PRÓLOGO

Pese a su índole de síntesis de alta divulgación, éste es, como todos los acogidos a la amplia bandera del género, un libro de libros. De ahí que su autor tribute devotamente su deuda y admiración sincera por los dii maiores de la historiografía clásica sobre la guerra de la Independencia. Su elenco abarca desde el marmóreo a la vez que cinceladamente tacitiano Conde de Toreno hasta el sólido y concienzudo Oman, desde el olvidado Muñoz Maldonado al marginado Modesto Lafuente, un amplio arco bibliográfico «rellenado» con nombres tales como Napier, Gómez de Arteche y Geoffroy de Grandmaison. A ellos, en puridad, se les debe todo en el estudio y análisis del magno acontecimiento. Su titánico esfuerzo y ática pluma situaron pronto al tema en un nivel intelectual de la máxima solvencia, propiciador de desarrollos de vertientes específicas e interpretaciones de diferente signo.

Algunas de las publicaciones aparecidas en torno al primer centenario del conflicto o en su estela inyectaron nueva savia a su ya extenso acervo editorial, más en el terreno informativo y erudito que en el metodológico. Los libros del marqués de Villa-Urrutia, Gómez Imaz o López-Aydillo figuran con derecho propio, junto a otros, en el censo de las aportaciones más sobresalientes al ancho caudal bibliográfico surgido de la reflexión e interés por la piedra miliar del itinerario contemporáneo de la nación española. Su lectura es —o fue, al menos...— obligada para generaciones de curiosos y profesionales. Hasta la guerra civil, algunos títulos como La Constitución de Bayona, de Carlos Sanz-Cid, o el debido al catedrático vallisoletano José María Rubio, La Infanta Carlota Joaquina y la política de España en América (1808-1812), adensaron la publicística mayor sobre tan vasto tema. Páginas acuciosas —las de Las ideas y el sistema napoléonicos, de Jesús Pabón, en primer lugar— y reflexiones buidas —las de Luis Díez del Corral figuran en puesto descollante con El Liberalismo doctrinario— abrieron durante los años cuarenta perspectivas inéditas en el capítulo inicial de nuestra historia contemporánea.

En el recodo de la segunda mitad del siglo XX se produjo también un punto de inflexión en las investigaciones acerca del período quizá de más intensa repercusión en el imaginario colectivo español. Con cierto escoramiento deformador, uno de los historiadores de mayor sensibilidad y agudeza de toda la centuria, José María Jover Zamora, precisó, en un balance historiográfico justamente renombrado, el alcance de la línea analítica que sobre la crisis del antiguo régimen encabezaron, en los decenios centrales del novecientos, Federico Suárez Verdeguer y Miguel Artola Gallego. Más allá del ajuste del ángulo de visión, será difícil añadir algo sustantivo a lo expuesto por el catedrático cartagenero. De ambos especialistas parten, en efecto, las interpretaciones de mayor ascendiente y seguimiento en la reconstrucción de la España fernandina. Ampliación del método y enfoque, revisión y «revisita» de los principales jalones de la lucha contra el francés y la paralela construcción del sistema constitucional significaron, junto a varios otros, los avances y nuevos caminos abiertos en la escolástica bibliográfica y encuadre de la guerra de la Independencia, que tuvieron, en los mencionados contemporaneístas, sus respectivos jefes de fila1.

Pues, si bien la índole del quehacer historiográfico no se ayunta fácilmente con el concepto de «escuela», existe un consenso generalizado en estimar a Suárez y a Artola como los fundadores de las tendencias prevalentes hasta la actualidad en el enfoque y conclusiones en punto al significado del kilómetro cero de la contemporaneidad española. Ni siquiera los beneméritos hispanistas que drenaron porción sustancial de su esfuerzo intelectual en pretender desentrañar los caracteres de una guerra en verdad genesíaca, dejan de alinearse en dichas corrientes, abrumadoramente en la encabezada por el autor de Los Afrancesados, sin que la nacionalidad establezca diferencias de entidad, abstracción hecha, quizá, de una mayor autonomía del lado de los estudiosos anglosajones, menos atraídos tal vez por los postulados marxistas.

En el nivel marcado por la bibliografía de la segunda mitad del novecientos aspira a situarse la aquí preferentemente utilizada y referenciada. Con todas las consideraciones debidas —insistiremos—, por su calidad y mérito, al corto pero refulgente catálogo de «autoridades» del siglo XIX y de los inicios del XX, circunstancias tan lógicas como constriñentes obligan a que una síntesis de la guerra de la Independencia fechada en la centuria actual se aborde desde la plataforma documental y bibliográfica mencionada. Al margen de alguna que otra esporádica incursión por el territorio de los clásicos, éste será el campo en que se desenvuelvan las páginas siguientes. Por fortuna, no son pocas las obras que dentro de sus espaciosos límites se muestren dignas de alusión específica. Pero, también por suerte, en el mundo historiográfico no existe, al contrario que en el jurídico, una «doctrina», y los gustos e inclinaciones personales encuentran un terreno más propicio a su expansión. Así, de todas las síntesis elaboradas tras el conflicto fratricida de 1936 acerca de la guerra de la Independencia, la salida de la pluma abastada de conocimientos, ritmo narrativo y ponderado juicio —con las muchas excepciones impuestas por la época— de Juan Priego López, Guerra de la Independencia (1808-1814), Madrid, 1947, es la que, en su brevedad (189 páginas), se nos antoja más lograda. En cualquier caso, fuera de calificaciones y axiologías invariablemente falibles, su reedición resulta, desde luego, una imperiosa tarea de la comunidad académica y editorial española.

Como el avisado lector comprobará, pese a que la índole del presente libro impone la búsqueda de una extremada brevedad y asepsia, una porción considerable de las tesis de mayor calado y difusión en las esferas académicas —y, a las veces, también en las políticas— encuentran eco —asentivo o discrepante— en sus páginas. La razón principal de ello es el intento de deturpación que cree constatar su autor en punto al sentido y significado últimos de la contienda. Sobre su resultado final semeja planear la constante que, acerca de la imagen histórica canónica de nuestros infinitos enfrentamientos civiles, formuló con pluma doliente y pulcra D. Gregorio Marañón. Desdichadamente, también en aquel conflicto existieron perdedores internos —liberales y afrancesados— que no muy a la larga reescribieron su historia, aunque, por fortuna, sin graves alteraciones de la verdad, peraltando, comprensiblemente, sus respectivas ideas y trabajos.

Hodierno, en una interesada o, en cualquier caso, rechazable ceremonia de confusión intelectual, se llega en ciertos cenáculos de gran proyección mediática a desmedular a la guerra de la Independencia de sus señas de identidad más características. La reacción antifrancesa fue tan vigorosa como unánime, sin que los sentimientos locales y regionales, tan subrayados en un país diverso y plural por su geografía, historia y tradiciones, determinaran otra cosa que imprimir alguna nota peculiar a un conjunto en el que quedaron casi por entero difuminados los matices de toda índole. Religión y patria, creencias y legítima defensa del ámbito doméstico y general se revelaron como los motores decisivos a la hora de expresar y articular la lucha a muerte contra un invasor alevoso y despiadado. De la lucha de un pueblo solidario y bien consciente de los motivos de su resistencia surgieron muchas cosas. Una de las más importantes sin duda fue la construcción del modelo de convivencia que instalara al viejo país en el mismo horizonte histórico de los de su entorno, parteros como él de la moderna civilización. Pero el sistema constitucional, la «nación de ciudadanos» distaron de ser actos genesíacos que concedieran, adánicamente, a los españoles flamantes e inéditas patentes del verdadero sentimiento patriótico, al margen del «etnicista» de las épocas precedentes. No hubo tal. El nacimiento de España no se inscribió en los registros notariales de las Cortes de Cádiz, sino en los de los escribanos medievales. La «revolución» —sit venia verbo, en términos absolutos— no poseyó tal poder creativo, ni acaso tampoco tuvo tal propósito.

Mas, enfrascados en las excitantes aguas de la discusión intelectual, no perdamos a D. Beltrane y demos al texto de la obra cuya prolongada antesala acaba aquí sus justas prerrogativas. Escrito cuando una nueva y quizás algo artificial revisión del drama de 1936 —¿desembocadura postrera del de 1808?— se erige en el centro de la vida cultural del país, su autor, tal vez el único estudioso español que haya pergeñado la historia de tres guerras de proporciones gigantescas, nada desearía menos que avivar los rescoldos del bien probado cainismo ibérico, siempre surgido en el ámbito del pensamiento. Al menos las generaciones futuras se merecen otro horizonte más fecundo, conquistado con el afán indomable de la verdad, que es también el principio del reinado de la justicia.

Córdoba, 5 de marzo de 2006

Notas

1 Tratamos con cierta latitud dicha cuestión en la obra coordinada por J. Andrés-Gallego, Historia de la historiografía española, Madrid, 2002, 2ª edición, pp. 210 y ss.

PRELIMINARES

Aunque Napoleón no fuera demasiado entendido en los asuntos de la mar, comprendió que, a raíz de Trafalgar, su aliada España había perdido el rango de potencia mundial, quedando ya Inglaterra como dueña y señora de los océanos1. Su reacción ante el panorama abierto por el nuevo y decisivo dato de la política internacional fue la típica de todos los estrategas terrestres de la Europa moderna: bloqueo e invasión del gran enemigo insular. Fue así, después de sus resonantes victorias en el corazón del Viejo Continente y una vez promulgado el famoso Edicto de Berlín de 21 de noviembre de 1806, cómo la Península Ibérica volvería a poseer un lugar axial en sus ambiciosos planes de hegemonía mundial. Para destruir al principal aliado de Gran Bretaña era necesaria la colaboración de España como paso inicial de un camino que, si bien no por entero diseñado en un primer momento, no descartaba la desembocadura en la deposición final de las dos dinastías ibéricas en beneficio de la expansión francesa2.

Ciertamente, la situación de ambas a la hora en que Bonaparte proyectaba aplicar lo decretado en la capital de Prusia, ofrecía muchos elementos comunes. El gran programa ilustrado de mediados del siglo anterior que hiciera de ellas, en sus respectivos ámbitos, naciones de envidiable peso en el concierto internacional, se mostraba agotado en los ejes sustantivos. En una y otra, la Corona conservaba su popularidad a prueba de reveses militares coyunturales —guerra de los Pirineos (1793-95) y «de las naranjas» (1801), respectivamente— y del amenguamiento del nivel de vida respecto a la época en que el «pacto colonial» alcanzara su mayor rendimiento; pero en las dos partes de sus elites comenzaba a cuestionarse la legitimidad de las bases de su absolutismo, al preconizar una «monarquía templada», según el modelo británico. Conforme a su opinión, éste presentaba la gran ventaja de contener lo esencial del mensaje de la Revolución Francesa, sin sus excesos ni presuntas derivas radicales. Tal concepción del ejercicio del poder, hontanar profundo del liberalismo hispano, falta de raigambre popular al dejar huérfana a la masa de sus referencias colectivas todas de carácter tradicional, tendrá, sin embargo, todavía mucho camino por recorrer antes de asentarse, debido en particular a la incapacidad de incorporar a su proyecto innovador la realidad social encarnada por un pueblo abrumadoramente apegado a sus antiguos modos de vida. Por el contrario, una menor resistencia de los estamentos privilegiados y una mayor influencia inglesa determinaron su implantación en Portugal, con adelanto al caso español. Otra singularidad de éste cara al lusitano radicó en el gran torcedor que en dicha evolución significó la dictadura godoyesca.

La larga personificación del poder en el hidalgo extremeño —el «Choricero», conforme al remoquete de sus enemigos de la aristocracia— no sólo obstaculizó la llegada de un régimen en el que las instituciones constituían su más firme fundamento, sino que se convertiría quizás en el principal elemento de la desaparición del capital moral logrado por la monarquía dieciochesca merced a sus servicios al país y la irreprochable conducta de sus titulares más representativos3. En la actualidad se asiste a la justa reivindicación de numerosas facetas de la gestión de Godoy, estimado, con un punto de exageración, como la postrera figura de «las Luces» en la cúpula del Estado. Mas, aun aceptando el balance positivo arrojado en conjunto por su actividad, es manifiesto el pesimismo que su gobierno produjera en los medios políticos e intelectuales, desmoralizados frente a las causas de su valimiento y los recursos de que se sirviera para su mantenimiento en la dirección de un país de cerca de once millones de habitantes en la entrada del siglo e integrado aún en la esfera de las grandes potencias. Ni la Rusia anterior al advenimiento de Alejandro I ni la Inglaterra de Jorge III podían, desde luego, erigirse en referencia ejemplar en cuanto a atmósfera cortesana y código ético de sus estratos gobernantes; mas su postración moral y hábitos corruptos quedaban ampliamente compensados por la magnitud de las fuerzas a disposición de los zares y la vanguardia ocupada por Gran Bretaña en los procesos de transformación económico-social precursores de la contemporaneidad4.

Sino que, opuestamente, España se encontraba en los umbrales del siglo XIX en el pórtico de un fin de ciclo. Pese a los logros atribuidos con razón a la obra de un sumamente laborioso Godoy en el impulso material de la sociedad de su tiempo y en la conservación de factores sustantivos del gran legado setecentista, el combate por la modernidad presentaba en los inicios del diecinueve claros síntomas de estancamiento y frustración. Aparte del inmenso handicap que entrañara la dictadura del extremeño en el recorrido normal hacia la evolución de la monarquía, ni el sector primario ni el secundario habían logrado el ritmo necesario para asegurar el crecimiento de la nación, en clara oposición con la sobresaliente actividad económica portuguesa del cruce de siglo, con una balanza comercial con Gran Bretaña altamente favorable... Una agricultura desprovista o reacia ante el utillaje imprescindible para un rendimiento óptimo y carente de los capitales exigidos para el cambio transformador, se revelaba ya como la gran asignatura pendiente en la cita con la contemporaneidad.

De su lado, en el terreno industrial, las ganancias acumuladas durante la centuria ilustrada con el pujante tráfico ultramarino no habían sido, empero, lo suficientemente elevadas para provocar inversiones de envergadura en los incipientes núcleos industriales, capaces de dotarlos de un rango semejante a los más dinámicos de la Europa occidental. En la tesitura crucial en que, al inaugurarse la contemporaneidad, se ventiló, en la articulación económica española, el triunfo de la industria, estarían ausentes los medios y la mentalidad que lo avalaran. Existieron sin duda empresarios y fábricas extendidos por la Península y los dos Archipiélagos, pero sin que sus productos e idiosincrasia se impusieran sobre la inercia y hábitos tradicionales. La sociedad civil perdió aquí su primera y gran batalla por el protagonismo económico, que seguiría en manos del Estado hasta la cuarta década del XIX, cuando el dominio político de la burguesía, el fin del período recesivo que siguiera al término de la etapa revolucionaria y napoleónica, una eficaz gestión de los asuntos públicos y el nacimiento de una verdadera clase empresarial permitieron el salto cualitativo esperado por la nación desde el alba del siglo y frustrado probablemente por la guerra de la Independencia y sus nefastas secuelas en el progreso nacional.

Corolario parcial de dicho fracaso fue la declaración de impotencia ante las obligaciones contraídas con el desarrollo de los inmensos territorios americanos administrados desde Madrid. En el instante mismo —afianzamiento espectacular de los Estados Unidos, propagación de la ideología revolucionaria francesa— en que más se requería un claro y enérgico liderazgo por parte de la Corona, ésta abdicó de tal papel al perder el pulso bélico con Inglaterra y mostrarse incapaz incluso de preservar su seguridad. Llama, ciertamente, a asombro el aura de respetabilidad que, pese a todo, rodeó hasta el término del reinado de Carlos IV a la monarquía borbónica en el Nuevo Continente. Los reiterados e invariablemente frustrados intentos invasores ingleses de sus postrimerías expresaron por la población criolla, no obstante, más que la simpatía o fidelidad con la España de Godoy, la sintonía con un quehacer y un espíritu tricentenario5.

Como sucediera en América respecto a una herencia multisecular, ocurrió en la metrópoli cara a la imagen y realidad recogidas de su inmediato ayer. Su irradiación y contenido eran tan poderosos que lograron pervivir en un clima menos ebullente que en el que se forjara el reformismo dieciochesco, tal vez el último gran movimiento de aliento y ambición nacionales de la historia española. Con justeza se ha aquilatado en fechas recientes —al hilo, en ocasiones, de estereotipadas e inanes celebraciones bicentenarias— el alto número de hazañosas empresas acometidas en el período intersecular, a la manera de la expedición del marino italiano Malaspina. Y, para neutralizar olvidos y soslayar esquiveces con los estadios sobresalientes y aun estelares de la cultura de la época, nunca dejará de comparecer Goya para testimoniar su ancha vena creadora. En tan reveladora manifestación de la vitalidad de un pueblo, la cultura española durante el reinado de Carlos IV no arrastró una existencia parasitaria y aumentó en algunas áreas el caudal recibido. Pero es igualmente cierto que muchas de las plántulas de su desarrollo como las Universidades y grandes centros de enseñanza, habiendo perdido el brío y afán superador de los decenios centrales del XVIII, se encontraban yermas o infirmes. La Iglesia, notable actor del progreso social e intelectual de la época carlotercista, cuando sus gobernantes lograron asociarla finalmente a la onda reformista, no era ya tampoco el vivero generoso y el mecenas avisado de obras como con las que contribuyera «al esplendor de las Luces» en una sociedad embarcada en una vasta tarea transformadora. Personalidades como Félix Amat o Tavira —muerto en noviembre de 1807— se descubrían más como supérstites de tiempos idos que como heraldos de los por venir. El fermento renovador que en ciertos planos significaran las corrientes filojansenistas, había sucumbido por estas fechas ante la represión fundamentalista, y se hibernaba a la espera de nuevas oportunidades en la nación corrupta y atrasada que sus adictos aspiraban a regenerar mediante la relectura exigente y prístina de los textos evangélicos6.

De su lado, el Ejército, institución que, en buena medida, relevaría en el período ulterior a la Iglesia en su función de guía social de las masas populares, presentaba un escenario semejante, ulcerados sus mejores cuadros con la desidia y el nepotismo que, con un punto de injusticia, atribuían a Godoy en sus relaciones con el estamento, y seguía con atenta mirada la política de Napoleón frente al país, depositando sus esperanzas en el príncipe Fernando, que un día devolviera a su pueblo la dignidad y esfuerzo ahora perdidos7. Mientras tanto, su fisonomía bien podía simbolizar el retrato de una España que, a punto de introducirse en el escenario de la mayor crisis padecida en los tiempos modernos, todavía se manifestaba con las apariencias de una potencia de primer orden. Así también sus fuerzas armadas alcanzaban proporciones numéricas de gran relieve. Según los estados de sus efectivos en 1808, más de cien mil hombres, con una oficialidad de 16.623 miembros y 87.201 soldados de Infantería, Caballería, Artillería e Ingenieros, a los que habría que añadir los doce mil hombres de la Infantería de Marina y la muy escasa marinería de los barcos en actividad o, en la mayor parte de los casos, sitos o arrumbados en los arsenales. 32.418 individuos integraban, a su vez, las fuerzas de las Milicias provinciales, sin que los muchos también que componían las urbanas merezcan especial referencia, dado su insignificante o nulo valor castrense. Igualmente considerables eran los recursos teóricamente a su disposición; pero, en la realidad, efectivos humanos y materiales distaban de satisfacer las mínimas demandas de unos conflictos del porte de los impuestos por la conducción de la guerra tras el triunfo en media Europa de los ejércitos napoleónicos. Por ejemplo, los quince mil jinetes de sus fuerzas de Caballería —algo más del diez por ciento del total: proporción muy distante de las de los grandes ejércitos del momento— únicamente disponían de nueve mil caballos; y al estallar el conflicto, el regimiento de La Reina, de 668 hombres, contaba tan sólo con 202 caballos8...

En la actualidad, la historiografía más vanguardista tiende a denunciar la venta de oficios en el Ejército borbónico como el principal lastre de su penoso estado en vísperas de la guerra de la Independencia. Aunque legalmente prohibida, dicha práctica siguió siendo moneda corriente a lo largo de todo el siglo XVIII, contribuyendo poderosamente tal venalidad a la falta de idoneidad del cuerpo de oficiales. Constituido en los pródromos de la gran crisis bélica por siete mil miembros, según los meticulosos recuentos del gran investigador militar decimonónico Gómez de Arteche —cálculos menos fiables dan la cifra de seis mil—, no es con todo demasiado aventurado imaginar que el origen principal de su situación se residenciara en otras causas. En países como Gran Bretaña dicha costumbre se encontraba más arraigada —v. gr., Arthur Wellesley, futuro Lord Wellington, era teniente coronel a los veinticinco años...—; y aunque, evidentemente, la profesionalidad del estamento castrense no ganaba mucho o nada con ella, radicaban en la falta de dotaciones adecuadas —el estado de la remonta era, por ejemplo, increíblemente caótico, declarándose las yeguadas andaluzas y extremeñas en varias ocasiones impotentes para abastecer las mínimas necesidades de la caballería—, en la elevada edad media de la mayor parte de la oficialidad —la más alta de Europa—, en la escasez de la instrucción práctica y en la sorprendente quiebra de las tradiciones y cultura militares de los reinados anteriores, los motivos quizá principales del panorama desalentador que ofrecía el Ejército español al inaugurarse la contemporaneidad9.

El empeño más sostenido e inteligente de los gobernantes dieciochescos en el terreno bélico, la creación casi desde cero de una poderosa flota, respetada y temida en todos los océanos —es bien sabido que el «Santísima Trinidad» fue el más grande navío de su época: cinco mil toneladas, ciento treinta y seis cañones repartidos en cuatro cubiertas—, no podía poner a la altura de 1808 una nota de luminosidad u optimismo en horizonte tan decaído. Obviamente, después de Trafalgar, los cincuenta navíos de la Armada —unas cien mil toneladas— parecían retrotraer a las fuerzas navales del umbral de la crisis del Antiguo Régimen, tras la roborante panorámica de un quindecenio atrás —153 barcos de vela y unas 253.000 toneladas— a los tiempos en que la escuadra española se reducía, según el dicho popular, a «dos navíos y una tartana»... Pese a lo cual, gran parte de su oficialidad y marinería intervendrá de forma destacada en muchas de las acciones terrestres de la contienda, integradas en las restantes armas, con particularidad en la de Infantería10.

Muchas cosas, pues, faltaron a la hora de ajustar el tempo de los ejércitos españoles al reloj impuesto por el aplastante triunfo de la estrategia y táctica napoleónicas. A las causas internas ya indicadas y cuya enumeración podría prolongarse con latitud, hay que añadir, claro, una del máximo relieve: la invidencia política. El descenso de nivel de la maquinaria gobernante del reinado de Carlos IV en comparación con la de Carlos III fue especialmente ostensible en la política militar, según advirtieran muchos contemporáneos11.

Notas

1 Con un punto acaso de extremosidad, después de haber reiterado en múltiples pasajes de una muy notable obra la errónea consideración del gran combate de 21 de octubre de 1805 como desastre irreparable, su autor concluirá: «Así pues, Trafalgar puede significar un hito importante en nuestra Historia, pero, por sí mismo, y ni siquiera en relación con otras derrotas navales, no supuso un vuelco en la situación anterior, ni siquiera en la propia Armada. Sólo su proximidad cronológica a la verdadera causa de aquel trascendental cambio, la Guerra de la Independencia, ha podido en nuestra opinión, llevar a tal confusión [...] Y es que, a diferencia de lo que se afirma, un desastre naval por importante que fuera, y Trafalgar no lo fue tanto, no podía ser la causa de tan importantes y decisivos cambios, sino, y en el mejor de los casos, la constatación de un síntoma más de males mucho más profundos y complejos». A. R. Rodríguez González, Trafalgar y el conflicto naval Anglo-Español del siglo XVIII, Madrid 2005, p. 454. Otro gran historiador de la marina hispana, H. O’Donnell, señalará expresamente su coincidencia con la precedente aseveración: «La batalla de Trafalgar, que desde el punto de vista doctrinal táctico tuvo un gran impacto en el pensamiento naval mundial, sin embargo, no tuvo iguales consecuencias desde el estratégico, ya que sus efectos no resultaron en absoluto decisivos a corto plazo y se retardaron mucho [...] Las consecuencias de Trafalgar fueron sin duda muy negativas para la Marina española y para el país en general, pero fueron los acontecimientos posteriores los que realmente aniquilaron cuanto de bueno había construido la Ilustración en organización y realizaciones materiales». La campaña de Trafalgar. Tres naciones en pugna por el dominio del mar (1805), Madrid 2005, pp. 631 y 644. El responsable literario de la edición llamada quizá a mayor difusión entre el público actual, el crítico J. I. Ferreras, tendrá una opinión bien diferente: «Como sabemos, la batalla de Trafalgar tiene muy poco que ver con la guerra de la Independencia [...] Efectivamente, Trafalgar cierra un siglo. Con la desaparición de la flota se está significando la desaparición del imperio americano». B. Pérez Galdós, Episodios Nacionales, Madrid 2005, I, pp. XIII y 2.

2 Una perspectiva atlántica del desarrollo y las repercusiones del proceso en J. B. de Macedo, O Bloqueio continental: Economía e Guerra Peninsular, Lisboa 1990, 2ª ed., quien afirmará de su país: «Tanto por su posición geográfica como por el volumen de su comercio general con Inglaterra así como por su resistencia o indiferencia a las perentorias instancias de colaboración con Francia, Portugal estaba lejos del campo de influencia napoleónica, ejercida eficazmente en el Mediterráneo, Mar del Norte e incluso en el Báltico. Desde Portugal, el Atlántico aparecía en toda su grandeza, descubriendo a Napoleón la imposibilidad de sus planes de Bloqueo [...] Europa se integraba en el Atlántico y sólo en ese marco pasaba a tener sentido [...] Es ocioso preguntarse cuál habría sido la evolución de Portugal sin las invasiones francesas. Mas una afirmación sí parece que puede hacerse: las campañas napoleónicas no afectaron, por ellas mismas, el conjunto del sistema económico portugués, que resistió victoriosamente al duro embate del Bloqueo, encontrando rápidamente formas de enfrentarse a ello, y de las cuales la militar supone apenas un aspecto. Se considera el origen de la situación de la economía y de la posición política autónoma portuguesa después de las invasiones francesas como motivada directamente por aquéllas, cuando, en verdad, se decidió luego a seguir una recuperación, patente en varios planos. Con todo, el análisis de esa recuperación (y de su insolvencia) sobrepasa en mucho el campo de las invasiones francesas y se relaciona con fenómenos mucho más profundos y estructurales, cuyo estudio no cabe aquí hacer. Puede afirmarse que fue mucho más difícil enfrentarse a la hegemonía económica de Gran Bretaña que a la tentativa de dominio militar francés. La estrategia gala perjudicó a todos, incluido a la propia Francia», pp. 112 y 118-9, respectivamente. Vid. también las notables páginas de H. de la Torre Gómez, «La Península Ibérica y el poder del mar: de la hegemonía al naufragio (1580-1815)», apud A. Morales Moya (coord.), 1802. España entre dos siglos. Monarquía, Estado, Nación, Madrid 2003, pp. 294-7.

3 «La privanza de Godoy era algo muy distinto de lo que fue el sistema de gobierno de Carlos III [...] Ciertamente, su máxima aspiración como gobernante fue asumir y potenciar la tradición del despotismo ilustrado. Pero los representantes más conspicuos de esa brillante tradición —Jovellanos en primer término— sólo verían en él a un déspota sin ilustración». C. Seco Serrano, «La quiebra del sistema de gobierno de Carlos III», en J. P. Dedieu y B. Vincent (coordinadores), L’Espagne, l’Etat, les Lumières. Mélanges en l’honneur de Didier Ozanam, Madrid 2004, p. 323. El Galdós más «liberal» romperá en 1871 una gruesa lanza por la apertura ideológica del período godoyesco: «Por mucho rencor que la posteridad guarde al Gobierno de Godoy, no puede por menos de conceder que fue tolerante en materias de libertad intelectual, y que siempre le hallaron poco dispuesto a secundar las bárbaras aspiraciones de la teocracia. Entonces era fácil procurarse los libros más contrarios a nuestro antiguo genio castizo; y los que entendían alguna lengua extrajera podían satisfacer fácilmente su curiosidad sin temor a que el Santo Oficio les molestara ni de que el brazo secular les persiguiera. Cundió el volterianismo y la democracia platónica de Rousseau». El Audaz (Historia de un radical de antaño). Obras Completas. Novelas, Madrid 1975, I, p. 238

4 Una reciente obra general de conjunto para ampliar detalles sobre ambos reinos, así como los del resto del continente, es la de L. M. Enciso Recio, La Europa del siglo XVIII, Barcelona 2001, especialmente, pp. 383-417 y 553-91.

5 «Paralelamente [...], se produce el deterioro de la autoridad monárquica, en parte por la incapacidad del gobierno de Carlos IV y de su valido Godoy, acusado de corrupción [...] Todo este cúmulo de impresiones y experiencias recibidas por la sociedad indiana a lo largo del reinado no conduce, sin embargo, a la aparición de un fuerte movimiento de protesta, ni menos aún de rebelión, en la América española. Cuando se expresan quejas, como en el caso de los vales reales en México, se hace desde una clara posición de obediencia y acatamiento al poder real. El ‘fidelismo’ —por afecto, prudencia o conveniencia— es la actitud imperante, no incompatible con cierto deseo de lograr mayor autonomía e intervención en el propio gobierno, o al menos de cierto cambio, para mejorarlo. En los momentos críticos se acreditará esta realidad». L. Navarro García, «La independencia de Hispanoamérica», en Balance de la historiografía sobre América [1945-1988]. Actas de las IV Conversaciones Internacionales de Historia, Navarra 1989, p. 538. Para una panorámica general del continente en la centuria dieciochesca, vid. la descollante síntesis del mismo catedrático sevillano, Hispanoamérica en el siglo XVIII, Sevilla 1991.

6 Dos jóvenes historiadores presentan una imagen contrapuesta del reinado: «Estaríamos asistiendo, por tanto, a un viraje conservador en la sociedad propiciado por una Monarquía que, parafraseando a Sánchez-Agesta, había perdido su nervio. Pero este viraje no significa, como a veces se ha dicho, que la política de Carlos IV fuese reaccionaria». C. M. Rodríguez López-Brea, Don Luis de Borbón. El Cardenal de los Liberales (1777-1823), Toledo 2002, p. 85. «Entre 1788 y 1808 transcurren unos años decisivos en que se produjo junto con el empobrecimiento del país una desmoralización general del mismo. Fueron veinte años ciertamente de abatimiento, de ‘indolencia sentada en el trono’, de ‘malos gobiernos’, de corrupción y ‘rapiña abierta’. Fueron años en que —‘es verdad que quejándose’, señala Blanco— se fue forjando la generación de 1808 [...] En 1808 la nueva generación española que, afrancesada o patriota, va a actuar de forma destacada en los acontecimientos está formada por hombres jóvenes, unos más conocidos que otros, que sienten la pasión literaria con la misma fuerza que la política. Tal como se ha indicado es una generación de poetas y catedráticos empeñados como nunca en la tarea de reformar España. En palabras de uno de ellos, ‘era llegada la época de corregir los males políticos de España’, tal como decía Quintana a Antillón [...] El denominador común de todos ellos es su espíritu crítico, su oposición a la tiranía de los últimos veinte años, y ‘sus deseos por una reforma que nos libertase de los males pasados y atajase los venideros’. Por entonces nadie dio en el absurdo —dirá Quintana— de tachar sus principios de democráticos. No había llegado el tiempo de las persecuciones o de los interrogatorios...». M. Moreno Alonso, La generación española de 1808, Madrid 1989, pp. 46 y 184.

7 Aunque notorios estudios insisten en la fiel atención prestada por Godoy —y no digamos él mismo en sus muy desmemoriadas memorias— al Ejército, un notorio especialista escribirá a este propósito: «Entre 1793 y 1808 a Godoy corresponde la dirección de España, la planificación de la reforma militar y la responsabilidad de las guerras emprendidas. ¿Cumplió Godoy los objetivos previstos? La verdad es que no logró romper la inercia imperante y aunque las disposiciones sobre el Ejército menudearon, no se avanzó gran cosa, por más que la apariencia fuera otra». E. Martínez Ruiz, «La presión de las guerras revolucionarias sobre el ejército español. Oficialidad y tropa en el cambio de siglo», apud Les Révolutions Ibériques et ibéro-américaines a l’aube du XIX siècle. Actes du Colloque de Bordeau, 2-4 juillet 1989, París 1991, p. 102; y ulteriormente otro reputado especialista escribirá: «Recientemente, la obra de Emilio de La Parra ha ofrecido una completa revisión de la trayectoria política de Manuel Godoy. La recuperación historiográfica de su figura se aborda de forma íntegra, si bien con anterioridad, en lo relativo al ‘reformismo militar’ del Príncipe de la Paz, tanto Charles Esdaile como María Dolores Herrero habían reivindicado sus logros durante el período en que tuvo plenos poderes en el gobierno político de España, y, en especial, a partir de su nombramiento como ‘generalísimo’ de los ejércitos a partir de agosto de 1801 [...]. Más allá de que, de hecho, se produjesen tales resistencias, lo cierto es que Godoy fracasó en su intento de introducir en el ejército español el sistema militar de Prusia —el más afamado en su época en cuanto a organización— y adoptar un método de reclutamiento que produjese los resultados que el sistema de la ‘nación en armas’ había proporcionado a la Francia revolucionaria. Pero ni se podía imitar a una sociedad manufacturada para la guerra, como la prusiana, ni se podía adoptar la ‘nación en armas’ francesa porque en España no se producía aquella identificación entre «nación y pueblo».

Frustrado en su intento reformista, Godoy, investido ya como ‘generalísimo’, volvería de nuevo a la carga en 1802 por medio de una serie de medidas que venían a introducir tímidos cambios en la estructura del ejército. Se trata de un conjunto de normas caracterizadas por una gran tibieza, en tanto en cuanto que no significaban mutaciones trascendentales sobre el status quo existente, antes al contrario, supusieron retrocesos en algunos aspectos sustantivos, [...] Su inexperiencia militar, su escasa formación castrense, y, sobre todo, su pertenencia al cuerpo que ofrecía mayores resistencias a cualquier cambio, impedían que Godoy protagonizara o impulsara un cambio que permitiera adecuar al ejército español a las necesidades de la época y emular a aquellas instituciones militares que, como la prusiana o la francesa, en la coyuntura del tránsito del siglo XIX actuaron como referente para los principales ejércitos de Europa». F. Andújar Castillo, «El Ejército español en el tránsito del siglo XVIII al XIX», apud A. Morales Moya (coord.), 1802. España entre dos siglos..., pp. 240-1 y 243.

8 Bien elocuente del estado de asombrosa incertidumbre en que aún se sitúan no pocos temas sustantivos de la guerra de la Independencia, es la notable discrepancia existente entre los especialistas en punto a la cuantificación de las unidades militares en vísperas del conflicto: «Según los datos que aporta el francés J. L. Rehfues, el ejército español contaba en 1808 con unos efectivos de unos 109.000 hombres, cifra muy inferior a la señalada por J. Gómez de Arteche y otros autores. R. Salas Larrazábal contabiliza, excluidas las Milicias urbanas, las de inválidos y las de Marina, 138.241 hombres, de los que 113.424 se encuadraban en 198 batallones de Infantería, 16.623 en 126 escuadrones de Caballería, 6.697 en 60 compañías de Artillería y 1.223 en 2 batallones de ingenieros, además de los 4 Tercios de Infantería y otros tantos de Caballería destinados desde 1804 como cuerpo Expedicionario a Texas, aunque permanecían en España. Tres cuartas partes de estos efectivos se encontraban en regiones y comarcas dominadas por los patriotas, un 20% se hallaba en el extranjero con los cuerpos del Marqués de la Romana y en las divisiones que ocuparon Portugal conjuntamente con las de Junot. Las restantes fuerzas fueron hechas prisioneras, o bien disueltas o se unieron al ejército invasor». A. Moliner de Prada, «Pueblo y ejército en la guerra de la Independencia», en J. A. Armillas Vicente (coord.), La Guerra de la Independencia. Estudios II [Congreso Internacional celebrado en Zaragoza, 3-5 de diciembre de 1997], Zaragoza-Madrid 2001, pp. 917-8, publicado el mismo año en Trienio, 38, pp. 39-74, con un título algo diferente: «Pueblo y ejército en la guerra de la Independencia (1808-1814): Actitudes y comportamientos». Finalmente en una bibliografía en torrencial expansión, el breve pero excelente estudio de J. Silvela Miláns del Bosch, «Antecedentes para el estudio de la actuación de ‘La Caballería’ española en la guerra de la Independencia», en La Guerra de la Independencia (18081814) y su momento histórico, Santander 1982, ofrece varios y expresivos ejemplos de la incuria que atenazaba al arma de Caballería, pp. 413-4. Un planteamiento general muy acertado es el de V. Alonso Juanola y M. Gómez Ruiz, El Ejército de los Borbones. IV. Reinado de Carlos IV (1788-1808), Madrid 1995.

9 Cf. R. L. Blanco Valdés, Rey, Cortes y fuerza armada en los orígenes de la España liberal, 1808-1823, Madrid 1988, pp. 25-45.

10 «Los buques habían sido construidos en astilleros españoles [...] Una tercera parte tenían nombres religiosos, otra tercera bélicos, geográficos, zoológicos y mitológicos, y el tercio restante nombres de personas y otros varios. Los navíos, colectivamente, se hallaban envejecidos, pues su edad media era de 32 años y las fragatas, en conjunto próximas a envejecer con sus 23 años de media edad. El decano de los buques tenía 56 años y el vicedecano, navío Guerrero, había sido súbdito de tres reyes, lo era del cuarto y lo sería, al terminar su vida longeva, de la Reina Gobernadora». J. Gella Iturriaga, La Real Armada en 1808, Madrid 1974, p. 19, meritorio trabajo que, sorprendentemente, semeja no haberlo consultado un destacado conocedor de la Marina dieciochesca en su reciente estudio «Godoy y la Armada», apud M. A. Melón, E. de la Parra y F. Tomás Pérez (Eds.), Manuel Godoy y su tiempo, Mérida 2003, I, pp. 381-403, cuyas páginas, centradas primordialmente en la primera etapa del gobierno del valido, tienen un encuadramiento más de historia de las relaciones internacionales que de historia militar. La referencia más específica es la atañente al plan —fracasado— de reforma de la Armada de Antonio de Escaño (1807).

11 «En 1808, el Ejército español presenta una orgánica anticuada, aunque en la década anterior se había enfrentado a los ejércitos franceses de la República y experimentado a su costa la eficacia de las tácticas sencillas, pero sumamente efectivas, de la Demi-brigade, cuya maniobrabilidad derrotó contundentemente a prusianos y austríacos, y neutralizó a los españoles en la campaña de los Pirineos. Por si quedara alguna duda, a lo largo de dicha década, la orgánica, táctica y estrategia francesas se contrastan repetidas veces en el ámbito europeo, sin que las claves de su eficacia fueran advertidas, estudiadas, ni mucho menos adoptadas por nuestro Ejército. No se puede hablar de lejanía o desconocimiento; [...] tenemos observadores, pues, en primera fila. Ni son desconocedores de su profesión ni aunque escasos carecen de medios, pero ¿comprenden en realidad las claves del éxito galo?, ¿las conocen los mismo franceses?». J. J. Sañudo Bayón, «La evolución orgánica militar durante la Guerra de la Independencia», Revista de historia militar, 66 (1989), p. 97. Una breve aproximación a la encrucijada entre dos épocas y completa visión iconográfica en J. M. Guerrero Acosta y J. Mª Alía Plana, El «Estado del ejército y la armada» de Ordovás: un ejército en el ocaso de la Ilustración, Madrid 2002.

Capítulo I
EL COMIENZO DE LA CRISIS

El período de ilusoria confianza que, para la monarquía hispana, implicó, en ciertos aspectos —cerrojo definitivo a las aventuras revolucionarias; realce del principio de autoridad— el consolidamiento de la bonapartista, concluyó abruptamente después de la espectacular entrevista en Tilsit del «Corso» con Alejandro I —9 de julio de 1807—, que le dejara manos libres a Napoleón en todo lo concerniente al sur del continente. Reforzadas las pretensiones del bloqueo contra el Reino Unido tras el Edicto de Milán —noviembre del mismo año—, el jaque mate contra los Braganza y Borbones comenzó a ejecutarse. Cansado de los comprensibles subterfugios a que acudiera el regente Joao VI para eludir el cumplimiento efectivo de las medidas conducentes a la asfixia del comercio inglés y con pésima opinión de una España que, tras el desastre de Trafalgar, no tenía nada que ofrecerle, el exultante emperador creyó que las monarquías ibéricas debían de ser las dos primeras piezas sobre cuyas ruinas comenzar a materializar el grandioso proyecto que, resucitando en más de un extremo el de Alejandro —modelo de sus sueños adolescentes—, le llevase un día a la conquista de la principal colonia de Inglaterra, convertida crecientemente en el pilar esencial de su poderío económico.

Una de las páginas de la política imperial —tan batida historiográficamente que acaso nunca pueda reconstruirse con satisfacción— es la de los verdaderos motivos que indujeron al «Corso» a la invasión de la Península Ibérica. Ni el Memorial de Napoleón en Santa Elena, del conde de Les Cases, reproduciendo las confidencias y declaraciones del desterrado en Santa Elena, ni buena parte de la documentación diplomática desportillan la puerta que da acceso a la intimidad profunda y a la psicología laberíntica de un personaje de rara riqueza mental. Para aquellos de sus estudiosos que quieren desprender su carácter de cualquier rasgo primario —viendo a la luz de la exigida teatralidad del ejercicio del poder las numerosas intemperancias y boutades que esmaltan su biografía—, el intento de anexión peninsular respondió al guión más estricto de una política europea que, entre Tilsit y la invasión de Rusia, tuvo como exclusivos protagonistas a Gran Bretaña y al Imperio, forzados a cometer actos reprobables para doblegar al adversario y hacerle fracasar en sus aspiraciones hegemónicas: bombardeo de Copenhague por la flota inglesa del almirante Gambier con el fin de hacer capitular a Dinamarca e impedir la entrega de su escuadra a los franceses; y, del lado de éstos, invasión alevosa de la Península Ibérica para «cerrar» el continente a su adversario. Otros, sin embargo, conceden a la impulsividad del comportamiento de Napoleón en no pocos lances un papel destacado en su decisión española, adoptada, aparte de alevosamente, sin el cálculo y la información requeridos por un acto de colosal magnitud. In medio, virtus, aunque puede, quizá, sospecharse que, en tan enrevesado tema, el apotegma clásico no guarde toda su exactitud. Sea ello lo que fuere, el reiterado arrepentimiento —más político que moral— que sobre la ocupación peninsular manifestara en su destierro oceánico, corrobora la trascendencia personal y colectiva poseída por un traspiés, visto coetáneamente por los curas y frailes españoles como un acto de la justicia divina y una reparación del más de medio millón de sus connacionales sacrificados en su existencia para dar vida a una inicua ambición de poder cosmocrático.

En el juego de ajedrez iniciado por Napoleón a la llegada del otoño de 1807 la primera torre que había de caer era, obviamente, la portuguesa. En tal sazón el general Junot recibió la orden de organizar perentoriamente el Ejército de Observación de la Gironda, cuyos cerca de treinta mil efectivos tendrían como urgente objetivo apoderarse de la más importante ventana abierta al tráfico y comercio ingleses. La sanción de Madrid resultaba todavía inexcusable para el tránsito de las fuerzas imperiales por su territorio. Un a la vez temeroso y esperanzado Godoy —el espejuelo de un modesto reino de taifa al sur del país que iba a ser despiezado, imantó el angustioso anhelo de asegurar su futuro en una España en la que crecía incontenible su contestación— aceleró de parte española la firma del Tratado de Fontainebleau —27 de octubre—. Antes de que fuera estampada, las vanguardias francesas se adentraban en el País Vasco, incorporándoseles algunas fuerzas nacionales1.

Casi simultáneamente a su entrada en Lisboa se producía la famosa conspiración de El Escorial, que tenía como protagonista principal al Príncipe de Asturias y su muñidor más importante en el canónigo toledano Escóiquiz; circunstancias las dos harto elocuentes de la crisis por la que se adentraba el país y que únicamente concluiría treinta años más tarde, después de una guerra de la Independencia y otra civil caracterizadas por su extrema ferocidad. El principio de legitimidad dinástica, pilar estructural del sistema monárquico, se veía cuestionado por el propio heredero de la Corona, conducido en su rebelión por un intrigante eclesiástico que, más allá de su inembridable apetencia de mando, encarnaba para gran parte de la opinión el respaldo de la Iglesia a la tentativa de provocar por la fuerza la abdicación de Carlos IV. Como bien viera posteriormente el por entonces muy joven catedrático de la Universidad de Granada, Francisco Martínez de la Rosa, el hecho revolucionario se introduciría en la nación por el portillo del mismo Trono; dándose con ello la máxima caución a toda suerte de golpes de fuerza y pronunciamientos, pues el ejemplo inicial provino de lo alto, conforme habría de ratificarse en el Motín de Aranjuez, apenas mes y medio después de que el tribunal encargado de dirimir la causa seguida a los imputados por los sucesos de El Escorial emitiese su juicio, con la absolución o muy leve pena para los reos de lesa majestad2.

annus terribilis