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Ensayos

500

 

Filosofía

Serie dirigida por

Agustín Serrano de Haro

 

 

 

LEOPOLDO-EULOGIO PALACIOS

Filosofía del saber

Tercera edición revisada

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Este libro ha recibido una ayuda a la edición

del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

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© 2013

Herederos del autor

© Leopoldo-Eulogio Palacios, 1974

y

Ediciones Encuentro, S. A., Madrid


Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com


ISBN DIGITAL: 978-84-9055-220-9


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PRÓLOGO

Acá todo saber es nada, dicen los que más han sabido. Pero es tanta la dignidad de este poquito de saber con que se alumbran las sombras de la miseria humana, que en cuanto se ciegan los escasos cauces que nos lo suministran, siente el hombre una aflicción inmensa, como si se le privase de un bien esplendoroso. Si hemos perdido la vista, si hemos perdido el oído, ¡qué enorme pesadumbre! ¿Y si se perdiesen las ciencias y las artes, que son cauces por donde discurre un saber menos intuitivo que el que nos dan los ojos, pero más elaborado y ganancioso?

Hoy no parece que las ciencias y las artes estén en trance de perecer, antes bien, crecen cada día, y va siendo cada vez más imposible hacernos con todas. Quizás por eso temo que nunca se haya sabido menos. Existen más especialistas, más conocedores particulares, pero está en peligro la visión de conjunto de todo el territorio de las ciencias y de las artes, y de los fundamentos lógicos en que descansan. Cuidar de que no se pierda ese conocimiento global, y a la par profundo, es una solicitud que deben sentir quienes estiman en algo la profesión intelectual. Por eso intentaré investigar en esta obra la naturaleza del saber racional y abstracto de las disciplinas científicas y técnicas, y procuraré penetrar cada una de las diferencias genéricas que hay en este saber, hasta donde yo entendiere.

* * *

En el libro primero, poco después de comenzar mi estudio, tendré que enfrentarme con la espinosa cuestión de los conceptos abstractos y universales, elementos últimos a que se puede reducir todo el mecanismo de las ciencias. De los conceptos pasaré al estudio de las proposiciones en que ellos se articulan, y que ya se nos ofrecen como formalmente verdaderas o falsas. Habrá por eso que mostrar la esencia de la verdad, y exponer en ese tramo de mi escrito la concepción que de ella me he formado. Por su parte, los juicios, para articularse en el mecanismo de los razonamientos, tienen que cumplir con requisitos básicos, de que trataré en los restantes capítulos, consagrados a los axiomas, las definiciones, las hipótesis y postulados, y los teoremas. Todo este primer libro culminará en una teoría del análisis y la síntesis, que me dio harto trabajo, pues todo lo ya hecho por otros autores era escasamente satisfactorio.

El segundo libro investigará la división más general del saber, que es la del conocimiento especulativo y el conocimiento práctico. Mi interpretación ensaya la construcción de una cuádruple escala de saberes teóricos y prácticos, basada en el objeto, el método y la finalidad. De esta suerte se podrá pasar a explorar por separado las divisiones del saber teórico y del saber práctico, a las que dedicaré sendos libros.

Cuando llegare en el tercero a la división del saber teórico, tendré que cuidarme de señalar el fundamento sobre el que debe descansar cada divisoria. En vez de los tres grados de abstracción de los escolásticos, el lector hallará cuatro: abstracción matemática, física, metafísica y lógica. La matemática ha pasado a ocupar el primer lugar, a causa del carácter de su objeto, que es a la par abstracto y singular: en este punto establezco una línea sin solución de continuidad entre Platón, Aristóteles y Kant. Por lo que hace a la física, rehúyo el fácil expediente, grato a la mayoría de los autores, de escindir los conocimientos en un género llamado «filosofía» y en otro apellidado «ciencia»: pues no conviene desvirtuar el carácter científico de la «filosofía», ni la índole filosófica de la «ciencia». En mi obra, el conocimiento del mundo físico a la luz de la matemática queda englobado en el ámbito intelectual de la mecánica. El conocimiento no matemático del mundo físico lo constituyen la filosofía natural y la historia natural. La distinción entre la filosofía natural y las ciencias naturales se vuelve superflua con sólo dar a los términos filosofía natural e historia natural su verdadero significado. La metafísica y la lógica son otra cosa: de ellas se hablará después, y enmudeceré ante la teología sagrada, por ser un saber que cae fuera del perímetro de la pura razón humana.

En el último libro, la investigación del conocimiento práctico y de las diferencias que hay en él se apoyará en la distinción aristotélica de lo factible y lo agible, cuyo valor encarecí ya en otras páginas. Respecto del saber artístico, tendré que rehacer todos los bosquejos existentes, aprovechando para los nuevos cuadros muchos elementos que me brinda la tradición. Por lo demás, el estudio del arte en una filosofía del saber abstracto y universal cubrirá un territorio harto descuidado por los filósofos, pues el arte es también razón, actividad que obedece a reglas generales, y no mera inspiración personal. Nada más alejado de mi ánimo que menospreciar la inspiración personal en el terreno de cualquier arte: pero lo personal queda fuera de la filosofía del saber abstracto y universal. En cambio hay todo un aspecto artístico que entra de lleno en esta filosofía, en cuanto el arte es una disciplina transmisible por la enseñanza y un hábito intelectual susceptible de ser aprendido: cosa de cabeza, y no sólo de corazón. En fin, queda por clasificar toda una serie de saberes: los concernientes a hechos jurídicos, sociales, políticos, económicos, pedagógicos, que constituyen disciplinas que no pueden ser entendidas en su dimensión verdaderamente humana sin ponerlas en relación con la ética: la cual es para estos saberes algo semejante a lo que es la filosofía de la naturaleza para las distintas ramas de la historia natural. Por eso, dados mis principios, lo importante no está en las divisiones de estas disciplinas —divisiones materiales, subdivisibles al infinito—, sino en la índole del saber moral que les otorga su valor humano, y que será necesario examinar en su semblante científico —ciencia moral—, muy distinto de sus otras caras —sindéresis y prudencia—.

* * *

La dificultad de este trabajo es fácil de encarecer, tanto por su materia misma como por el público lector al que se dirige.

Su materia es aquella porción de saber humano accesible a la razón sin ayuda de la fe divina. Grande o pequeña, esta porción es un país que requiere ser recorrido y explorado por entero. Ahora bien, la extensión que hoy alcanza cada uno de los saberes hace imposible que un solo hombre llegue al cabo de todos.

Y el público lector al que se dirige esta obra es el hombre de nuestro tiempo, acostumbrado a las divisiones del saber consagradas por los centros docentes. Tales divisiones no tienen carácter científico, y se han multiplicado empujadas por necesidades profesionales, por ansias de obtener puestos de profesor, ora dividiendo una ciencia en diferentes partes con distintos nombres, ora por virtud del menester real que han creado las técnicas modernas. Saberes honorables, o a lo menos laudables, su disposición en el mapa de la enseñanza oficial no tiene más que un valor administrativo, de escasa utilidad para el filósofo.

Y después hay la dificultad del clima que al presente respiran los sabios. El crecimiento enorme de los conocimientos humanos; la división del trabajo en que hoy reparten su oficio los investigadores; las montañas de letra impresa, surgidas de la facilidad de dar a la estampa cualquier lucubración personal; el yunque sonoro de los papeles públicos, sobre el que lo mismo caen los martillos que aplastan las honras que los que labran las condecoraciones, han sido circunstancias propicias para la difusión de un clima donde se propagan abundantemente la anarquía de las inteligencias y el despotismo de las voluntades. Anarquía de las inteligencias, por la repugnancia de los espíritus a reconocer la preeminencia de principios que valgan para todos, con necesidad intrínseca y universalidad innegable. Despotismo de las voluntades, porque se trata de sustituirlos con normas arbitrarias.

La ciencia, según la teoría clásica, se basa en los principios primeros, verdades evidentes de suyo, cuya claridad se propaga, por vía deductiva o inductiva, a todas las conclusiones, por muy alejadas de ellos que éstas se encuentren. ¿Qué es, comparada con tal doctrina, la imagen de la ciencia que nos ofrecen algunos teóricos del día? La reducción de todo el sistema del saber a una función hipotética, fundada en un vocabulario básico previamente fijado, lleva a una estructura teórica de reglas sintácticas, lógicas y semánticas, puramente convencionales, sin base intuitiva, y significa, en el terreno intelectual, algo parecido a lo que, en el campo financiero, es la circulación fiduciaria del papel moneda sin el respaldo del oro. Dicen que carecen de sentido las proposiciones que no brillan por su coherencia lógica: pero la doctrina con que lo dicen no ha conseguido presentarse in concreto con esa coherencia que exige in abstracto. Dicen también que carecen de sentido las proposiciones que, pretendiendo validez real, no han sido unificadas por la experiencia: pero no han conseguido señalarnos en qué experiencia se basa su propia teoría. De manera que, ora se considere esa teoría como meramente formal, ora se la considere como real, no están justificadas las pretensiones de algunos de sus representantes, que no se contentan con presentarla como una modesta interpretación de la situación precaria en que se debate la ciencia moderna, sino que la exhiben como un triunfo definitivo contra todas las construcciones de los grandes filósofos.

La ciencia se comparaba antaño al árbol, que da el fruto a su tiempo, y es un pacífico habitante del reino vegetal, que no da disgustos y nos inspira confianza. Pero si la ciencia fuera de verdad lo que pretenden algunos de sus teóricos del día, ya no se podría comparar a un árbol. Más que un tronco y unas ramas, parece tener un cuerpo indefinible e infinidad de cabezas, cada una con su juicio y cada una con su lengua: juicio y lengua que no deberían ser nunca los mismos, si quisieran ser fieles a los supuestos en que descansan: relatividad del lenguaje básico de que se sirve; estatuto convencional de las reglas sintácticas con que se combinan los símbolos de este lenguaje básico para componer proposiciones formales dotadas de sentido; automatismo de las reglas lógicas con que se transforman estas proposiciones en otras equivalentes; y obligada arbitrariedad de las reglas semánticas con que (cuando es ciencia de lo real) hace coincidir su armazón conceptual con el conjunto de los datos empíricos. La ciencia de estos teorizantes no evoca la imagen de un árbol grato con muchas ramas, sino la visión de un monstruo ingrato de innumerables cabezas, todas con derecho a dar sus opiniones dispares y relativas sobre las cosas.

Desagradecido monstruo,

que eres confuso vestiglo

de cabezas diferentes,

cada una con su juicio

decía Calderón en La Hija del Aire (II, 1).

Yo tendré que enfrentarme con el monstruo, pero será de mala gana y en oblicuo: otra cosa convertiría esta obra en un tratado de Teratología. Preferiré bruñir el espejo de la situación normal de las ciencias y de las artes accesibles a la razón natural del hombre, y raramente se lo mostraré al «confuso vestiglo», para que se mire en él. Con todo eso, si la obra que he escrito logra su finalidad, no dudo que el monstruo vendrá por su propio pie a asomarse en el espejo del saber, y que, viéndose tan horrendo, bajará sus múltiples cabezas y por una vez concertará sus juicios para zaherirme y entretenerse a mi costa.

No sabe el monstruo que hay lectores profundos que no harán caso de sus desdenes; que muchos entendimientos prefieren la verdad a la confusión; que son ya muchos los desengañados de la anarquía intelectual en que hoy vive el Occidente y del despotismo que asoma por Oriente; y que hay espíritus que buscan una sabiduría conforme con los moldes y cánones de la sana razón, para fecundar los gérmenes de una doctrina vividora de valor originario y perenne.

Claro está que cuando he dicho «situación normal» y «moldes y cánones de la sana razón» nadie debe creer que pretendo hablar ex tripode, como si yo estuviera en el secreto de lo que es normal y de lo que es canónico, o tuviera la graciosa pretensión de exponer mis opiniones como verdades caídas del cielo. Mis pareceres, sobre no ser definitivos ni siquiera para mí, son mero testimonio de preferencias doctrinales, que son hoy así y habrían sido de otra manera si hubiera tenido otros maestros o realizado otros estudios. No responden a la ortodoxia de ninguna comunidad, grande o pequeña, ni son oráculo de ninguna escuela o de ninguna capilla. Digo las cosas como se me ocurren, después de haberlas pensado a mi manera, que no es obligadamente la manera del vecino. Sucede que muchas de estas cosas las han pensado ya otros hombres, las más de las veces hace muchos siglos, y el que me hayan interesado a mí después de tanto tiempo y en condiciones sociales tan diferentes es quizá una prueba de que hay verdades que son inmortales. Es grato captarlas y dejar que revuelen libremente en el alma, diciendo su mensaje al oído de nuestra conciencia. Y cuando conseguimos traducirlas en palabras, y encontramos almas gemelas de la nuestra, que también las escuchan complacidas, nos hacemos la ilusión de que no ha sido del todo inútil el esfuerzo de redactar esta obra.

Madrid, septiembre de 1961.