Ensayos
276

Educación
Serie dirigida por
Javier Restán

LUIGI GIUSSANI

Educar es un riesgo

Apuntes para un método educativo verdadero

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-766-7

Título original
Il rischio educativo

© Fraternità di Comunione e Liberazione
© 2006
Ediciones Encuentro, S.A., Madrid

Traducción y nueva revisión
José Miguel Oriol

Segunda edición marzo 2011

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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¡Cómo agradezco a mi padre haberme acostumbrado a preguntar las razones de todo, cuando todas las noches antes de acostarme me repetía: «Te debes preguntar por qué»!

Luigi Giussani, Educar en un riesgo, 2006

El debate sobre el significado y valor de la educación, sobre el sujeto responsable de la tarea educativa o el papel del Estado en la educación de los ciudadanos, acompaña a nuestras sociedades occidentales desde hace más de 200 años inmerso en controversias muy radicales. La experiencia educativa es consustancial a la relación humana, a la experiencia de la familia o a la pertenencia a una comunidad, y sin embargo hoy, en Occidente, resulta absolutamente necesario volver a preguntarnos qué significa educar. Profundizar en esta pregunta y buscar una respuesta a la misma es la finalidad de esta Colección Ensayos Educación dentro de Ediciones Encuentro. No queda fuera de este gran interés por la educación ningún aspecto, desde el más histórico hasta la reflexión filosófica, desde las cuestiones más pedagógicas y didácticas hasta el debate sobre la organización de los sistemas educativos.

Javier Restán
Director de la Colección Ensayos Educación

PRÓLOGO
Nikolaus Lobkowicz*
1995

El autor de este libro, don Luigi Giussani, fundador del movimiento de Comunión y Liberación y profesor emérito de Introducción a la Teología en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán, posee un carisma particular: proclamar el anuncio cristiano como algo totalmente nuevo, absolutamente original, y transmitirlo de un modo que conmueve los corazones sobre todo de los jóvenes. Los conmueve con un método que hoy día se ha vuelto muy raro: solicitándoles a tomar una decisión que consiste en concebir toda su vida como un encuentro con Jesucristo en la Iglesia actual.

Un carisma es un don de Dios que no necesita muchas interpretaciones. Pero, al mismo tiempo, es un don que se hace a un hombre y se manifiesta en cómo piensa, habla y actúa ese hombre. Por eso quizá sea legítimo intentar describir este estilo de vida cristiana tan fascinante para muchos jóvenes de hoy. En cuanto Presidente de la Universidad Católica de Eichstätt le debo a don Giussani este intento, aunque sólo sea por el hecho de que él, probablemente sin saberlo, ha sido una benéfica compañía para mí durante los ya casi doce años que dura mi cargo. El que yo sea deudor de esto a don Giussani no significa ciertamente que sepa hacerlo de manera adecuada; se trata sencillamente de un intento.

Vivimos en una época en la que el Cristianismo ha «palidecido» de manera singular. Nos movemos por caminos que ciertamente están cargados de «tradición», pero que al mismo tiempo son «tradicionales» y se los percibe en alguna medida como restrictivos. Esto tiene que ver con el hecho de que en los últimos cincuenta, quizá ciento cincuenta o incluso doscientos años, la gran consigna ha sido «libertad y liberación». Nosotros, los cristianos, tendemos bien a insistir obstinadamente, y por tanto sin capacidad de diálogo, en las convicciones que se nos han transmitido, o bien —a menudo ocultamente y de algún modo con mala conciencia— a guiñar un ojo al «mundo», que parece ofrecernos frutos que a nosotros, en cuanto cristianos, nos están prohibidos. La consecuencia es que percibimos nuestro ser cristianos como una serie de prescripciones, y en el instante decisivo no comprendemos exactamente por qué deberíamos observarlas. «No puedes...», «Debes...», éstas parecen ser las dos normas principales a las que nos atenemos los cristianos. Por eso, sobre todo los jóvenes, perciben muy fácilmente a la Iglesia solamente como una instancia de normas morales directas o indirectas que les impiden hacer lo que harían muy a gusto. Quizá se pueda describir el fenómeno también de esta manera: el Cristianismo no parece satisfacer ninguno de los deseos que realmente nos mueven. Y así participamos de él, pero sin demasiado entusiasmo. A día de hoy incluso algunos teólogos parecen pensar la cosa así, y consideran por ello que su libertad de pensamiento consiste en sondear todas las zonas límite de lo que es cristianamente aceptable, y al final atravesarlas. La palabra «originalidad» se escribe con mayúsculas, mientras que parece que cualquier autoridad paraliza.

Don Giussani opone a esta actitud una reflexión de género completamente distinto: ¿Cómo llego yo a ser «yo mismo»? O me dejo arrastrar por las modas del tiempo, viniendo, por así decirlo, a ser pilotado desde fuera de mí, o me confío a una autoridad; pero no entregándome ciegamente a ella (como sucede con las ideologías y las sectas, que practican la prohibición de pensar), sino queriendo verificar adónde me conduce, quizá precisamente hacia mí mismo. «Verificar» no significa, pues, un simple «probar»; esto implicaría un compromiso nada serio con la autoridad. Más bien significa que yo comparo lo que ésta propone, o mejor, desea, con mi experiencia, con la concepción que tengo de mí mismo y de la realidad que me rodea, conforme a la percepción que tenía antes del encuentro con la autoridad y la que tengo ahora. En pocas palabras, se trata de seguir a una autoridad preguntándose continuamente: ¿Me está conduciendo hacia mi verdadero yo, hacia mi libertad íntima, una libertad que yo experimento realmente como tal? De este modo la autoridad actúa (casi) como una propuesta: «Intenta por una vez considerar todo lo que forma parte de tu experiencia desde el punto de vista del ser cristiano, de tu posible fidelidad al Señor».

Uno de los apartados de este libro se titula «El compromiso, medio de verificación» (p. 109). Esto es para nuestra mentalidad actual, fuertemente influida por las ciencias naturales, absolutamente imposible: no se puede verificar una hipótesis, al máximo se puede demostrar —por ejemplo, mostrar que un experimento no la contradice—, y para hacer esto no debemos fiarnos verdaderamente de la hipótesis, antes, al contrario, hace falta mantener constantemente las distancias tanto respecto a ella como a su demostración o falsación. Por ello, vivimos de algún modo como escépticos, basándonos en hipótesis de las cuales Robert Spaemann justamente escribió una vez que jamás podrían constituir el único fundamento de una vida sensata.

Pero la aceptación de la autoridad de la que habla don Giussani no es, a decir verdad, una hipótesis; más bien es un intento audaz, un emprender un camino que ciertamente podría abandonarse en cualquier momento, y que, sin embargo, se recorre con el deseo de encontrar la verdad que nos hace libres (Jn 8,32).

En otras palabras, el carisma de don Giussani consiste en saber transmitir a los jóvenes, y también a los menos jóvenes, eso en lo que la mayoría de nosotros en conjunto no quiere creer: la libertad de una existencia cristiana fiel a Jesucristo y a su Iglesia. Él no habla de mandamientos, sino de camino o, más precisamente, del camino decisivo en el que comprometerse para poder llegar a ser nosotros mismos. Todo lo que la Iglesia tiene que proponer en cuanto a prohibiciones y preceptos se convierte entonces en circunstancias que el hombre abraza porque espera, y en el fondo confía, alcanzar la meta del camino.

De algún modo don Giussani repite así la vieja pregunta del catecismo: «¿Para qué estamos en esta tierra?». Ahora bien, no la repite de la manera en que hoy la percibimos demasiado a menudo, como una pregunta cuya única respuesta adecuada debería consistir en distanciarse de la mayor parte de los deseos y de las bellezas de este mundo. Más bien él la repite del mismo modo en que la escucharon los discípulos de Emaús, con palabras que casi inevitablemente hacen que surja después la pregunta: «¿Es que no ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros a lo largo del camino?» (Lc 24,32).

Yo mismo he vivido esta experiencia en los Dolomitas durante un encuentro de don Giussani con unos cuatrocientos jóvenes de todo el mundo. Lo que decía don Giussani no era nuevo en absoluto. Era nuevo el estilo, pero no porque don Giussani represente lo que se llama un «gran orador». Era nuevo porque don Giussani tocaba cosas que se refieren a nosotros como hombres: nuestras preocupaciones cotidianas, nuestras necesidades, nuestras perplejidades y dudas. Pero hablaba de ello teniendo presentes dos supuestos previos. Que quien le escuchaba tenía un gran corazón (jamás he conocido a nadie que tenga una confianza tan grande en la magnanimitas de los jóvenes) y que Jesucristo era su amigo.

Quizás sea éste el verdadero secreto del carisma de don Giussani: él es capaz de comunicarnos que el Juez de este mundo quiere nuestro bien, que es nuestro hermano y amigo. Un Amigo en el que merece la pena centrarlo todo porque nos conoce hasta lo más íntimo y tiene un único objetivo: hacernos compañía a fin de que descubramos y realicemos nuestro destino. No es casual que la amistad sea una de las virtudes que el movimiento fundado por don Giussani ejerce más gozosamente; una amistad que toca a todo el que se encuentra por el camino y que no desaparece cuando el amigo emprende caminos que no se pueden aprobar. Las cosas que estoy diciendo no las he oído nunca explícitamente y quizá tampoco suceden conscientemente, pero a menudo he tenido la impresión de que Comunión y Liberación vive un seguimiento de Cristo también en el sentido de que sus miembros en secreto «aman» con mayor pasión al que recorre «caminos torcidos»; no porque quieran convertirlo, sino porque la amistad, una amistad totalmente gratuita, se demuestra más evidentemente cuando el amigo está en necesidad. El movimiento fundado por don Giussani posee una característica que muchos cristianos comprometidos no siempre han considerado suficientemente: una clara conciencia de que no se debe instrumentalizar la amistad ni siquiera para los objetivos más sublimes.

En esto se manifiesta una ulterior característica del carisma de don Giussani: la capacidad de volver transparente a Cristo el mundo y lo mundano, incluso aquello que en él está alejado de Dios. Don Giussani es un hombre cultísimo, experto en literatura, y que ama la gran poesía de su país. Buena parte de esta poesía ha estado a partir del siglo XIX agresivamente secularizada, es incluso atea. Pero también un ateo como Leopardi habla de lo que le atormenta como hombre, y sus preocupaciones y necesidades son para don Giussani provocaciones para hablar del camino que el Señor nos invita a emprender.

Volver el mundo transparente a Cristo; mostrar que esto es posible, que incluso lo que en la cultura actual es más anómalo y desviado puede ser un camino que conduzca a Él: éste es uno de los secretos del sacerdote milanés. Lo que él rechaza es en última instancia sólo aquello con lo que y en lo que nos mentimos a nosotros mismos: nuestra superficial inautenticidad, nuestro ser obstinadamente tercos, la pereza espiritual que nos impide mirar a la realidad de frente. Y todo esto lo rechaza sólo porque nos impide llegar a ser nosotros mismos, dejar finalmente de estar pilotados desde fuera de nosotros mismos. La consecuencia de esta actitud es que Comunión y Liberación se ha convertido en un movimiento de renovación cristiana que se interesa ardientemente por todas las dimensiones de la cultura actual, persiguiendo una evangelización del mundo de hoy que comprende también y sobre todo la cultura de nuestro tiempo. El Meeting cultural que se organiza anualmente en Rímini es sin comparación más moderno y más existencial que todas las usuales autorrepresentaciones culturales de los católicos, y no en último lugar por el hecho de que abraza con una espléndida ingenuidad todo lo que es verdaderamente moderno.

El libro para el que escribo este prólogo habla de la educación, del «riesgo de educar». Esto podría inducir al lector —tanto si es un teólogo o un profesor, como una madre o un padre— a leer las palabras de don Giussani como si el texto tratara únicamente de aquellos cuya educación les ha sido confiada. Yo quisiera invitar a los lectores a incluirse también a sí mismos. El que de alguna manera hayamos dejado atrás ya nuestra formación no nos impide ciertamente seguir educándonos o por lo menos reflexionar críticamente sobre nuestra educación. En efecto, todos estamos en el camino que el carisma de don Giussani nos invita a recorrer...

NOTAS

* Filósofo y politólogo checo. Ha sido rector de las universidades de Múnich y Eichstätt, en Baviera. Director del ZIMOS, Instituto de Estudios sobre Europa central y oriental.

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ITALIANA DE 1995
Luigi Giussani

El motivo fundamental de orientar la educación a los jóvenes es que a través de ellos se reconstruye la sociedad; por eso el gran problema de la sociedad es ante todo educar a los jóvenes (lo contrario de lo que sucede ahora).

La cuestión principal para nosotros, en todos nuestros planteamientos, es la educación: cómo educarnos, en qué consiste y cómo se desarrolla la educación, una educación verdadera, es decir, que corresponda al ser humano. Educación, pues, de lo humano, de lo original que hay en nosotros, que en cada uno se declina de diferentes modos, aunque, sustancial y fundamentalmente, el corazón sea siempre el mismo. En efecto, dentro de la variedad de expresiones, de culturas y de costumbres el corazón del hombre es uno: mi corazón es como tu corazón, y es el mismo corazón que tienen quienes viven lejos de nosotros, en otros países o continentes.

La primera preocupación de una educación verdadera y adecuada es educar el corazón del hombre tal como Dios lo ha hecho. La moral no es otra cosa que continuar la actitud original en la que Dios crea al hombre frente a todas las cosas y en relación con ellas.

De todo lo que se debe decir sobre la educación, a nosotros nos importan sobre todo los siguientes puntos:

1. Para educar es necesario proponer adecuadamente el pasado. Sin esta propuesta del pasado, del conocimiento del pasado, de la tradición, el joven crece inconstante o escéptico. Si no hay nada que le proponga privilegiar una hipótesis de trabajo, el joven se la inventa de forma irreflexiva, o se vuelve escéptico, mucho más cómodamente, porque ni siquiera hace el esfuerzo de ser coherente con la hipótesis que se ha construido.

En el libro Los jóvenes y el ideal. El desafío de la realidad he escrito lo siguiente: «Es la tradición conscientemente abrazada lo que permite una mirada totalizante sobre la realidad, lo que ofrece una hipótesis de significado, una imagen del destino». Uno entra en el mundo con una imagen del destino, con una hipótesis de significado, que todavía no está desarrollada en libros: está en el corazón, como decíamos antes. «En efecto, la tradición —prosigue el texto— es como una hipótesis de trabajo con la que la naturaleza lanza al hombre a la comparación con todo»1.

2. Segunda urgencia: el pasado puede proponerse a los jóvenes sólo si se presenta dentro de una vivencia del presente que subraye su correspondencia con las exigencias últimas del corazón. Es decir, dentro de una vivencia del presente que dé las razones de sí misma. Solamente esa vivencia puede proponer y tiene el derecho y el deber de proponer la tradición, el pasado. Pero si el pasado no se pone de manifiesto, si no se propone dentro de una vivencia del presente que trate de mostrar sus propias razones, no se puede tampoco obtener la tercera cosa necesaria para la educación: la crítica.

3. La verdadera educación debe ser una educación en la crítica.

Hasta los 10 años de edad (ahora quizá incluso antes) el niño puede repetir todavía: «Lo ha dicho la profesora, lo ha dicho mi madre». ¿Por qué? Porque, por naturaleza, quienes aman al niño meten en su mochila, sobre sus hombros, todo lo bueno que ha vivido en la vida, todo lo bueno que ha elegido en la vida. Pero, llegado a cierto punto, la naturaleza da al niño, al que había sido niño, el instinto de tomar la mochila y ponérsela delante de los ojos (en griego se dice pro-bállio, del que deriva el italiano —y el español— «problema»). ¡Tiene pues que convertirse en problema lo que nos han dicho. Si no se convierte en problema, lo que esa mochila contiene no madurará nunca y se abandonará o se mantendrá irracionalmente.

Una vez puesta delante de los ojos la mochila, el chico mira lo que hay dentro. Siempre en griego, este «mirar dentro» se dice krinein, krísis, de lo que deriva «crítica». La crítica, por lo tanto, consiste en caer en la cuenta de las cosas, no tiene un sentido necesariamente negativo.

Así pues, el joven mira lo que hay dentro de la mochila y con esta crítica compara lo que ve dentro, es decir, lo que le ha puesto sobre los hombros la tradición, con los deseos de su corazón: porque el criterio último de juicio está en nosotros, de otro modo estaríamos alienados. Y el criterio último que está en cada uno de nosotros es idéntico: es exigencia de verdad, de belleza, de bondad. Más allá o a través de todas las diferencias posibles e imaginables con las que la imaginación puede jugar en torno a estas exigencias, éstas permanecen fundamentalmente idénticas, aunque varíen por las connotaciones diversas que tienen las circunstancias de la experiencia de cada uno.

Nosotros insistimos en una educación crítica: el muchacho recibe el pasado a través de una vivencia presente en la que está implicado, que le propone ese pasado y le proporciona sus razones; pero él debe tomar ese pasado y estas razones, ponérselas delante, compararlas con su corazón y decir: «es verdad», «no es verdad», o «dudo». Y así, con la ayuda de una compañía (pues sin esta compañía el hombre está demasiado a merced de las tempestades de su corazón, en el sentido instintivo y no bueno del término), puede decir «Sí» o «No». Al hacer esto adquiere su fisonomía humana.