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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Heidi Rice

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Acercamiento peligroso, n.º 1978 - mayo 2014

Título original: Too Close for Comfort

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4281-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

–Mitch, ¿decía algo el informe de Demarest sobre un chico de un metro sesenta y unos cincuenta kilos?

Zane Montoya llevaba cinco horas vigilando la habitación del motel en el que se alojaba Brad Demarest. Montoya Investigation había pasado cinco meses intentando localizarlo, y el soplo que había recibido diciendo que su último escondite era un motel en las afueras de Morro Bay era la primera pista que los conducía a él.

–¿Es un chico o una chica? –preguntó Mitch.

–¿No crees que sabría…? –Zane calló cuando la figura dio un paso atrás y una farola dejó ver un rostro pecoso, unos tirabuzones pelirrojos que asomaban por debajo de una gorra y la curva de unos senos apretados en un top ceñido, pantalones y botas militares–. Es una mujer, entre los dieciocho y los veinticinco, caucásica y pelirroja.

–Si está rondando el motel puede que sea otra de sus víctimas –dijo Mitch.

–No creo, es demasiado joven –respondió Zane. «Y demasiado mona», se dijo, pero al instante pensó que no era un adjetivo apropiado para alguien con conexiones con Demarest.

Productor inicialmente de películas porno de serie B, había montado un negocio más lucrativo estafando a mujeres ricas a las que prometía convertir en estrellas de cine. Pero aquella joven de piel pálida, pecas, pechos naturales y actitud furtiva no era una de sus típicas víctimas.

–No estés tan seguro. Demarest no tiene escrúpulos.

–Maldita sea –masculló Zane al ver que la mujer se acercaba a la puerta de Demarest–. Llama a Jim para que venga enseguida.

–¿Ha aparecido Demarest? –preguntó Mitch, nervioso.

–No –dijo Zane, sintiendo una creciente irritación–. Quienquiera que sea esa mujer, acaba de entrar en la habitación del motel.

Zane se metió el teléfono en el bolsillo, salió del coche y cruzó el aparcamiento.

 

 

Iona MacCabe abrió la puerta y cerró el puño alrededor de la llave maestra que tanto le había costado conseguir la semana anterior. El hilo de luz que se filtraba por las cortinas apenas despejaba la penumbra, y solo se veía el perfil de dos camas de gran tamaño.

Al oír pisadas a su espalda el corazón se le aceleró, y antes de que pudiera cerrar la puerta, la alta figura que la seguía se recortó contra el umbral. Iona sintió un nudo en la garganta al ver que el hombre se adelantaba y empujaba la puerta.

–No te esfuerces –dijo una voz áspera.

¡No era Brad!

El alivio que Iona sintió se diluyó en cuanto el hombre le rodeó la cintura con el brazo y la levantó contra su pecho, cortándole la respiración.

–Suéltame –gritó ella–. ¿Qué te crees que haces? –dijo, revolviéndose. El hombre cerró la puerta y fue hacia el aparcamiento.

Su musculoso brazo la apretaba por debajo del pecho, aplastándole las costillas contra los pulmones, e Iona pensó que la estaba secuestrando.

–Estoy aquí para evitar un crimen –dijo el desconocido–. Si no te callas, las cosas pueden ponerse muy feas.

Iona pataleó, presa del pánico.

Había recorrido cinco mil millas, había vivido en la penuria dos semanas, limpiando retretes durante la última en un sórdido motel, y no había comido más que basura desde el miércoles, para acabar siendo asesinada por un pirado a apenas unos metros de su objetivo.

–Si no me sueltas ahora mismo, voy a gritar a pleno pulmón –dijo en un susurro.

Tomó aire, pero una mano callosa le tapó la boca. El grito agudo quedó sofocado en un ahogado gruñido.

Un aroma a limpio y extremadamente masculino atravesó el olor a basura que flotaba en el aire, e Iona pensó que no olía a delincuente.

El hombre la dejó caer sobre el asiento del acompañante. Cuando le quitó la mano de la boca, Iona respiró temblorosamente, pero la mano volvió a tapársela, mientras un antebrazo la inmovilizaba.

–Si hablas te detengo en el acto –le susurró el hombre al oído.

Iona se quedó desconcertada. ¿Arrestarla? Era un policía. No iba a matarla. Su corazón se ralentizó, pero el pánico seguía erizándole el cabello y hacía que el sudor le corriera entre los senos.

Que no fueran a asesinarla era una buena noticia, pero que un policía la descubriera asaltando la habitación de Brad era una muy mala. Le retirarían la visa de trabajo temporal; incluso podían deportarla. Y eso le impediría recuperar las veinticinco mil libras de su padre con las que Brad se había fugado.

–Asiente si me has entendido –dijo el hombre en voz baja, y obviamente irritado.

Iona asintió a la vez que apretaba el puño en el que sujetaba la llave y la escondía bajo el trasero.

Él retiró la mano y ella tomó una bocanada de aire.

–¿Por qué no te has identificado como policía desde el principio? –preguntó en un indignado susurro–. Casi me matas del susto.

–No soy policía, sino investigador privado –el hombre sacó algo del bolsillo trasero del pantalón y se lo mostró. Iona dedujo que era su identificación–. Ponte el cinturón. Nos vamos.

Iona, furiosa, lo siguió con la mirada mientras rodeaba el coche. Una vez sentado al volante, arrancó.

–¿Adónde me llevas? –preguntó.

–Ponte el cinturón o te lo pongo yo.

–No me da la gana –dijo ella. El hombre dejó atrás las habitaciones y frenó delante de la recepción del motel–. Tengo una habitación y trabajo aquí. No pienso ir contigo; si no eres policía no tengo por qué obedecerte.

Iona alargó la mano hacia la manija, pero él se inclinó y posó su mano sobre la de ella.

–Ya no vas a alojarte aquí –dijo en un tono tan amenazador que Iona se estremeció–. Y te aseguro que más te vale obedecerme.

Iona intentó mover la mano pero le fue imposible.

–Suelta la manija –dijo él.

–No puedo –dijo ella–. Me estás sujetando con demasiada fuerza.

Él quitó la mano y ella flexionó los dedos para hacer fluir la circulación.

–Me duele. Creo que me has roto un dedo.

El resoplido que dio el hombre le indicó que no le importaba lo más mínimo.

–Ahora, dame la llave –dijo él, tendiendo la mano palma arriba.

–¿Qué llave? –preguntó ella en tono inocente.

–La que tienes bajo el trasero –dijo él–. Si no me la das en diez segundos, la tomaré yo mismo.

Y comenzó a contar. Los pezones de Iona se endurecieron al recordar la fuerza de su brazo bajo sus senos. Sacó la llave y la dejó en la palma.

–Aquí tienes. ¿Satisfecho? –preguntó, irritada–. He tenido que limpiar cincuenta retretes para conseguirla.

Un nuevo resoplido hizo que Iona se estremeciera en un inoportuno escalofrío de deseo. ¿Qué demonios le pasaba?

–No te muevas de ahí –dijo él, bajando del coche–. No te voy a caer bien si tengo que ir tras de ti.

–Tampoco me caes bien ahora –dijo ella, airada.

El hombre dejó escapar una áspera risa.

Ella lo observó entrar en la oficina y fantaseó con huir, pero se distrajo imaginando la figura atlética y musculosa que se percibía bajo el polo tostado y los pantalones oscuros.

Tras charlar unos diez minutos con Creg, el conserje, el hombre volvió e Iona, fijándose en sus anchos hombros, sus largas piernas y su caminar de depredador, se dijo que era mucho más fuerte y grande que ella. Así que, si quería huir, tendría que trazar un plan.

El hombre se detuvo junto al coche y sacó un teléfono. Mientras hablaba, la luz azul del neón que anunciaba el motel le iluminó el rostro.

Iona se quedó sin aliento mientras observaba sus sensuales labios, su nariz aguileña, sus pómulos tallados y su piel cetrina. Él miró hacia ella e Iona se quedó atónita al ver unos increíbles ojos azul zafiro con un peculiar círculo oscuro alrededor del iris. ¿Sería un efecto de la luz?

Él acabó la conversación y guardó el teléfono. Luego se sentó tras el volante y su rostro volvió a quedar oculto en la penumbra.

Iona miró hacia fuera y se concentró en recuperar la respiración. Que fuera tan guapo no cambiaba nada.

–¿Te importaría decirme adónde me llevas? –preguntó–. Mi bolso, mi pasaporte y todas mis cosas están en la habitación 108, y no me gustaría que me las robaran.

–¿Qué estabas haciendo en la habitación de Demarest? ¿Limpiar su retrete fuera de horas?

Así que conocía a Brad. Iona intentó decidir si esa era una buena o una mala noticia.

–Vamos a hacer lo siguiente –dijo él con una irritante calma–: O te denuncio a la policía de Morro Bay, o me cuentas lo que sabes de Demarest.

–Robar a un ladrón que te ha robado no es un robo –dijo ella tras una pausa, mientras barajaba sus posibilidades.

Él tamborileó los pulgares contra el volante.

–Técnicamente, sigue siendo un robo. ¿Cuánto te ha robado? –preguntó.

El dolor y la humillación le hicieron un nudo en la garganta a Iona.

–A mí no. A mi padre –dijo, mirando por la ventanilla. Estaban cerca de la costa, y aunque no lo viera, podía percibir el mar.

Apretó el botón para bajar el cristal, anhelando respirar aire fresco. El olor a tierra húmeda y salitre invocó el recuerdo de Kelross Glen, el pequeño pueblo escocés del que había querido huir durante los veinticuatro años de su vida y al que, desde hacía dos semanas, ansiaba retornar.

Cerró la ventanilla. No podía volver hasta recuperar al menos una parte del dinero de su padre.

–¿Cuánto dinero le pidió a tu padre?

La pregunta sobresaltó a Iona.

–Veinticinco mil –dijo ella. Los ahorros de toda una vida. Peter MacCabe creía que le había proporcionado un billete a la fama, pero las promesas de Brad de convertirla en una famosa artista habían sido tan falsas como el propio Brad.

–¿No creerás que tiene veinticinco mil libras irlandesas en la habitación del hotel, verdad? –preguntó el hombre.

Iona se volvió hacia él y, entornando los ojos, dijo, indignada:

–No soy irlandesa, sino escocesa. Y no se me ocurre en qué otro sitio puede tener el dinero. No va a llevarlo a un banco, ¿no?

–¿Cuándo recibió el dinero de tu padre?

–En diciembre.

–De eso hace tres meses –oyó decir al detective, en un tono de preocupación que la irritó aún más–. El dinero habrá desparecido.

¡No podía ser!

–¿Cómo? No se puede decir que viva lujosamente.

–Es adicto a la cocaína. Puede gastarse esa cantidad en una semana.

–Pero… –¿sería esa adicción lo que le había hecho parecer tan frágil y vulnerable cuando entró en la tienda de regalos de Kelross?

–Deduzco que no te dijo nada mientras estuvo en… –el detective hizo una pausa–. ¿De dónde eres?

–De las Highlands escocesas –dijo ella.

Por eso desapareció de nuestro radar hace un par de meses, se dijo él para sí. Suponía que había salido de la ciudad para que sus víctimas le perdieran la pista, pero no se me ocurrió que se fuera a Europa.

–¿Hay más víctimas? –preguntó ella.

–Querida, se trata de un delincuente conocido. ¿Por qué crees que estoy aquí?

–No lo sé –dijo Iona, irritada con el tono paternalista del detective.

–Me llamo Zane Montoya y soy dueño de una agencia de detectives de Carmel. Llevamos seis meses investigando a Demarest para una compañía de seguros que cometió el error de asegurar a algunas de sus víctimas.

Iona tuvo que asimilar la información. ¿Así que su padre no era el único que había caído en la trampa de Brad? Ni siquiera había sido algo excepcional.

Aunque había asimilado que Brad Demarest nunca había sentido nada por ella, ni había admirado su trabajo lo bastante como para ayudarle a salir de Kelross Glen, las palabras de Montoya hicieron que se sintiera aún más humillada.

–Está siendo una investigación compleja –continuó Montoya–, y tú has estado a punto de dar al traste con ella.

Iona pasó el comentario por alto.

 

 

Continuaron el viaje en silencio mientras Iona intentaba pensar qué hacer. Si Brad no tenía el dinero consigo, no tenía sentido enfrentarse a él, así que estaba de nuevo en la casilla de salida.

Las luces de un centro comercial se vieron en la distancia, pero Iona estaba demasiado preocupada como para fijarse. Además, estaba exhausta y hambrienta. En las dos semanas que había seguido a Brad, apenas había comido.

El anuncio amarillo de una cadena de comida rápida brilló al lado de la carretera. El estómago le protestó sonoramente, haciendo que Iona se ruborizara. La esperanza de que Montoya no lo hubiera oído se desvaneció al ver que este giraba a la derecha y cruzaba el aparcamiento hasta detenerse delante de la ventana donde se pedía la comida para llevar.

–¿Qué quieres? –preguntó Montoya.

–Nada –dijo ella. Prefería morirse de hambre a aceptar la caridad de aquel imbécil.

–¿Qué desea el señor? –una joven asomó por la ventana, obviamente afectada de la misma dificultad para respirar que Iona al ver al detective.

Él giró la cabeza hacia Iona y esta sintió que el vello se le erizaba.

–¿Estás segura?

–Completamente.

Los labios de Montoya se curvaron, provocando un hoyuelo en la mejilla que hizo que partes totalmente impropias del cuerpo de Iona palpitaran. El esbozo de sonrisa fue más de sorna que genuino, pero Iona no pudo ignorar el salto que le dio el corazón ni el rugido que emitió su estómago, exigiendo ser alimentado.

–Como quieras –Montoya se volvió hacia la ruborizada joven–. Dos hamburguesas con queso, dos cajas de patatas fritas grandes y un batido de chocolate, Serena –dijo, leyendo la etiqueta que la chica llevaba en el pecho.

–Enseguida, señor –dijo ella. Transmitió la orden por micro y añadió–: Son seis dólares y cincuenta céntimos, señor.

Montoya pagó la comida y adelantó el coche hacia la ventanilla de recogida.

–Toma, sujeta esto –dijo, pasando a Iona dos bolsas.

El delicioso aroma de carne recién cocinada y patatas fritas casi hizo que se mareara mientras Montoya detenía el coche en una de las plazas de aparcamiento.

–¿Por qué has comprado dos? –preguntó con la boca hecha agua–. Te he dicho que no tenía hambre.

–Son para mí –dijo él, dándose una palmadita en el musculoso estómago–. Las vigilancias dan mucha hambre, y hoy no he comido más que chocolatinas.

–¡Qué pena me das! –dijo ella, lanzándole una mirada furibunda.

La sola mención de las chocolatinas ya fue una tortura, pero Montoya dio un paso más al sacar una de las hamburguesas y devorarla a la misma velocidad que las patatas. Cuando acabó, tiró la bolsa en una papelera que había al lado de la ventanilla del coche. Iona se humedeció los labios. Todavía quedaba otra.

Montoya sacó la segunda hamburguesa y, envolviéndola en una servilleta, se la llevó lentamente a los labios.

–¡Espera! –Iona alargó la mano hacia la muñeca de Montoya a la vez que su estómago volvía a resonar.

–¿Quieres algo? –preguntó él con un brillo de sorna en los ojos.

–Sí… Yo… –Iona casi no podía hablar porque la boca le salivaba–. Por favor.

–¿Por favor, qué? –preguntó él, arqueando una ceja.

–¿Me das un mordisquito? –preguntó Iona, dispuesta a sacrificar su orgullo y lo que hiciera falta por un bocado.

Los impresionantes ojos azules se clavaron en ella, provocándole una reacción en las terminaciones nerviosas. Esperó unos segundo, convencida de que él seguiría con la tortura, pero comprobó, aliviada, que Montoya sonreía y le pasaba la hamburguesa.

–Toda tuya.