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La educación política

El piso era minúsculo, tenía tres habitaciones pequeñas: una cocina, un dormitorio y otro cuarto para estar, que era sobre el que se abría la puerta de la calle; pero a ella la sobraba casa, como la había sobrado siempre, y mucho más ahora que estaba sola, aunque muchos días la parecía que no lo estaba, y que su hijo estaba en el trabajo y volvería para la hora de la comida. No podía pensar que ya nunca volvería, aunque lo sabía perfectamente, y desde que se despertaba a las cinco de la mañana ya había rezado por él y luego había ido a misa de siete, y al salir de allí, pasaba algunos días a comprar un trozo de hueso de jamón para un caldo, que era lo que más le gustaba a su hijo, como había gustado a su padre, y ahora era la base de su dieta, juntamente con las naranjas y el queso.

No necesitaba más, salvo una bombona de gas de vez en cuando, que la servía para la cocina y para calefacción, aunque la encendía muy poco; primero porque tenía que ir con cuidado de no gastar demasiado, pero también porque tenía miedo de que un día, en algún descuido suyo, explotase, y con solo pensar que podía hacerlo y llevarse tantas vidas humanas por delante, se la pasaba el frío muchos días. Aunque en alguna ocasión no tenía más remedio que encenderla, como hoy porque tenía un aviso de que iban a ir a visitarla «los de la Tercera Edad» del Ayuntamiento, y ya era la segunda vez que venían este año.

De manera que a las nueve de la mañana ya estaba toda la casa y cada cosa que había en ella perfectamente limpias y relucientes incluso, como era el caso del frutero de cristal azul que tenía encima de un pañito sobre la camilla, o las tazas y las dos jarritas de china que estaban en el pequeño aparador, aunque faltaba una de las tazas, porque su hijo, cuando era muy pequeño, la había roto al tratar de cogerla aupado en una silla. Le había dado un par de azotes, pero luego, en este tiempo que él ya no estaba, ni se había atrevido al principio a poner allí el juego de café; aunque más tarde la parecía que el plato de la taza rota la consolaba, y puso sobre él un cabo de vela, que algunas noches encendía mientras se bebía el caldo o se tomaba un quesito como en compañía. Luego daba gracias a Dios por aquel sustento, le pedía que la llevase pronto a ella donde estaba su hijo, y eso también la consolaba. Pero, aunque esa mañana ya había sacado el juego de café de china para ponerle en el aparadorcillo, de repente decidió no poner allí el plato descabalado y solitario.

—¿A cuento de qué? Ellos vienen a lo que vienen, y no tengo por qué darles discuentos de mi vida —dijo en voz alta, como muchas veces la sucedía.

Pero esta vez, cuando alzó la cabeza se encontró con que estaba allí su vecino, el señor Andrés, que la pidió excusas por haber entrado sin que ella diese su permiso porque no había contestado, pero en vista de que había dejado la puerta abierta le extrañaba, y entró; pero que sólo quería saber si le podía prestar una bolsa de té para su mujer, a la que, nada más levantarse de la cama, se la había revuelto el estómago. Y luego dijo:

—¿Y a qué hora cree usted que vendrán los del Ayuntamiento a preguntarnos?

—Cuando les parezca. Ellos son los dueños y señores.

Él contestó que no dijera eso, que ahora estábamos en una democracia, y ya se sabía que no era verdad que todos éramos iguales, pero que era lo que había que decir y buena gana había de singularizarse. Y ella, que ya volvía con la bolsita de té, sólo comentó que enseguida pasaría a ver lo que la ocurría a su mujer, que no sería nada, y que el té, efectivamente, sentaba muy bien. Y lo cierto fue que a ella la dio tiempo de ir a ver a la mujer del señor Andrés, a la que ya se la había pasado el malandrín, de volver y estar un rato de parleta con un vendedor de libros que quería que ella le comprase a toda costa un libro de cocina tradicional o moderna, y luego una parleta más corta con dos mormones, que ella creyó, al abrir la puerta, que eran como de una funeraria, aunque se extrañó un poco de que llevasen cada uno de ellos como un libro de misa bajo el brazo; o también podían ser los de algún Banco o del Ayuntamiento mismo, porque ahora todos ellos vestían como de boda o funeral, o a lo mejor ése sería el uniforme de empleados de los que mandaban.

Pero «los de la Tercera Edad» se presentaron más tarde, cuando ella ya había acabado de comer en la cocina, fregado, y acomodado los platos y la cazuelilla en los vasares, aunque de todos modos, cerró la puerta para que no se viese la cocina desde donde se sentarían, y salió a abrir la del piso en cuanto llamaron. Y eran dos, un hombre y una mujer como de media edad pero tirando a jóvenes, y se presentaron, él como funcionario del Área Social y ella como psicóloga.

—¿Y saben ustedes lo primero que preguntaron? —contó ella luego—. Pues me preguntaron si era feliz.

Y había sido lo primero y lo último, porque todo había ido por un igual; preguntas y más preguntas sobre la salud, los ingresos, si leía, cómo pasaba los ratos de ocio, qué pensión cobraba, si dormía bien o tenía ansiedades y sabe Dios qué más; y ella les dijo lo que se la vino a la boca en cada caso, y en paz. Pero, cuando empezaron con lo de la calidad de vida, de si tenía televisión y, sobre todo al final, con lo de si participaba en los servicios que tenía el Ayuntamiento para la Tercera Edad, como viajar, ir de vacaciones, o a los espectáculos y reuniones de amistad o talleres culturales que se celebraban, ella se había dicho que ya estaba bien, y había contestado que, agradeciéndoselo mucho al Ayuntamiento, no necesitaba nada de todo eso.

—¿Y no la parece que no es vida estar aquí encerrada entre cuatro paredes?

Ella no contestó, y entonces la psicóloga la preguntó que si no la gustaría mucho más vivir en un piso moderno con jardines, cenadores, y piscina y todo; y a esto respondió que sí, y que con mucho menos se conformaba, pero que eso estaba fuera de sus posibilidades.

—Pues el Ayuntamiento —dijo el señor de lo Social— ya ha pensado en esa posibilidad para usted.

Pero ella no le dejó continuar, sino que le interrumpió diciendo que ella se suponía muy bien lo que había pensado el Ayuntamiento, y era que ellos, los de esta casa vieja del centro, se fueran y luego acudieran a un sorteo entre cuatro mil o más como ella, a ver si les tocaba un piso nuevo en donde Cristo dio las tres voces y nadie le oyó, y que además, mucho o poco, tenían que pagárselo.

—¿Y a usted quién la ha dicho esas tonterías? Usted no tiene educación política ciudadana, y no puede entender. Nuestro partido cumple lo que dice.

—¡Pues será así, como ustedes me cuentan, y yo me alegro de ello! —contestó ella.

Pero ya se cerró en banda, y viendo ellos que ni hablaba, ni parecía escuchar, y que no sólo se negó a firmar para lo de la Tercera Edad, sino que les dijo que ella estaba ya en la Cuarta Edad y, por lo tanto, no la correspondía, se enfadaron bastante y se marcharon, asegurando que con ella era imposible hablar, pero que todos los mayores entre los demás vecinos habían firmado.

—Nosotros sí firmamos —dijo luego el señor Andrés—. Nos pusieron la cabeza como un bombo, y firmamos. ¿Y ahora qué va ser de nosotros?

—Pues lo mismo que de mí: nada. Nos echarán y nos llevarán donde quieran, o a las residencias, y ya está. O no nos echarán si no les conviene, y vendrán otra vez con otra embajada, porque ahora, como estamos en la democracia, recibimos más embajadores y embajadas que los reyes mismos, señor Andrés.

Y luego dijo que ella, por lo pronto, se iba a sentar a la camilla a dar la cabezada de todos los días, que ya se la habían retrasado bastante los de la Tercera Edad, y a lo mejor a cuenta de esto, hasta soñaba con ellos, no lo quisiera Dios.

Cuello de garza

Vivían su mujer y él en un piso que estaba junto al salón de baile del Hotel, y cuando había bodas y otras celebraciones, pero desde luego los domingos por la tarde y por la noche, el salón resplandecía con todos los focos encendidos, y la música se oía a bastante distancia, incluso si había no escaso tráfico en la calle; y este ruido, el de la música del Hotel, que por alguna razón parecía salir de las mismas paredes de la casa, era el que él no podía soportar.

Aunque no era esto exactamente, porque, a veces y hasta con mucha frecuencia, la música y la letra de las canciones eran las de su juventud, y entonces se ponía a escucharla espontáneamente, y, aunque no se entendía bien la letra, surgía en él, y hasta comenzaba a tararearla; y entonces era cuando le resultaba insoportable escuchar todo aquello, cerraba con rabia ventanas y balcones, y ponía la televisión a todo volumen. Sobre todo, si su mujer le decía sonriendo:

—¡Qué bonito! ¿Te acuerdas?

Pero no quería que nadie tuviese que recordarle nada, y menos los años de su juventud, y menos su mujer; y aquel día, cuando comenzó a cerrar ventanas y balcones, fue hacia el dormitorio, y allí la encontró acicalándose ante el pequeño tocador. Estaba colocándose el pelo, lo tomaba con una mano levantándolo desde atrás y sosteniéndolo, y colocándose las horquillas con la otra. Estaba tarareando la canción que ahora ya sonaba lejanísima a través del balcón cerrado y se contoneaba ligeramente.

Es la historia de un amor,
que me hizo comprender
.

En ese momento cayó una horquilla al suelo, y ella le pidió que se la alcanzase, y él lo hizo; y, al entregársela, dijo ella:

—¡Qué bonito! ¿Te acuerdas?

Pero no parecía acertar a colocarse la horquilla, y le rogó también que la sostuviese el pelo, alzándolo sobre su cuello.

—Es que tengo un cuello de garza —dijo ella— y no alcanzo bien a hacerme un moño, ni nada. Si tuviera un cuello como el tuyo, que no se sabe si ya lo tienes, sería otra cosa. De joven sí lo tenías. Pero ¡mírate al espejo!

Entonces él miró los dos cuellos juntos, y quizás se percató de que su cuello no existía verdaderamente, aunque lo buscaba con ansia, aproximándose al espejo como si hubiera quedado hipnotizado. Y, de repente, dijo ella:

—Ya lo logré. Pero, con este cuello de garza, voy a tener que cambiarme de peinado.

Y él volvió a mirar su cuello, y ya no vio más ni oyó más, dijo luego. Ni siquiera recordaba si la había matado, ni cómo la había matado, y tan fácilmente como que ni sabía con qué la había golpeado, si era que la había golpeado, o si la había estrangulado como le habían dicho su abogado y el psiquiatra, y luego también el fiscal en el juicio; lo único que recordaba era que se oía todavía la canción desde el Hotel:

¡Ay qué vida tan oscura!
Sin tu amor me moriré
.

Pero meses más tarde fue absuelto de toda culpabilidad por un jurado compuesto por una mayoría de mujeres; y otros meses más tarde se casó con una de las mujeres que había estado en el jurado, y había defendido su absolución con toda energía. Era una mujer muy obesa y no tenía apenas cuello; pero a poco de casarse comenzó a abrir ventanas y balcones para que entraran las canciones de los años cuarenta y cincuenta, cuando ellos eran jóvenes, porque eran muy románticas y una preciosidad.

Pero él seguía sin poder soportarlas, y un día en que pasaron como tantos otros, el uno cerrando ventanas y balcones y la otra abriéndolos, y en el que también se la encontró ante el espejo, tratando de hacerse el moño en el pelo, miró su cuello y se percató de que apenas si lo tenía, como él; y se le ocurrió que al menos a ésta no podría estrangularla como a un pajarito y sin querer, ni saber lo que estaba haciendo. Miraba fijamente al espejo, y ella dijo:

—Sé de sobra que mataste a tu mujer porque tenía un cuello de garza como cuando erais jóvenes, pero el mío es como el tuyo: cuello de buey viejo el tuyo, y el mío de vaca joven. He sabido siempre que la habías matado, pero a mí no podrás matarme. A mí vas a comprarme un collar de perlas de verdad, ¿verdad, queridísimo? Yo creo que te conviene.

Y él no rechistó, fue la primera vez que se miraron con odio un gran rato, pero luego se sonrieron. Ella abrió de par en par el balcón de la habitación, y como no llegaba todavía ninguna música desde el Hotel fue él quien comenzó a cantar la canción más romántica:

Es la historia de un amor,
que me hizo comprender
.

Pero su voz era demasiado cascada, y entonces fue ella la que recomenzó la canción con una voz por la que el tiempo no parecía haber pasado. Pero, en adelante, ya no anduvieron cerrando y abriendo balcones y ventanas, y, desde esa misma noche, fueron al Hotel a bailar en una fiesta de «los mayores» en la que a él le decían todos que cómo era que tenía una mujer todavía tan hermosa y fuerte, que lucía aquel collar de perlas de tres vueltas.

—Es que yo tengo veinte años menos que él, y me cuida como a su garza, ¿verdad querido?

Y él la confirmaba en sus palabras, sonriendo. Nunca habían visto un matrimonio tan unido en estos tiempos.

La picota

El rollo o picota, que era una columna gótica con cuatro brazos, rematada por una especie de pequeña torre como los pináculos de las catedrales, había servido para ahorcar allí a criminales y también a quienes se revolvían o rebelaban contra el señor de aquel señorío, un señor de horca y cuchillo como decían las gentes. Pero igualmente se ataba allí a alguien para exponerle a la vergüenza pública por delitos menores, o por comportamientos como la chismorrería de una lengua pública, larga e insultante, y por desvergüenza en las costumbres. Aunque, en este último caso, esta amenaza penal era poco eficaz; y tanto así que las prostitutas de la ciudad venían hasta allí a buscar clientela. Y luego ya, pasado el tiempo, y, desde luego, hacía más de cien años, la picota era uno de los lugares más atractivos para que las mujeres se llevaran allí la labor de costura, al solillo, o si el sol era ardiente, a la sombra de la pared de la iglesia, ante la que la picota se alzaba, y a la que el edificio de la iglesia cubría con esa sombra desde media tarde. No habría lugar más a propósito en el pueblo porque, además, a dos pasos de allí se había construido, también en los tiempos antiguos, una fuente de un agua fresca y de una notable finura.

La picota o rollo era, por otra parte, obra tan artística que venía en las guías de turismo, y no pasaba un mes, en el buen tiempo, en el que faltaran forasteros, y extranjeros muchos de ellos. Y quién sabe lo que dirían las guías, o lo que pasaría en las cabezas de quienes venían que, después de leer en sus libros, y de mirar y remirar la picota, si las mujeres estaban cosiendo por allí, las preguntaban; y, por lo menos en los últimos años, ya tenían estas mujeres organizado una especie de servicio de información: la señora Margarita, si eran españoles, y la señora Josefa si eran extranjeros. Y no porque ésta supiera lenguas, pero tenía el don de entender lo que decían y de contestar en un castellano muy conciso, y también por señas. Y la mayor parte de las veces con éxito, de manera que, aunque los extranjeros hablasen un español algo aproximado y muy confuso, ella les interpretaba y corregía con un tal acierto que les ponía muy contentos, porque aquello que decía la señora Josefa explicaban ellos que eso era precisamente por lo que preguntaban.

—¿Y hace mucho que no se utiliza esta maravillosa horca? El libro dice que sólo en los tiempos antiguos —preguntó aquella tarde de junio una pareja de turistas extranjeros, a los que esta vez todas ellas entendían muy bien.

—¡Pues dice mal! —contestó la señora Josefa—. Porque no es cierto, porque mi abuela me llevó a mí con ella a ver cómo ajusticiaban a unos amantes, y, cuando les terminaron de dar garrote, porque a ésos ya no los colgaron en la picota, mi abuela me dio un bofetón para que me acordase toda mi vida de que los amoríos terminan mal.

Y entonces miró a los turistas a la cara, y añadió:

—Pero ya sabemos que eso era antes, y que hoy los amantes no hubieran podido envenenar al marido de ella, porque su marido, mucho antes de que lo pensara, ya la hubiera matado a ella, como es ahora costumbre.

—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntaron ellos—. ¿Cómo que es costumbre?

—Pues sí señora —contestó la señora Josefa, dirigiéndose a la mujer—. No era costumbre, pero ahora lo es, y se llama «violencia del género», que es como una peste que ha entrado en los hombres, que, en cuanto ven la mínima en su mujer, la matan, y ya está.

—A veces, se intenta suicidar luego el marido —terció la señora Tecla desde el grupo de las mujeres que seguían cosiendo.

—Pero eso lo hacen para disimular y quedar bien —contestó la señora Josefa—. No hay que hacer cuenta de ello.

Y volvió a terciar la señora Tecla:

—¡No la hagan ustedes caso! Porque es que, como a ella la dio su madre un buen bofetón, cuando la llevó a ver el ahorcamiento de los amantes, la abrió los ojos, y se toma lo del amor y todo lo demás a chufla. Y, si a todas las mujeres nos hubieran desengañado así, otro gallo nos cantaría, y no habría el género ese que va a acabar con casi todas nosotras.

Y añadió:

—Algunas mujeres también han echado cristal molido en las lentejas de su marido. Hay que decir toda la verdad.

—Excepciones —dijo la señora Josefa—. Y no es lo mismo. ¡Cómo tiene que estar una mujer para ponerse a moler cristales en vez de moler café!

Todas rieron, y también rio la pareja de turistas.

Y otra de las mujeres interrumpió para decir que a esos hombres de la peste del género lo que ella les haría, nada más levantaran la mano contra su mujer, era atarlos a una picota de éstas y que pasaran un par de noches de diciembre, o un par de tardes de agosto, todos los años una vez. Nada más. Ya verían si se les curaba el género. Pero con los que mataban ella no era juez, y no sabía lo que había que hacer, pero también habría remedios, eso era seguro.

Los turistas la animaron a continuar, pero la señora Josefa dijo entonces que ella iba a preguntar, a esos señores, si también en su tierra sucedían estas cosas, aunque no podía ser menos porque todos estaban ya en un mercado común, aunque en este pueblo todavía no habían entrado muchas cosas, y la gente iba a misa y no había peste de género. Estaba muy atrasado, gracias a Dios.

—No, no. Es un pueblo bien limpio, y tiene un buen consultorio y unas buenas escuelas, y una iglesia fantástica, y este rollo o picota que es una obra de arte —dijeron los turistas.

—Y coches que no la dejan a una dormir: y hasta ha habido en el pueblo un mozo, ya hecho y derecho, que se quería casar con otro mocito más joven que él. Pero sólo hasta que conoció a mi sobrina —dijo todavía otra de las mujeres, la señora Ignacia.

—¡Interesante! ¡Interesante! —dijeron los turistas—. ¡Cuente, cuente!

Pero entonces la señora Josefa hizo observar que si se sacaban todas las historias del pueblo estaría bien, pero lo primero era saber cuántos días iban a estar los señores en él, porque, por poderse quedar, era claro que se podían quedar en casa del señor Juan, que tenía una fonda con cuatro habitaciones limpias como una patena y daba muy bien de comer, y se llamaba «La Consolación», en honor de la patrona del pueblo, Nuestra Señora del Consuelo o de la Consolación.

—¿Qué es consolación o consuelo? —preguntó la mujer, esposa del turista que había dicho que ella se llamaba Nancy.

—Pues aquí hay dos Nancys, una Giovana, y un Bill —informó la señora Josefa, y rápidamente contestó luego a lo de la consolación y el consuelo.

Y que ya conocerían todo al detalle, si se quedaban, pero a lo que estaban era a lo de la picota y los amantes, y, si no había un orden y concierto en el hablar, se mezclaría todo, y los señores no se iban a enterar bien, después de haber hecho el viaje. Y la historia de los amantes era bien bonita, y tenía muchos intríngulis.

En sustancia, el caso era que la mujer, que se llamaba Clara y llevaba casada con su marido cinco años, un buen día conoció a otro hombre y, fuera por lo que fuera, se metió en amoríos con él, y se les obnubiló el entendimiento a los dos. Aunque nunca se les había ocurrido deshacerse del marido y, como dijeron en el juicio, no querían su muerte, sino que les dejase en paz, o por lo menos les diera facilidades, como en las películas que ya ponían entonces, pero no se las dio. Y lo que pasó fue que, como el marido estaba en tratamiento y tenía que tomar unas gotas, si había que echarle veinte, ella le echaba diez, y luego, a otra hora u otro día, le daba otro medicamento que estaba contraindicado para su enfermedad, y que se lo había procurado su amante, pero tampoco con ánimo de matarle, sino de que continuara enfermo solamente y así tuvieran la oportunidad de verse. Y con este régimen habían ido tirando casi dos años, y ya iban a dejar los amoríos, porque ya no tenían tanta pasión, y además tenían mucho engorro para encontrarse, cuando el médico vio un día por un descuido el otro medicamento en la mesilla de noche del marido, precisamente el día en que se puso muy grave, y murió; y se había descubierto todo.

—Y cuando se descubrió fue cuando sintieron más amor, y también se supo que ella había hecho una peregrinación, a pie y descalza, para pedir, a una Virgen muy milagrosa de un santuario a diez kilómetros por lo menos del pueblo, que su marido no muriese. Y que lo hacía de corazón y de verdad.

—Mi madre decía luego que ella, la señorita Clara, lo había hecho todo, obnubilada y con buenas intenciones.

—¿Y él? —preguntaron los turistas.

—Pues él también estaría obcecado, y como se dice: «los amantes de Teruel, tonta ella, tonto él». Ya me lo advirtió a mí mi madre con el bofetón —dijo la señora Josefa.

Y entonces fue cuando los turistas dijeron que si tenían algún inconveniente en sentarse todas en las gradas de la picota, para hacer dos fotos, una con cada uno de ellos. Pero pasó precisamente por allí una de las Nancys, la preguntaron si sabía manejar aquella máquina, dijo que sí, y se hicieron varias fotos de ellas con los turistas. Y, si no se decía, nadie podía adivinar por la foto que la picota no fuera una catedral en pequeño.

—¡Y cuánto se habrá rezado aquí también, no crean ustedes! —concluyó diciendo la señora Josefa—. Sólo Dios sabe estas cosas verdaderas, como cuando decía mi madre que se abrazaron los amantes, y rezaron antes de darles el garrote vil, que parecían unos santos.

El fabulador

Por la Navidad hacía un turrón, unos mazapanes y unos amarguillos, que eran los mejores, sin comparación posible, de toda la comarca, incluida la ciudad; y durante todo el año horneaba unas magdalenas, y unas rosquillas tontas o de abate, que podían llevarse como obsequio a cualquiera, por alto que estuviese, porque era seguro que no había probado en su vida cosa parecida. Pero, como hacía una buena cantidad de estas cosas, salía a venderlas hasta donde le alcanzaba el día, y según las distancias de su expedición; unas veces en un carro entoldado, y otras con un machejo, que parecía que transportaba unas maletas enormes. Era el mejor confitero, y su confitería se llamaba «La Confianza», porque todo era allí de confianza, tanto los encargos que se hacían, como los clientes, y, naturalmente, la mercancía.

Cuando no trabajaba a destajo en el obrador para cumplir con los encargos especiales, como en el caso de una boda o en Navidad, y si tampoco tenía que salir a vender, pasaba las tardes contando lo que le había ocurrido en esas sus expediciones de venta, y solía invitar, a aquellos con quienes hacía tertulia, a un chocolate con mojicones. Y entre ellos nunca faltaba una mujer grandísima que se llamaba doña Salvadora, que había venido de Cuba y, durante todo el tiempo que duraba la tertulia, fumaba puros y bebía ron que la enviaban de su tierra, donde aseguraba que había sido actriz de circo que bailaba y andaba por el alambre, aclarando que incluso si pesaba mucho más que en ese momento en el que se estaba dirigiendo a los presentes.

Tenía once anillos en los dedos y vestía de blanco tanto en verano como en invierno, porque aseguraba que el color blanco protegía tanto del calor como del frío, y de la calumnia y las malas intenciones; y de ordinario no hablaba en esas tertulias, sino que, cuando el confitero contaba sus historias, asentía con la cabeza simplemente, o decía:

—Así es, tal y como lo ha contado Adolfito.

Por ejemplo, cuando el confitero contaba que, yendo un día por aquellos pueblos, se había encontrado con Franco que venía en un coche por la carretera, y, al verle a él, a Adolfito, se había bajado de aquél acompañado de un moro que venía con él, todo vestido de blanco como doña Salvadora que estaba allí presente en la tertulia, y le había dicho:

—Yo le conozco a usted. Usted es Adolfito el dueño de «La Confianza», la mejor pastelería de España. ¿Adónde va con este carro tan bonito?

Entonces Adolfito le contestó que a vender cosas dulces, porque la gente no se animaba a ir a comprarlas a su casa, y entonces Franco había dicho que no lo comprendía, porque le habían asegurado que él hacía los mejores amarguillos del mundo. Así que Adolfito fue a buscar unos amarguillos al carro y dijo a Franco que cogiese los que gustase, aunque fuese la caja entera. Así que Franco tomó uno, lo probó y dijo:

—¡Oh, qué amargor y qué amargura tan dulces! Se los compro todos.

Y luego había ofrecido un amarguillo al moro que venía con él, pero que él, Adolfito, tuvo que intervenir entonces para decir que «moro no poder comer esto, porque tener mantequillas y mantecas», y el moro en este momento había sonreído a Adolfito y había dicho:

—Estar muy enterado este paisa, estar muy enterado.

De modo que Franco se tuvo que comer él también este otro amarguillo, y ya se despidieron después de hacerle un encargo para su cumpleaños, que era un encargo tan grande que tendría que trabajar varios días, sin dejarlo apenas un momento. Y que luego, cuando ya estaba un poco distante, miró él, Adolfito, para atrás y vio que habían sacado una alfombra muy grande, y bajaron mesas y sillas de un camión, y allí se pusieron a comer amarguillos.

—Así fue. Tal y como lo ha contado —dijo doña Salvadora la cubana—. Y esta vez también comió el moro ¿verdad, Adolfo?

—Exactamente, doña Salvadora. Se me había escapado a mí el detalle.

—¿Y dónde fue el encuentro? —preguntó la Paulita, que era la mujer de Adolfito.