarlo dos veces, dejó Karl su sitio y atravesó corriendo el cuarto, de manera que hasta llegó a rozar, ligeramente, la silla del oficial; el ordenanza echó a correr también, agachado, con los brazos listos para apresarlo, como si estuviera cazando algún bicho; pero Karl fue el primero en llegar a la mesa del cajero mayor, y se aferró a ella, por si el ordenanza intentaba arrastrarlo de allí.

Como era natural, el cuarto se animó en el acto. El oficial de marina, el de la mesa, se levantó de un salto; los señores de la autoridad portuaria se quedaron mirando con calma, pero atentamente; los dos señores de la ventana se colocaron uno al lado del otro, y el ordenanza retrocedió, creyendo que donde ya demostraban interés tan altos señores sobraba él. El fogonero se quedó esperando junto a la puerta, dando muestras de la más viva atención y aprestándose para el momento en que se hiciera necesaria su ayuda. Y por último el cajero mayor hizo girar su sillón hacia la derecha. Karl hurgó en su bolsillo secreto, que no tuvo inconveniente en mostrar a las miradas de aquella gente, extrajo su pasaporte y, abriéndolo, lo depositó sobre la mesa por toda presentación. El cajero mayor pareció considerar secundario ese pasaporte, pues lo apartó tomándolo desdeñosamente con la punta de los dedos, ante lo cual Karl volvió a guardarse su pasaporte, como si esta formalidad hubiese sido cumplida satisfactoriamente.

—Me permito decir —comentó luego— que a mi manera de ver se ha cometido una injusticia con el señor fogonero. Hay aquí un cierto Schubal que lo acecha constantemente. Él mismo, en cambio, ya ha servido en muchos barcos a plena satisfacción, puede nombrarlos todos, es aplicado, su trabajo le gusta y en realidad no puede comprenderse por qué no habría de cumplir precisamente en este barco, en el cual el servicio no es, de ninguna manera, tan excesivo y pesado como por ejemplo en los veleros mercantes. Por eso sólo puede tratarse de calumnias, destinadas a crearle obstáculos en su carrera y a privarlo del reconocimiento que de otra manera no le faltaría, con toda seguridad. Sólo he dicho las cosas generales acerca de este asunto; las quejas especiales se las presentará él mismo.

Karl había dirigido ese discurso a todos los señores, ya que en efecto estaban escuchándolo todos, y porque parecía mucho más probable que se hallara algún justo entre todos ellos juntos, y no que ese justo fuese precisamente el cajero mayor. Por lo demás, Karl no había dicho, por astucia, que sólo desde hacía tan poco tiempo conocía al fogonero. Por otra parte hubiera hablado mucho mejor aún si no lo hubiera irritado la cara roja del señor del bastoncillo de bambú, cara que desde el lugar donde se hallaba veía por primera vez.

—Todo esto es cierto, palabra por palabra —dijo el fogonero aun antes de que nadie se lo hubiese preguntado, y lo que es más, antes de que nadie lo mirara siquiera.

Esa precipitación del fogonero habría sido una falta grave si el señor de las condecoraciones, que —y así lo comprendió Karl en seguida, porque saltaba a la vista— era sin duda el capitán, no hubiera decidido ya para sus adentros, evidentemente, escuchar al fogonero.

—¡Acérquese usted! —exclamó, con una voz tan firme que parecía hecha para descargar sobre ella un martillo.

Ahora dependía todo de la conducta del fogonero, pues Karl no dudaba de que la causa de su amigo fuera la justa. Por suerte quedó demostrado, en esa oportunidad, que el fogonero ya había corrido bastante mundo. Con calma ejemplar sacó de su baúl, al primer movimiento de la mano, un paquetito de papeles, como asimismo una libreta de notas. Se encaminó con estas cosas hacia el capitán, descuidando por completo al cajero mayor como si ello fuese lo más natural del mundo, y extendió sus pruebas sobre el antepecho de la ventana. El cajero mayor no tuvo más remedio que molestarse en ir él mismo hasta allí.

—Este hombre es un querellador conocido —dijo a modo de explicación—, se le ve en la caja con mayor frecuencia que en la sala de máquinas. A Schubal, ese hombre tan tranquilo, lo ha llevado hasta la desesperación más completa. ¡Oiga usted! —dijo dirigiéndose al fogonero—, realmente ya va usted demasiado lejos en su impertinencia. ¡Cuántas veces se le ha echado a usted de las oficinas de pago, tal como usted lo merece, con sus exigencias por completo injustificadas, injustificadas enteramente y sin excepción! ¡Cuántas veces se ha venido usted corriendo de allí a la caja principal! ¡Cuántas veces se le ha dicho a usted, por las buenas, que Schubal es su superior inmediato con el cual únicamente debe usted entenderse, y en calidad de subordinado! Y ahora, para colmo, aparece usted aquí estando presente el señor capitán, y no tiene vergüenza de molestarlo; ¡a él en persona!, ¡y no le da vergüenza tampoco traer como portavoz enseñado de sus disparatadas acusaciones a este chico, al que, por otra parte, veo por primera vez a bordo!

Karl tuvo que dominarse para no enfrentársele de un salto, pero ya intervenía el capitán diciendo:

—Bien, escuchemos por una vez a este hombre. Ese Schubal, de todas maneras, se está haciendo, a la larga, demasiado independiente, con lo cual, sin embargo, no he querido decir nada en favor de usted. —Lo último iba destinado al fogonero; era natural que no quisiese tomar su partido inmediatamente, pero todo parecía muy bien encaminado.

El fogonero comenzó su declaración, y ya al comienzo refrenó sus pasiones dándole a Schubal el trato de «señor». ¡Cómo se alegraba Karl, que estaba de pie junto al escritorio abandonado del cajero mayor y donde por gusto oprimía, haciéndolo bajar una y otra vez, el platillo de pesacartas!

«¡El señor Schubal es injusto! ¡El señor Schubal prefiere a los extranjeros! ¡El señor Schubal expulsaba al fogonero de la sala de máquinas y le hacía limpiar retretes, cosa que por cierto no era tarea del fogonero!»

Una vez hasta fue puesta en duda la capacidad del señor Schubal, que más bien sería aparente que real. En este punto, Karl miró fijamente y con toda insistencia al capitán, en forma insinuante, solícita, como si fuese su colega, sólo para que éste no se dejase influir contra el fogonero, movido por su manera de expresarse un poco inhábil. De todas maneras nada esencial surgió de la mucha oratoria, y aunque el capitán continuase todavía con la mirada fija, y en los ojos la decisión de escuchar por esta vez al fogonero hasta el fin, los otros señores al contrario se impacientaban, y la voz del fogonero bien pronto dejó de reinar con autoridad en el ámbito, lo cual hacía temer muchas cosas. Primero, el señor de civil puso en actividad su bastoncito de bambú golpeando, aunque suavemente, sin ruido, el piso de entablado. Los demás señores miraban, naturalmente, de cuando en cuando; pero los señores de la autoridad portuaria, que evidentemente tenían prisa, volvieron a sus expedientes y comenzaron a revisarlos, aunque todavía permanecían algo ausentes; el oficial de marina se arrimó de nuevo a su mesa, y el cajero mayor, creyendo que ya tenía la partida ganada, lanzó un hondo suspiro irónico.

Únicamente el ordenanza pareció preservado de la general distracción que comenzaba a apoderarse de todos, pues él compartía, en su sentimiento, las penas de aquel pobre hombre colocado entre los grandes, y miraba a Karl meneando gravemente la cabeza, como si con ello quisiera explicar algo.

Entretanto la vida portuaria proseguía ante las ventanas; pasó un barco de carga, chato, con una montaña de barriles que debían de estar amontonados milagrosamente, puesto que no comenzaba a rodar, y su paso casi sumió el cuarto en plena oscuridad. Pequeñas lanchas de motor, que Karl hubiera querido mirar detenidamente si hubiese tenido tiempo, se deslizaban fragosas y en líneas rigurosamente rectas, obedeciendo a contracciones de las manos de un hombre erguido frente al timón. Curiosos flotadores emergían de cuando en cuando, independientes, del agua inquieta, e inmediatamente después volvían a ser cubiertos de nuevo por las olas y se hundían ante el ojo asombrado. Botes de los vapores transatlánticos avanzaban al remo, con sus marineros dedicados a esa ardua tarea, repletos de pasajeros, sentados tales como se les había metido allí, sin hablar y llenos de expectación, aunque algunos no podían dejar de girar sus cabezas para contemplar el panorama cambiante. ¡Agitación sin término, inquietud que el elemento inquieto transfería a los desamparados seres humanos y a sus obras!

Pero todo exhortaba a la premura, a la claridad, a una exposición sumamente exacta; ¿y qué hacía, en cambio, el fogonero? Cierto era que hablaba hasta entrar en sudor, y hacía ya mucho tiempo que era incapaz de sujetar con sus manos temblorosas los papeles sobre la ventana; desde todos los puntos cardinales le afluían quejas sobre Schubal, de las cuales, en su opinión, cada una por sí sola hubiese bastado para hundir a ese Schubal definitivamente; pero lo que pudo presentarle al capitán no era sino un triste amasijo de todas ellas juntas. Hacía rato ya que el señor del bastoncillo de bambú silbaba suavemente hacia el techo; los señores de la autoridad marítima ya retenían al oficial en su mesa y no daban señales de volver a soltarlo; el cajero mayor se mantenía reservado, evidentemente sólo debido a la calma del capitán; y el ordenanza esperaba a cada instante, en actitud militar, una orden de su capitán referente al fogonero.

Y entonces Karl no pudo quedar inactivo por más tiempo. Se dirigió por tanto hacia el grupo, y mientras avanzaba lentamente, con tanta mayor rapidez reflexionó cómo podría enfocar aquel asunto con la máxima habilidad posible. Ya era hora realmente; unos momentos más apenas, y bien podían salir volando ambos de la oficina. Quizás el capitán fuese un buen hombre y además tuviera, precisamente ahora, algún motivo especial para demostrar que era un jefe justo; pero al fin y al cabo no era un hombre al que se pudiese vencer por cansancio, y precisamente como tal lo trataba el fogonero, si bien ese tratamiento brotaba de su corazón infinitamente indignado.

Por ello, pues, dijo Karl al fogonero:

—Usted debe contar esto con mayor sencillez, con mayor claridad; el señor capitán no puede apreciarlo tal como usted se lo cuenta. ¿Acaso conoce él por su apellido y hasta por su nombre de pila a todos los maquinistas y pinches para saber, cuando usted no hace más que pronunciar tal nombre, de quién se trata? Exponga usted, entonces, sus quejas en orden, luego ordenadamente lo demás; quizás entonces ni siquiera haga falta mencionar la mayor parte de ellas. ¡A mí me lo expuso usted siempre con tanta claridad!

«Si en América pueden robarse baúles, también puede uno mentir de vez en cuando», pensó para disculparse.

¡Con tal que sirviera de algo! Por otra parte, ¿no sería ya demasiado tarde? En verdad el fogonero se interrumpió en seguida al oír la voz conocida, pero con los ojos invadidos por las lágrimas brotadas del ofendido amor varonil, de los recuerdos terribles, de los extremos apuros presentes, ya ni siquiera podía reconocer a Karl en forma clara. ¡Y cómo —ante el que ahora se callaba Karl lo comprendía tácitamente— iba a cambiar ahora de pronto su manera de expresarse, su lenguaje; puesto que le parecía que todo lo que debía decirse ya lo había él alegado, sin la menor aprobación, y le parecía, por otra parte, que no había dicho nada todavía, y que no podía exigirles honradamente a los señores que siguieran escuchando todo aquello! Y en un momento semejante, para colmo, aparece Karl, su único partidario, queriendo enseñarle y darle buenos consejos, demostrándole en cambio con ello que todo estaba perdido, absolutamente todo.

«Si yo hubiese acudido antes, en lugar de estar mirando por la ventana», díjose Karl; luego bajó la vista ante el fogonero y dejó caer sus manos a lo largo de los pantalones, para dar a entender así que ya no había más esperanzas.

Pero el fogonero interpretó mal su gesto, y barruntando que Karl abrigaba quién sabe qué secretas recriminaciones contra él, y con la buena intención de quitárselas de la cabeza, comenzó, para coronación de sus hazañas, a disputar con Karl. ¡Entonces!, cuando hacía rato ya que los señores de la mesa redonda estaban escandalizados por el alboroto inútil que venía a importunar sus importantes trabajos, ahora que al cajero mayor ya le iba pareciendo incomprensible la paciencia del capitán, y mostrándose él mismo inclinado a un inmediato arranque de ira; que el ordenanza, absorbido de nuevo por la esfera de sus amos, devoraba al fogonero con ojos salvajes, y que finalmente el señor del bastoncillo de bambú, al que el mismo capitán dirigía de vez en cuando una mirada amable, manifestaba ya una indiferencia total, si no repulsión por el fogonero. Este señor terminó por sacar una pequeña libreta y, ostensiblemente ocupado en cosas muy distintas, paseaba su mirada entre la libreta y Karl.

—Bien conozco —dijo Karl en un esfuerzo penoso por defenderse contra el torrente de palabras que el fogonero vertía ahora sobre él, y con una sonrisa amistosa que aún le reservaba, a pesar de todo y a través del altercado— que tiene usted razón; sí, usted tiene razón, yo nunca he dudado de ello.

Le hubiera gustado, por temor a los golpes, sujetarle aquellas manos tan agitadas; más aún, claro está, le hubiera gustado empujarlo hasta un rincón para susurrarle algunas palabras en voz baja, palabras tranquilizadoras que nadie más hubiera debido oír. Pero el fogonero estaba fuera de quicio. Ya ahora, dábale a Karl una especie de consuelo el pensar que, en caso de necesidad, el fogonero, con la fuerza de la desesperación, podría someter a todos, a los siete hombres presentes. Ciertamente había sobre el escritorio, según podía apreciarse de una sola mirada, un tablero con una cantidad excesiva de botones de una instalación eléctrica; y una simple presión de una sola mano sobre ellos era capaz de agitar el barco entero, con todos sus pasillos llenos de gente hostil.

Entonces el señor que tan poco interés demostraba, el del bastoncillo de bambú, se acercó a Karl y le preguntó sin levantar mucho la voz, pero con nitidez suficiente para ser escuchado por encima de la vociferación del fogonero:

—¿Cómo se llama usted?

En el mismo instante, como si alguien hubiese esperado tras la puerta esa manifestación del señor, golpearon. El ordenanza dirigió una mirada al capitán; éste asintió con la cabeza. Así, pues, el ordenanza fue hasta la puerta y la abrió. Afuera estaba un hombre de medianas proporciones que vestía una vieja levita cruzada; por su aspecto no parecía expresamente apto para el trabajo de máquinas, y era, sin embargo, Schubal. Si Karl no lo hubiese reconocido en los ojos de todo el mundo, que expresaban cierta satisfacción de la que ni siquiera el capitán quedaba exento, hubiera tenido que verlo en el fogonero que, horrorizado, cerraba con fuerza los puños en los extremos de los brazos tensos, hasta parecer que ese cerrar de los puños fuese para él lo más importante, algo a lo cual estaba dispuesto a sacrificarlo todo, todo lo que tenía de vida. Allí residían ahora todas sus fuerzas, también aquella que lo mantenía de pie.

Y allí estaba, pues, el enemigo, desenvuelto y vivaz en su traje dominguero, bajo el brazo un libro comercial, probablemente las listas de salarios con la hoja de servicios del fogonero; y sin temor de que se le notase que ante todo deseaba cerciorarse de la disposición de ánimo de cada uno, miró a los ojos de todos, uno por uno. Y por otra parte los siete ya eran todos amigos suyos, pues aunque antes el capitán hubiera tenido o aparentado solamente ciertos reparos contra él, después del disgusto que el fogonero le había causado, seguramente ya nada tenía que objetar a Schubal. Jamás podía ser excesiva la severidad empleada con un hombre como el fogonero, y si algo podía reprochársele a Schubal era la circunstancia de no haber podido quebrantar con el tiempo la porfía y contumacia del fogonero, de tal modo que ya no se atreviese a aparecer, como hoy, ante el capitán.

Ahora bien; acaso podía suponerse todavía que la confrontación del fogonero con Schubal no dejaría de causar a los hombres idéntica impresión a la que les causaría el comparecer ante un foro superior, pues aunque Schubal conociese a fondo el arte del disimulo, no debía poder, en verdad, mantenerse firme hasta el final. Un breve destello de su malicia podría bastar para ponerla en evidencia ante los señores, y de ello ya se ocuparía Karl; porque ya conocía sobre poco más o menos la agudeza, las debilidades, los caprichos de cada uno de los hombres; en ese sentido no estaba perdido el tiempo que hasta ese momento había pasado él allí. ¡Con tal que el fogonero estuviese más a tono! Pero parecía ya fuera de combate, completamente inepto para la lucha. Si alguien le hubiese acercado a ese Schubal, seguramente hubiera podido abrirle, a puñetazos, el odiado cráneo. Pero probablemente ya no estaba en condiciones de dar siquiera los pocos pasos que de aquél lo separaban. ¿Por qué no había previsto Karl lo que era tan fácil de prever: que Schubal finalmente tendría que venir, o bien por su propia decisión o, si no, llamado por el capitán? ¿Por qué, al venir, no había discutido con el fogonero un plan de guerra preciso, en vez de entrar tal como lo habían hecho en realidad, con una funesta falta de preparación, allí donde había una puerta? En resumen, ¿estaba todavía en condiciones de hablar el fogonero, de decir sí o no, tal como sería necesario en un careo, que por cierto sólo podía esperarse en el caso más favorable? Allí estaba de pie, esparrancado, inseguras las rodillas, la cabeza ligeramente levantada, y el aire entraba y salía por su boca abierta como si en su interior ya no hubiese pulmones que lo asimilaran.

Karl por su parte, eso sí, se sentía tan vigoroso y tan en sus cabales como quizá nunca lo había estado en su casa. ¡Si pudieran ver sus padres cómo él, en tierra extraña y ante personalidades de prestigio, luchaba por la buena causa y, aunque aún no hubiese obtenido la victoria, se aprestaba de todos modos, plenamente, para la última conquista! ¿Volverían a considerar la opinión que sobre él tenían? ¿Lo sentarían entre ellos, lo elogiarían? ¿Lo mirarían una vez, una vez siquiera, a sus ojos que seguían siéndoles tan leales? ¡Preguntas de difícil respuesta, y momento tan impropio de formularlas!

—Vengo porque creo que el fogonero me acusa de no sé qué cosas ímprobas. Una muchacha de la cocina vino a decirme que lo había visto camino de este lugar. Señor capitán, y todos ustedes, señores míos, estoy dispuesto a refutar toda inculpación alegando mis comprobantes escritos; y en caso contrario, mediante declaraciones de testigos imparciales, a quienes nadie ha aleccionado, y que esperan delante de la puerta. —Así hablaba Schubal. Esto era por cierto el discurso claro de un hombre, y a juzgar por el cambio que se manifestaba en el semblante de los oyentes, hubiera podido creerse que por primera vez desde hacía mucho tiempo volvían a oír ellos voces humanas. Claro que no notaban ellos que ese hermoso discurso también tenía sus huecos.

¿Por qué la primera palabra que se le ocurría era «cosas ímprobas»? ¿Acaso hubiera sido necesario que la acusación partiese de ahí, y no de sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero camino de la oficina, y ya, acto seguido, ¿había comprendido Schubal? ¿No era la conciencia de su culpabilidad lo que le aguzaba el entendimiento? ¿Y ya había traído testigos y hasta los llamaba imparciales y no aleccionados? ¡Pillería, pura pillería! ¿Y los señores toleraban esto? ¿Y hasta lo reconocían como conducta procedente? ¿Y por qué, por qué había dejado transcurrir tanto tiempo —cosa decidida sin la menor vacilación— entre el aviso de la ayudanta de cocina y su llegada? Por lo visto con el único fin de que el fogonero cansara tanto a los señores que éstos perdieran poco a poco su juicio claro, ese juicio que Schubal tenía motivos de temer ante todo. ¿No había golpeado sólo después de hallarse detrás de la puerta un buen rato ya, sin duda sólo en el instante en que podía esperar, debido a esa pregunta de poca importancia de aquel señor, que el fogonero ya estaba despachado?

Todo estaba a la vista y el mismo Schubal lo presentaba así contra su propia voluntad, pero a los señores había que mostrárselo de otra manera y en forma más palmaria aún. A ellos había que sacudirlos.

«¡Bien, Karl, hazlo pronto, aprovecha al menos ahora el tiempo antes de que aparezcan los testigos inundándolo todo!»

Pero en ese preciso instante el capitán interrumpió a Schubal con un ademán, ante lo cual éste se puso inmediatamente a un lado —pues su asunto parecía postergado por unos momentos—, y comenzó en voz baja una conversación con el ordenanza que pronto se le había adherido, y en esta conversación no faltaron las miradas de reojo dirigidas al fogonero y a Karl, ni tampoco ademanes que expresaban sus firmes convicciones sobre el asunto.

Schubal parecía ejercitarse de esta manera para su próximo discurso.

—¿No quería usted preguntar algo a este joven, señor Jakob? —dijo el capitán en medio de un silencio general al señor del bastoncillo de bambú.

—Ciertamente —dijo el nombrado agradeciendo la gentileza con una leve reverencia y luego preguntó otra vez a Karl—: ¿Cómo se llama usted?

Karl, creyendo que en interés de la gran causa principal convenía despachar pronto ese punto con el que, obstinado, le preguntaba, respondió brevemente, sin presentarse, como era su costumbre, mostrando el pasaporte que antes había tenido que buscar:

—Karl Rossmann.

—¡Cómo! —dijo el que había sido llamado Jakob y retrocedió con una sonrisa casi incrédula.

Asimismo el capitán, el cajero mayor, el oficial de la marina, hasta el propio ordenanza, todos demostraron a las claras su desmesurado asombro, causado por el apellido de Karl. Permanecían indiferentes solamente los señores de la autoridad portuaria y Schubal.

—¡Cómo! —repitió Jakob acercándose a Karl con paso un tanto rígido—, si es así, yo soy tu tío Jakob y tú eres mi querido sobrino. ¡Ya lo presentía yo durante todo este tiempo! —dijo dirigiéndose al capitán antes de abrazar y de besar a Karl, quien lo dejaba hacer calladamente.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Karl con mucha cortesía por cierto, pero sin la menor emoción, cuando sintió que el otro lo había soltado; y se esforzó por prever las consecuencias que este nuevo suceso acarrearía al fogonero. Por el momento nada indicaba que Schubal pudiera sacar provecho del asunto.

—Dése usted cuenta, joven, dése cuenta de su suerte —dijo el capitán creyendo que la pregunta de Karl había herido en su dignidad a la persona de Jakob; éste se había acercado a la ventana, evidentemente con el fin de no verse obligado a mostrar ante los demás su rostro emocionado, al que estaba dando ligeros toques con un pañuelo—. Es el senador Edward Jakob quien se le ha dado a conocer como tío suyo. Y ahora le espera sin duda, al contrario de todas sus esperanzas anteriores, una carrera brillante. Trate usted de comprender esto lo mejor que pueda en este primer instante, y ¡cálmese!

—Es cierto que tengo en América un tío Jakob —dijo Karl dirigiéndose al capitán—, pero si he oído bien Jakob es sólo el apellido del señor senador.

—Así es —dijo el capitán, lleno de expectación.

—Bien, mi tío Jakob, que es hermano de mi madre se llama, en cambio Jakob por su nombre de pila mientras que su apellido debería ser, naturalmente, igual al de mi madre, cuyo apellido de soltera es Bendelmayer.

—Señores —exclamó el senador regresando ya más sereno de su lugar junto a la ventana, donde se había calmado, y refiriéndose a la declaración de Karl. Todos, excepto los empleados portuarios, prorrumpieron en carcajadas, algunos como si estuviesen conmovidos, otros con un aspecto impenetrable.

«Pero lo que yo acabo de decir no fue, de ninguna manera, tan ridículo», pensó Karl.

—Señores —repitió el senador—, en contra de mi voluntad y sin que lo hayan querido ustedes, asisten a una pequeña escena familiar, y por lo tanto no puedo menos que darles una explicación, ya que sólo el señor capitán está plenamente enterado (esta mención originó una reverencia mutua), según creo.

«Ahora es cuando debo prestar atención a cada palabra», díjose Karl, y se alegró, al notarlo con una mirada de soslayo, que la vida comenzaba a animar de nuevo la figura del fogonero.

—En todos estos largos años de mi permanencia en América (claro está que el término permanencia no le cuadra muy bien en este caso al ciudadano norteamericano que soy con toda el alma), en todos estos largos años he vivido totalmente alejado de mis parientes europeos, por motivos que en primer lugar no vienen al caso, y que en segundo lugar me resultaría realmente penosísimo referir. Hasta temo el instante en el cual, quizá, me vea obligado a contárselos a mi querido sobrino; pues en tal oportunidad, lamentablemente, no podrá evitarse una palabra franca acerca de sus padres y de su respectiva parentela.

«Es mi tío, no cabe duda (se dijo Karl escuchando con atención), probablemente ha cambiado de apellido.»