ÍNDICE

PRESENTACIÓN

Este libro de García Morente sobre la filosofía de Henri Bergson nació de las conferencias dictadas por su autor con ocasión de la visita a Madrid del gran pensador francés, que se produjo en el marco de una misión diplomática.

En efecto, de las tres misiones diplomáticas de Henri Bergson, la primera fue su misión en España. Como él mismo señala, esta misión fue con mucho la menos importante de las suyas, y el filósofo no quiso dejar memoria detallada de ella como lo hizo de sus dos restantes misiones en América.1

La misión de Bergson en España tuvo lugar en la primavera de 1916. El gobierno francés, preocupado por la opinión española ante la Gran Guerra, decidió enviar a España a algunos miembros del Instituto de Francia para que pronunciasen varias conferencias y sobre todo para que se entrevistasen con personas influyentes de la nación, a fin de que éstas se hicieran una idea más justa de lo que representaba la postura de Francia en la guerra. Así, la noche del 30 de Abril de 1916 llegaron en tren a Madrid Pierre Imbart de la Tour, miembro de la Academia de Ciencias Morales, Edmond Perrier, presidente de la Academia de Ciencias, Charles Widor, secretario perpetuo de la Academia de Bellas Artes, y Henri Bergson, de la Academia Francesa.2

Los periódicos madrileños de la época dan buen testimonio del interés que despertó en la capital de España la llegada de estos académicos franceses, haciéndose eco también de las conferencias que pronunciaron y de las entrevistas que mantuvieron con diversos ministros del gobierno español, así como de la audiencia en que fueron recibidos por el rey Alfonso XIII. Su visita a Madrid duró poco más de una semana, siguiendo luego rápido viaje a Sevilla antes de regresar a París.

Durante su estancia en Madrid Bergson tuvo ocasión de dirigir la palabra a los estudiantes madrileños el día 1º de Mayo en la Residencia de Estudiantes. El discurso que pronunció en ese lugar fue publicado un año después en su lengua original encabezando la presente obra de García Morente3, y ha quedado incorporado a la recopilación definitiva de los textos sueltos del filósofo.4

Pero las dos conferencias principales de Bergson tuvieron lugar los días 2 y 6 de Mayo en el Ateneo de Madrid. El conferenciante, que fue presentado por Ortega y Gasset, disertó en francés ante un público muy numeroso y entusiasta, tratando en su primera conferencia sobre «El alma humana» y, en la segunda, sobre «La personalidad». Ambas conferencias fueron entonces recogidas taquigráficamente por la revista «España», que en su número del 18 de Mayo de ese mismo año (año II, número 69) ofreció, bajo el título de Dos ideales, un amplio fragmento de la segunda. Poco después, respondiendo al interés de sus lectores, esa misma revista editó en libro aparte las dos conferencias completas5, traducidas por García Morente y precedidas de un largo estudio preliminar de éste, que en sus años de estudiante en París había tenido un frecuente trato personal con Bergson y contaba con su especial aprecio.6 Estas dos conferencias, precedidas de unas páginas sobre las circunstancias que las ocasionaron y seguidas de un apéndice sobre la acogida reservada al filósofo por la prensa de entonces, han reaparecido en español, acompañadas de su retraducción al francés, en el marco de un trabajo titulado Bergson en Espagne7, y han sido asimismo recogidas en los Mélanges de Bergson.8

Fue precisamente la intención de preparar, no sólo a los estudiantes, sino también a un público más amplio interesado por la filosofía, para esta visita de Bergson a Madrid la que llevó a García Morente a dictar en la Residencia de Estudiantes los días inmediatamente anteriores a la llegada del pensador francés —el 27, 28 y 29 de Abril— tres conferencias sobre su filosofía, que pasaron luego a ser los tres capítulos que forman el presente libro. Como oportuno complemento a ellos, se han añadido en esta reedición dos apéndices: el primero incluye la recensión que hizo García Morente de la última obra fundamental de Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, aparecida muchos años después, en 1932; el segundo, la bella semblanza del filósofo galo que escribió nuestro autor para una conferencia pronunciada en 1942, un año después de la muerte de aquél, acaecida en París el 4 de Enero de 1941.

En su mentada introducción al texto de las dos conferencias de Bergson que dieron ocasión al nacimiento del presente libro ofrecía García Morente esta admirable descripción de la figura del filósofo en aquellas memorables sesiones: «Erguido, sin rigidez, ante la cátedra, avanzando su fino perfil agudo hacia el público en un movimiento de magnetizador, iba lentamente dando de sí pensamientos, conceptos, imágenes. Todo parecía surgir espontáneo, como el brote vivo de una fuente. A veces un leve ademán de la mano o del busto acompañaba, subrayándola con discreción, alguna brillante metáfora. Otras veces hacíase aún más lenta la vocalización, y la sílaba final se alargaba unos instantes como para alcanzar, antes de morir, la palabra siguiente y salvar la continuidad del discurso. El público, sugestionado, aspiraba con deleite aquella atmósfera de espiritualidad en que el filósofo iba envolviéndole, sin saber qué admirar y saborear con preferencia, si la originalidad, la novedad, la riqueza de los pensamientos o la belleza y el encanto supremo de una mágica dicción.»

Juan Miguel Palacios
(Universidad Complutense)

NOTAS

1 Cf. «Mes missions (1917-1918)«, in: Henri Bergson, Mélanges, Presses Universitaires de France, París 1972, pp. 1554-1570.

2 Cf. Rose-Marie Mossé-Bastide, Bergson éducateur, Presses Universitaires de France, París 1955, pp. 109-110; y Philippe Soulez, complétée par Frédéric Worms, Bergson. Biographie par..., Flammarion, París 1997, pp. 159-162.

3 Cf. Manuel García Morente, La filosofía de Henri Bergson, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid 1917, pp. 13-23 y 145-150.

4 Cf. «Discours aux étudiants de Madrid», in: Henri Bergson, Mélanges, Presses Universitaires de France, París 1972, pp. 1195-1200.

5 Este libro raro —Henri Bergson, El alma humana, precedido de un estudio de Manuel García Morente, catedrático de Filosofía en la Universidad de Madrid. Biblioteca «España», Madrid 1916— se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid bajo la signatura 4/12346.

6 Cf. «Bergson», in: Manuel García Morente, Obras completas, ed. Juan Miguel Palacios y Rogelio Rovira, Fundación Caja de Madrid-Anthropos, Madrid-Barcelona, 1996, 2 tomos en 4 vols.: II, 2, p. 238; y Jacques Chevalier, Entretiens avec Bergson, Plon, París 1959, p. 256.

7 Cf. Juan-Miguel Palacios, Bergson en Espagne, in: «Les Études bergsoniennes», vol. IX, Presses Universitaires de France, París 1970, pp. 5-122.

8 Cf. Henri Bergson, Mélanges, Presses Universitaires de France, París 1972, pp. 1200-1235.

DISCURSO DE HENRI BERGSON

MESSIEURS:

Laissez-moi d’abord vous dire combien je suis heureux de me trouver ici, et combien je vous sais gré de votre aimable invitation. Elle date d’un certain temps déjà et elle a passé, si je puis m’exprimer ainsi, par deux phases. Ce fut d’abord une invitation adressée par les étudiants au professeur de philosophie. Quand je la reçus, j’en fus charmé, j’en fus même enchanté; mais je n’en fus pas surpris. Je n’en fus pas surpris, parceque je suis un peu habitué, partout où je passe, à être traité par les étudiants comme si j’étais un de leurs camarades. Sans m’avoir vu, rien qu’à me lire, ils devinent en moi un vieil étudiant. Combien ils ont raison! La philosophie, telle que je l’entends, exige qu’on se maintienne constamment dans la disposition d’esprit où vous êtes à l’Université, qu’on ne recule jamais devant l’étude d’un objet nouveau et même d’une nouvelle science. A mes yeux, le philosophe est avant tout un homme qui est toujours prêt, quel que soit son âge, à se refaire étudiant. C’est que, même en philosophie, on ne doit parler que de ce qu’on sait; même en philosophie, on ne sait une chose que lorsqu’on l’a apprise. Longtemps, il est vrai, le philosophe fut l’homme qui avait réponse à tout, qui posait quelques principes simples et en tirait déductivement l’explication du réel et du possible. Il construisait ainsi un système qui pouvait être d’une fort belle architecture, mais qui était nécessairement fragile. Une autre philosophie survenait, qui posait d’autres principes et bâtissait à nouveau sur les ruines de l’autre. Ainsi entendue, la philosophie risque d’être toujours à recommencer; beaucoup n’y verront qu’un délassement de l’esprit, une espèce de jeu, à côté de la science qui serait le seul travail sérieux. Tout autre est l’idée que nous devons nous faire de la philosophie. C’est une recherche dont la méthode diffère, par certains côtés, de celle de la science positive, mais qui est susceptible de la même précision, de la même rigueur que la science elle-même. Seulement il faut que le philosophe se résigne, comme le savant, à n’étudier qu’un petit nombre de points, à ne poser qu’un petit nombre de problèmes; à cette condition seulement il obtiendra des résultats qui resteront. D’autres philosophes continueront son travail; et ainsi la philosophie se fera en collaboration, progressera indéfiniment comme la science, au lieu d’être, comme la toile de Pénélope, toujours à refaire. L’unité de la philosophie ne sera plus alors celle d’une chose toute faite, comme l’était celle d’un système métaphysique; ce sera l’unité d’une continuité, d’une courbe ouverte que chaque penseur prolongera, en la prenant au point où elle était. Mais si la philosophie, ainsi entendue, n’exige plus du philosophe qu’il ait du génie, en revanche elle lui demande un travail bien plus prolongé, un effort bien plus pénible, que s’il entreprenait simplement, avec la dialectique pour instrument et ses imaginations pour matériaux, de construire un système métaphysique. Car la méthode philosophique, telle que je me la représente, comprend deux moments et implique deux démarches successives de l’esprit. Le second de ces deux moments, la démarche finale, c’est ce que j’appelle intuition —un effort très difficile et très pénible par lequel on rompt avec les idées préconçues et les habitudes intellectuelles toutes faites, pour se replacer sympathiquement à l’intérieur de la réalité. Mais avant cette intuition qui est l’opération proprement philosophique, une étude scientifique de l’entourage de la question est nécessaire. Or, cet entourage peut être des plus inattendus. Celui qui s'engage dans une certaine direction philosophique ne peut pas savoir par avance quels sont les problèmes scientifiques qu’il rencontrera sur sa route et qu’il aura à approfondir s’il veut continuer son chemin. Ce peuvent être des problèmes de mécanique, de physique, de biologie, de sociologie, de n’importe quelle science. —Mais s’il n’est pas mathématicien ou physicien, ou biologiste, ou sociologue? —Il faudra qu’il le devienne. —Mais cela ne se fait pas en un jour! —Non, certes; cela peut prendre des années; mais le philosophe y consacrera ce qu’il faudra d’années. Voilà pourquoi je disais que le philosophe, à n’importe quel moment de sa carrière, doit être prêt à se refaire étudiant. Je ne sais, pour ma part, si je suis philosophe; mais je sais bien où j’en suis pour le moment. Le développement des conclusions auxquelles j’avais été conduit jusqu’à présent m’a placé en face d’un certain problème nouveau, et ce nouveau problème m’a mis dans la nécessité, si je voulais en obtenir la solution, d’entreprendre des études qui étaient pour moi nouvelles. Si je n’en viens pas à bout, je liquiderai tout ce que je puis avoir encore à dire sur les problèmes dont j’ai déjà fait le tour; mais sur de nouveaux problèmes je n’écrirai rien; on n’est jamais obligé de faire un livre.

Mais je n’ai encore parlé que de la première phase de l’invitation et, à ce propos, je me suis laissé aller à commenter, trop longuement peut-être, la relation que j’établis entre le philosophe et l’étudiant. Voici maintenant que je viens à Madrid; non pas seul, comme vous l’aviez peut-être pensé d’abord, mais accompagné de plusieurs de mes confrères de l’Institut de France, appartenant au monde de la science et de l’art. Non seulement vous avez tenu, en conséquence, à nous recevoir tous ensemble, mais encore vous n’avez pas voulu, vous étudiants, être seuls à nous recevoir; vous avez élargi le cadre de votre invitation; vous avez convoqué ici les plus éminents représentants du monde politique, scientifique, artistique et littéraire. C’était nous faire un très grand honneur et par avance nous nous en sentions flattés. Mais, au moment où nous pénétrions ici, un autre sentiment est venu se joindre à celui-là, un sentiment très doux. Car, baignés dans une atmosphère de cordialité, il nous a semblé que nous étions en même temps soulevés par une vague de sympathie. Et nous sentions bien que ce n’est pas uniquement à nos personnes que cette sympathie s’adresse. Elle va en même temps —elle va surtout, nous l’espérons— à ce que nous représentons ici. A travers nous, au-dessus de nous, elle va à la France.

À la France, qui, de son côté, aime l’Espagne. À la France, dont l’admiration fut toujours grande pour l’art espagnol, pour la littérature espagnole, pour toutes les contributions de l’Espagne à la science, à la philosophie, à la civilisation. Nulle nation n’est mieux faite pour comprendre la vôtre, pour sympathiser avec les courants de pensée et de sentiment de l’âme espagnole, —âme qui fut toujours très bien vivante, mais qui est plus vivante aujourd’hui que jamais et dont l’activité, dans tous les domaines, est en voie de renouvellement.

De cette sympathie et de cette admiration réciproques, qui ont toujours existé entre les deux nations, même quand les circonstances politiques ne les rapprochaient pas l’une de l’autre, on a souvent parlé. Mais en a-t-on suffisamment approfondi les causes?

Aristote disait que l’amitié solide est celle qui a pour fondement la vertu. Il parlait de l’amitié entre individus. Mais cela est tout aussi vrai de l’amitié entre nations. Il ne peut y avoir sympathie profonde entre deux nations, il ne peut même y avoir compréhension réciproque, que dans la mesure où il y a, de part et d’autre, élévation morale.

Cette élévation morale, nous la trouvons dans votre art, dans votre littérature, dans votre histoire. Jusque dans le livre immortel où Cervantes, dont vous fêtez cette année l’anniversaire, a raillé la chevalerie, on devine, on sent, d’un bout à l’autre, un hommage continu à l’esprit chevaleresque. Immanente à l’âme espagnole est un ideal de générosité, qui est aussi le nôtre. Voilà pourquoi nous sommes faits pour nous comprendre et pour sympathiser ensemble.

Certaines nations sont des nations nobles. J’appelle «nobles» les nations qui ont conservé quelque chose de l’idéal chevaleresque, qui mettent le droit au dessus de la force, qui croient à la justice et qui connaissent la générosité. France et Espagne sont de ces nations-là.

Comme il y a une cote d’altitude matérielle pour les divers lieux de la terre, ainsi il y a une cote d’altitude morale pour les divers peuples qui l’habitent. Ils sont situés moralement à des niveaux différents. Les nations dont le niveau moral est le même, les nations qui sont situées à la même altitude morale, sur le même plan moral, sont destinées à se rencontrer et à marcher ensemble.

Je ne veux pas dire que les questions d’intérêt soient sans importance dans les rapports entre nations. Mais d’abord, elles sont de moins en moins décisives à mesure qu’on s’élève plus haut dans l’échelle morale des peuples. Et ensuite, là où il n’y a qu’une communauté d’intérêts, nécessairement accidentelle, le rapprochement ne sera pas durable, le lien ne sera pas étroit; tandis que là où il y a communauté d’aspirations très hautes, estime et sympathie réciproques, on finira toujours par se trouver des intérêts communs: ce terrain commun, une fois trouvé, ne cessera plus de s’étendre. C’est le cas, j’en suis sûr, pour la France et l’Espagne.

De cette amitié je vois un signe, encore une fois, dans la réunion d’aujourd’hui. Je salue cordialement tous ceux qui s’y sont donné rendez-vous. Les uns, —étudiants— représentent l’Espagne de demain. Les autres, —hommes illustres— sont l’Espagne d’aujourd’hui, celle dont je parlais tout à l’heure en disant qu’elle est animée d’une vitalité nouvelle. Notre mot français «jeunesse» a un double sens: il désigne l’ensemble des jeunes gens et il exprime aussi un certain état d’âme, une ardeur et un élan. Laissez-moi prendre le mot dans ses deux sens à la fois et saluer en même temps, dans ses étudiants et dans ses hommes illustres, la jeunesse de l’Espagne.

DISCURSO DE HENRI BERGSON EN CASTELLANO

SEÑORES:

Ante todo, dejadme que os manifieste mi alegría de hallarme entre vosotros y mi gratitud por vuestra amable invitación. Hace ya tiempo que me fue hecha, y ha pasado, por decirlo así, por dos fases sucesivas. Fue primero una invitación que los estudiantes dirigieron al profesor de filosofía. Al recibirla, me sentí conmovido, regalado, mas no sorprendido. No fue para mí una sorpresa, porque ya estoy algo acostumbrado a que, donde quiera que voy, los estudiantes me traten como a un camarada. Sin haberme visto nunca, sólo por haberme leído, adivinan que soy un viejo estudiante. ¡Y tienen mucha razón! La filosofía, según yo la entiendo, exige que no se pierda nunca la disposición de espíritu en que estáis vosotros en la Universidad, que no se retroceda nunca ante el estudio de un nuevo objeto, y aun de una ciencia nueva. El filósofo, en mi concepto, es, ante todo, el hombre que está siempre dispuesto, cualquiera que sea su edad, a volver a ser estudiante. Y es que, aun en filosofía, no debe hablarse más que de lo que se sabe; y aun en filosofía, no se sabe una cosa hasta que no se ha aprendido. Durante mucho tiempo, es cierto, fue el filósofo un hombre que para todo tenía respuesta, que asentaba unos principios simples, y deducía de ellos la explicación de lo real y de lo posible. Así construía un sistema, de hermosa arquitectura acaso, pero necesariamente frágil. Venía luego otro filósofo, quien, con otros principios, labraba un nuevo edificio sobre las ruinas del primero. Concebida de esta suerte, la filosofía corre el riesgo de tener siempre que volver a empezar; muchos pensarán que es un mero entretenimiento del ingenio, una especie de juego, y que la ciencia sola es un trabajo serio. Bien distinta es la idea que debemos hacernos de la filosofía. Es ésta una investigación, cuyo método difiere, en algunos puntos, del método de la ciencia positiva, pero tan susceptible de precisión y de rigor como la ciencia misma. Pero el filósofo deberá resignarse, como el científico, a no estudiar más que un corto número de puntos, a no plantear más que un corto número de problemas; sólo con esta condición obtendrá resultados duraderos. Otros filósofos continuarán su labor; y así la filosofía, como la ciencia, se hará en colaboración, y progresará indefinidamente, en lugar de tejerse y destejerse sin cesar como la tela de Penélope. La unidad de la filosofía ya no será la de una cosa hecha, como la de un sistema metafísico; será la unidad de una continuidad, de una curva abierta que cada pensador prolongará, tomándola en el punto en que otros la dejaron. Pero la filosofía, así concebida, si no exige ya que el filósofo tenga genio, requiere, en cambio, una labor mucho más prolongada, un esfuerzo mucho más penoso que si se tratara simplemente de construir un sistema metafísico con la dialéctica por instrumento y las imaginaciones por material. Pues el método filosófico, tal como yo me lo represento, comprende dos momentos e implica dos acciones sucesivas del espíritu. El segundo momento, el acto final, es el que yo llamo intuición, un esfuerzo muy difícil y muy penoso, por medio del cual se rompe con las ideas preconcebidas y con los hábitos intelectuales hechos, para colocarse simpáticamente en el interior de la realidad. Mas antes de que sobrevenga esta intuición, que es la operación propiamente filosófica, es necesario un estudio científico de los contornos del problema. Ahora bien, esos contornos pueden ser de los más inesperados. El que emprende una cierta dirección filosófica, no puede saber de antemano cuáles van a ser los problemas científicos que encontrará en su camino y que deberá profundizar para seguir adelante. Podrán ser problemas de mecánica, de física, de biología, de sociología, de una ciencia cualquiera. Pero ¿y si no es matemático, o físico, o biólogo, o sociólogo? Tendrá que llegar a serlo. Pero eso no se hace en un día. Cierto que no; eso puede exigir años; pero el filósofo consagrará a ello los años que hagan falta. Por eso decía yo que el filósofo debe estar dispuesto, en cualquier momento de su carrera, a volver a ser estudiante. Ignoro, por mi parte, si soy filósofo; pero sé bien en qué punto me hallo en este momento. El desarrollo de las conclusiones a que he llegado hasta ahora me ha situado frente a un problema nuevo, y este nuevo problema me ha puesto en el trance, si quiero obtener su solución, de emprender estudios nuevos para mí. ¿Que no consigo alcanzar su término? Pues entonces liquidaré cuanto pueda tener aún que decir acerca de los problemas a que he dado ya la vuelta; pero sobre problemas nuevos nada escribiré; nunca se está obligado a hacer un libro.