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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Rebecca Russell

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un lugar en tu corazón, n.º 1703 - noviembre 2015

Título original: Right Where He Belongs

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7314-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ESTO ES perder el tiempo –dijo Tanner Fairfax, esperando que su difunto abuelo lo escuchara.

Tanner quería vender la casa de los Fairfax al mejor postor, y quería firmar el contrato lo antes posible. Y eso era precisamente lo que su abuelo más hubiera odiado. En el adormecido pueblo de New Haven, Ohio, la fastuosa mansión de dos plantas recordaba a una anciana reina que se resistía a abandonar el trono, custodiada por un granero que se levantaba al lado.

Se protegió los ojos con la mano del sofocante sol veraniego. Alguien se había mantenido muy ocupado pintando de blanco la fachada. El olor a pintura fresca llenaba el aire húmedo y caluroso. Y el excelente estado del porche indicaba una reparación reciente.

Dudó unos segundos antes de subir los escalones de la entrada. Los recuerdos de su única visita a aquel sitio, siendo un niño de cinco años, amenazaban con impedirle el paso. Pero hizo uso de su madurez y resolución y los apartó de su camino. Se sacó las llaves del bolsillo trasero de sus desgastados vaqueros y abrió la maciza puerta principal.

Dentro lo recibió una oscuridad y una temperatura mucho más baja que la exterior. Apretó el interruptor junto a la puerta y se iluminó una recargada lámpara de araña. Una alfombra oriental cubría el suelo de madera. El conjunto era impresionante, pero nada del otro mundo.

De pronto se oyó un ruido procedente de la parte trasera.

–¿Quién está ahí? –preguntó Tanner, sobresaltado.

Caminó hacia el ruido, con precaución pero sin miedo. Como propietario de una empresa de construcción tenía poco que temer de los pueblos pequeños como aquel.

–Estoy en la cocina, señor Fairfax –respondió una voz femenina–. Siga recto.

Cruzó el vestíbulo, hacia la luz que se filtraba por la rendija de una puerta. Cuando abrió percibió un olor extrañamente familiar, como de especias o hierbas aromáticas.

No importaba a lo que oliera, porque en medio de la espaciosa cocina había una mujer alta y esbelta, vestida con un mono blanco manchado de pintura. Bajo la gorra de pintor asomaban mechones color caoba, y el brillo verde de sus ojos junto a la radiante sonrisa lo dejaron sin respiración.

Estaba limpiando unos armarios con una energía increíble. La encimera estaba llena de herramientas, y el suelo estaba cubierto de cubos, lonas y rollos de papel para empapelar.

–¿Quién es usted y cómo ha entrado aquí? –consiguió preguntar finalmente.

–Puedo explicárselo, señor Fairfax –el tono de su voz era tan cálido y amistoso que casi lo hicieron acercarse a ella, pero se mantuvo en su sitio, mientras avanzaba hacia él, sorteando los cubos–. Soy Cassie Leighton, propietaria de Reformas Leighton. Su abuelo me contrató antes de morir –le tendió una mano, pero la retiró con una sonrisa de disculpa–. Lo siento, olvidaba que estoy hecha un desastre –dijo mientras sacaba un trapo del bolsillo y se limpiaba las manos. Tanner notó que no llevaba anillo de bodas. Y también notó con sorpresa estaba impaciente por descubrir si el tacto de su mano tenía el mismo efecto que su sonrisa.

–¿Señor Fairfax?

Tanner respiró profundamente, perplejo por haber olvidado su enfado ante un extraño.

–¿Cómo supo que era yo y no algún ladrón?

–En New Haven no se cometen muchos delitos. Y la secretaria del señor Samuel me llamó en cuanto usted entró en su oficina –lo observó con detenimiento de la cabeza a los pies–. Me dijo que era usted igual que su padre.

Tanner se preguntó si estaría a la altura de su comentario, pero apartó rápidamente la duda. Siempre había tomado esa comparación como un cumplido, y además, no solía tener problemas en conseguir todas las citas que quería.

No, solo era el disgusto de oír a aquella mujer hablar de su padre como si lo conociera. Eso era imposible, ya que sus padres habían muerto mucho tiempo atrás.

–Sí, definitivamente tiene usted el pelo y los ojos de Fairfax –dijo ella con una sonrisa.

–¿Por qué nadie me avisó de que estaría aquí? –preguntó él, enfadado de que le importase tanto la opinión de una desconocida que lo hacía pensar en carros de heno y hogueras.

Pero... él nunca se había montado en un carro de heno con una chica, ni había compartido un fuego de campamento... La culpa de aquel desvarío la tendría la falta de sueño, seguramente; el largo viaje desde Texas lo había dejado exhausto.

–Puede que el señor Samuel no se enterase de que su secretaria me llamó. Ella sabe lo mucho que significa para mí esta casa. Pensábamos que llegaría usted mañana, por lo que tenía pensado estar limpiando esta noche.

–Al final decidí salir pronto de Tyler –dijo él encogiéndose de hombros.

–No tiene usted acento de Texas.

–Supongo que es porque tampoco mis padres lo tenían. ¿Mi inesperada llegada supone algún problema?

–En absoluto. Es solo que... –el sonido de un teléfono la interrumpió. Cassie sacó un móvil de su bolsillo y miró el identificador de llamada–. Discúlpeme, llevo toda la mañana intentando localizar a este tipo –se llevó el teléfono a la oreja y él contempló sus uñas cortas y desprovistas de pintura. La mayoría de las mujeres que había conocido hubieran evitado la suciedad como a una plaga, pero Cassie había elegido una profesión que precisamente buscaba la suciedad. Se imaginó que una mujer así no se lo pensaría dos veces antes de correr bajo la lluvia, arruinando su maquillaje.

Demonios... ¿Qué le hacía tener esos pensamientos tan empalagosos? No tenía que interesarle cómo se comportaría aquella mujer en una cita. Él había llegado a New Haven con un propósito. Lo cumpliría y se marcharía. Sin más complicaciones.

–No, Mike –dijo Cassie–. Hemos prometido que lo tendremos todo listo para mañana, aunque sea sábado. Llama a Danny y en cuanto a Georgie, le dije que podía ir a ver el partido de fútbol de su hija, pero luego la avisaré.

Tanner apreció la firmeza con la que hablaba, pero al mismo tiempo lo sorprendió que supiera los detalles de la vida personal de sus empleados. En el negocio de la construcción el movimiento de personal era continuo, y era difícil acordarse de unos cuantos nombres.

–Lamento la interrupción, señor Fairfax –le dijo ella guardando el teléfono–. Es estupendo que haya venido, y no se preocupe por el desorden. Lo limpiaré todo enseguida –de pronto se le entristeció la expresión y le puso una mano sobre el brazo–. Siento lo de su abuelo.

El contacto de sus dedos le provocó un calor más fuerte que el sol de Texas. Él se puso tenso, asombrado de que un gesto supuestamente de consuelo pudiera encenderlo así.

–Al señor Frank le gustaba bufar, pero en el fondo era como un gatito –dijo ella.

–O como un león –replicó él. Su abuelo siempre se comportó como si fuera el rey de la jungla, exigiendo obediencia absoluta y castigando a quienes osaban desafiarlo.

Cassie apartó la mano, aturdida por el tacto de su brazo. Era como encender una cerilla. Aunque no era extraño, ya que su aspecto la había desequilibrado. El cabello de Tanner era del color del hierro forjado, y sus ojos eran de un azul que le recordaba a Venecia...

–En cualquier caso –siguió diciendo ella–, su abuelo quiso que se pintara la fachada, se arreglara el techo y se colocara el nuevo suelo de la cocina –indicó con gesto nervioso el fregadero–. Insistió en que estuviera terminado antes de que usted llegara. Él sabía que... que le quedaba poco tiempo –le tembló la voz y se le escaparon algunas lágrimas. Echaba de menos a su viejo mentor y amigo–. ¿Quiere que lo limpie todo a fondo o lo dejo así?

–Déjelo. Acabará mucho antes.

–De acuerdo. Mientras tanto puede usar el comedor como una cocina provisional.

–¿Por cuánto tiempo? No quiero que nada entorpezca la venta.

–Parece que ya lo tiene decidido, y ni siquiera ha visto la casa.

–Efectivamente.

Por lo visto Tanner iba a complicarle a Cassie su otra labor. Poco antes de morir, el señor Frank le había revelado los detalles de su vergonzoso pasado. Él solo se había encargado de ocultarle a Tanner la historia de su familia. A Cassie le costó entender esa actitud, pero el dolor de sus ojos le confirmó la verdad de su confesión.

–Eso es ser muy desagradecido –dijo ella–. Su abuelo no tenía que dejarle la casa y...

–Estoy convencido de que detrás de ello se esconde su habitual egoísmo.

Tanner se equivocaba. El señor Frank había intentado hasta su último suspiro reconciliarse con su único nieto, y le había pedido a Cassie que durante los treinta días que marcaba la cláusula intentase convencer a Tanner de que lo perdonara. Y ella se lo había prometido.

–Si cree que no puede cumplir el plazo, señorita Leighton, buscaré a otra persona.

–Llámeme Cassie. Y no se preocupe. Acabaré en diez o catorce días, dependiendo de lo que quiera. Supongo que tendrá otros asuntos de los que ocuparse, así que, si le parece bien, vendré por la mañana para arrancar el empapelado.

–¿El sábado?

–Es uno de mis días más ocupados. Piense que si quiere pintura nueva, hay que preparar primero las paredes, y eso llevará entre dos días y una semana. Mientras tanto puede ir eligiendo el papel y la pintura.

–¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo con eso? –preguntó él, confundido.

–Puede realizar los cambios que quiera. Su abuelo le dio permiso; así no tendría que esperar los treinta días.

–Ya me disgusta bastante pasar aquí un mes. Me da igual el papel o la pintura que utilice.

Ella sacó una escoba de un armario y se puso a barrer, contenta de poder ocuparse en algo.

Mientras ordenaba la cocina, echaba fugaces miradas al hombre alto y musculoso, de quien el señor Frank le había enseñado varias fotos. Pero ninguna revelaba su fuerza natural.

–Espere un momento. ¿Cómo sabe lo de la cláusula de residencia? –preguntó él de repente.

–Su abuelo me lo dijo. Pero aunque no lo hubiera hecho, en New Haven se sabe todo. Tendrá que acostumbrarse a eso, señor Fairfax.

–Llámeme Tanner. El señor Fairfax era mi padre. Y no creo que permanezca aquí el tiempo suficiente para acostumbrarme a nada.

Pero Cassie sabía que Tanner pertenecía a aquella casa, aunque él no lo supiera aún. Si su padre no hubiera renegado de él, Tanner habría nacido allí, y habría sentido desde el principio la profunda hospitalidad de New Haven. Igual que le pasó a ella.

Cassie no se imaginaba viviendo en otra parte, por eso era la persona adecuada para convencer a Tanner. Cualquier otra persona más dura se hubiera negado a ayudar, pero Cassie estaba hecha de una pasta más sensible. Aunque también tenía su pizca de egoísmo, ya que en el fondo la movía una razón más personal. Años atrás no pudo cumplir la promesa que le hizo a su padre, antes de que él muriera. Finalmente tenía la oportunidad para demostrar que su palabra significaba algo.

Miró a Tanner mientras él examinaba la cocina, y recordó la explosiva reacción de su cuerpo cuando le tocó el brazo. Tendría que mantenerse alejada de él y concentrarse en la promesa al señor Frank.

Su abuelo había contratado a un detective para que lo vigilase de cerca, y en ese momento recordó uno de los informes. Tanner no había sido capaz de mantener ninguna relación estable, a pesar de las muchas mujeres con las que había estado.

Pero ¿por qué tenía que recordar eso? A ella le gustaban los hombres más simpáticos...

–Habrá que poner al día esta casa antes de venderla –la voz de Tanner interrumpió sus pensamientos–. Si va a venir mañana, traiga el papel que esté más de moda.

Ella frunció el ceño. Aquella casa merecía algo más que un estilo pasajero. Pero la preocupaba todavía más la decisión de su nuevo propietario de venderla cuanto antes.

–A menos que tenga cosas más importantes que hacer –añadió cortantemente.

–Claro que no. Le pediré los libros de muestras a un cliente. –dijo ella, pensando en tirarle los libros a la cabeza para que se diera cuenta del regalo que le habían hecho–. Y para su información le diré que el señor Samuel me pidió que este encargo fuera mi prioridad. Pero lo hubiera sido de todos modos. Esta casa es muy especial para mí. Prácticamente crecí aquí.

–¿Es usted pariente?

–No, por Dios. Tan solo fui una chiquilla que siempre estaba incordiando por aquí –inspiró para deleitarse con el olor familiar de la casa, y tuvo que hacer un esfuerzo para que las lágrimas no volvieran a afluir–. Me encanta este olor, ¿a usted no?

–Me resulta familiar, pero no sé qué es.

–Vainilla. Su abuelo siempre hervía un poco en la cocina, y yo hago lo mismo cuando vengo. Decía que le recordaba a su mujer. ¿Sabía usted que su abuela murió con tan solo sesenta años? Tenía cáncer, pero no sufrió mucho.

En cambio el señor Frank no superó jamás la pérdida, ni tampoco la madre de Cassie, cuando su marido murió a los treinta y cuatro años de un ataque al corazón. Cassie estaba decidida a aprovechar toda la felicidad posible cuando encontrase al amor de su vida, algo que un hombre como Tanner no podía entender.

–Lo veré mañana, Tanner –le dijo luchando contra las lágrimas–. Sobre las nueve.

Tanner observó cómo salía por la puerta trasera de la cocina. Había notado que tenía los ojos brillantes por las lágrimas reprimidas. Estaba claro que echaba de menos al viejo.

No podía creer que su abuelo hubiese quemado vainilla por su mujer. El hielo de sus venas le hubiera impedido cumplir con un ritual semejante. No podía entender lo que habría visto Cassie en una persona tan manipuladora.

Repasó mentalmente el testamento de su abuelo. No tenía más parientes vivos que Tanner, y no recordaba el nombre de Cassie por ninguna parte. Al menos no tendría problemas en averiguar más sobre ella en un pueblo sin secretos como New Haven.

No quería ninguna complicación. Durante los treinta días siguientes solo tenía intención de descansar y relajarse, lejos del trabajo y de su empresa.

Había pasado mucho tiempo intentado imaginarse la vida de su padre, camionero de profesión, en New Haven. Por lo poco que sabía, los problemas no comenzaron hasta que desafió a su abuelo y dejó el pueblo tras su graduación.

De nuevo volvió a pensar en Cassie, y en la confianza con que se movía por aquella casa, y hasta qué punto conocía las costumbres de sus abuelos y los detalles del testamento. Y por alguna razón lo molestaba aquella actitud, aunque él había sido quien rechazó todos los intentos y sobornos por que se trasladara a vivir allí.

Se propuso no perder ni un minuto más envuelto en la confusión, y en ese momento llamaron fuertemente a la puerta principal.

–¡Yu-juu! –llamó alguien desde fuera.