SÓLO TE QUIERO COMO AMIGO

 

 

DANI UMPI

 

 

 

Blatt & Ríos

Dani Umpi nació en Tacuarembó, Uruguay, en 1974. Es escritor, músico y artista visual. Publicó las novelas Aún soltera (Eloísa Cartonera, 2003), Miss Tacuarembó (Interzona, 2004), Sólo te quiero como amigo (Interzona, 2006) y Un poquito tarada (Planeta, 2012); los libros de cuentos Niño rico con problemas (La Propia Cartonera, 2009), El vestido de mamá (con ilustraciones de Rodrigo Moraes, Criatura, 2011) y ¿A quién quiero engañar? (Criatura, 2013); y la selección de poemas La vueltita ridícula (Vestales, 2010). Como músico, editó los discos Perfecto (2006), Dramática (2009), Mormazo (2011) y Lechiguanas (2017), entre otros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Dani Umpi, 2006, 2019

c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria
www.schavelzongraham.com

© 2019 por esta edición: Blatt & Ríos

 

1ª edición: 2006 (Interzona)
1ª edición en Blatt & Ríos: julio de 2019

1ª edición digital: junio de 2019

 

Diseño de cubierta: Iñaki Jankowski | www.jij.com.ar

Foto de cubierta: Nicolás Dodi

 

Producción de eBook: Libresque

 

 

blatt-rios.com.ar

 

eISBN: 978-987-4941-38-1

 

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

 

 

 

 

y cuando te dejen

llenate de discos nuevos ajenos

diste todo

pero todo

lo que das regresa

no hay ninguna píldora

que te ayude a borrar lo feo

siempre hay buenos recuerdos.

 

COIFFEUR-ALDO BENÍTEZ

“Buenos recuerdos”, 2005

Tres

Telefónicamente me llevaba bien con la madre de Juanjo. No nos visitaba pero llamaba continuamente para comentarnos cosas que veía en la tele y noticias familiares, haciendo un esfuerzo notorio porque poco le interesaban las noticias, los chusmeríos ligeros y, sobre todo, hablar por teléfono con nosotros. Tenía a mano ese mecanismo porque no conocía otro vínculo verbal y pensaba que éramos demasiado frívolos, o que no teníamos nada para hacer. Su visión no difería demasiado de nuestra realidad. Juanjo vivía del dinero que ella le pasaba y, en cierto modo, yo también. Mi trabajo, en cierta manera, era simbólico y ella lo sabía perfectamente. Cierto, todo muy cierto, en cierto modo, en cierta manera. Eso, entre otras cosas, me ponía muy incómodo al teléfono y casi no intercambiábamos palabras. La atendía amablemente, festejaba los comentarios que parecían ser en broma y se la pasaba a Juanjo en seguida para que hicieran su ritual y coordinaran encuentros.

Cada domingo lo recibía en su casa y le daba latas de conservas, pickles, tupperwares con comida que esperaban semanas enteras en nuestra heladera. A veces se acumulaban las semanas y la comida. Teníamos de todo. Teníamos cuatro salsas barbacoa. Teníamos budines. Teníamos la heladera llena de víveres, de imanes y cartelitos que ya no tenían efecto, no tenían sentido. Uno decía “te quiero, garoto” con letras descoloridas, sostenido por un imán. La obviedad generalizada. Teníamos cuatros sachets de mayonesa. Teníamos limones secos, chupados, fosilizándose en platitos de plástico. Era como si no tuviéramos nada. Abríamos, cerrábamos la heladera y siempre estaban allí los tupperwares con sus amiguitos. Nada nos apetecía. Hasta que, en algún momento, a la noche, nos venían ganas de comer pizza pero nos embolaba salir a buscarla o pedirla por teléfono. Éramos unos gatos gordos, blancos y peinados, que no podían separarse de unos almohadones calentitos. Entonces sí comíamos los panqueques, las pascualinas, los zapallitos rellenos de carne picada que había preparado su madre con tanto amor. Estaban un poco ácidos, pero el microondas, la salsa barbacoa, la mayonesa y los pickles mataban todo. La escena se repetía varias veces. Era muy tarde y también nos daba pereza elogiar, criticar la comida, o simplemente hablar. Comíamos mirándonos. Era todo muy artístico, muy fotografiable. Estábamos despeinados y nos quedaba bastante bien, bastante mod.

El tedio no se hacía rogar; llegaba y arrasaba con todo, angurriento. A veces poníamos música para no estar tan callados. Poníamos los CDs de Bebel Gilberto bien bajito, sin molestar a los vecinos durmiendo. Brasil. Yo me imaginaba que estaba en Brasil, todo bronceado, en una cena, en un cóctel, en un desayuno empresarial. También lo imaginaba a Juanjo en medio de ese ágape, en otro mundo, lejos los dos, distraídos y entretenidos en otras charlas, entre otra gente, otra cosa; todo eso de tomar agua como si fuera champagne, untar galletitas y mirarse los hombros para comprobar que no tienen caspa. Fiestas. Esas fantasías me soltaban, me aligeraban un poco, me hacían mover la cabeza para un lado y para el otro, despertando breves sonrisitas de Juanjo que me hacían bajar a tierra y aligeraban el melodrama de nuestro patetismo alimenticio y de nuestra relación en general. Le decía “garoto” y él se reía. Yo volvía a alejarme mentalmente, a recordar. Cuando nos conocimos, Juanjo se moría de risa de mis frases en falso portugués. ¡Qué cómico! A Juanjo le causaban mucha gracia. En algún momento me gustó verlo reír, hacerlo reír. De todos modos llegó un punto en el que mis bromas ya no tenían efecto, no tenían sentido. Eran unos imanes que no funcionaban. Volaban las fantasías, Brasil, las fiestas y todas esas galletitas. Volaban como pajaritos, como mosquitos con la pancita vacía, opaca, desinflada. Bajaba a la tierra de nuevo. Caía. Aterrizaba y me encontraba frente a frente con Juanjo a las cuatro de la madrugada, muertos de hambre, despeinados. Comíamos y charlábamos con esfuerzo, como si no supiéramos el libreto.

—Tengo ganas de hacer algo importante en la vida.

—¿Qué?

—No sé, algo… ¿vos no?

—No. A mí me gustaría tener una vida normal, como cualquiera, como todo el mundo.

Todo era muy de los noventa. Él es muy de los noventa. Es de ese tipo de gente que saca fotos movidas y dice que son artísticas. Con sus amigos, sus correligionarios, era distinto, no paraba de hablar, una máquina de palabras ocurrentes, cínico y directo, nada de sentido figurado. Una flecha, un dardo. Sus amigos eran iguales. Sus amigos nuevos. Siempre estaba rodeado de amigos nuevos muy venenosos y modernos, con pelos desmechados y ropas estrafalarias, irónicas. A los amigos viejos sólo los veía cuando venían a cobrarle rifas (una vez al mes) para los viajes de facultad. Juanjo había dejado la facultad porque no le daba el cerebro, ni el tiempo, ni la onda, pero en el fondo sufría una gran envidia por sus antiguos compinches viajeros, pese a pasársela criticando sus panzas, sus aburrimientos y sus profesiones heterosexuales. Reunía las nuevas adquisiciones amistosas en nuestro apartamento y yo fingía naturalidad, familiarizarme viéndolo tanto tiempo abrazado a extraños sin estar borracho. Era un poco raro observarlo dar tantos besitos y mimos, teniendo en cuenta que el setenta por ciento de ellos era gay, dato que recién ahora confirmo. Más me preocupaba el resto, los que supuestamente no lo eran y se paseaban semidesnudos, tomando naranjada, mirando sus libros de LaChapelle, burlándose de Kate Moss y criticando la decoración de todos los boliches de la ciudad. Esos eran los que él más abrazaba y con los que más hablaba (de drogas, Djs, detalles íntimos de la farándula, Leticia Brédice, Carlota de Monaco, Janet Jackson, Louis Vuitton, Gustavo Escanlar, valiums, festivales de cine, ropa interior, M.I.A., Xuxa, Sasha, Rocco, Lourdes, Prada, Gucci, todas esas marcas con dos sílabas). Se la pasaban hablando, criticando. Habían agarrado la onda de hablar mal de Björk y decirles “conchas” a las mujeres. “Odio esa concha gritona”. Cosas rarísimas. Códigos rarísimos. Al baño le decían “lavado”, a los shoppings los llamaban “centros comerciales” y a las jeringas, “vacunas”. Llegaba un punto en el que no me daba cuenta de si cuando hablaban de Nicole era la modelo, la actriz o la que pasaba pastelas. Eran muy drogadictos y siempre tenían calor. Estaban en constante veraneo. Juanjo encendía el ventilador y disparaba su chorrera de cuentos, los cortaba por la mitad y comenzaba otro. Cero continuidad, como si estuviera en constante arrepentimiento, como un demente, como una modelo muy demente y muy drogada. Muchas constancias. Todos querían ser modelos. Modelos o publicistas para poder drogarse más y más hasta el fin de la vida. Hablaban como si estuvieran al teléfono y durante las llamadas se trataban como si estuvieran en un boliche, comentando cualquier tontería con aire trascendente y efusivo. Juanjo los llamaba para preguntarles cómo iban a ir vestidos a las fiestas y terminaban hablando de cualquier cosa, de ellos mismos, en femenino, de los ochenta, de la tele en los ochenta, de los ochenta y el reggaetón, si estaba de moda o no el reggaetón, el retro ochenta y ellos mismos. Y si no hablaban de eso, hablaban de los pendejos y lo ridículos que son, con esas ropas que usan, cosas que ellos ya habían usado antes, pendejos que salían con pibes que ellos ya habían salido antes. A veces Juanjo les comentaba asuntos sin tener la más mínima idea; política contemporánea, arte, teorías como la de que el microondas provoca cáncer, o las hamburguesas de McDonald’s son hechas con lombrices, o la de los pickles, la mayonesa y la salsa barbacoa que pueden matar los microbios nocivos de cualquier comida. Lo que más le gustaba decir era eso de que si tragás los chiclets se te pegan en el estómago. Yo no decía nada y a veces me reía. Me reía de ellos, pero como el burlarme de los demás suele generarme culpas, no terminaba de esbozar una sonrisa y ya me sentía triste, avergonzado de mí mismo por creerme la gran cosa, un sabelotodo con el ego mal administrado. No me gusta hacerme el coso ni ese tipo de actitudes. Tampoco me gustaban ellos. No es por tirarme la parte, pero siempre estaban en esa: criticando. Y si no criticaban se la pasaban escuchando Fangoria y hablando de sus fotologs. Sus reuniones festivas con gente fumando en todos los rincones me volvían humo, me volvían un fantasma. Me volvían esa mancha en segundo plano que aparecía en las filmaciones domésticas de video. Rebobinaban la cinta para ver quién era ese y era yo. Un fantasma. Ni yo mismo me daba cuenta. Entonces me iba. No podía soportarlo. No podía soportar esos comentarios, esa visión tan cocainómana del mundo. No existe nada peor que un marica elogiando las publicidades de Gucci.

Me despedía. Me saludaban mirando con lástima mis sandalias franciscanas. Juanjo se daba cuenta de eso, cambiaba de tema y los distraía hablando del ventilador, del calor, de David LaChapelle, de Jordi Labanda, de todas las cosas nuevas que vendrán en el próximo verano. Yo salía a distraerme, a no pensar en lo que pensaba siempre que estaba en medio de esas escenas barullentas, de esa mentalidad, de esa aureola patética y poco redituable, pero sólo lograba reafirmar mis ideas, mis prejuicios. No lo soportaba pero me daba miedo dejarlo. Dejar a Juanjo. ¡Qué miedo me daba dejar a Juanjo! Soy de idealizar a la gente. Me había hecho una idea muy idealizada de su persona y las virtudes nuevas, descubiertas recientemente, no compensaron mi antigua fascinación en lo más mínimo. Juanjo cambió. Desde el día en que se afeitó y se cortó el pelo, vi cómo realmente era y me pareció horrible. Sin dreadlocks ni barba candado se volvía la persona más vulgar del mundo. Fue descubrir que me había enamorado de un alien. Critters. Todos sus movimientos sinuosos al hablar y sus muletillas foráneas en este nuevo contexto capilar se volvían artificiales, plástico, como un adolescente que quiere ser rockero en medio de una aldea. No lo soportaba más. No lo soporto. No pude aceptar su cambio. Juanjo había decidido volverse radicalmente electro, radicalmente idiota. Se compró remeras de colores flúo cuatro talles más chicas de lo que solía usar. Yo le decía que esa onda hacía más de diez años que había pasado. A él no le importaba porque sabía que se venía el retro noventa. Sus amigos estaban estancados en mil novecientos noventa y cinco, el mejor año de todos. You are free to do what you want to do. Desde mil novecientos noventa y cinco eran iguales, no cambiaban, seguían alimentando sus sueños de ser modelos, de ser publicistas, de ser drogadictos, pero no podían avanzar, debían materias del secundario, ya estaban un poco pasados de edad, no tenían el suficiente dinero como para comprar todas esas drogas y se daban cuenta de que ya no les servía de nada haber leído tantas revistas. Eran los mismos, excepto Juanjo. Juanjo había cambiado drásticamente y el cambio acentuó sus rasgos más insoportables: su insolencia cáustica, su ironía simplista, su cinismo despiadado, su donaire y su afán por tutear a todo el mundo sin el menor respeto o diplomacia, ni la menor distancia. Me resultó muy invasivo y eso no me hizo sentir mal con él, sino conmigo mismo. Otra vez me sentía culpable por juzgar a la gente. Me reprochaba el ser tan banal, tan resentido, sobre todo cuando él, en un acto de astuto descuido, una medianoche, dijo que me había “entregado los mejores años de su vida”. No podía separarme de alguien que me había dado tanto sólo porque no me gustaba su nuevo look. No podía permitirme eso, pero lo sentía. Hacía meses que estaba en esa encrucijada. No podía zafar de esa sensación, de sus amigos nuevos y sus remeras con glitter, de mil novecientos noventa y cinco. No podía zafar de Kylie Minogue. No podía dejar de quejarme. No podía dejar de subestimarlo y burlarme de todas sus frases como si yo fuera un superdotado. “El fucsia es el nuevo negro”. “Esto es muy Barbie Girl.” “Esto es muy Nicole”. Inseguridad. A veces trataba de volverme más realista y humanitario, procuraba ser bondadoso y hablarle amablemente con respeto, sin reírme, pero mi sutileza era una especie de varita mágica muy grotesca, un tronco que trataba de hacer el bien, transformar todo en bondad y terminaba desnucándonos. Inseguridad.

Constantemente tenía la sensación de que me mentía. Era obvio que mentía, no paraba de mentirme. Me molestaba que me mintiera aunque fueran palabras inofensivas. “Me voy a lo de mi madre” y a la hora su madre llamaba preguntando por él. Critters. Me daba cuenta de la mentira y no podía continuar con mi rutina. Volvía como si nada, siguiendo su plan. Dejaba de mirarlo a los ojos. Quitaba mi mirada y la colocaba en otro lado procurando evitar un ataque. Podía atacarlo, me generaba violencia, me volvía muy agresivo. La situación era agresiva. Que alguien te mienta es algo muy agresivo. Podía darme un ataque de pánico, de nervios, de cualquier cosa. Estaba seguro de que me iba a dar un ataque de algo. Me distraía. “Esos cuadros necesitan que les pase un plumero”. Los cuadros horribles que él elegía, no sé por qué me dejaba dominar por su gusto estético y su tarjeta de crédito. Me distraía a propósito. Improvisaba chistes en silencio, para mí mismo. Agarraba un libro. Buscaba a Wally y no lo podía encontrar. Me distraía pero no del todo. Me molestaba. Me molesta que me mientan. Terminaba diciendo en voz baja “yo esperaba otra cosa de la relación”, pero él no me escuchaba, seguía en la suya, en sus mentiras, dándome saludos de su madre, contándome cosas al azar, inventos. Decía que había sido rugbier, que practicaba rugby en su adolescencia y competía, pero era mentira. Otra mentira que no tenía sentido ni razón de ser. Cuando le tiraba las llaves desde la ventana del apartamento para que abriera la puerta del edificio los días que estaba el portero roto, él nunca la barajaba, a veces le pegaba en la frente y yo terminaba teniendo la culpa de sus malos reflejos. ¡Rugbier! ¡Por favor!

 

 

Vengo de una familia de deportistas y desde pequeño salgo a trotar. La primera excusa que se me ocurría para huir cada vez que el apartamento se llenaba de amigos nuevos era salir a trotar. Me iba a la rambla a distraerme saludablemente, con paso firme y ritmo parejo. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Hacía quinientos metros al toque, sin parar, de una. Después: abdominales. Tandas de veinte abdominales. Un montón de tandas. Sin embargo no me rendía, mis músculos nunca se marcaban y estaba todo el día tenso, quisquilloso, contracturado. El mejor sitio para trotar y hacer abdominales es la rambla, sobre todo porque hay mucho levante. Vas corriendo y algunos se dan vuelta, entonces te entran más ganas de estar en forma, ágil, que todos se den vuelta y te fichen. Es un mecanismo, una maquinaria que te obliga a mantener buena postura y movimientos esbeltos. Hacés ejercicio como loco. El ejercicio físico me distrae mucho. Me distraía de las reuniones dementes de Juanjo y me distrajo al enfrentarme con la casa vacía de repente, de un día para el otro. Amanecer sin Juanjo. ¿Qué podía hacer después de una noche sin dormir, de una noche de llanto? ¿Seguir llorando y sentir la cerveza del boliche estancada en mi estómago? No. Lo mejor era salir a trotar, ver todos estos chicos lindos trotando como yo, tratando de estar bien, desarrollando su musculatura, su tórax, su aparato respiratorio, su futuro, su inmunología.

Salgo a trotar y todos los chicos me resultan lindos. Me gustan todos. Disfrutan la mañana despejada, de walkmans, mirándose, comparándose, deseándose. También hay señores mayores, niños en triciclo acompañados por sus padres y señoras perfumadas con lentes de sol. Una señora me saluda a la distancia. Se parece a mi tía, a una tía que nunca me saluda por la calle y que en las fiestas familiares confunde mi nombre con el de su yerno. Se parece a mi tía Marucha. ¿Me está saludando? Puede que no sea a mí. Estoy muy sensible, muy confundido por el abandono de Juanjo más todo lo del encuestador que ya conté y no pienso repetir. Me levanté atrofiado, duro, distraído, lleno de tristezas, incertidumbres, alcohol y culpas. No quiero ir así a trabajar, quiero despejarme, seguir corriendo, seguir en la rambla. No quiero ir a trabajar. No voy a ir a trabajar. Ya está, ya lo resolví. Encuentro un teléfono público y llamo a mi jefe superior. Le digo que debo quedarme en cama porque estoy muy enfermo. Dice “Ok” sin prestar atención al ruido de los autos que seguramente se cuela por el teléfono. Bien. Ya está. Me duelen los ojos, como si hubiera estado un año llorando en lugar de una noche, como si estuviera lleno de orzuelos. ¿Qué hago? ¿Sigo recreando en mi cabeza la imagen de Juanjo abrazando al chico del piercing una y otra vez, como los informativos del once de setiembre mostrando en loop las torres cayendo, cayendo, cayendo y cayendo? ¿Me voy a vivir a Brasil? No. Tengo que hacer zapping. Tengo que trotar. Eso, trotar. Troto. Troto. Ya está. Sigo trotando. Tengo que trotar, aprovechar la mañana, distraerme y darme cuenta de que el mundo es hermoso, como esos chicos que vienen hacia mí pero siguen de largo.

La tía Marucha vuelve a saludarme. Me acerco y no es ella. Me saluda nuevamente. Levanta la mano y la agita como un náufrago. Son cosas extrañas que me suceden cuando salgo a trotar. Si fuera por mí, estaría horas y horas trotando para que me ocurrieran cientos de cosas extrañas, pero me canso y no tengo tanto tiempo. Igual me las arreglo para trotar casi todas las mañanas antes de ir al trabajo, así llego de buen humor y soporto mejor las impertinencias de mis jefes. En el trabajo todos son mis jefes y verlos a primera hora tan en su papel, sin haber hecho ejercicio, me pone antipático, hosco. En fin. La señora se acerca y resulta que no es la tía Marucha, sino Vilma, la madre de Juanjo. Me sorprende verla tan atlética, con lentes oscuros, luciendo ese jogging color amarillo hepatitis de diseño extravagante y escote pronunciado, atrevido, como una degenerada. Lo que más me sorprende no es su atuendo, sino verla en esa situación, trotando. Los dos estamos trotando. No me la imaginaba tan ágil y dinámica. Pensé que se había fracturado. “Tiene una rotura”, dijo Juanjo una noche, luego de colgar el teléfono. En fin. El encuentro se torna muy vertiginoso, mareador. Me detengo, se detiene y nos damos un beso sudado. Me da vergüenza mirarle las tetas. Me mira y me doy cuenta de que está maquillada, a pleno sol, tiene un cutis muy fresco y las orejas firmes, aptas para cualquier tipo de aros. Me saca una conversación sospechosamente amigable. No hablo por unos minutos. Me limito a escucharla, sonreír y quitarme el sudor con la mano. La gente con lentes de sol me inhibe, me deja mudo, sobre todo si son muy sofisticados o de marca. Le dan un aire a tábano. Me hace algunas preguntas más específicas y me animo a improvisar un diálogo gimnástico, transpirado. La charla tarda en decaer. Charla de trotadores.

—Lo bien que hacés en salir a trotar, querido, así te mantenés, eliminás la grasa y te quedan los músculos tal cual son.

—Sí, pero en mi caso eso no me sirve de mucho, tendría que ir a un gimnasio también, porque mis músculos nunca salen.

—Yo lo hago por los huesos. Los músculos van y vienen. Trotar es bueno para los huesos y nada más, para el resto están los abdominales. Abdominales. ¡Qué ejercicio completo!

—Yo me mato a abdominales.

—Lo bien que hacés.

Decidimos trotar juntos por la rambla soleada y cuando ya no podemos soportar el sol, seguimos por la sombra de otras calles del barrio. Se nos cruzan dos gatos negros en el camino. “Doble mal agüero”, advierto. Ella confiesa seguir una teoría que reza que un segundo gato invalida la mala suerte que da el primero. Juanjo tiene la misma teoría, también aplicable a las escaleras. Un día me dijo que él la había inventado. Cada vez que pasaba por descuido debajo de una escalera, no descansaba hasta encontrar otra que desactivara el conjuro. Llegaba a estar semanas culpando a la pobre escalera de cualquier contratiempo. A veces yo veía una escalera apoyada por ahí y corría a llamarlo por teléfono para sugerirle que pasara por debajo, pero él no iba aunque anotara la dirección, porque la teoría funcionaba sólo con las escaleras que él encontrara, como las serpientes que solamente comen las presas que ellas mismas logren cazar con sus artimañas. De repente me descubro hablándole como una cotorra. Hablamos de cualquier cosa, de temas generales y particulares, siempre evitando nombrar a Juanjo. Dejamos de trotar y caminamos. Me cuenta cosas de su vida. No sabe en qué etapa de su vida está. No se da cuenta. Yo tampoco. Es algo que tenemos en común además del gusto por trotar. Me dice “trotemos juntos” y reanudamos el ejercicio por las veredas descuidadas del barrio. Yo la sigo, como si tuviéramos un destino en común. Durante unos metros nos sigue un cachorro de pastor alemán. Se aburre y toma otro rumbo. Yo continúo.

La madre de Juanjo se llama Vilma, pero le dicen “Vilmack”. Vilmack hace algunos comentarios sobre los que trotan. Elogia sus ropas y el ímpetu de la gente de edad, como ella, que decide llevar una vida plena en todos los sentidos. Le encanta decir la palabra “plena”. “Trotar me hace sentir plena”. Le encantan los pastores alemanes. A los negros les dice “gente de color”. Cambia de tema todo el tiempo, como si estuviera junto a un amigo íntimo, un taxista o un psicoanalista, como Juanjo. Habla de cine y no me aburre. Yo la escucho sin acotar comentarios porque me cuesta hablar coherentemente mientras me ejercito. Me cuenta la última película que vio. Se trata de una chica que va con su esposo fotógrafo a Japón y se aburre mucho, se siente muy perdida, hasta que encuentra un actor de su misma raza que va a filmar un comercial de whisky. Un bodrio. De todos modos me resulta de lo más interesante. Me encanta su manera de contar la película porque, si bien no le gustó porque el encare de la directora era un tanto racista y el guión le pareció una reverenda estupidez, la trata con respeto y solemnidad. Juanjo sí que me aburría cuando hablaba de cine. Era su peor tópico. No lo soportaba cuando elogiaba Baraka, la película que más le había emocionado en su vida. Le encantaba hablar de Baraka apenas salía el tema “cine” en una reunión y la citaba con frecuencia en las conversaciones serias, elogiando sus virtuosismos políticos, poéticos y formales. “Es impresionante”, decía. A Juanjo le encanta la palabra “impresionante”. “Una obra maestra desbordante, impresionante, que incluye todas las artes”. Esas imágenes tan impresionantes de cientos de chinitos, o gallinas, haciendo lo mismo. O ese indiecito mirando la cámara como un monito, con tantas interrogantes. Interrogantes impresionantes. Yo cambiaba de tema y hablaba de actores. Hablaba de Leticia Brédice repitiendo cosas que escuchaba decir a los amigos nuevos de Juanjo, o sea, se las volvía a decir a ellos mismos. Juanjo me daba vergüenza ajena, sin embargo mi reacción era aun más patética. Mi estrategia estaba muy mal resuelta pero era más instintiva que pensada. No me salía otra cosa que repetirles sus propias conversaciones. Obviamente, el segundo paso era sentirme culpable por no dejarlo expresarse a su antojo. El tercer paso era irme, irme a trotar o a hacer cualquier cosa. Me iba y pensaba. “Si le gusta Baraka, le gusta Baraka”. ¿Qué tengo que ver yo en todo eso? ¿Acaso fui yo el que le dije “vamos al cine a ver una película impresionante de chinitos y pollitos”? No. Cuando lo conocí él ya venía con Baraka incluida.

En el cine éramos los últimos en salir porque Juanjo siempre quería leer la banda sonora. Anotaba los nombres de las canciones para después bajarlas de internet. Se quejaba porque pasaban muy rápido, la letra era chiquitita y no veía bien. No le daba el tiempo para anotar, así que yo lo ayudaba y escribía en otro papel las canciones de la derecha de la pantalla, él escribía las de la izquierda, pero a veces yo lo hacía mal y en lugar de anotar el nombre del grupo anotaba el de los compositores. Me confundía. Yo no le servía para eso, ni para otras cosas. Me sentía muy torpe, como cuando quiero desenroscar una lamparilla de luz quemada y la rompo, quedándome con el vidrio en la mano, pensando que moriré electrocutado un segundo después.

De repente Vilmack me invita a almorzar. ¿Tengo algo mejor para hacer? No. Menú: tarta de berenjenas. Genial. Apenas llego a su casa me siento como un gato gordo entre los almohadones comodísimos de un sillón para anotar la receta de la tarta de berenjenas, que de sus comidas de tupperware es la que más me gusta. Vilmack se siente muy halagada porque elogio sus cualidades culinarias. Parece que Juanjo nunca lo había hecho en su justa medida. Es la primera vez que lo nombra. “¿Ah, no?”, digo. “No”, responde y cambia de tema. Habla de sustituir algunos ingredientes por otros más económicos. Me llama la atención que no me pregunte por nuestra separación. Los ingredientes son muchos y la preparación es muy sencilla, se hierve todo junto, se pone dentro de la masa y va al horno. Ya está. No quiero volver a mi apartamento. Saca unos entrecots del microondas. Me siento muy cómodo, me distrae, aunque por momentos me habla y no le entiendo. Habla de ejercicios. Me sugiere una perseverante rutina de ejercicios y comer mucha fibra, pero yo no sirvo para eso. ¿Por qué seguir los consejos de una señora? No siempre es bueno seguir costumbres ajenas. Demasiado con todo lo que troto y todos esos abdominales de mierda que hago. Además, ¿no era que no le importaban los músculos? Esta mujer me dice cualquier cosa. Me está mintiendo. Debo cuidarme. Vamos al patio con entrecots en la mano.

El patio es pequeño pero muy limpio y muy blanco. Mucha enredadera con flores blancas, mucha macetita con tunas, mucha piedra laja. Me imagino a Juanjo en ese patio. No me lo imagino haciendo nada en particular, simplemente visualizo su imagen, parado al sol, en el medio del patio. Es una imagen solarizada. Es un video hecho por una cámara de muy mala calidad. Tiene los brazos cruzados. Vuelvo a la tierra. Voy a sentarme y rompo una silla plegable. Ella se ríe. Le divierto. Soy un monito. Sigue hablando. No me animo a festejar mi blooper y hablo un poco más. Pido perdón por lo de la silla y dice que no importa, que son de muy mala calidad, que se va a comprar unas artesanales, recicladas, hechas con botellas descartables. Me explica la técnica y no la entiendo. Hablamos de las calidades, de lo importante que es comprar cosas de buena calidad. No paramos de hablar un segundo. No es un diálogo acartonado. Me sorprendo a mí mismo hablando tanto, preguntando tanto, rimbombantemente. Debe ser porque si alguien me da curiosidad quiero saber todo al instante, no perder el tiempo. Me sorprende no preguntar nada de Juanjo, hacer como que no existe, dejar de visualizarlo, preguntarle por las tunas. Me encanta sorprenderme de mí mismo siempre que puedo. Vamos a un balcón con sombra hablando de las tunas. Tener siete tunas trae suerte. Ni una más, ni una menos. Vilmack aprovecha para regar las plantas. Me concentro en sus movimientos. Me llama la atención que riegue con ese sol tan fuerte, amenazante. Pensé que eso le hacía mal a las plantas, aunque estén a la sombra. Pensé que las tunas no se regaban. No lo digo en voz alta para no resultarle impertinente. Ella es grande, profesional y sabe lo que hace. Dice que va a poner un vidrio en el balcón y lo convertirá en un mini jardincito de invierno. Vemos que pasan demasiados taxis vacíos y nos llama la atención. Nos damos cuenta de que el mediodía no es una hora pico para los taxistas. También nos damos cuenta de que el día está espléndido. Nos damos cuenta de todo. Miramos el cielo despejado y vemos un pájaro negro volando. Vilmack lo señala y dice: “Mirá, un tordo”.