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CUARTA PARTE

DE CÓMO LOS AMIGOS SON MEJORES
QUE LA FAMILIA

XXXI

DE CÓMO GORRI SUPERÓ EL VACÍO

Sin llegar a conocer los cuatro lustros Paka había fallecido y Patxi se quedaba solo, con un niño de siete años recién cumplidos y una niña de dos años, lo que a la vista de todos se presentaba para Patxi como un reto difícil de superar sin ayuda. Desde que H. Nike dejó caer la terrible noticia, Gorri fue apartado de La Central, quiso ver a su madre, pero no le dejaron, evitándole de este modo la imagen de una madre yacente e inerte que en nada le hubiese ayudado a mantener intacto el recuerdo de quien hacía tartas, se pintaba las uñas y le enseñaba a dibujar, tampoco asistió al funeral ni al entierro y durante varios días vivió con Julián y Petra recibiendo visitas constantes y sin ver ni a su padre ni a su abuela ni echarles de menos mientras utilizaba el poder del tirano en que le hubiesen convertido de haber seguido todos a sus pies. Gorri vivió el fallecimiento de su madre en una nube sustentada por los familiares y amigos, que se volcaron en darle todos los caprichos y entretenerle como a un niño mimado, experiencia desconocida hasta entonces y que exprimió al máximo, hasta el punto de pasarle desapercibido el gran dolor que había causado la muerte de su madre a una edad tan temprana y de un modo tan inesperado. Patxi, la abuela y las hermanas de Paka eran las personas más afectadas y, por cercanía, sus esposos y toda la familia de Patxi, de hecho, el pueblo entero se conmocionó al conocer la noticia.

La virtud y la desgracia de la vida reside en que todo acaba algún día, cambia y evoluciona a un nuevo estado, en ocasiones sucede de un modo imperceptible, otras, ocurre de repente, dando un vuelco a la existencia y creando un renacimiento. Y esto es lo que provocó el fallecimiento de Paka en la vida de Gorri, un antes y un después, un salto a un nuevo nivel que comenzó como aprendiz de tirano y continuó con el descubrimiento de una nueva realidad a la que tuvo que adaptarse arrastrado por las circunstancias y a menudo muy a su pesar.

La primera decisión que tomó la abuela fue asumir las funciones que había dejado vacantes su hija, La Central necesitaba una mujer que cubriese las tareas asignadas a su sexo, en aquel tiempo muy bien definidas y que consistían en la limpieza de la casa, preparar desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas, fregar los platos, cubiertos, vasos, cacerolas y sartenes, hacer la compra todos los días para tener la despensa surtida, ocuparse de que la ropa estuviese limpia y remendada, atender el gallinero, preparar a los niños y ocuparse de sus necesidades, educarlos, cuidar si alguien caía enfermo y esperar que ella fuese capaz de hacerlo todos los días hasta que los niños pudiesen ser independientes. Sin marido ni obligaciones y con todo el amor que les profesaba la abuela a Gorri y a Isu no era una tarea que le resultase desagradable, aunque en el lote y de forma indivisible también entrase Patxi, con el que tendría que lidiar en una convivencia que se le antojaba difícil. Con sesenta y cinco ya cumplidos el reto era enorme, y aunque acostumbrada desde muy niña a sacar adelante casa y habitantes, sus energías ya no eran las que la habían acompañado y temía no estar a la altura de las circunstancias, pero, de entre todas las soluciones a la nueva situación, se le antojaba como la menos mala, así que con su cuerpo encorvado y su pelo cano se puso al frente de aquel barco con dos grumetes a los que había que enseñar a navegar por la vida y llevarles a buen puerto.

Estaba Gorri entretenido haciendo carreras de caracoles cuando apareció la abuela acompañada del vecino nuevo guiando a sus dos bueyes con el carro vacío, el mismo que empleaba para llevar los féretros con los difuntos al cementerio.

—Hola, abuela. ¿Qué haces? —preguntó Gorri al verla.

—Voy a coger algunas cosas de casa para subirlas a La Central, desde ahora viviré con vosotros —contestó la abuela.

—¿Vas a ser mi nueva mamá? —preguntó Gorri.

—Tu madre será siempre la misma, yo solo voy a cuidaros como lo habría hecho ella —dijo la abuela.

Gorri, Julio y Petra con el vecino nuevo ayudaron a la abuela a cargar unas cuantas cosas en el carro, la máquina de coser, su cama con el colchón y la almohada de lana, ropa de cama, las toallas de hilo que tanto le gustaban, su ropa y algunos trastos más que creyó podían serle de utilidad. De su despensa de pócimas solo cogió las más habituales como manzanilla, anisitos, algunos tipos de tés y pocas cosas más, encargándole a Julio que se deshiciese del resto; no tenía muy claro si las últimas pócimas que le había dado a Paka podían haber desencadenado el inesperado desenlace, en realidad, no estaba muy claro de qué había fallecido, en el acta de defunción ponía «parada cardiaca», pero esa podía haber sido la consecuencia, no la causa. «Mejor no pensarlo», se dijo, ya no tenía remedio.

Gorri se montó en el carro como una cosa más y fue llevado hasta La Central por los bueyes del vecino nuevo, donde ayudó a descargar y colocar los enseres en su ubicación definitiva. La abuela dormiría en la habitación del fondo, la que daba al norte, y en la de al lado, Isu. También Patxi se había cambiado de habitación y se había mudado a la de invitados, la que tenía balcón, con dos camas, una para Patxi y la otra para Gorri. El comedor ocupaba ahora la estancia que había sido el dormitorio del matrimonio y la puerta permanecía cerrada, y así estuvo durante mucho tiempo. Los pintauñas, la toquilla, el rosario, la ropa, los bolsos y los zapatos de Paka habían desaparecido, nada que recordase a ella permanecía en la casa, ya ni olía a ella, era como si nunca hubiese existido y parecía que todos quisieran olvidarla cuanto antes, no se hablaba de ella, no se pronunciaba su nombre escondiendo todo lo que pudiese hacer aflorar el dolor.

Gorri no regresó al parvulario aquel año, la proximidad de las vacaciones y el encontrar nuevas rutinas habían sido las tareas prioritarias, se acabó el ver a Maite la de Orrao y sus compañeros de clase, a Arantxa y a Paulino, al zapatero, al hojalatero y a Briska. Ahora, todos los días, cuando Patxi regresaba de la fábrica se lo llevaba al monte, subían por la tubería de La Central hasta el depósito, una experiencia excitante para Gorri, pero arriesgada. En algunos tramos, condicionado por la pendiente, gateaba por el tubo en lugar de caminar sobre él, más de ocho metros le separaban del suelo, unas veces tiraban para la derecha hacia Apota y las canteras de Kukuma y otras para la izquierda, hacia el Nacedero. Patxi también le subió al castillo y después estuvieron en el caserío de Silvestre y Modesta tomando revuelto de setas. En ocasiones, siendo Gorri mayor, pensó que quizás su padre en esos momentos deseaba desaparecer de este mundo y llevarse a Gorri con él, de otro modo no tenía sentido que arriesgase tanto la vida de ambos buscando caminos y lugares tan peligrosos en los que un descuido hubiese llevado a los dos al vacío.

Regresaban a casa al anochecer, apenas hablaban, Gorri lo había intentado, pero su padre se encontraba ausente y así un día tras otro hasta que llegaron las vacaciones.

Aquel verano la tía Edurne se hizo cargo de Gorri y se lo llevó a la capital con la idea de descargar en lo posible a la abuela para que fuese cogiendo las riendas a su nuevo estado. La casa de la tía Edurne no tenía nada que ver con La Central, era una torre de pisos y en el séptimo era donde vivía, lo que más le impresionaba a Gorri era mirar la calle desde el balcón, aquella caída al vacío le recordaba a la subida al castillo con su padre, a veces se entretenía tirando pinzas y mirando cómo caían hasta chocar contra el suelo sin que su vista alcanzase a ver muy bien dónde terminaban tras el choque por la distancia y los arbustos que pretendían ser un jardín. Entre su época de aprendiz de tirano, las expediciones temerarias al monte con su padre y ahora la aventura en la torre de la capital, Gorri no había tenido tiempo ni ganas de echar de menos nada ni a nadie; seguía enfocado en el presente, virtud de la niñez que pronto perdería. De entre las cosas que mejor recordaba de aquellas vacaciones era la tahona que había en los bajos de la torre y donde pasó largos ratos viendo hacer pan.

—Tú siéntate aquí y no te muevas —le dijo el maestro panadero, amigo de la tía Edurne, el primer día que apareció.

Gorri se sentó y no se movió, y allí regresaba por la mañana día tras día para ver cómo echaban los sacos de harina en una máquina parecida a las de hacer el hormigón, la llenaban con agua y quizás algún componente más como levadura y sal, mezclándolo todo durante un buen rato hasta conseguir una masa blanquecina y maleable que extendían sobre una mesa de madera cubierta de más harina. Con gran habilidad cortaban la masa en trozos aparentemente iguales y los amasaban hasta crear figuras alargadas con extremos finos y una panza en el centro. Con un cuchillo hacían tres cortes imperfectos en el lomo como tres heridas mortales y, queriendo aliviar su dolor, pasaban una brocha con una especie de ungüento que daba un brillo esmaltado a la superficie, finalmente, acomodadas las formas moldeadas sobre una gran pala de madera, eran introducidas en el horno de leña, hacía calor y olía a cielo, al menos Gorri pensaba que así era como debía de oler el cielo. Con la misma pala con que las habían metido en el horno, las barras doradas y crujientes eran sacadas y colocadas en filas militares dentro de cestos de mimbre para ser repartidas por las tiendas de la ciudad.

Gorri había estado alguna vez en la tahona del pueblo que se encontraba en el callejón de Casa el Cacho, muy cerca del zapatero, acompañando a su abuela a comprar el pan, y había visto el horno y la pala metiendo y sacando barras, pero habían sido imágenes fugaces en las que el resto del proceso había quedado oculto a sus ojos, pero ahora conocía al dedillo todos los pasos que recorría el trigo desde que se recogía y se extendía en la era hasta que se convertía en barra dorada por fuera y blanca por dentro con olor a cielo.

A la hora de comer, Edurne iba a buscarlo con su hija en el cochecito, charlaba un rato con el maestro panadero y se reían, le daba un par de barras que había separado para ella y subían a casa a poner la mesa y a esperar a que llegase Gotzi.

—¿Qué has hecho hoy? —le preguntó Gotzi al sentarse en la mesa.

—He estado viendo hacer pan —contestó Gorri.

—Vamos, lo mismo que ayer y anteayer —dijo Gotzi.

—Y que mañana y pasado —rió Gorri—. Me gusta mucho ver cómo hacen pan. ¿Sabes que huele a cielo?

—¿A cielo?, lo que huele es a pan recién hecho —dijo Gotzi.

—¿A ti no te huele a cielo? —preguntó Gorri.

—No, a mí me huele a cielo otra cosa —dijo Gotzi.

—¿El que, tío? —preguntó Gorri.

—Tu tía, por ejemplo —dijo Gotzi mirando cómo Edurne se ponía colorada.

—¿Y a ti qué te huele a cielo, tía? —preguntó Gorri.

—Mi niñita me huele a cielo —dijo Edurne.

—¡Pero si huele fatal! —exclamó Gorri.

—Bueno, para ti, a los demás nos huele a cielo lo que más queremos —dijo Edurne.

—Pues es verdad, porque estas espinacas con jamón y besamel también me huelen a cielo —dijo Gorri mientras sus tíos se reían.

Por las tardes Gotzi volvía al trabajo y los demás echaban una siesta, Gorri se durmió pensando en cómo olía su madre y lo recordó, todo su aroma lo inundó y se quedó profundamente dormido como si el aroma del cielo lo hubiese embriagado.

Todas las tardes a la misma hora la ciudad entera se echaba a la calle con un jersey fino sobre los hombros por si refrescaba y se dedicaban a pasear saludando a los conocidos y parando un rato para intercambiar algunas palabras, Edurne empujaba el carrito y cuidaba de que su niña se encontrase cómoda, Gorri avanzaba cogido de la mano de Gotzi, solían ir hasta La Florida y en una de las terrazas tomaban un refrigerio, Gorri quería aguavinito, pero decidieron que era más civilizado que tomase mosto, un nuevo sabor que descubrió Gorri y que le gustó. En La Florida los niños jugaban en la tierra y varias veces Gorri intentó sin éxito unirse a sus juegos, así que se quedaba mirándolos a cierta distancia con envidia de ver cómo se divertían y con pena de no ser admitido entre ellos.

—¿No juegas con los niños? —le preguntó Edurne.

—Es que no quieren que juegue con ellos —dijo Gorri.

—¿Y por qué? —preguntó Edurne.

—Me han peguntado que de qué barrio soy y cuando les he dicho que soy de un pueblo, me han dicho que ellos con los paletos no juegan —dijo Gorri.

—Vaya con las tonterías, parece que la guerra no nos ha enseñado nada.

—Tía, ¿qué es paleto? —preguntó Gorri.

—Que no tiene cultura ni educación, que no sabe comportarse, que es diferente a ellos e inferior —dijo Edurne.

—¿Yo soy paleto? —preguntó Gorri.

—No, cielo, tú no eres paleto, los paletos son ellos, pero lo malo es que no lo saben —dijo Edurne.

Los domingos las rutinas cambiaban. Gotzi estaba todo el día en casa y le dedicaba a Gorri una buena dosis de su tiempo, estaba contento de tener un varón a quien educar en las artes que los varones debían conocer —que en el caso de Gotzi eran tres: la caza, la pesca y la buena vida—, así que en cuanto tuvo ocasión comenzó a instruirle enseñándole las escopetas y las cañas.

—Mira, Gorri, estos son los cartuchos, los fabrico yo mismo —dijo Gotzi.

—¿Y cómo los haces, tío? —preguntó Gorri.

—Mira, esta pieza metálica es el culote y es donde pega el martillo cuando aprietas el gatillo —dijo Gotzi—. Introducimos la vaina, que es este cartón rojo, dentro del culote. ¿Ves?, así. Ahora lo rellenamos de pólvora más o menos hasta aquí. Tienes que tener mucho cuidado con la pólvora, es muy peligrosa en contacto con el fuego, así que siempre… guardada donde nadie la pueda coger. Luego metemos este taco para que la pólvora se quede encajada y el resto lo llenamos de perdigones, que son estas bolitas negras pequeñas. Al final ponemos la tapa con esta máquina para que entre a presión y se quede todo apelmazado y ya tenemos el cartucho preparado.

—Es muy fácil, ¿puedo hacer uno? —preguntó Gorri.

—Claro, para eso te he enseñado —contestó Gotzi.

Así que los domingos se dedicaban a preparar cartuchos para cuando llegase el paso de palomas, a desmontar, limpiar y montar la escopeta y preparar el equipo de pesca.

—Mira, Gorri, estas son las moscas que empleo para pescar —dijo Gotzi abriendo una caja metálica.

—¡Qué bonitas!, son de colorines —dijo Gorri—. ¿Puedo cogerlas?

—Ten cuidado, no te vayas a pinchar con el anzuelo —dijo Gotzi.

—¿Por qué se llaman moscas? —preguntó Gorri.

—Porque en el agua parece que hay una mosca flotando y el pez va a por ella para comérsela, entonces muerde el anzuelo y el pez queda pescado —dijo Gotzi.

—A mí el agua me da un poco de miedo desde que me caí al río en Orrao, creo que no voy a ser pescador —dijo Gorri.

—Mira, Gorri, a los miedos hay que enfrentarse hasta vencerlos, si tienes miedo al agua, métete en el agua hasta quitarte el miedo —dijo Gotzi—. Cuando tengas miedo de algo piensa que, si otros pueden, tú también, y lánzate a hacerlo.

—¿Y qué debo hacer exactamente? —preguntó Gorri.

—Vamos a quitarte el miedo al agua haciendo dos cosas, primero vamos a llenar la bañera y vas a meter la cabeza con los ojos abiertos a ver cuánto aguantas, y después de misa vamos a ir a comer a Gamarra y nos metemos al Zadorra hasta que ya no tengas miedo.

Tal y como se había organizado, así se hizo, y Gorri pasó un buen rato dentro de la bañera sumergiéndose por completo, aguantando la respiración sin taparse la nariz con los dedos y viendo el techo del baño ondularse bajo la superficie del agua hasta que llegó a ser un juego divertido que se prolongó hasta que Gorri acabó con los dedos arrugados y blancos como la leche.

En los domingos del estío los márgenes del río Zadorra en Gamarra eran un hervidero de familias buscando un sitio para acomodarse, comer y echar la siesta mientras los jóvenes entraban y salían del río entre risas y juegos y allí fue donde Gotzi enseñó a Gorri los mejores trucos para aprender a nadar y quitarse el miedo al agua de un modo definitivo.

—Mira, Gorri, ¿has visto cómo me he dejado flotar con la cabeza hacia abajo metida en el agua y los brazos en cruz? —dijo Gotzi.

—Sí, ¿quieres que haga lo mismo? —preguntó Gorri.

Gotzi asintió con la cabeza al tiempo que decía:

—Cuando lo hagas bien empieza a mover los brazos, así, y los pies arriba y abajo, y verás cómo avanzas. Y después, cada dos brazadas sacas la cabeza, coges aire y lo echas cuando la cabeza está dentro del agua.

Fueron repitiendo las instrucciones con la supervisión del entrenador Gotzi, que corregía los defectos de forma que no se convirtiesen en hábitos hasta que, a base de algún trago de agua, repeticiones y comidas dominicales en el margen del Zadorra, Gorri aprendió a nadar con soltura y seguridad perdiendo el miedo al agua tal y como se lo había vaticinado su tío Gotzi.

El final del verano se acercaba y pronto Gorri volvería al pueblo, estaba contento de todo lo que había aprendido y se encontraba a gusto con sus tíos y la nena, que no daba ninguna guerra, solo lloraba cuando quería comer o algo le molestaba.

—Gorri. ¿Qué haces? —preguntó Edurne.

—Estoy jugando con las pinzas en el balcón, tía —contestó Gorri.

—No las tires a la calle que me estás dejando sin pinzas —dijo Edurne—. Voy a salir un momento a comprar unas cosas, vigila a la nena y si llora llamas a la vecina. ¿Vale?

—Vale, tía —contestó Gorri.

Al salir Edurne se hizo corriente en la casa y la puerta del balcón se cerró dejando atrapado a Gorri sin que le importase demasiado, siguió con su juego esperando que la tía regresase y le liberase sin darle mayor importancia. Gotzi había oído que en algunas casas los ladrones se descolgaban con cuerdas por la fachada y entraban a robar por los balcones, así que había decidido quitar la maneta de la puerta del balcón por la parte de fuera, como todos lo sabían tenían cuidado de que alguien estuviese en casa si se encontraban en el balcón o de dejar la puerta atrancada si estaban solos, pero en esta ocasión no estaba atrancada y el aire la había cerrado.

Al principio fue solo un lamento, pero poco a poco el lamento se convirtió en llanto y el llanto en auxilio, la nena lloraba a todo pulmón y Gorri quiso ir en su ayuda, pero no vio la forma de abrir la puerta y se sintió atrapado e impotente, así que durante un buen rato llamó a su vecina todo lo fuerte que pudo asomando la cabeza por encima de la barandilla del balcón, pero la vecina o no estaba o no le oía. Tampoco la poca gente que circulaba por la calle alcanzaba a oír sus gritos, ahogados por el sonido del tráfico y de las motos que circulaban sin parar.

Tiró una pinza, la vio caer y estamparse contra el suelo, miró la altura de la barandilla y la cornisa que llevaba a la ventana desde donde salían los llantos de la nena. Sintió miedo, mucho miedo y recordó las palabras de su tío: «al miedo hay que enfrentarse y vencerlo». Recordó la subida al castillo con su padre y las subidas al depósito por la tubería y volvió a tirar otra pinza y mirar a la cornisa.

Si había sido capaz de subir al castillo, aquello no era tan alto y la cornisa era más ancha que la zona de la tubería donde se apoyaba, a gatas podría llegar hasta la ventana. Cogió una caja de cervezas vacía que había en el balcón y, subido en ella, miró hacia abajo diciéndose: «El miedo hay que vencerlo», y sin pensarlo dos veces superó la altura de la barandilla y, con mucho cuidado y sin soltarse, se dejó caer hasta apoyarse en la cornisa. Desde fuera del balcón miró hacia abajo y se acordó de las pinzas, luego miró al cielo y una sensación de vértigo lo embargó. «El miedo hay que vencerlo», se repitió mientras, agarrado al balcón, se desplazó despacio hasta donde solo quedaba cornisa. Con sumo cuidado, se agachó y, poniéndose a cuatro patas, se deslizó a lo largo de los casi tres metros que le separaban de la ventana hasta que llegó a su altura, se puso en pie y se agarró al cerco. Estaba abierta, era verano, la nena no dejaba de llorar. Lo que más le costó fue subirse a la ventana, apenas la alcanzaba, pero había aprendido a agarrarse bien recogiendo manzanas de los árboles, así que aplicó su técnica y consiguió alzarse hasta entrar en la habitación, nadie le había visto, había conseguido superar el vacío.

La nena, congestionada por el llanto, estaba pringada de caca hasta las orejas.

«¿Y esto es oler a cielo?», se preguntó Gorri.

XXXII

DE CÓMO GORRI RECIBIÓ VARIAS
RACIONES DE PALO DE ESCOBA

Nunca Gorri contó nada del rescate de la princesa en la torre del castillo ni de los mil desafíos que tuvo que superar para llegar hasta ella, aprendió que ciertas verdades es mejor no contarlas por increíbles, era suficiente con que él lo supiera sin necesidad de exponerse a ser tratado de mentiroso, a fin de cuentas no había testigos y la princesa tenía bastante con lo suyo como para haber reparado en la presencia del caballero salvador que tuvo que esperar paciente la llegada de la madre, que fue quien en realidad rompió el hechizo al que la tierna princesita había sido sometida.

De regreso al pueblo Gorri volvió a La Central, consciente de que la abuela había ocupado el puesto de su madre y con la duda de si debía llamarla «mamá» o seguir el tratamiento de «abuela» que hasta entonces había tenido. Intentó el «mamá», pero no le salió, así que se decantó por llamarla «abuela», que es lo que siempre había hecho, no le resultaba sencillo cambiar de repente. Nombre, cara, cuerpo, olor, todo era uno y podría llamar «mamá» a quien no lo era, pero el resto de los atributos no cambiaban por muy alto que gritase su nuevo nombre, así que optó por la unidad indisoluble de la abuela con su cara, su cuerpo y su olor como siempre había sido. Su padre, Patxi, estaba, pero no era el mismo, un halo de ausencia lo rodeaba y se hizo crónico, acompañándolo allí donde fuese hasta el final de sus días. Isu, en su inocencia, no mostraba síntomas de un hoy diferente al ayer, tanto ella como Gorri seguían siendo objeto de todo tipo de atenciones por parte de tías y vecinas para suplir la ausencia del cariño y dedicación que habían perdido, especialmente pródiga en aquellas demostraciones de afecto era la abuela, que vio en Gorri a su hijo Andoni resucitado y volcó en él todo el cariño que le hubiese gustado dedicar a su hijo muerto en la batalla del Ebro y no pudo.

—Mañana comienzas en la escuela con don Gotzón —le dijo la abuela el primer domingo del mes de septiembre.

—¿Paulino también irá? —preguntó Gorri, que no tenía otro amigo con quien compartir sus penas.

—No, Paulino va a la escuela nacional de don Sixto —contestó la abuela.

—Yo quiero ir con él y con Arantxa —protestó Gorri.

—Paulino no puede ir con don Gotzón porque su padre no trabaja en la fábrica y tiene que ir con don Sixto, ¿lo entiendes? Con don Gotzón solo van los hijos de los que trabajan en la fábrica —contestó la abuela.

—¿Y me llevarás tú con don Gotzón? —preguntó Gorri sin saber muy bien cuál era el plan a seguir.

—No, Gorri, tú ya eres mayor y puedes ir solo. Por la carretera te encontrarás con otros niños que van con don Gotzón, y los que van por el camino del vecino nuevo son los que van con don Sixto, no te equivoques y te vayas a ir con los que no son. ¿Lo tienes claro? —preguntó la abuela.

—Sí, abuela, yo me voy con los de la carretera y no con los del camino —confirmó Gorri.

La escuela del Ave María de don Gotzón se encontraba camino del humilladero. A las ocho menos cuarto y tras haber desayunado Gorri se puso a andar por la carretera y se encontró con Ángel Mari, un niño delgado un año mayor que él que había visto alguna vez, pero con el que no tenía relación.

—¿Vas a la escuela de don Gotzón? —preguntó Gorri para confirmar que la compañía era la adecuada.

—Sí —contestó Ángel Mari—, pero date prisa porque si llegamos tarde nos pone de rodillas.

Al fondo, un grupo más numeroso de niños apresuraba sus pasos para evitar el castigo y poder sentarse a su llegada a clase. Intentaron alcanzarlos sin éxito y llegaron poco después que ellos aún a tiempo de entrar sin necesidad de pasar por el purgatorio.

A las ocho en punto don Gotzón cerró la puerta de la clase y todo el que llegó más tarde directamente se colocó de rodillas esperando el indulto del maestro para poder ocupar su sitio.

Gorri no conocía más clase que la de párvulos con la señorita Josefina y Maite la de Orrao, donde había niñas y niños y cada cual tenía su pupitre, rara vez ponían a nadie de rodillas y, ocasionalmente, habían castigado en el rincón a algún indisciplinado que mostraba claros síntomas de rebeldía. El nuevo escenario que se abría ante sus ojos era totalmente diferente; de momento el castigo estaba en la base de cualquier aprendizaje, si lo hacías bien no te castigaban, y si lo hacías mal te castigaban, empezando por la puntualidad, la palabra «premio» no era conocida en aquel lugar.

Había pupitres, pero estaban vacíos, para sentarse se utilizaban bancos con diferentes alturas, el más bajo para los de menor edad, que eran los recién llagados de siete años, luego tres más desde los ocho a los catorce años, todos con diferentes alturas. Solo había chicos, los mayores ya llevaban siete años en aquel lugar y eran intocables, en total unas treinta almas, inocentes unas y no tanto las otras. El local era diáfano, con un gran ventanal al sur, al fondo los inútiles pupitres, en la entrada, a la izquierda, una gran mesa con su silla señorial y a su espalda los cuadros de José Antonio y Franco acompañados por el crucifijo. Mesa y silla que, al igual que los pupitres, eran inútiles, don Gotzón prefería sentarse en el centro de la gran sala en una silla sin mesa, con una bata gris, un palillo entre sus dientes que terminaba machacado y totalmente deformado y un palo de aproximadamente un metro cortado de un mango de escoba, que era el encargado de transmitir el castigo a la palma de la mano, las yemas de los dedos o la cabeza con fuerza desigual dependiendo de la profundidad del desconocimiento expresado y muy especialmente del estado de ánimo de su portador y guía que, a menudo, empleaba para descargar sus propias frustraciones.

A la espalda del dios menor de aquel recinto se encontraba un gran encerado negro artesanal elaborado con una tela pintada de negro en sucesivas capas y luego encerado, de donde le venía el nombre, sujeto con unos largos listones a modo de marco. Frente a don Gotzón, la estufa, que intentaba sin mucho éxito caldear el ambiente en invierno. Tenía que haber aprendido de su amigo el palo de escoba, pero no se llevaban bien. Rodeando estufa, maestro y palo se encontraban los bancos, el más bajo a su derecha, el de los más pequeños. A su izquierda, los siguientes en edad, y enfrente, en dos filas, los mayores, en el primero, los menores de los mayores, y en el segundo, los mayores de los mayores. No había lápices, ni cuadernos, ni gomas de borrar, tampoco libros, todo el material de que disponía cada alumno consistía en un pizarrín o pizarra pequeña, abundante munición de tizas y un trapo con el que borrar; cada uno tenía el suyo y no salían de la clase. Lo bueno es que no había deberes ni tareas fuera del aula, como casi siempre en párvulos, pero, por lo que pudo saber Gorri en su primer día de clase, sí los había en la escuela nacional de don Sixto. Aquel tres de septiembre de 1962 Gorri se enfrentó a una de sus peores pesadillas, ese día no lloró, pero se quedó sin vidas.

La primera lección que dieron aquella mañana era la tabla de multiplicar, comenzaron por el uno y así fueron cantándola, algo nuevo para Gorri, pero de sobra conocido para los mayores. Al unísono todos dijeron:

—Uno por uno es uno, uno por dos es dos, uno por tres es tres —y así sucesivamente con una tonadilla monótona y musical que, como más tarde aprendió Gorri, era el método que el padre Manjón, fundador de las escuelas del Ave María, había diseñado para que a los niños les entrasen con más facilidad las materias que requerían de memorización.

A media mañana y tras repetir la tabla del uno hasta la saciedad salieron al recreo. Los mayores ocuparon el frontón cubierto que se abría enfrente de la puerta de clase y se pusieron a jugar al primi, y el resto de niños ocuparon el espacio cercado por una valla con seto, la escuela, el frontón y la casa donde vivía don Gotzón con su familia. En el centro, una gran Virgen sobre un pedestal presidía la zona de juegos.

Gorri estuvo mirando cómo unos jugaban a peleas, otros a canicas con cocurros, que eran una especie de canicas de madera fruto de un árbol, y otros a tirar las navajas de diferentes maneras consiguiendo que, en su encuentro con el suelo, se quedasen clavadas en la tierra, siendo descalificado el que no lo conseguía. Al final Gorri jugó con Ángel Mari, que tenía unas chapas de botellines con imágenes de ciclistas en su interior cubiertas y sujetas por un cristal encastrado a presión en la chapa, todo hecho y ensamblado por el mismo Ángel Mari.

Trazaron una pista en la tierra y cada uno con una chapa y a turnos la golpeaban con el dedo índice haciéndola avanzar, si se salía de la pista perdías turno y el primero que conseguía llevar su chapa a la meta ganaba. Cuando regresaron a clase, don Gotzón puso a todos los nuevos en fila y uno a uno se acercaron a la silla, donde preguntó dos o tres multiplicaciones, si acertabas te sentabas y si no te pegaba con el palo de escoba en la palma de la mano, más fuerte cuanto más fallabas y luego volvías a la fila para un nuevo intento.

—A ver, Gorri —preguntó don Gotzón cuando le llegó el turno—. ¿Cuánto es uno por uno?

Gorri se quedó pensativo con la mirada fija en el techo, un mar de dudas le inundó, y el temor al castigo le paralizó.

—Dos —contestó Gorri.

—¿Dos?, tú sí que estás dos —dijo don Gotzón mientras descargaba la furia del palo de escoba sobre la palma de Gorri—. Vuelve a la fila.

Tres palazos necesitó Gorri para enterarse que uno por uno es uno y no dos, fue doloroso, pero lo recordó toda su vida. Cuando llegó a casa a comer su padre se interesó por el primer día de clase y Gorri le mostró las manos, a lo que Patxi contestó:

—Bueno, ya te acostumbrarás, don Gotzón es muy pegón, pero buen maestro, lo que tienes que hacer es estar atento y verás cómo si contestas bien no te pega —dijo Patxi.

—Pero es que tengo miedo y me equivoco, aunque lo sepa —dijo Gorri.

—Por eso tienes que prestar mucha atención, para estar seguro y no tener miedo, todo es cuestión de atención. A mí me pasó igual cuando estudié con él, pero al final casi nunca me pegaba porque aprendí a estar atento y no equivocarme —concluyó su padre.

Por la tarde Gorri se entretuvo en la carretera esperando a Ángel Mari, pero al no verlo aparecer dedujo que ya habría pasado antes. Le hubiese gustado que, al igual que se había quedado esperándole Ángel Mari hubiese hecho lo propio , estaba claro que aquella relación reciente necesitaba aún tiempo para consolidarse.

Cuando llegó, la puerta de la clase ya estaba cerrada, la abrió y directamente se colocó con los tres arrodillados apoyando su culo sobre las pantorrillas.

—No te sientes sobre las piernas —le advirtió uno de los arrodillados.

—¿Por qué? —preguntó Gorri.

—Porque no te dejará sentarte en el banco en toda la tarde, para que te deje sentarte tienes que estar recto apoyándote solo en las rodillas —añadió el arrodillado.

—¡Jo! —protestó Gorri.

Aquella tarde don Gotzón les enseñó normas gramaticales mediante dos cancioncillas incoherentes para saber cuándo se empleaba la b y cuando la v según las sílabas de la canción de que se tratase, una de ellas sonaba: «Díjole en clase con mofa sal sel sil sol raritre gulo ruso la carta rosa tetrace a e i o u», y la otra decía: «Triturno sucuca garbersial...» y seguía con la misma y rara letra con la que había comenzado. Las estuvieron repitiendo hasta la saciedad sin que Gorri fuese levantado de su castigo hasta la hora del recreo vespertino. Nuevamente, se juntó con Ángel Mari y echaron otra carrera a las chapas y al regreso a clase don Gotzón puso en fila a los más pequeños y les hizo repetir el triturno sucuca hasta que se lo aprendieron. A Gorri le costó tres turnos y tres palazos.

Cuando Gorri creía que ya el día no podía ser peor, las cosas empeoraron. Todo comenzó con un cierto revuelo que se creó cuando don Gotzón volvió del servicio. El servicio de los alumnos y de don Gotzón se encontraba en la esquina que se formaba entre los cuadros y el crucifijo con el encerado de tela pintada. Cuando don Gotzón entraba al servicio se lo tomaba con calma y dejaba a un responsable, uno de los mayores, al que apodaban «el apuntón», al cargo de la clase; su misión consistía en apuntar en el encerado las iniciales del nombre y apellido de los que hablaban, de tal forma que a la salida los apuntados recibían su ración de palo de escoba. El responsable escribía MF, PLT, JAO, y los borraba si demostraban arrepentimiento y se mantenían en silencio, en un momento determinado en que Gorri dejó caer su pizarrín con un gran estruendo, el responsable escribió en el encerado JG correspondiente a Joseba Gorricoetxeabengoa, al verse apuntado en el encerado, Gorri protestó:

—Ha sido sin querer —dijo ofendido por lo que consideró una injusticia.

La clase, acostumbrada a que nadie protestase, prorrumpió en un murmullo risueño ante la valentía o quizás imprudencia del nuevo, y el responsable, al ver que todos se rieron no tuvo mejor idea que la de apuntar las iniciales de toda la clase una tras otra. Cuando don Gotzón regresó de hacer sus necesidades se encontró con toda la clase apuntada y protestando —siguiendo el ejemplo de Gorri— y tomó dos decisiones: la primera fue atizarle un buen palazo en las yemas de los dedos al responsable por haber dejado que la situación se le fuese de las manos y la segunda, la de establecer el «koki al que hable».

El «koki al que hable» consistía en una técnica en la que cualquiera tenía derecho a levantarse y a propinar un buen koki a quien considerase que estaba hablando, de tal forma que todos se convertían en guardianes de todos. A los propinadores de kokis no se les pedía ninguna explicación por sus actos, de tal modo que si alguien se levantaba y daba un koki a alguien que no estaba hablando daba igual, porque don Gotzón no intervenía, esta actitud había desvirtuado el fundamento de la técnica y se había convertido en un sistema de represalias consentidas por la autoridad en la que los mayores llevaban siempre las de ganar y se cebaban con los pequeños. Gorri era de los últimos en llegar, todos eran mayores que él y, en consecuencia, un blanco fácil si alguien quería descargar su venganza amparado por la ley, aunque fuese injusta. «El apuntón» había recibido un buen palazo en sus yemas y tenía muchas ganas de vengarse de quien había iniciado el levantamiento de las masas, así que una vez establecida la ley marcial le faltó tiempo para levantarse y descargar toda su furia sobre el cuero cabelludo de Gorri, que recibió un tremendo koki con el nudillo del dedo central de la mano derecha de un compañero de clase que le doblaba en edad y cuadruplicaba en fuerza. Gorri se tragó las lágrimas, pero se prometió que no olvidaría aquel koki el resto de su vida y que, si en alguna ocasión tenía la oportunidad de devolverlo, así lo haría.

Don Gotzón preguntó por el motivo del levantamiento y todos apuntaron a Gorri como responsable. Dos de los nuevos, que desconocían el mecanismo por el que se regía aquel microcosmos, salieron en defensa del acusado, pero solo consiguieron ser considerados parte del complot, por lo que los dos y Gorri pasaron por el palo esta vez con yemas de los dedos y acabaron de rodillas, tiesos y con los brazos en cruz mientras que el resto de compañeros abandonó la clase hasta el día siguiente. Así permanecieron un buen rato, primero fue indultado el que se encontraba más alejado físicamente de donde estaba situado Gorri y el otro, al ver que la cercanía era una carga, se separó todo lo que pudo de Gorri, dejando bien claro don Gotzón que quien salía en defensa de los rebeldes y se acercaba a ellos sería considerado enemigo y sometido a las vejaciones propias de los prisioneros, de este modo don Gotzón dejó marcado a Gorri como persona non grata y también a quien se manifestase como su amigo.

Gorri permaneció de rodillas, erguido y con los brazos en cruz un buen rato, después de que el último de sus defensores hubiese sido indultado viendo cómo don Gotzón pegaba cabezadas en aquella soledad en que se había convertido el local ocupado tan solo por reo y verdugo, esperando el primero ansiosamente el indulto que nunca llegaba y del que se creía merecedor si atendía al inmenso dolor que recorría su cuerpo, especialmente sus rodillas, hasta que creyó que por fin llegaba el momento de ser liberado cuando se levantó don Gotzón, pero no fue para indultarle, simplemente se dirigió de nuevo al servicio y sabedor Gorri, como había quedado demostrado, de que aquello iba para rato decidió marcharse a casa sin despedirse cogiendo el palo de escoba y llevándoselo con él para tirarlo al río Zirauntza.

XXXIII

DE CÓMO A GORRI LE OPERARON DE ANGINAS

Por la mañana don Gotzón había preparado a Gorri un recibimiento acorde con sus méritos, pero Gorri no apareció por la clase y don Gotzón se quedó con las ganas de ejecutar su maquiavélico plan, que consistía en tenerle partiendo abarras toda la mañana en el frontón. Las abarras eran las ramas secas de los árboles que se empleaban para iniciar el fuego y don Gotzón tenía un buen montón de ellas en la esquina más separada del frontis del frontón, se podían partir con la mano, ya que al encontrarse secas y ser delgadas se quebraban con facilidad. Para alimentar la estufa durante todo el invierno la escuela se hacía con abundante leña, que se apilaba en el mismo lugar donde estaban las ramas secas con las que era necesario hacer hatillos para que sirvieran como iniciadoras del fuego. Primero se ponía papel de periódico dentro de la estufa, luego unas cuantas abarras y, finalmente, un par de troncos, con aquella mezcla el fuego comenzaba a tirar, después solo era necesario ir añadiendo más leña y controlar el tiro. De acarrear la leña y hacer los hatillos de abarras se encargaban los castigados, un equipo de esclavos que siempre estaba disponible y, si era necesario, se creaban más sin mayor problema. Acarrear leñas o apilarlas no tenía más requerimiento que el de tener la fuerza suficiente para portarlas, por lo que generalmente eran los mayores quienes se ocupaban de ello. Cortar abarras no era tan sencillo y requería de más maña que fuerza y siempre suponía un calvario por las abundantes arañas que se encontraban entre ellas y las heridas que se iban formando en las manos producidas por las esquirlas de las ramas rotas, que cortaban como cuchillos. Había ocasiones en que las manos de algunos alumnos se encontraban llenas de ampollas como consecuencia de cortar abarras, por lo que este castigo resultaba cruel como ningún otro, más aún cuando la mano herida era golpeada por el palo de escoba como consecuencia de algún error en las respuestas de la lección de turno. No era de extrañar que a base de estas prácticas los pelotaris que salían de la escuela de don Gotzón fuesen los mejores por sus manos curtidas, que aguantaban sin problemas golpear con gran fuerza las pelotas más duras.

Tras tirar el palo de escoba al Zirauntza Gorri se quedó mirando cómo se perdía de vista camino de Tortosa, estuvo paseando sin rumbo, no se encontraba bien, creía que era consecuencia de tanto castigo como había recibido a lo largo del día y quizás lo fuese. Cuando llegó a casa tenía fiebre y la abuela le metió en la cama, con mucho esfuerzo pudo tomar un caldo con un huevo y se quedó dormido y sudó durante toda la noche, por la mañana fue incapaz de levantarse y seguía con fiebre alta, así que la abuela hizo llamar a H. Nike.

—¿Qué pasa a muchacho? —preguntó H. Nike al entrar en la habitación.

—No sé, estoy malo —dijo Gorri sin que casi se le oyese.

—¿Qué comer tu ayer? —preguntó H. Nike.

—Por la mañana un tazón de leche con sopas y pan con chocolate en el recreo. En la comida patatas con chorizo, pescado y una manzana, en el recreo de la tarde pan con chorizo de Pamplona, y para cenar caldo con huevo —contestó Gorri ayudado por la abuela.

—¿Mojarte con agua, sudar y beber después, tener frío? —preguntó H. Nike.

—No, estuve jugando a carreras de chapas y castigado de rodillas mucho rato, pero nada más —contestó Gorri.

—¿Doler la tripa, tener ganas vomitar? —siguió preguntando H. Nike.

—No —contestó Gorri.

—Está sin apetito, cosa rara en él —añadió la abuela.

H. Nike auscultó minuciosamente a Gorri poniendo especial esmero tras lo sucedido con Paka, pero no encontró nada relevante.

—Parece constipado, suena pulmón, no creo importante. Limpiar estómago con lavativa por si ingesta en mal estado, yo volver en dos días —dijo H. Nike a la abuela intentando quitar importancia al estado de Gorri.

La abuela se presentó en el cuarto con una palangana con agua templada que contenía abundante sal y una especie de globo marrón con un pitorro. También puso a mano el orinal de loza que se encontraba bajo la cama.

—A ver, Gorri, tienes que darte la vuelta y bajarte el pantalón del pijama y el calzoncillo —dijo la abuela.

—¿Qué vas a hacer, abuela? —preguntó Gorri extrañado por el requerimiento mientras obedecía.

—Te voy a poner una lavativa, como ha pedido H. Nike.

—¿Y que es una lavativa? —volvió a preguntar Gorri sorprendido.

—¿Ves esta pera de goma?, pues la llenó de agua templada, que tiene sal y te la meto ese agua por el ano —dijo la abuela.

—¿Por el ano? ¿Qué es el ano? —preguntó Gorri.

—El ano es el agujero del culo —sentenció la abuela.

—Ah, no, por el agujero del culo no me metes nada —dijo Gorri subiéndose el calzoncillo y el pantalón del pijama y volviéndose a colocar boca arriba.

—Me lo ha dicho H. Nike y lo tengo que hacer —repuso la abuela.

—Pues se lo haces a él si tanto le gusta —concluyó Gorri sin que la abuela consiguiese su objetivo.

Al mediodía llegó Patxi a comer y enseguida se presentó donde Gorri interesándose por su estado y acompañado de la abuela.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Patxi al ver a su hijo.

—Estoy muy cansado, papá —contestó Gorri.

—Sigue con fiebre alta —añadió la abuela—. Hay que ponerle una lavativa y no se deja.

—¿Cómo que no te dejas? Hay que hacer lo que dice el médico, ¿entiendes? —dijo Patxi en tono serio.

—Pero yo no quiero que me metan nada por el culo —protestó Gorri.

—No duele, ni sabe, ni molesta, así que déjate de tonterías y haz lo que te mandan —volvió a decir Patxi.

—No pienso hacerlo —dijo Gorri también muy serio.

—Bueno, yo voy a comer y al terminar lo haremos te guste o no, por las buenas o por las malas, así que vete haciéndote a la idea porque hay que hacer lo que hay que hacer te guste o no te guste —concluyó Patxi ante las protestas de Gorri.

Gorri intentó hacerse a la idea, pero cuanto más lo pensaba menos le apetecía, y decidió presentar toda la batalla que le fuese posible a pesar de la fiebre y de lo cansado que se encontraba. Cuando Patxi terminó de comer regresó a la habitación con la abuela portando el equipo de tortura.

—¿Estás preparado? —preguntó Patxi.

—No lo pienso hacer —contestó Gorri.

—Vale, lo que tú digas —dijo Patxi.

Como si fuese un trapo sin ninguna fuerza, Gorri se encontró desnudo, boca abajo y sujeto de pies y manos en un momento, con la pera dentro del ano dejando fluir su líquido que ni dolía, ni sabía, ni molestaba, pero que hería su orgullo en lo más íntimo y le autorizaba a gritar y patalear con todas sus fuerzas como los gorrinos a los que llevaban a rastras con el garfio clavado en el cuello camino del banco del sacrificio.

H. Nike regresó varias veces aquella semana sin conseguir que la fiebre remitiese. Incluso parecía que cada día que pasaba fuese en aumento. El cuadro se agravó con dolor de cabeza y tos y las lavativas siguieron repitiéndose para limpiar y ayudar a evacuar, pues Gorri mostraba síntomas claros de estreñimiento. Siempre con la misma actitud, Gorri detestaba aquella humillación.

Ángel Mari fue varias veces a verle, pero no le dejaron pasar por si lo que tenía Gorri era contagioso. Gorri se alegró mucho de que fuera a verle, aunque no hubiese sido posible el encuentro, la certeza de que podía contar por fin con un amigo le alegraba los largos días de cama en los que, tras varias auscultaciones, H. Nike concluyó que posiblemente se tratase de las amígdalas y que lo mejor sería ir pidiendo cita al hospital para quitárselas, que él mismo se encargaría. La segunda semana fue la más dura, la fiebre no bajaba de cuarenta grados y Gorri tenía delirios. El agotamiento era total y la mayor parte del tiempo estaba durmiendo. H Nike pasaba a verle cada poco, no dejaba de auscultarle y de consultar libros hasta que aparecieron unos puntos rojos en la parte inferior del pecho y el abdomen. Del estreñimiento pasó a tener diarrea, de seis a ocho deposiciones por día con un aspecto verduzco con apariencia de puré de guisantes. De todos estos síntomas H. Nike concluyó que lo que Gorri padecía era fiebre tifoidea y le puso el tratamiento adecuado. A finales de la tercera semana la fiebre fue remitiendo y Gorri comenzó a tener apetito, casi terminó con todas las manzanas reinetas que la abuela había almacenado, no se cansaba y comía una tras otra, a pesar de ello su estado era muy débil y no tenía fuerzas para levantarse de la cama, las lavativas se terminaron y su compañía era el tic tac del reloj de pared del pasillo y las campanadas que daba a en punto y a y media. La cuarta semana ya sin fiebre y con mejor color recibió la visita de Ángel Mari.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Ángel Mari al entrar en la habitación.

—Mejor, he estado muy mal —contestó Gorri. ¿Qué tal con don Gotzón?

—Pues tiene un palo nuevo de escoba, el otro le desapareció, pero nadie sabe cómo, ahora estamos partiendo abarras para el invierno, mira cómo tengo las manos, de buena te has librado —dijo Ángel Mari.

—Me ha dicho mi padre que me van a operar de anginas —informó Gorri.

—Anda, pues a mí también, creo que vamos cinco o seis con Mateo y nuestras madres al hospital el mes que viene —dijo Ángel Mari.

—¿Y tú sabes cómo es eso? —preguntó Gorri.

—Mi madre me ha dicho que no duele, que te duermen y estás en el hospital dos días y que después te quedas sin salir de casa una semana y ya está —informó Ángel Mari.

—¿Y te ponen lavativas? —preguntó Gorri.

—¿Qué es eso? —dijo Ángel Mari.

—Una guarrada, ya te contaré —dijo Gorri.

Por las tardes Ángel Mari pasaba a verle y se informaban de lo que pensaban, ocurría y conocían. Ángel Mari era hijo de Ángel y de María, al igual que su hermana Mari Ángeles, cuatro años menor, que también era hija de María y de Ángel, aparte de esta singularidad también era muy delgado, tan delgado como lo eran sus padres Ángel y María y su hermana Mari Ángeles. No tenía amigos, lo mismo que le sucedía a Gorri, dos almas solitarias se habían juntado y gozaban de su mutua compañía.