Su conversación era afable y alegre; se acomodaba a la
mentalidad de las dos ancianas que pasaban la vida a su lado:
cuando reía, era su risa la de un escolar.
La señora Magloire lo llamaba siempre "Vuestra Grandeza". Un día
monseñor se levantó de su sillón y fue a la biblioteca a buscar un
libro.
Estaba éste en una de las tablas más altas del estante, y como
el obispo era de corta estatura, no pudo alcanzarlo.
- Señora Magloire -dijo-, traedme una silla, porque mi Grandeza
no alcanza a esa tabla.
No condenaba nada ni a nadie apresuradamente y sin tener en
cuenta las circunstancias; y solía decir:
- Veamos el camino por donde ha pasado la falta.
Siendo un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo,
no tenía ninguna de las asperezas del rigorismo, y profesaba muy
alto, sin cuidarse para nada de ciertos fruncimientos de cejas, una
doctrina que podría resumirse en estas palabras:
"El hombre tiene sobre sí la carne, que es a la vez su carga
y su tentación. La lleva, y cede a ella. Debe vigilarla,
contenerla, reprimirla; mas si a pesar de sus esfuerzos cae, la
falta así cometida es venial. Es una caída; pero caída sobre las
rodillas, que puede transformarse y acabar en oración".
Frecuentemente escribía algunas líneas en los márgenes del libro
que estaba leyendo. Como éstas: "Oh, Vos, ¿quién sois? El
Eclesiástico os llama Todopoderoso; los Macabeos os nombran
Creador; la Epístola a los Efesios os llama Libertad; Baruch os
nombra Inmensidad; los Salmos os llaman Sabiduría y Verdad; Juan os
llama Luz; los reyes os nombran Señor; el Éxodo os apellida
Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras, Justicia; la creación
os llama Dios; el hombre os llama Padre; pero Salomón os llama
Misericordia, y éste es el más bello de vuestros nombres".
En otra parte había escrito: "No preguntéis su nombre a
quien os pide asilo. Precisamente quien más necesidad tiene de
asilo es el que tiene más dificultad en decir su nombre".
Añadía también: "A los ignorantes enseñadles lo más que
podáis; la sociedad es culpable por no dar instrucción gratis; es
responsable de la oscuridad que con esto produce. Si un alma sumida
en las tinieblas comete un pecado, el culpable no es en realidad el
que peca, sino el que no disipa las tinieblas".
Como se ve, tenía un modo extraño y peculiar de juzgar las
cosas. Sospecho que lo había tomado del Evangelio.
Un día oyó relatar una causa célebre que se estaba instruyendo,
y que muy pronto debía sentenciarse. Un infeliz, por amor a una
mujer y al hijo que de ella tenía, falto de todo recurso, había
acuñado moneda falsa. En aquella época se castigaba este delito con
la pena de muerte. La mujer fue apresada al poner en circulación la
primera moneda falsa fabricada por el hombre. El obispo escuchó en
silencio. Cuando concluyó el relato, preguntó:
- ¿Dónde se juzgará a ese hombre y a esa mujer?
- En el tribunal de la Audiencia.
Y replicó:
- ¿Y dónde juzgarán al fiscal?
Cuando paseaba apoyado en un gran bastón, se diría que su paso
esparcía por donde iba luz y animación. Los niños y los ancianos
salían al umbral de sus puertas para ver al obispo. Bendecía y lo
bendecían. A cualquiera que necesitara algo se le indicaba la casa
del obispo. Visitaba a los pobres mientras tenía dinero, y cuando
éste se le acababa, visitaba a los ricos.
Hacía durar sus sotanas mucho tiempo, y como no quería que nadie
lo notase, nunca se presentaba en público sino con su traje de
obispo, lo cual en verano le molestaba un poco.
Su comida diaria se componía de algunas legumbres cocidas en
agua, y de una sopa.
Ya dijimos que la casa que habitaba tenía sólo dos pisos. En el
bajo había tres piezas, otras tres en el alto, encima un desván, y
detrás de la casa, el jardín; el obispo habitaba el bajo. La
primera pieza, que daba a la calle, le servía de comedor; la
segunda, de dormitorio, y de oratorio la tercera. No se podía salir
del oratorio sin pasar por el dormitorio, ni de éste sin pasar por
el comedor. En el fondo del oratorio había una alcoba cerrada, con
una cama para cuando llegaba algún huésped. El obispo solía ofrecer
esta cama a los curas de aldea, cuyos asuntos parroquiales los
llevaban a D.
Había además en el jardín un establo, que era la antigua cocina
del hospital, y donde el obispo tenía dos vacas. Cualquiera fuera
la cantidad de leche que éstas dieran, enviaba invariablemente
todas las mañanas la mitad a los enfermos del hospital. "Pago mis
diezmos", decía.
Un aparador, convenientemente revestido de mantelitos blancos,
servía de altar y adornaba el oratorio de Su Ilustrísima.
- Pero el más bello altar -decía- es el alma de un infeliz
consolado en su infortunio, y que da gracias a Dios.
No es posible figurarse nada más sencillo que el dormitorio del
obispo. Una puerta-ventana que daba al jardín; enfrente, la cama,
una cama de hospital, con colcha de sarga verde; detrás de una
cortina, los utensilios de tocador, que revelaban todavía los
antiguos hábitos elegantes del hombre de mundo; dos puertas, una
cerca de la chimenea que daba paso al oratorio; otra cerca de la
biblioteca que daba paso al comedor. La biblioteca era un armario
grande con puertas vidrieras, lleno de libros; la chimenea era de
madera, pero pintada imitando mármol, habitualmente sin fuego.
Encima de la chimenea, un crucifijo de cobre, que en su tiempo fue
plateado, estaba clavado sobre terciopelo negro algo raído y
colocado bajo un dosel de madera; cerca de la puerta-ventana había
una gran mesa con un tintero, repleta de papeles y gruesos
libros.
La casa, cuidada por dos mujeres, respiraba de un extremo al
otro una exquisita limpieza. Era el único lujo que el obispo se
permitía. De él decía: "Esto no les quita nada a los pobres".
Menester es confesar, sin embargo, que le quedaban de lo que en
otro tiempo había poseído seis cubiertos de plata y un cucharón,
que la señora Magloire miraba con cierta satisfacción todos los
días relucir espléndidamente sobre el blanco mantel de gruesa tela.
Y como procuramos pintar aquí al obispo de D. tal cual era, debemos
añadir que más de una vez había dicho: "Renunciaría difícilmente a
comer con cubiertos que no fuesen de plata".
A estas alhajas deben añadirse dos grandes candeleros de plata
maciza que eran herencia de una tía abuela. Aquellos candeleros
sostenían dos velas de cera, y habitualmente figuraban sobre la
chimenea del obispo. Cuando había convidados a cenar, la señora
Magloire encendía las dos velas y ponía los dos candelabros en la
mesa.
A la cabecera de la cama del obispo, había pequeña alacena,
donde la señora Magloire guardaba todas las noches los seis
cubiertos de plata y el cucharón. Debemos añadir que nunca quitaba
la llave de la cerradura.
La señora Magloire cultivaba legumbres en el jardín; el obispo,
por su parte, había sembrado flores en otro rincón. Crecían también
algunos árboles frutales.
Una vez, la señora Magloire dijo a Su Ilustrísima con cierta
dulce malicia:
- Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un pedazo
de tierra inútil. Más valdría que eso produjera frutos que
flores.
- Señora Magloire -respondió el obispo-, os engañáis: lo bello
vale tanto como lo útil.
Y añadió después de una pausa:
- Tal vez más.