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Los útiles de jardín

Aquellos geranios, aquellas rosas blancas, aquellas azucenas, lilas y crisantemos o caléndulas, siemprevivas o fucsias, dalias y claveles nunca jamás habían tenido la hermosura que ahora tenían en el jardín de la vieja maestra o en sus macetas, y todo el mundo decía que siempre había tenido unas manos divinas para todo pero en especial para el jardín, y que, cuanto más vieja era ella, eran sus manos más divinas. Aunque todo el mundo sabía también que andaba todo el santo día y parte de la noche, y especialmente desde que estaba jubilada, entre barro, piedras, sacos, roñas y líquidos de mil químicas diferentes, y manejando toda clase de utensilios de labor para el jardín, en cuanto la dejaban medio rato las hazanas de la casa, y los libros que leía. Pero como si fuese un jardinero el que la hacía todo eso; y cuando veían la hermosura del pequeño jardín y de sus macetas, la preguntaban:

—Pero ¿qué hace? ¿Cómo se las arregla usted para tener flores así?

—Atenderlas simplemente. Éste es todo el misterio. Son muy agradecidas —respondía.

Pero la verdad era lo que veían: que ella se dejaba los días en el jardín, en el riego o en la poda, en la lucha contra el hielo, y en la remoción de tierra; y, sobre todo en el otoño, cuando preparaba con las hojas muertas y con toda otra clase de basura y residuos el mantillo para el invierno y el abono; aunque también compraba un abono especial en pequeñas cantidades, sobre todo uno muy bueno que la habían recomendado en un vivero. Pero lo utilizaba sólo para las macetas de interior, según la habían indicado. Y, desde luego, las gentes que veían en el interior de la casa de doña Concha las seis u ocho macetas que tenía se quedaban maravilladas de que hubiera algo así como otro jardín todavía más hermoso allí dentro. Y ella misma había entregado un poco de ese abono a alguna vecina, y los resultados también habían sido asombrosos, aunque las gentes pensaban que no tanto como en el caso de la vieja maestra, a causa de las manos que tenía para todas las otras cosas, como los bordados o la cocina.

—A doña Concha —decían— lo mismo se la da hacer un potaje que manejar la podadera o la escardadora. Y no necesita abonos, ni no abonos, aunque los eche. El misterio son las manos.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, ella ya no había vuelto a encontrar ese abono, y aunque las plantas de interior continuaban lozanas y fresquísimas, no tenían desde luego aquel verdor o colorido de antes, que parecía que acababan de brotar y se asomaban por primera vez a la luz del mundo; de manera que, cuando fue a la capital, volvió a insistir en preguntar en la tienda de flores por aquel abono, y la dijeron que vendría, pero que enviarían pocos envases y todavía tardarían algún tiempo en enviarlos, porque la fábrica no daba abasto a la demanda y la materia de la que se hacía ese abono debía de ser difícil de encontrar, así que tendría que conformarse. Y entonces la dieron un folleto sobre ese abono que se llamaba Promesa radiante, y ese folleto de información tenía en su portada el rostro de una niña con un ramillete de violetas en las manos, y sonriéndose. Y se lo llevó a casa, pero, como estaba en inglés, no pudo leerlo, y lo puso entre los libros y fichas y papeles sobre plantas que tenía, para cuando viniese en vacaciones su sobrina Caty y se lo tradujera.

Y no pasó más sino que doña Concha volvió a abonar las plantas con el abono que siempre lo había hecho, y siguieron llamando la atención sus árboles y sus flores, aunque no tenían el remate ni el esplendor que aquel otro abono las daba. Pero también ocurría ahora que doña Concha ya tenía sus años, y además un poco de artritis, y no podía dedicar tanto tiempo ni tantas fuerzas al jardín, y tuvo que encargar a alguien que hiciese las labores más pesadas en él, y en realidad ya casi todas, porque doña Concha se dedicaba a las macetas, ahora incluso más que antes. E incluso rezaba ante ellas, según decían las gentes con un deje de pena y de misericordia hacia ella, porque así iba perdiendo la cabeza como había ido perdiendo las manos con la artritis aquella mujer, que parecía que era mucha mujer de su casa y su jardín, y que sabía hacer todo mejor que nadie.

Pero así era la vida, y a lo último ya la tuvieron que llevar a una clínica en la que decían que estaba como un vegetal, en su ser y sin dar señal de ver, oír ni sentir. Estaba sin salir de sí misma, mirando fijamente no se sabía dónde, porque su mirada parecía vagar por todas partes sin mirar a ninguna, ni siquiera a la lejanía y al infinito, excepto cuando la llevaban a la habitación una maceta; que entonces se ponía de rodillas y comenzaba a mover los labios como si rezase, aunque nadie lograba entender nada de lo que decía en un susurro, y con los ojos cerrados. Y en la clínica murió no mucho después de entrar allí.

Fue algún tiempo más tarde, cuando su sobrina Caty se puso a arreglar la casa y a ordenar lo que había en ella, y también los libros de plantas, porque a ella también la gustaban mucho; y así fue como se encontró aquel folleto de aquel abono donde se hablaba de su complicada fabricación. Se decía allí que primero tenía que tomarse la materia orgánica para introducirla en hidrógeno líquido hasta que se solidificara. Luego tenía que sacársela de allí y mediante ondas electrónicas se hacía pedazos aquella masa sólida, para al fin obtener de ella una especie de harina o un granulado muy fino. El proceso de elaboración era así de complejo, y mucho más, y por ello a veces la producción no podía cubrir toda la demanda, aunque ya estaban prácticamente superadas las principales dificultades para el aumento de producción que se planteaba, y que eran los prejuicios sociales y religiosos los que hacían que las gentes se negasen muchas veces a vender la materia prima para ese proceso. Pero la demanda de ella había subido los precios, y la sensibilidad ante el mercado había cambiado ya bastante entre los suministradores; de manera que, aunque los consumidores del producto eran cada vez más, era de prever que en muy pocos meses llegaría al mercado con normalidad.

Así que, entonces, por todo lo que en el prospecto de propaganda se decía, acerca de que si san Pablo se había preguntado dónde estaba la victoria de la muerte, ahora era cuando se realizaba ese milagro con unas vidas muertas transformadas para dar vida y seguir viviendo en las plantas, comprendió Caty, la sobrina de doña Concha, que ésta había acabado por entender muy bien aquel prospecto. Y ahora ella misma comprendía que se arrodillase ante las macetas, y que, como la habían contado las enfermeras, las hablase o rezase.

—Pero tía Concha no sabía de inglés ni una palabra. Éste es el misterio —decía Caty.

Y se pasaba ahora ella las horas muertas con aquel prospecto en la mano, buscando un diccionario de inglés por toda la casa. O allí, en el pequeño invernadero donde la tía Concha guardaba los utensilios, y los libros y folletos de jardinería. Pero no lo encontró; aunque sí luego en uno de entre los libros de misa y devoción que tía Concha tenía en su dormitorio, había un papel doblado donde estaba la traducción que ella había hecho del folleto, que era muy mala, pero clara como la luz del día.

No se cansaba de releerla y de mirar luego cómo sonreía la niña con una flor de lirio que estaba en algunas bolsitas vacías del abono Promesa radiante, según decía la etiqueta en español allí pegada.

Confidencia

—¿Y cómo es que has venido sola? ¿Por qué no te ha traído Emma? —preguntó Amparo, que estaba allí esperando en el hall del hotel cuando ella llegó.

—Me he venido yo solita en tren ¡qué quieres! Aunque Toni mi marido creerá que he venido con Emma y mi hermana y mi cuñado —contestó su amiga Mary, pidiendo la llave de su habitación ante el mostrador de recepción del hotel.

—¡Ya te contaré! —añadió con la voz empañada.

La tomó del brazo, y no cogieron el ascensor, sino que fueron subiendo lentamente por la escalera, aunque tenían que ir hasta el segundo piso; pero no hablaban, como si cada una de ellas necesitase de ese silencio para la conversación que iban a tener. Mary la había llamado como pidiéndola el socorro de su presencia, a esa hora tan temprana de la mañana, mucho antes de la hora en que habían quedado en el hotel para iniciar desde allí todos juntos la excursión.

Y, ahora, al llegar al primer piso y pararse un instante como para reposar en un descansillo, lo que Mary dijo, mirándola como buscando refugio con sus ojos en los de su amiga, fue:

—Triste sí es lo que tengo que contarte.

Y añadió luego, casi en un sollozo, que la había molestado porque no podía aguantar más sin desahogarse, y que, si no se lo contaba, podía estallar en cualquier momento en un ataque de histeria. Porque, como ya sabía por lo que habían hablado por teléfono, ella vino con ellos, su hermana, su cuñado y Emma hasta Burgos, donde habían pasado la noche, y ella había descubierto lo que había descubierto. Ya la diría.

Parecía que los últimos escalones eran para Mary como los de la subida a un cadalso, y luego el pasillo, un pasillo de amargura; pero en cuanto entraron en la habitación, tras cerrar el balcón como para celar su conversación más que para evitar los escasos ruidos de una calle muy recoleta a la que daba, tuvo como un momento de debilidad en el que parecía que iba a volver al llanto, pero se serenó repentinamente, y contó todo muy deprisa y con una absoluta claridad.

De lo que se trataba era de que, recién llegada al hotel de Burgos ya casi a las doce de la noche, y como ellos ya habían llegado pero no parecía que la esperaban, ni se presentaban en su habitación, ni tampoco Emma estaba en la que podía comprobar que había pedido para ella sola, fue hasta la habitación de su hermana y su cuñado, donde parecían discutir algo divertido, porque las risas se oían desde fuera. Y no era que ella se parase ante las puertas de las habitaciones para escuchar la conversación de quienes estaban dentro de ellas, pero fue que lo que oyó, mientras se acercaba por el pasillo, la hizo pararse en seco, y quedó como clavada en el suelo.

—Nunca lo hubiera pensado en Emma —dijo.

Aunque ya llevaba meses y meses cavilando en la fría distancia que Emma venía tomando de ella. Y ¿cómo no iba a cavilar, si Emma incluso la trataba como si fuera una niña pequeña o una idiota, cada vez que la hablaba?

Así que ella ni dormía. Su sueño era, desde hacía mucho tiempo, mitad duermevela y mitad cavilaciones, vigilia tensa y preocupada, cuando Emma la decía, por ejemplo:

—Mañana vendré a las seis y media o las siete, pero no necesito que mamá reciba a su niñita con un vaso de leche caliente y unas pastas. No hace falta que mamá se sacrifique, ya soy mayorcita, y a lo mejor algún día ni vengo.

—¿Y si se lo digo a tu padre?

—Pues os quedáis solitos, mamá; porque yo me iré a un pisito con mis amigas.

Esto sucedía una o dos veces por semana, y ella, Mary, había llegado a veces a echar un somnífero ligero a Toni para que no oyera la llegada de Emma a esas horas, u otras veces simulaba que tenía revuelto el estómago e iba a hacerse un té a la cocina, y hacía allí ruido, por lo menos mientras Emma abría y cerraba la puerta, porque quién sabe lo que ocurriría si Toni se despertara. Éstas eran sus noches.

—¿Y qué hago?

Pero lo que había pasado la noche anterior no se lo podía ni imaginar Amparo. A ella, a Mary, la parecía que oía hablar alto y muchas risas desde su habitación misma, mientras daba vueltas y vueltas en la cama, y la parecía que su hermana y su marido eran los que reían en el pasillo. Así que al fin se había levantado y echado a andar por éste, como la estaba contando, y tras la puerta de una de las habitaciones, cuatro o cinco números más allá del suyo, oyó claramente, porque la puerta ni siquiera estaba cerrada del todo, que Emma decía en un tono muy alto y desenfadado:

—Pero ¡qué va! Los viejos están totalmente en Babia. Ni notaron nada, ni preguntaron nada.

¿Cómo no iba a pararse ella junto a esta puerta de la habitación de su hermana y su cuñado? Y no quería escuchar, podía jurarla a Amparo que ella no quería, que lo que quería era entrar allí o volverse a su cama; pero se sentía como si pesase toneladas y no podía moverse; y no quería oír, pero escuchaba:

—A vosotros, los progres carrozas, exactamente igual que a los carrozas del otro lado como mis papás —decía Emma—, se os ha metido en la cabeza que hay que ir a Londres para abortar; o eso es lo que decís, porque de sobra sabéis que eso se puede hacer bien barato en cualquier parte de España, y no sólo en las clínicas que tienen vuestros amigos mismos. Hasta puedes pagar en especie, como bien sabéis también; y, si está bien el tipo, ¡pues luego te duchas, y en paz!

—¡No seas cínica! —comentó mi hermana Luisa. —Si queréis, os doy nombres. Pero ¿para qué, si sabéis más que yo?

Lo que Emma quería era que ellos, los tíos, convencieran a sus padres de que ella, Emma, tenía que ir a Londres, porque allí iban a ir sus amigas, a pasárselo bien, y ni por la cabeza se las había pasado lo del aborto. E iban a ganar unas perras haciendo algunas poses para revistas decentes, que era el asunto que las había buscado su querido tiíto allí presente. Pero que no podía ir sin que papá lo supiese, y, además, necesitaba unas perras para ir, y para desenvolverse al principio.

—¿No decía mi madre que teníais que ir a Londres vosotros? Pues fijáis una fecha, me voy con vosotros, y luego allí en Londres me encuentro por casualidad con mis amigas. ¿Vale?

Luego ya Mary dijo a Amparo que no recordaba que hubiese oído nada más, sólo que se sentía entumecida y paralizada como en los sueños, y, luego, había despertado en su cama. Ni sabía cómo había podido ir hasta allí, y todo lo demás la parecía que lo había soñado; pero estaba segura de que no lo había soñado.

—¿Y sabes por qué sé que no lo he soñado, Amparo? Porque me traje la llave de la habitación de ellos, que estaba puesta en la puerta por fuera, sin darme cuenta, y aquí la tengo en el bolsillo. ¡Tenla!

Amparo la tomó, y dijo:

—Ésta es la llave de esta habitación, Mary. No la de la habitación de ellos. ¡Has tenido una pesadilla! O te pasa algo psíquico. Porque ¡fíjate!

Y Amparo trató de hacerla ver que todas eran cavilaciones, nerviosismo.

—¿Es que no está Emma en un colegio de monjas?

Mary compuso un rictus de sonrisa, que era como la expresión de la pura tristeza y amargor, y luego explicó que a la directora y a la psicóloga de las monjas había ido ella, Mary, porque la habían llamado, y lo que la habían dicho había sido que Emma no reposaba ni un momento, ni rendía en el estudio, porque ella, su madre, se metía en su vida y la quería gobernar según sus puntos de vista. Emma era inmadura por culpa de ellos, de sus padres. Pero Toni no sabía nada de todo esto. Ella no se había atrevido a decírselo.

Suspiró a seguido, como aliviada, dio un beso a Amparo, y dijo, conmovida y en un susurro:

—¡Gracias por venir!

Pero tenía tanto dolor en su alma que Amparo la dejó que llorase un buen rato apoyada en su hombro.

Luego llamaron a la puerta y era Emma, que después de saludarlas como a dos desconocidas dijo, dirigiéndose a Amparo y como si la madre de Emma no estuviese allí:

—Anoche, en el hotel de Burgos, cuando me iba a la cama, me encontré tendida en el pasillo a mamá, y estaba como sonámbula. Creo que debía ir al médico.

—Yo la convenceré, Emma; pero no hace falta que comentes el asunto con nadie. ¿La vio alguien más?

Emma dijo que medio hotel, pero ¿era que no sabía ella, Amparo, siendo tan amiga de mamá, que mamá bebía a veces y se estaba levantada hasta las tantas, y luego, cuando llegaba algunas noches, tarde, a casa, ella, Emma, tenía que arrastrarla hasta la cama? ¡Quién sabía cómo se la encontraría al volver de Londres, adonde iba a ir como parte de un intercambio que la habían buscado las monjas con una muchacha inglesa que vendría al colegio más tarde! Porque ella iba a irse, quería perder de vista a mamá, que estaba metiéndose en su vida continuamente, y ella quería vivirla a su manera.

Y Amparo hizo ademán de levantarse, pero Mary la sujetó por un brazo, haciéndola sentar de nuevo, y miró entonces a Emma con unos ojos tan misericordiosos, que Emma dijo:

—¿Quieres hacer el favor de no mirarme con esos ojos de asesina?

Y luego salió de la habitación queriendo dar un portazo, pero ni pudo cerrar la puerta y se la oyó taconear por la parte del pasillo en la que no había alfombra. Como si fuera un tropel de caballos que huyera. Y su amiga Amparo dijo a Mary que ya podía comprobar que Emma se había ido como huyendo, como si la hubiera picado una víbora, y quizás había ido a llorar a su habitación.

—¡Ojalá llorase! ¡Ya no puede llorar! ¡Escucha! Éste es el juego de cada noche. ¡Escucha! —dijo Mary.

Porque todavía se oía el taconeo, ahora muy lento, de los zapatos de Emma, mientras pisaba las baldosas del pasillo, como antes, al lado de la tira de moqueta; y parecía que regresaba a la habitación donde ellas estaban. Y Amparo no sabía qué decir, tenía solamente los ojos clavados en los ojos de Mary, cuya mirada no se movía de la puerta. Y entonces, de repente, se abrieron las cristaleras del balcón con un golpe de viento, y la puerta se cerró violentamente.

La piel de los tomates

—Por aquí sólo hay tres casas: la de la Señora, que tiene de servicio a dos muchachas sordomudas y a un mayordomo y a un jardinero chinos; la casa del señor Miguel el barquero, y la de una servidora y de mi sobrino, que tenemos, además, esta pequeña huerta.

Hizo una pausa no pequeña, y añadió:

—¡Bueno! También todos los días vienen turistas a embarcarse para disfrutar de la laguna, y desembarcar al otro lado; pero ya no vuelven por aquí, salvo una vez uno que ¡fíjese cómo es el mundo! era un chico joven que iba a buscar a su novia al otro lado de la laguna para traerla con él y casarse, y luego volvió solo y como un viejo, en menos de tres horas; y esto se lo digo no porque me lo dijo a mí un día el señor Miguel el barquero, sino porque lo comprobamos también nosotros, porque aquel viejo que vimos era como si hubieran disecado a un muchacho joven, que me había comprado unos tomates poco antes de embarcar, pero no se podía comprender cómo podía ser aquello.

A todo el que allí iba le ponía ella al corriente de todo esto a lo mejor para que no se extrañase de aquel lugar tan silencioso y donde vivía tan poca gente. Y con aquel roble gigantesco, que sobresalía por encima de las tapias, y que estaba seco pero daba más sombra que muchos árboles bien verdes y copudos; pero allí no iba ningún pájaro, y sólo se posaban en él las gaviotas azules de la laguna. Y esto era en lo primero en que se fijaban los turistas apenas se bajaban de los autobuses, aunque les decía el señor Miguel que gaviotas de ésas tendrían las que quisieran a la otra orilla, que no se molestasen en hacer fotografías.

Los que venían por aquí, sin embargo, a comprar sus tomates, sólo preguntaban si esos pájaros tan raros que estaban en aquel árbol grande al otro lado del pueblo, junto a la carretera, no se los picoteaban; y ella respondía que esas gaviotas azules no sabía ella siquiera si era que estaban pintadas en el árbol o eran inapetentes. Ni se acercaban.

—¡Y que no se las ocurra un día! Yo no tengo que ver nada con la Señora, ni con nada de ella. Pero no me voy a ir a vivir a otra parte porque a ella se la antoje, estando aquí mi casa y mi huerta, y dando esta tierra los tomates que da —comentó ella finalmente.

Y mamá también decía que los mejores tomates del mundo los vendía aquella mujer, que era muy anciana según se aseguraba, aunque siempre todos los que la habían conocido la habían visto tal y como ahora la veían; con una piel tan fina y lisa, sonrosados los carrillos, y ni una cana. Vivía bastante lejos del pueblo, al que ella iba rara vez, y había que llegarse hasta su casa para comprar los tomates; pero en ninguna parte los había tan excelentes además de ser tan tempranos, y ella era muy amable, y contaba muchas cosas.

—¿Y cómo es que sólo usted tiene en abril tomates, señora Justa? —preguntó mi hermana.

—Pues porque sí, ya te lo he dicho otras veces. Porque fue la única herencia que nos dejó mi padre a mi hermano y a mí, y ahora a este sobrino mío. Tener tomates antes de que se acaben las lilas, decía mi padre que en Gloria esté. ¡Ya veis! Era un don y una gracia que tenía, un termeño y un saber. ¡Ya veis!

Y explicó que, en esto de los tomates, todo era un tino y un comprender el calor que necesitaban, que era como cuando una madre sabía cuándo tenía que poner la chaquetilla al niño en abril mismo. Porque ¿cómo sabe una madre cuándo tiene que poner la chaquetilla al niño? Ni el niño mismo lo sabía, ni ninguna otra persona, pero la madre sí. Y que así sucedía con los tomates. Y de lo que menos necesitaban éstos era de un invernadero, sino del calorcillo de una pared a la que hubiera dado el sol durante el día, y luego echarlos un periódico encima por la noche, y taparlos como con el embozo de una sábana. Y que su padre decía siempre que no había nada como los periódicos para que el relente de la noche no mordiera los tomates, y, si se los echaba encima otra cosa, como un plástico e incluso unos cartones, ya no era lo mismo. Y eso se notaba luego en la piel, porque un tomate tenía que abandonar su piel entre las manos, no tenía que pelarse, porque entonces era como si se le despellejara, y había que ser misericordiosos con las verduras y las frutas, y las cosas. No sabía ella cómo tenía valor la gente para arrancar la piel a los tomates, porque un buen tomate ofrecía él mismo la piel con que se le hiciera una caricia, como podía decirlo aquel sobrino suyo cuando los comía. Aunque, desde luego, era un inocente, y a lo mejor por eso mismo sabía más de los tomates y de tratar a todas las plantas y los frutos de la huerta, porque estos frutos también eran cosas inocentes, y de inocente a inocente siempre tendrían un buen trato, mejor que con las demás personas corrientes.

—Y lo sabe bien aquí tu hermana —dijo la señora Justa dirigiéndose a mí, que era la primera vez que venía a su casa.

Y toda esta conversación la teníamos delante de aquella casa, que era una casita muy pequeña, blanca, con tejas muy rojas, y con la puerta y las ventanas pintadas de azul. Tenía un portalillo con dos puertas, una que iba a las habitaciones y la otra a la tienda, que era una estancia de paredes blancas y, en una de ellas, la que estaba frente a la puerta, había colgado un calendario con la imagen del Ángel de la Guarda protegiendo a un niño, y con los números de los días muy grandes; y luego estaba el mostrador de madera oscura, la balanza dorada sobre él, y un cestillo con las pesas. Y, allí cerca, estaban tres sillas de anea, una detrás del mostrador y las otras dos delante de él.

—Aquí nos pasamos las horas muertas el señor Miguel el barquero y nosotros cuando no tenemos tarea, hablando y hablando de cosas, o en silencio, mirando al Ángel de la Guarda mientras caen esos días —dijo señalando con la barbilla el taco en la pared.

Luego se acercó al oído de mi hermana y la dijo algo, y mi hermana abrió unos ojos muy grandes seguramente por lo que la dijo. Y a seguido, ella, la señora Justa, se dirigió a la puerta y voceó a su sobrino:

—¡Juliancillo, Juliancillo! ¿Qué estás esperando?

Y luego entró rezongando:

—¡Dónde se habrá metido este chico! Es bueno como el pan, y trabajador, y muy alegre; pero a veces tiene como trances y ausencias, y qué sé yo lo que estará pensando. Habla poco, pero el señor Miguel el barquero le lleva para que hable con algún turista de los que vienen.

Porque lo que ocurría era que todos los turistas se quedaban con la boca abierta viendo la barca de madera negra y reluciente, y las jarcias de plata antigua; pero luego a algunos de ellos, cuando ya habían subido a la barca, les entraba como un desasosiego, decía el señor Miguel, y se querían bajar; y esto le causaba a éste muchos trastornos.

Y entonces fue cuando acercándome yo ahora al oído de mi hermana la dije:

—Yo también quiero ver la barca, Juli. Díselo a la señora Justa.

Y mi hermana se lo dijo a la señora Justa, pero ésta contestó enseguida:

—No, hijo. No se puede ver esa barca. Yo sólo la vi una vez de refilón, cuando le fui a llevar un día, sin avisarle antes, unos tomates al señor Miguel, y acababa de atracar, pero, en cuanto me vio, saltó de la barca, la echó una lona grande encima y me preguntó:

—¿La ha visto, señora Justa?

—De refilón. Como en un relámpago.

—¡Menos mal! Estas cosas de mi oficio no se pueden ver, señora Justa. ¡No crea que no lo siento, pero lo ha prohibido la Señora! —contestó el señor Miguel.

Y ni siquiera había entrado ella nunca en casa de éste, aunque sabía que también tenía allí una balanza, pero mucho más grande y dorada que la suya, y un día se le había escapado al señor Miguel que pesaba allí a los turistas. Ni se lo imaginaba ella; pero ese día estaba muy contento y dicharachero el señor Miguel, y fue cuando dijo eso, y que la barca había ido a toda velocidad por la laguna, y había podido echar tres viajes, porque lo había calculado bien cuando pesó a los turistas, y había comprobado que eran casi todos ellos como avellanas vanas, o plumas, o sacos de aire; y que otros días, sin embargo, era como si arrastrara plomo. Aunque no sabía bien ella lo que quería decir con eso. Pero el caso era que, antes de cobrarlos el dinero del viaje, el señor Miguel pesaba a los turistas en la balanza poniendo a éstos en un platillo, y en el otro, en vez de pesas, almendras amargas, porque dijo que eso era lo que tenía que hacerse, porque no había nada como el amargor para pesar a las personas.

—¡Qué sé yo! Cada oficio tiene sus conocimientos y secretos, Juli —añadió la señora Justa.

Y entonces ya acabó de envolver los tomates y los puso en la cesta de mi hermana, aunque luego, sonriendo, continuó diciendo todavía que tampoco sabía ella mucho más, porque era su sobrino Juliancillo el que más hablaba con el señor Miguel, y hasta un día con la Señora, hasta sin verla, pero nunca decía nada de lo que pasaba o de lo que hablaban, salvo un poco de aquel hombre joven que había subido a la barca para ir a buscar a su novia a la otra orilla de la laguna, y traerla a esta otra orilla nuestra para casarse, y cuando ya llevaban medio camino, le había dicho el señor Miguel:

—¡Ni lo pienses, hijo! Ella no va a salir de donde está. Y no va a volver nunca. Ni tú te puedes quedar a la otra orilla.

Y entonces el joven se había arrojado al agua, sin que el señor Miguel lo hubiera podido evitar, ni por muchas voces que le daba había podido hacerle desistir de una tal locura, de manera que el señor Miguel tuvo que ir a recogerle, pero ya se había convertido en viejo, y no se acordaba de nada, salvo que sólo decía, unas veces gritando y otras en un susurro: ¡Eurídice, Eurídice! Y así le había traído a tierra el señor Miguel, y le había llevado directamente a la casa de la Señora, que era como la empresaria de aquel negocio de trasportar a la gente por la laguna, pero a la que nadie había visto nunca, ni ella se dejaba ver.

Al joven que se había vuelto viejo, sin embargo, sí le habían visto alguna vez, como ya había dicho ella, la señora Justa, y tenía la piel de la cara y de las manos consumidita como la de un tomate helado. Y esto era lo que pasaba por aquellos andurriales, y no había más novedades que las de siempre; y que se lo dijéramos a mi madre, mi hermana y yo, porque, cuando no se puede salir de casa, gusta saber lo que pasa por el mundo, aunque sólo sean las cuatro cosas de todos los días, que era lo único que podía pasar aquí. Porque hasta habían dicho que iban a hacer un hotel para los turistas, y el señor Miguel la había advertido a ella, la señora Justa, que ya podía ir pensando en sembrar más tomates; pero la Señora había dicho que era innecesario el hotel, porque lo que tenían que hacer ya en esta vida los turistas que venían aquí era pasar cuanto antes la laguna y ver lo que tenía que verse al otro lado, así que el hotel no se hizo. Y la señora Justa se alegró, porque tomates como eran los suyos ya tenían costumbre y querencia al calorcillo de la solanilla de siempre, y tenían que ser pocos necesariamente los que se podían sembrar allí. Y tampoco iba ella a irse a recoger todos los periódicos del mundo para arroparlos. Y, además, los turistas no sabían apreciarlos ni por su piel, ni tampoco por dentro, porque, como decía el señor Miguel, ellos mismos poco tenían dentro; y, unos por vanos y otros por rellenos, nunca daban el peso justo que aparentaban.

El día del Juicio

Era un día del final del invierno, uno de aquellos en los que la primavera ofrece como un adelanto o una muestra de sí misma; un día muy templado y esplendoroso, y debía de celebrarse alguna clase de fiesta del gobierno, porque por las calles por las que las gentes iban paseando tranquilamente sin ir a ninguna parte, sino realmente para tomar el sol y disfrutar, veían desembocar verdaderas riadas de otras gentes que debían de llegar de fuera de la ciudad. Desde las primeras horas de la mañana se había oído, en toda ella, como un toque de trompeta, pero no un toque militar exactamente, y quizás llamaba a la gente a la celebración que parecía que se estaba haciendo; aunque los transeúntes que se conocían, e incluso los que no se conocían, al oír luego, de nuevo, la trompeta, se preguntaban unos a otros por la razón de este toque realmente maravilloso, y por el motivo de que tantas gentes se apresuraran como si llegaran tarde a algún espectáculo.

—Creo que están poniendo una película del Juicio Final que es muy bonita, en un cine de aquí del centro —dijo ella, la abuela.

Pero Rosita, su nieta, que la acompañaba, contestó que a ellas las habían llevado desde el colegio, porque había mucha historia en la película, y a todas las chicas las había parecido bien. Tenía cosas muy interesantes, y, sobre todo, unos efectos especiales muy impresionantes. Por ejemplo, como cuando llegaba Dios como Juez, y luego también en algunos de los juicios que se hacían, como cuando juzgaban a Pilatos, que se lavaba las manos en una jofaina de plata allí mismo en el juicio y, apenas se las había secado, ya volvían a ponerse rojas. Y ella, la abuela, nunca las había contado eso. ¿Era verdad lo de la película o lo que ella la había contado?

—La verdad es la verdad —dijo la abuela.

Y luego la explicó que Pilatos mismo le había preguntado a Jesús qué era la verdad, y éste le había respondido que él era la verdad. Se lo había repetido muchas veces, y no comprendía cómo todavía ella, su nieta, tenía que preguntar cuál era la verdad. Aunque, pensándolo bien, lo que la película quería decir era que, aunque Pilatos hubiera hecho aquella ceremonia de lavarse las manos, llenas de la sangre del Justo estaban para siempre, y, bien miradas las cosas, no debía de estar mal aquella película. Así que Rosita propuso alargarse hasta el cine en el que la ponían, que no estaban tan lejos de él, y mirar las carteleras y las fotografías, para volver al día siguiente, si la abuela quería, a ver la película. Al fin y al cabo, el cine las cogía de paso de la joyería en la que la abuela había encargado arreglar una antigua pulsera suya que siempre había gustado mucho a Rosita, y la abuela se la iba a regalar ahora que iba a cumplir quince años a la semana siguiente. Así que hacia el cine se dirigieron.

Y lo que vieron, según se iban acercando, fue que había una inmensa cantidad de gente a la puerta, pero que entró enseguida aquella multitud, y que luego volvió a haber otra tanta gente por lo menos, y también entró en un santiamén; y que entonces vieron a un joven o a una joven con un vestido de ángel, y con alas tan blancas como el vestido y una corona de luz en la cabeza, que hacía una señal a alguien de que se acercara, y volvía a aparecer otra muchedumbre que luego entraba igualmente en el cine.

—Vestida de ángel hiciste tú la Primera Comunión ¿te acuerdas? Aunque no llevabas corona de luz, porque entonces no había los inventos que hay ahora con las luces.

Pero la muchacha no contestó. Ya estaban muy cerca, y el Ángel la estaba fascinando, y dijo:

—El otro día el Ángel no estaba. Ni tampoco había tanta gente.

La abuela dijo que, verdaderamente, el Ángel estaba precioso, y que había sido una buena ocurrencia de propaganda de la película; y, además, el Ángel de la Guarda de cada uno haría de abogado por él el Día del Juicio, y estaba muy bien traído el anuncio. La estaban dando ganas de entrar al cine, dijo la abuela, aunque ya era un poco tarde, y lo que harían entonces era preguntar al Ángel por el día y la hora que serían los mejores para ver la película, en vista de que acudía tanta gente. Pero, cuando ya estaban junto al Ángel, oyeron que esa pregunta era la misma que le estaba haciendo un matrimonio ya de edad, y que el Ángel contestaba:

—El Juicio Final acabará en cuanto el sol se ponga; y ya nunca habrá más mundo. Antes de entrar pueden hacer sus últimos encargos y recomendaciones.

Y luego añadió:

—Pero ¡con calma, con calma! ¡Hagan primero sus encargos y tomen sus últimas disposiciones! ¡Hagan primero sus encargos! Después ya no habrá mundo.

Tenía una voz muy bonita aquel ángel, pero el matrimonio que había preguntado le miró con tanta pena, después de que ellos le habían contestado que eran pobres, no tenían hijos, ni una casa sino muy antigua y de alquiler, ni tampoco tenían nunca ningún encargo que hacer ni ninguna disposición que tomar, que entonces el Ángel les animó a pasar enseguida, mientras les decía que siendo así las cosas era mucho mejor, porque el Juicio sería más breve. Y luego se puso a explicar cómo sería este Juicio a todos los demás.

El tiempo que canta un gallo —dijo.

—¿Quiere decir que la película no llega a las dos horas? —preguntó un joven que aseguró que ya la había visto, y que volvía porque quería volver a ver lo del juicio de Nerón, que no duraba ni un minuto.

Porque le había intrigado mucho este juicio. Ni el Juez ni nadie le decía nada a Nerón. Aparecía allí, se ajustaba la túnica y la corona de laurel de César, y entonces una esclavilla le ponía delante de la cara un espejo, él se volvió a colocar la túnica y la corona, y ella le decía:

—¡Pues ya está!

Y ya estaba el Juicio Final de Nerón. Al joven le parecía escandalosa esta propaganda imperialista; pero quería volver a ver la escena por si se le había escapado algo.

—Ha visto usted perfectamente, joven —dijo el Ángel—. Pero puede volver a pasar, si quiere; y esta vez será su juicio.

La abuela susurró al oído a Rosita que a ver si aquélla iba a ser una película política, porque, si era así, ellas no pintaban nada allí, y entonces el Ángel la aseguró a la abuela que de ninguna manera aquello era una cosa política, y que allí los políticos eran como todos los demás. Salvo que lo primero que les daban era un espejo, pero un espejo de sombra, o de la sombra que habían hecho en el mundo, y luego, cuando se miraban en ese espejo, ya tenían el castigo, porque ya tenían que estarse mirando la eternidad entera.

—Dicen que los efectos especiales son maravillosos, y que Cleopatra no lleva maquillaje, y sale, allí, en salto de cama —dijo una jovencita.

—¡Je! ¡Je! ¡Je! —se rió el Ángel.

Pero que esto ocurriría en la película, y sólo Dios sabía lo que había ocurrido, o lo que ocurriría en el juicio de Cleopatra, si todavía no se había efectuado; pero estaba seguro de que nadie podría darse cuenta de si esta reina llevaba maquillaje o no, e iba vestida o no con un salto de cama, porque, en realidad, los juicios no duraban, como ahora repetía, ni el tiempo de un suspiro.

—¡Pregunten! ¡Pregunten ustedes a los que ya han sido juzgados! —invitó el Ángel a quienes le escuchaban.

—Pero, en ese momento, llegó otro ángel para sustituir al que estaba hablando, porque quizás era la hora del cambio de turno, y el que estaba hablando, que parecía dispuesto a dar información del lugar en el que se podría encontrar a alguno o algunos de los juzgados, cambió de conversación y sólo dijo: