27 de enero de 1942

Duodécimo día de mi circuito de prisiones. Motivo estúpido, ambigüedad general, acusación sorprendente. ¿Qué importa? Yo le decía recientemente a B., acusado en uno de sus escritos por una inconveniencia involuntaria por su parte, que la muerte y el martirio son siempre ambiguos.

Cristo murió por lo que y por quienes debía morir: pero estaba acusado de querer una realeza carnal que precisamente acababa de rechazar. Sócrates, que enseña la virtud a través de las épocas, muere como corruptor de juventud. Los sacerdotes alemanes son ejecutados como políticos o fornicadores. El instrumento de un juicio falso es a veces sincero. Un hombre acusa con un corazón justo, y acusa falsamente a otro hombre, que está en el banquillo de los acusados por otras razones, a partir de las concepciones de la época.

Yo no he violado los artículos n y n de las leyes que prohíben la difusión de escritos clandestinos y una acción de propaganda al servicio de una potencia extranjera tendente a afectar la moral de la población civil y del ejército. Pero tomar hoy posición contra los que abandonan su dignidad ante la fuerza, su país a la tranquilidad y lo sagrado a lo prestigioso debe, en buena lógica, implicar consecuencias. En toda Europa el precio sería la prisión y la muerte y nosotros, ¿no escribiríamos más que artículos y sólo pagaríamos con palabras? Cierta justicia perspicaz se manifiesta a través de una acusación falsa. Y es en esta comunidad de dolor en la que Europa quema sus errores y sus crímenes en la que hay que situar este pequeño incidente personal para darle alguna grandeza. El cristiano había llegado a ser un hombre que no iba ya a prisión. La contraseña de los hombres que vinieron a hacer pesquisas era «Seguridad general». Seguridad general sobre los egoísmos y los miedos; sobre los beneficios y los apaños, sobre la envidia y la pálida avaricia, seguridad general, sofocamiento de todas las inquietudes personales. El cristiano se había instalado en la seguridad general. Era bueno lo que no perturbaba los ritos, malo lo que introducía una pizca de inquietud, fuera para mal o para bien. Cuando se ha pasado diez años de la juventud corriendo sin gran riesgo por los caminos de la virtud de la inseguridad, ¿por qué habría que quejarse uno de recibir una visita un poco intempestiva de la seguridad general? Cuando el cristiano, sin que por esto ceda lo más mínimo ante no sé qué arcaísmo primitivo, considere que en período de trastornos la prisión es uno de sus lugares naturales y no la abominación de la desolación familiar, el espíritu cristiano habrá encontrado la posición erguida.

... Toda la tarde he esperado en vano un interrogatorio que no llega. Paso la noche sobre un banco en la comisaría de Bellecour, limpia, caliente: parece que esto es una atención. Como cualquier petición de taxi debe ahora pasar por allí, toda la vida nocturna de Lyon viene a zumbar al teléfono: como un estadístico improvisado, el borracho sabrá esta noche cuántos pequeños lyoneses han venido al mundo, cuántos operados, cuántos accidentados. Cada vez que el teléfono me saca de un sueño pastoso e inquieto, me creo que estoy en mi casa y salto a cogerlo. No soy más que un presunto testigo, pero ya necesito un guardia para ir al water.

... Por la mañana, vuelta a la brigada móvil. Por fin me interroga el comisario. Un alsaciano que parece suizo, serio, meticuloso, metido en su papel como un suizo en su uniforme. Me anuncia de buenas a primeras que acaba de ser descubierto un importante movimiento clandestino, cuyo jefe de zona para la región de Lyon soy yo. El comisario hojea ante mí una declaración, que me atonta sobre todo y me descubre de golpe hasta dónde puede llegar la confusión de una mente, y me suelta una avalancha de documentos que se supone que debo conocer y de nombres llovidos del cielo. Y como digo que no... no tengo la impresión de que para él sea tan fuerte la evidencia misma... Hablamos de los sistemas de defensa de los acusados; también existen los sistemas de acusación de los interrogadores. Estos han logrado rápidamente esa coherencia tomada de una idea que se repite sin crítica. Y para quien la conoce, la verdad aparece entonces peligrosamente complicada, frágil, inquietante, sembrada de ambigüedades que no se veían antes, de inverosimilitudes que se ocultaban bajo la firmeza de la vida, desarmada y como culpable. Si uno se emociona y habla entrecortadamente, el otro dirá: «¡Ah, ah!»; se ve entonces todo lo que comporta de vigor físico y de presunción atrevida la adhesión a las más elementales verdades de nuestros actos.

Otra tarde entera pasada esperando, entre paredes de ficheros y chupatintas sórdidos que se preguntan tranquilamente, de vez en cuando, sobre su vida de cochinillas. De forma bastante regular nos vigila un inspector en una de las dos salas que se comunican a todo lo largo por un tabique abatido; yo en una y los otros dos interrogados en la otra (entre los que reconozco a mi librero, ¿qué hace aquí?). Se puede ver también a un señor con condecoración, que ha debido distribuir octavillas y a un judío aseadito que tiene aspecto de estar dispuesto a decir siempre, incluso cuando está sentado: «Claro que sí, señor empleado».

... Esperar, esperar, esperar. El único inspector que contrasta con todos los demás, asquerosa simiente de Gestapo, me suelta una injuria al pasar: «¡Ah, usted, con su mala fe!» (No me ha visto ni oído). Se le nota que masculla para la galería: «Yo conozco muchos medios para hacerles confesar. Lástima que no los podamos emplear».

... La orden de comparecencia telegrafiada desde Clermont-Ferrand nos ha sido notificada hace poco. No somos testigos, ni estamos acusados todavía, pero ya estamos detenidos. Hay que entregar la corbata, los cordones de los zapatos, el cinturón y todos los objetos capaces de arrastrar a la desesperación. Al fin se nos lleva a la sala «bien», que acaba de ser blanqueada y cuyos jergones no tienen piojos, donde encontramos a los mejores comerciantes lyoneses: tráfico de oro, venta sin factura, mercado negro, perfectamente inconscientes de su culpabilidad. Se defienden contra el gobierno, se defienden contra nosotros, es un hermoso juego: ningún sentido de solidaridad. Con su despreocupación, ponen sin embargo buen humor en el dormitorio después de estas cuarenta y ocho horas de emociones fuertes. Hacia las diez de la noche llega mi librero, que había sido puesto en libertad, pero lo han vuelto a coger. Llega el sueño. ¿Qué red se extiende alrededor de nosotros? ¿Quién se ocupa de nosotros? De repente, un telegrama cifrado salía de la oficina del comisario para Vichy. Los ojos se cierran en el primer descanso verdadero. (Cuaderno de prisión).

2 de febrero de 1942

P. me ha dado la mayor alegría de la semana al decirme que ha ido a veros. En esta molestia pasajera, que no hay que exagerar, nada podía liberarme más de mi principal preocupación, que érais vosotros, pues los años jóvenes son más flexibles ante las sorpresas del tiempo. Mamá, ella me dice que tu calma la ha impresionado de manera especial... Por otra parte, no hay que remover montañas para ver las cosas con serenidad...

Por lo demás, no creas que estoy hundido o sin fuerzas. Teniendo el corazón limpio y la conciencia recta, ¿cómo iba a encontrar motivos para flaquear? Un poco aturdido al principio por lo imprevisto de la cosa, ahora me siento firme. Vosotros conocéis mi ritmo: un golpe de emotividad, fuerte agitación y dominio inmediato de mí mismo. Soy profundamente feliz de haber pasado por aquí. A un hombre le hace falta haber conocido la enfermedad, la desgracia o la prisión. ¿Se debe esto a que por falta de tiempo la extensión de los reglamentos excepcionales aumenta el número de las debilidades no viciosas? Pero a mí no me parece que la media de mis compañeros de habitación sea tan diferente de la media de hombres que se encuentra uno en un tranvía o en un salón. Al menos donde yo me encuentro, se ha impuesto una disciplina espontánea y una camaradería generosa (reparto de paquetes, etc.). Organizamos bien nuestras jornadas... ya veis que esto se pone muy bien y constituirá un pequeño «suplemento» de movilización simplemente.

... Ayer por la mañana oí la misa en una capillita muy pobre y sencilla, en la que la misa adquiría un sentido muy tranquilizador. Ya veis, cuando tantos hombres y niños sufren la muerte por culpa de malentendidos, hay que ofrecer pequeños sacrificios al malentendido. Todo esto está unido por debajo y sufriendo unos por aquí y otros por allá, y por desgracia los unos por culpa de los otros, los franceses terminarán por encontrar un camino común de alegría y de salud. (A sus padres).

14 de febrero de 1942

Como ves, he cambiado de dirección. Mi hotel es un viejo hotel de la ciudad antigua, hermosas salas abovedadas, humedad medieval, numeroso personal desbordante de atenciones. La vida está aquí sometida a un protocolo muy estricto que no me permite decirte en qué ocupaciones paso el tiempo. Este protocolo regula también la alimentación siguiendo modos fijados por ritos muy antiguos y el maestresala, al estilo antiguo, admite que se reciban a veces ciertas variantes de fuera. Por esto tenía interés en hacerte saber que estoy consumiendo una parte de tus liberalidades agrícolas, con el placer especial que se siente con estas cosas en una casa de estilo y un poco anticuada, de la que se sale poco. Para resumirlo con una fórmula tomada de uno de nuestros más jóvenes y audaces literatos: los muros son buenos.

Se me olvidaba decirte que en buen francés estas hospederías se designan habitualmente con el nombre de «casas de arresto», que es un buen eufemismo para evitar una palabra muy fea, tan poco conforme con las delicias de esta estancia. Arresto, fíjate: más visitas improvisadas en medio del trabajo, más telefonazos cuando el puré se está quedando frío, más bullicio en las horas de afluencia, más carreras para llegar a tiempo al plazo del manuscrito que hay que mandar al editor Béguin, que frunce el ceño. Reflexión, meditación, toma de aliento. ¿No te resulta tentador?

Pero, ¿por qué «detenerte» así, me dirás, justo en el momento en que mi marido espera un manuscrito tuyo? Pues bien, desgraciadamente se debe a que... ¡Bueno! Si hablara, mi carta se habría volatilizado instantáneamente en nubes de cationes, siguiendo las leyes de la patafísica. Por tanto, aunque seas mujer, curiosa, escritora, iracunda, etc., no lo sabrás. Para que no estés desencaminada, te afirmo no obstante que no he cortado a tiras el pertiguero de San Buenaventura, ni he robado por chulería la salchicha (1,20 metros de larga) de las Galerías Lafayette, ni he cruzado (¡oh, nunca!) fuera de los pasos de cebra, ni he cortado la ruta del hierro, ni he robado el tufo del queso de Cantal, ni he escondido el Cáucaso en lugar seguro, ni... En fin, alarga la lista y procede científicamente: quedará un residuo. Sentiría mucha curiosidad por saber qué te imaginas, pero más tarde, ¡infeliz!, pues si me escribieras sobre otra cosa que sobre la lluvia y el buen tiempo (la carta caritativa de la señora de buena acción al pobre prisionero) no leeré nunca lo que dices: así lo exige el reglamento de la casa...

Trabaja mucho, disfruta de los largos caminos sin puertas ni cerrojos y discúlpame ante el director de los «Cuadernos del Ródano» si mi manuscrito sufre un poco de retraso... (A Raymonde Vincent).

23 de mayo de 1942

dureA Paulette Mounier