Introducción
Conocí al cardenal Bergoglio en enero de 2002. Había ido a Buenos Aires para realizar un reportaje sobre la crisis económica que había hundido al país que hasta aquel momento había tenido la clase media más consistente de toda Sudamérica. Él me habló de aquel momento no con la imagen atronadora y rabiosa de los «cacerolazos» y las manifestaciones callejeras, sino con la imagen íntima y llena de dignidad de las madres y los padres que habían perdido su empleo y lloraban de noche, cuando sus hijos dormían y nadie les veía.
Con el paso del tiempo ha ido creciendo en mí, en mi familia y en algunos amigos, la gratitud por su paternidad espiritual, experimentada como una compañía íntima y siempre sorprendente para nuestras vidas. En lo que nos contaba siempre hemos percibido simplemente el estímulo del pastor de almas ante los milagros que Cristo obra entre sus predilectos, empezando por los pobres. Así han ido naciendo ideas e intuiciones que luego servirían para artículos y entrevistas. Como, por ejemplo, los dedicados a las iniciativas que favorecía la archidiócesis de Buenos Aires para facilitar que todos pudieran acercarse al bautismo y los demás sacramentos, donde se capta sin demasiados discursos la intimidad de Bergoglio con el misterio mismo de la Iglesia.
Él, en todo lo que dice y hace, sólo repite una cosa: que la Iglesia únicamente vive y actúa por obra de la gracia. «Jesús —explicó una vez Bergoglio— no hizo proselitismo: acompañó. Y las conversiones que provocaba ocurrían precisamente por esta solicitud suya para acompañar que nos hace hermanos, que nos hace hijos, y no miembros de una ONG o prosélitos de una multinacional». Una dinámica de proximidad y liberación que tiene su expresión objetiva y duradera en el don de los sacramentos. Por esto es necesario facilitar de todos los modos posibles el bautismo de aquellos —niños, jóvenes, adultos— que, por diversas circunstancias de la vida, en el nuevo contexto de secularización, no están bautizados. Sin añadir condiciones a la que contempla el código de derecho canónico, es decir, que deben ser los padres quienes pidan el bautismo para sus hijos menores. Dejando caer todos los viejos y nuevos clericalismos que «alejan al pueblo de Dios de la salvación».
Ahora que comienza su ministerio de obispo de Roma y sucesor de Pedro, prevalece sobre todo la confianza de que bastará escuchar sus palabras desarmantes y mirar sus gestos sencillos para reconocer con gozo que el señor ama a su Iglesia y la cuida.
Recemos por que el camino junto al papa Francisco sea como un respirar sereno y profundo para toda la Iglesia de Cristo, y una promesa buena para todos los hombres de buena voluntad.
Gianni Valente