Cubierta

Recordar el olvido

Rosa Montiel

Plataforma Editorial

PRÓLOGO El poder creativo de la memoria

EL PROCESO DE ESCRIBIR comienza en el momento en que el autor se sumerge en el interior de sí mismo y valiéndose de la experiencia y de la memoria rescata un elemento en forma de imagen o de pensamiento, miedo, esperanza o amor, que le servirá para seguir con el proceso de creación que ha emprendido. El esfuerzo es considerable porque a veces los recuerdos, igual que las experiencias vividas, se resisten a ser recuperados, y más aún cuando se rescatan del pozo negro del olvido. A partir de este momento se recurre a la imaginación y la fantasía, para que aquel primer relámpago de memoria se desarrolle hasta convertirse en otro elemento distinto, más completo tal vez, más ilusorio, más dramático, que se ha desprendido totalmente de la realidad de la que procede. Nace así un poema, un relato, una novela y muchas veces incluso un ensayo o una investigación histórica o científica.

Si el autor se limitara a contar lo que sabe o lo que recuerda, el texto, con ser valioso, no sería una creación propiamente dicha, sino un conjunto de recuerdos de infancia o de juventud, unas memorias, autobiografías, semblanzas… donde no ha incidido la imaginación que desarrolla aquel recuerdo hasta extremos tan impensables y lejanos, pero tan ciertos, tan inequívocos, que difícilmente se alcanzarían sin el concurso de la fantasía. Solo entonces podemos llamarlo creación, cuando el resultado obtenido se ha desprendido de la realidad inicial de la que procede mostrando otra realidad tan válida y verdadera como la primera, la realidad literaria.

El libro que tenemos entre las manos es un caso claro de esta creación literaria, cuyo proceso comprobamos de forma fehaciente si nos tomamos la molestia de leer estos maravillosos relatos sin identificarnos con los personajes que se mueven cada uno en el ámbito de la narración, sino con la autora del libro, como aconseja Nabokov que leamos, y como ella misma, Rosa Montiel, reconoce y explica de forma poética, realmente emocionante, en la primera página:

«Me gusta escribir porque me ayuda a engullirme y mirar hacia el interior, penetrar en esa habitación oscura y una vez en ella, reconcentrarme en pensamientos, atrapar las mariposas del recuerdo, fantasear, divagar, llenarme de la vida de otros, dar mi vida a otros…»

Cada relato parte de una imagen, de un personaje abrumado por un problema, movido por una esperanza o enfrascado en el agotamiento de su propia situación, que la autora ha rescatado de su memoria o de su larga experiencia: un niño dominante en la escuela, una mujer en la cárcel atropellada por su propia infancia, grupos de adolescentes intentando saber quiénes son y cómo comportarse, y muchos otros sin que sucumba jamás a la repetición de un tema o una circunstancia. Y a partir de ahí aparecen como juegos de prestidigitación, reacciones de los personajes, paisajes rescatados de la memoria o de lecturas, juegos malabares del dominio de las conciencias, diálogos enconados, dulces atardeceres de estío, el viejo y destartalado vagón de tercera de un tren, y otros muchos caminos que sustentan el relato y lo van conformando y convirtiendo en un mundo autónomo, ajeno ya a las relaciones con la autora que lo provocaron.

Es admirable cómo Rosa Montiel es capaz de hacerse con la estructura que conviene a cada uno de los relatos, con extrema naturalidad, como si surgiera del argumento que vamos descifrando a medida que leemos, casi sin proponérselo se diría al ver la variedad de métodos y soportes literarios que utiliza, como si tuviera presente, en su inconsciente entrega a la profunda vocación de contar una historia, que cada una de esas historias que nos cuenta sería distinta si la contara y la estructurara de otra forma, y ella hubiera querido contar precisamente la historia que nos está contando, no otra. Esta firmeza en el objetivo que acompaña todos los cuentos penetra de tal forma en el estilo, la expresión literaria de la autora, que sin apenas darnos cuenta nos dejamos seducir por la poesía que la envuelve y la convicción que nos transmite.

Tal vez la simplicidad y precisión del lenguaje no lograrían ser tan certeras si no contaran con la elocuente música de una prosa cuidada que sabe calibrar la importancia de la longitud de las frases y diálogos y de una puntuación original que afianza el ritmo y la intensidad de las emociones, sentimientos y frustraciones, y alcanza incluso a las descripciones de paisajes y entornos ligados a la propia historia.

Mención aparte por la profundidad de un pensamiento que de una forma u otra domina el trasfondo de todos los relatos, y con un soporte de espacio y tiempo menos contundente esta vez, merecen dos de estos relatos que he leído repetidamente con profundo deleite y emoción: Donde habitan los recuerdos y La memoria del olvido, formados ambos por una estructura de recuerdos y anécdotas, narrados con la clara voluntad de que se conviertan definitivamente en memoria y formen un caparazón que nos salve del olvido. Aunque sea «prendido en la memoria de otros», aclara un personaje, o por decirlo con la misma voz emocionada de otro, «A estas alturas ya sabrás por qué te escribo. Pues sí, es eso que piensas, para no olvidar. Porque sin memoria la biografía se diluye». Y aunque vivimos en un mundo que no parece admitirlo, es cierto, sin memoria no somos nada.

Estamos ante una espléndida colección de cuentos de los que se hace difícil hablar sin entrar en detalles y explicaciones que tal vez desbaratarían la estructura narrativa que la autora ha construido para enderezar su memoria y su conocimiento. ¿Son realmente simples recuerdos los que se nos cuentan en esas historias? ¡Cómo saberlo! Aunque no, ya no lo son, tal vez lo fueron cuando Rosa Montiel los apresó en la profundidad de su conciencia y los rescató del olvido, pero esto era antes de que su original y sorprendente poder creativo los convirtiera en historias, en literatura.

ROSA REGÀS

INTRODUCCIÓN Me gusta… escribir

«¡Cuánto tarda uno en aprender a escribir! Ahora, a los cincuenta años, empiezo tal vez a darme cuenta.»

MAX AUB

ME GUSTA ESCRIBIR porque me ayuda a engullirme y mirar hacia el interior, penetrar en esa habitación oscura y, una vez en ella, reconcentrarme en pensamientos, atrapar las mariposas del recuerdo, fantasear, divagar, llenarme de la vida de otros, dar mi vida a otros… Digamos que escribo de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro. Voy de la superficie terrestre al magma abisal y de lo profundo al exterior y otra vez de la superficie al fondo en el que a veces permanezco enlodada y ciega de oscuridad. Escribir es encuentro, goce, tortura, soledad…

¿Por qué escribo? De adolescente, como todos, para mí, para conocerme mejor, para dejar de jugar a las muñecas y jugar a la vida, para perderme, para encontrarme, para saber quién era, por puro placer de reflejarme en el espejo de la cuartilla en blanco, para ensartar emociones y nombrarlas, para huir de mí misma, para olvidar la vida estrecha y mezquina…

¿Y ahora? Por los otros, para tomar su voz y darles la mía, para vencer el miedo, para desatarme y expandirme, para olvidar, para recordar, para que los míos tengan un legado, para esculpir palabras que yacen en el olvido, para traficar con letras, para saltarme los límites, para hablar conmigo misma, por si alguien algún día me lee, para aprender, para saber la verdad, mi verdad, la tuya, la de la gente honesta, para darme, para recibir algo a cambio, para rendir homenaje a mi gente, para drogarme de escritura, para no morir tanto cada día y solo de a poquito, para alegrar el camino antes de toparme con la Parca, porque me va que ni pintiparado…

I. LAS EDADES DE LA INOCENCIA

II. SUEÑOS ROTOS

III. EL INVIERNO Y LA MEMORIA

1. Efraín

A VER, EFRAÍN, désirle a la señora cuantos años tenés vos.

El niño, retaco de ojos rasgados, permanece mohíno y en silencio.

—Andá, no seás sonso —le achucha la madre entre cariñosa y retadora.

A regañadientes, el pequeño levanta la mano izquierda y hace oscilar la muñeca de un lado a otro, sin mirar a la dependienta a la cara.

—¡Ajá! ¡Cinco años! ¡Qué mayor que eres!

—Discúlpelo, María, es muy vergonzoso. Como hace poco que está acá lo extraña todo, no se ha hecho al lugar…

Evangelina, ya en la calle con el niño de la mano le recrimina cariñosamente:

—Mirá que sós boludo…

En un diminuto cuchitril de treinta metros cuadrados: una cuna, una bebé durmiendo y un hombre en cueros echado en un camastro.

—Pero, Roberto, ¿cómo no le diste aún el biberón a la beba?

Responde con gruñidos, se vuelve hacia la pared dándole la espalda con la intención de seguir durmiendo.

Es lunes. Muy temprano se ha levantado Evangelina. El sueño la venció la noche anterior sentada en la mesa. Trastabillando, al cerrar la tele Roberto, se fue a la cama. En la pila hay platos sucios, un cacillo, una cacerola y una sartén. Allí mismo, provista de una toalla, se lava la cara. Pone el tapón en el desagüe y deja correr más agua. Vendrá bien a los restos de comida para ablandar la suciedad.

Antes de salir, cubre a los niños. Empieza a hacer calor. La primavera se apresura y anticipa días veraniegos.

A las seis de la mañana la ciudad se despereza. No hay trasiego todavía en sus calles. Unos van al tajo y otros vuelven de las entrañas de la noche. Evangelina lleva el paso ligero. Sabe que no hay trabajo indigno, sea el que sea, con tal de echar adelante. Cree tener suerte. Limpiar oficinas, escaleras, la panadería, algunas casas, les permite comer y pagar el alquiler. Qué importa que allá fuera maestra. Qué importa que añore a los tres hijos que quedaron con los abuelos. Los logrará traer algún día, como recientemente hizo con Efraín. La nena no, ha nacido aquí, fruto de su nueva relación con Roberto. Porque estando en su país, embarazada del menor, un buen día, su esposo dijo que iba a comprar tabaco y nunca más supo de él. La tierra se lo tragó. Claro que él solía tomar hasta ponerse morado y pasaba días sin regresar a casa.

Durante un tiempo la paz que reinaba a Evangelina le pareció un sueño. A veces se pellizcaba para despertar. El dolor que sentía en el brazo, en las mejillas, la reconfortaba y la devolvía a la realidad. «Es cierto, mejor así. ¡A qué sufrir tanto y vivir siempre como un perro apaleao!.»

No tuvo suerte. Su anterior compañero la pegaba. También a los niños. A ellos con el cinto. No importaba el motivo. Por cualquier cosa. Tenía mal beber. Se refugiaban los cuatro en el dormitorio de las gemelas, arrebujados, abrazándose, esperando siempre. Hasta que se iba o caía rendido por el sueño. La tregua venía precedida de sus ronquidos. Entonces apagaban la luz.

* * *

—¡No me has oído o es que no te quieres levantar? Venga gandul, ¡arriba!, que son las nueve menos cuarto y te has de lavar.

—Quiero que venga mi mamá —lloriqueó Efraín.

—Pues sí, menuda rosa de pitiminí estás tú hecho. Por mí como si te quieres quedar todo el santo día en la cama.

Roberto se acuesta de nuevo y en pocos minutos coge el sueño.

El niño no osa moverse, no quiere hacer ruido, teme que le regañe si nota su presencia. Le asustan sus modos bruscos, sus cejas pobladas y negras como dos alas de cuervos juntas, su voz bronca.

Pasa el tiempo rodando como las norias. Efraín aún no sabe de relojes. Pero sí sabe si es pronto o tarde según la luz solar: «Siempre llego tarde a la escuela y los niños se ríen de mí». Por las noches le cuesta dormirse. La oscuridad le mata. En la noche y en la soledad nacen los monstruos con zarpas. Los bultos que deja ver la penumbra le parecen hombres malos agazapados que de un momento a otro se le echarán encima. Ladrones que pueden pasarlos a cuchillo en un santiamén. O llevárselo a él, tapándole la boca con un trapo para que no le oigan, que en la tele dijeron de un niño pequeño secuestrado. No le gusta Roberto. «No es bueno, mamá llora a veces por su culpa.»

El pequeño se prepara el desayuno. Sube a una silla para alcanzar los cereales. Agarra un cazo para la leche. «Mami no quiere que toque el fuego, pero yo sé prender los cerillos. También sé cambiar los pañales a mi hermanita y darle el bibi. Roberto es un baboso antediluviano, un dragón de tres cabezas de los que echan fuego. Los pelos de las cejas y el bigote son de púas de erizo. Si no fuera tan canijo le diría: “Chancho te chanco, chancaquita del diablo, hueles a meados”. Me escarabajeya ahorita verlo así como en la tele. Cuando tenga nueve años como mi hermano Néstor, seré grande y entonces le diré: “Ché, voosss andás bravo en el corral…”. Algún día creceré y dejaré de ser pollito. Y de gallo a gallo ya verás quién picotea más.»

—¡Eh¡, tú, ¿dónde estás?

—Acá, Roberto.

—Quédate con tu hermana, voy a comprar tabaco.

«Si se fuera para siempre como mi papá de verdad sería yo el hombrecito de la casa. De mayor quiero casarme con una nena tan linda y buena como mami. Pero lo que más me gustaría es tener mucha plata para que mamá no trabaje tanto.»

* * *

Roberto echa humo como una locomotora de vapor. El cenicero de cristal transparente es un enjambre de colillas retorcidas. Entre sus dedos medio y anular sostiene el cigarrillo, mientras con su mano derecha empuña el mando a distancia y hace záping. Parte de sus dedos y uñas tienen color azafranado.

La bebé balbucea en el cochecito «pa-pa-pa-pa-pa-pa».

—No, desí vos ma-ma-ma-ma-ma-ma —le responde flojito Efraín.

Los niños están lo más lejos posible de Roberto, es un decir, porque no hay lejanía en espacio tan chico. En la estancia todo está a la vista, excepto un plato de ducha y un retrete en un pequeño patio trasero de adobe. Efraín, ante el carricoche de la bebé, hace avanzar las ruedas de delante hacia atrás.

—Toma las monedas, Efraín, y acércate al súper. Compra leche y una bolsa de macarrones. Apresúrate, tu madre está al llegar.

Con las monedas en las manos se sentó en el bordillo a mirarlas. Resplandecían con el brillo codicioso de los sueños. Calculó aproximadamente de cuántas disponía, qué cosas le gustaría comprarse. «Paloduz, conguitos, helados, canicas, estampitas, patatillas… ¡Y una bicicleta!»

Frustrado, debatiéndose entre el deseo y la realidad que se le impone, está tentado de tirar las monedas una a una en la alcantarilla. Las alcantarillas tienen boca y tragan agua. Las alcantarillas comen escombros y hojas caídas de los árboles. Su boca es una rejilla de hierro; su estómago, un pozo encantado. Si él pudiera levantar el enrejado llegaría hasta el mar, cogería un barco y volvería a su casa de allá. Sin embargo, Efraín no quiere disgustar a su madre. Se quedará y cumplirá el encargo por mucho que le guste soñar y las chuches y ser mayor. Recuerda las palabras de mamá: «Venimos para mejorar y que podás ser un hombre de provecho y no un haragán».

De vuelta, se para en un rincón de la calle donde se apilan los trastos desechados. Allí encontró días atrás un tren de hojalata y una pelota de goma. Se afana rebuscando como quien espera encontrar un tesoro. Agarra una caja de madera pintada con flores. En el centro, orlada de rosas, hay una niña rubia de mofletes sonrosados y boquita desteñida. Juega con un aro. «Me lo quedo para los cromos.»

Al llegar a su casa, la madre está dando la papilla a la nena.

—¿Y eso? —dice enarcando una ceja.

—Es para ella cuando ingrese en la escuela.

—¡Macanudo!

—Ta-ta-ta-ta —dice la pequeña mirando la caja que le muestra su hermano.

—¿Se ha ido Roberto? —pregunta Efraín.

—Vos sabés…

—Pero ¿volverá?

—Tarde, creo…

Efraín observa a su madre, tiene cara de haber llorado, los ojos están húmedos; en una de sus mejillas, encendida como una rosa, ha prendido la marca de unos dedos de fuego.

—¿Lloras, mami?

—Me entró una broza… —Su voz suena bajito, sin convicción, desliéndose en las últimas palabras—. Ahorita me vas ayudar a poner la mesa mientras yo preparo la cena.

—Vale, mamuchi.