1 Joseph Pearce, G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia, Ediciones Encuentro, Madrid 2011 (3ª edición).

2 En inglés la confusión es más explicable: Mised a glass. Fácilmente confundible con Mister Glass (ndt).

3 El que vende drogas heroicas (ndt).

4 Ales: cerveza (ndt).

5 Nacido en Inglaterra (1649), de orígenes oscuros, simuló una conspiración del Papa y los católicos ingleses para asesinar al rey y destruir el protestantismo. Los católicos sufrieron violentas persecuciones hasta que en 1685 Oates fue encarcelado, acusado de perjurio. Murió en 1705 (ndt).

6 Referencia a la XVIIIa enmienda, vigente en los años 20 y comienzos de los 30, también conocida como «Ley Seca», que prohibía la fabricación, transporte y venta —y, por tanto, también el consumo— de bebidas alcohólicas (ndt).

7 Isla en la que se desarrolla la acción del libro tercero de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift (nde).

8 Político inglés del siglo XIX, jefe del Partido Liberal y partidario de la autonomía de Irlanda. Firmó un pacto con el político irlandés Charles Parnell, quien más tarde fue acusado de terrorismo. Pese a ello, Gladstone mantuvo su política conciliatoria con Irlanda (nde).

9 El 13 de febrero de 1692, siguiendo órdenes del Gobierno británico, inspiradas al parecer —como hace constar aquí Chesterton— por el subsecretario de asuntos escoceses, Dalrymple de Stair, el ejército a las órdenes de John Graham de Claverhouse, vizconde de Dundee, atacó por sorpresa a los McDonald de Glencoe, que se habían negado a jurar fidelidad al monarca británico Guillermo III a la muerte del rey escocés Jaime II (nde).

10 Suburbio de Londres y barrio de los empleados.

11 Secta espiritista.

12 Green significa en inglés «verde» y Bagshaw alude al color amarillo del criado (ndt).

13 Claro de Luna (ndt).

14 Frase inglesa equivalente a «pedir peras al olmo».

15 Segundo galán de una compañía de teatro.

16 No otra cosa que bueno (ndt).

17 Seguidor de la hipótesis de Gall, según la cual las distintas facultades del alma residen en regiones especiales del cerebro.

18 Doctrina de Mesmer referida a la hipnosis en los animales.

19 Juego de palabras intraducible por tomar pie en la grafía de las palabras fakir (faquir) y faker (estafador o embaucador) (ndt).

20 El apellido del padre Brown significa castaño (ndt).

21 Apodo que los norteamericanos dan a los españoles, portugueses e italianos. Corrupción del nombre Diego, muy común entre los héroes y aventureros del descubrimiento y conquista de América (ndt).

22 Mulberry: en inglés mora, morado (ndt).

23 Hamlet, en inglés significa aldea, pueblucho (ndt).

Portada El padre Brown

CONSEJO EDITORIAL DE LA COLECCIÓN

Guadalupe Arbona Abascal (Directora)

Profesora de Literatura Española
de la Universidad Complutense de Madrid

María Dolores de Asís Garrote

Catedrática de Literatura Universal,
Universidad Complutense de Madrid y San Pablo CEU

María del Carmen Bobes Naves

Catedrática de Teoría de la Literatura,
Universidad de Oviedo

Sergio Cristaldi

Professore di Letteratura Italiana,
Università di Catania

Henry (Hank) T. Edmondson III,

Professor of Liberal Arts and
Sciences Georgia College & State University

José Jiménez Lozano,

Escritor

Jon Juaristi

Catedrático de Literatura Española,
Universidad de Alcalá de Henares

José Antonio Millán-Alba

Catedrático de Literatura Francesa,
Universidad Complutense de Madrid

Álvaro de la Rica Aranguren

Profesor de Teoría Literaria y

Literatura Comparada

Literaria

5

Serie dirigida por Guadalupe Arbona

G. K. Chesterton

El padre Brown

Relatos completos

© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2017

Traducción: Alfonso Reyes (La inocencia del padre Brown)

Alfonso Nadal (La sabiduría del padre Brown)

Isabel Abelló de Lamarca (La incredulidad del padre Brown y El secreto del padre Brown)

F. González Taujis (El escándalo del padre Brown)

Carlos García Rubio (La vampiresa del pueblo)

Guillermo Díaz Pintos (El caso Donnington)

José Rafael Hernández Arias (La máscara de Midas), traducción cedida por Valdemar

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Literaria nº 5

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-828-7

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

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INTRODUCCIÓN

«Paseando calle abajo por Fleet Street, puede uno toparse cualquier día con una forma cuya enormidad oculta el cielo. Grandes rizos surgen por debajo del sombrero flexible de ala ancha; una capa, que podría ser un legado de Portos, ondea junto a su esqueleto colosal. Se detiene a leer el libro que sostiene en las manos en mitad de la calzada y derrama por el aire una cascada de risas que va descendiendo desde las notas más altas hasta la media voz. Levanta la vista, se ajusta los quevedos, observa que no está en un taxi, se acuerda de que debería coger uno, se da la vuelta y lo llama a voces. El vehículo se hunde bajo una carga inusual y se aleja rodando pesadamente. Lleva a Gilbert Keith Chesterton.

El señor Chesterton es la figura más insigne del panorama literario de Londres. Es como un ser procedente de un cuento de hadas, una leyenda en persona, un superviviente de la niñez del mundo… Es un caminante de la eternidad, que se detiene en la posada de la vida, se calienta junto al fuego y hace que las vigas del techo resuenen con sus alegres carcajadas».

Así describe el periodista A.G. Gardiner a su colega G.K. Chesterton, autor de los relatos del padre Brown que presentamos en este volumen. Podríamos enumerar datos sobre su vida: que nació en Kensington (Inglaterra) en 1874; que desde pequeño amaba las discusiones y los debates, primero con su hermano Cecil y más tarde con sus compañeros de escuela; que comenzó trabajando en una editorial y posteriormente pasó a trabajar como articulista y ensayista en diversos periódicos hasta su muerte; que escribió y publicó con notable éxito una ingente cantidad de libros de todos los géneros. Sería decir algo sobre él y, sin embargo, no entender casi nada. Porque lo que más llama la atención al indagar en la biografía de este escritor inglés son algunos rasgos de su personalidad que van a estar siempre presentes en su vida y que van a modelar el estilo de todos sus escritos: el amor por la realidad y la defensa apasionada y casi obstinada de la razón y del sentido común. Son estos rasgos los que van a caracterizar también al pequeño cura de Essex que es el protagonista de los relatos que componen el libro que tenemos entre las manos.

Con la ironía que le caracteriza comienza Chesterton su Autobiografía, escrita en 1936 —el último año de su vida—, y lo hace dejando claro, frente al reduccionismo de una razón cientificista que sólo admite como cierto lo que puede demostrarse empíricamente, su punto de partida: «Con esa reverencia y credulidad ciega que me son tan características, cuando de la tradición y de la mera autoridad de mis mayores se trata, me he tragado —sin rechistar y casi supersticiosamente— un cuento que no me fue posible comprobar a tiempo, a la luz de la experiencia del propio juicio. Me hallo, por tanto, firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill (Kensington) y fui bautizado con arreglo al ritual de la Iglesia anglicana en el pequeño templo de San Jorge, frente por frente a la gran torre de los Waterworks que dominaba esa altura». En esta «amplitud» de la razón, que admite certezas morales igual de verdaderas que las certezas matemáticas —y que nos permiten no dudar del día en que nacimos— está la clave del pensamiento chestertoniano y de su defensa apasionada de un sentido común cargado de razones. En uno de sus ensayos explica que «…en esta frase ‘la mentalidad común’, venimos a topar con otro error corriente. Cuando se habla de lo común, suele entenderse ahora lo inferior, y cuando hablamos de sentido común, un sentido inferior: el sentido o mentalidad del mero vulgo. Y no hay nada de eso. El sentido común significa el sentido compartido por todos los artistas y héroes, pues si no, no sería común; o, en otro caso, tal sentido no sería muy común. Llamamos común al atributo en que participan el santo y el pecador, el filósofo y el sandio… Algo existe en cada cual que hace querer a los niños, temer la muerte y disfrutar con el sol». El hombre se descubre con una naturaleza determinada que él no decide ni modela, sino que tiene su forma propia, sus reglas propias, que debe respetarse a riesgo de perder la propia humanidad (porque ¿qué es más humano, querer a los niños u odiarlos?). En esta fidelidad a la realidad se halla todo el secreto de la alegría y el amor a la razón que se respiran en cada una de las páginas de las obras y de la vida de Chesterton. Veamos cómo lo describe él en este bellísimo pasaje de uno de sus últimos ensayos: «Detrás de nuestras vidas hay un abismo de luz, más cegador e insondable que cualquier abismo de oscuridad: es el abismo de la actualidad, de la existencia, del hecho de que las cosas son verdaderas y de que nosotros somos increíblemente, y a veces incrédulamente, reales. Es el hecho fundamental del ser contra el no ser: es inimaginable, pero no podemos dejar de imaginárnoslo, aunque algunas veces no lo imaginemos ni, muy especialmente, lo agradezcamos. Quien haya comprendido esta realidad sabrá que preponderará hasta lo infinito sobre toda recusación de la negación, y que debajo de todo cuanto pudiera negarse existe un subconsciente que es en realidad de gratitud».

Podemos rastrear en su juventud esta admiración por la existencia de las cosas, esta opción por el ser, tal como nos lo cuenta él mismo en su Autobiografía: «Después de haber permanecido algún tiempo en los abismos del pesimismo contemporáneo, tuve un fuerte impulso interior para rebelarme, para desalojar aquel íncubo o descartar semejante pesadilla. Pero como estaba luchando todavía conmigo mismo, a solas, y encontraba poca ayuda en la filosofía y ninguna en la religión, inventé una teoría mística rudimentaria y pésima, que era propiamente mía. Y es, en sustancia, lo que sigue: que incluso la mera existencia reducida a sus límites más primarios, era lo suficientemente extraordinaria como para ser estimulante. Cualquier cosa era magnífica comparándola con la nada. Incluso si la luz del día era un sueño, era soñar despierto; no era una pesadilla». Y esta posición quedará aún más clara en una de sus primeras poesías:

«Te doy gracias, Señor, por las piedras de la calle,

te doy gracias por los carros de heno de allá lejos

y por las casas construidas y en construcción

que me pasan volando cuando camino a zancadas.

Pero sobre todo, por el vendaval que siento en la nariz

como si tu propia nariz estuviera cerca».

El agradecimiento que nace del descubrimiento del ser llenará sus creaciones de esa alegría y frescura tan humanas que sorprenden inevitablemente a quien se acerca por primera vez a la obra de Chesterton. Prueba de que esta frescura nace de la observación apasionada e insistente de los hechos es este fragmento de uno de sus ensayos: «En resumen, lo que los críticos denominarían romanticismo es de hecho la única forma de realismo. Es también la única forma de racionalismo. Cuanto más utilice el hombre la razón para analizar la realidad, más se dará cuenta de que ésta permanece siempre más o menos igual… Si una chica real tiene un romance real, estará experimentando algo muy antiguo pero no algo rancio. Si coge una flor de un rosal auténtico, sostendrá en la mano un símbolo muy viejo, pero una rosa muy reciente. Mientras el hombre pueda aclarar sus ideas para ver las cosas reales tal y como son, podrá percibir su importancia permanente, pero si deja que la moda actual y los usos estéticos del momento confundan su mente, nada logrará entender excepto que es como una lámina de una caja de bombones… Mientras razone sobre personas reales, podrá observar que son románticas de verdad, pero si cavila sobre imágenes, poesías o estilos decorativos, se dará cuenta de que el estilo romántico es un estilo falso o anticuado y contemplará a los individuos únicamente como si fueran copias de imágenes. Las personas reales, por el contrario, no son imitaciones, sólo son ellas mismas y siempre lo serán. Las rosas siguen siendo radiantes y misteriosas, aunque los papeles baratos que cubren las paredes estén salpicados de capullos que parecen pepitas. Enamorarse sigue siendo algo radiante y misterioso, aun cuando resulte muy poco convincente escuchar por milésima vez una canción o una máxima sorpresa del día de san Valentín. Entender este hecho es vivir en un mundo de hechos. Pensar continuamente en la banalidad de los papeles de pared baratos y en las canciones de San Valentín es vivir en un mundo de ficciones».

Pero no solo sus obras participan de este torrente de vitalidad. Quien se adentre en la vida de Chesterton (en cuyo caso recomiendo la excelente biografía de Joseph Pearce [1]) descubrirá que toda ella está impregnada por esta pasión: su familia, los amigos que le rodean, las discusiones que mantiene con las personalidades más influyentes de su época dentro del clima de escepticismo y relativismo predominante, la relación con su mujer, su conversión al cristianismo… Un ejemplo claro puede encontrarse en la carta preciosa que escribe a la que será su mujer, Frances, la noche en que se han prometido:

«Perdonarás, estoy seguro, al tan recientemente nombrado Emperador de la Creación, por haber tenido tanto que hacer esta noche antes de tener tiempo para hacer lo único que merece la pena. (…) Aunque un solo vistazo permite imaginar más bien poco, he descubierto que en realidad hasta hoy mi vida ha transcurrido en la penumbra más intensa… Intrínsecamente hablando, ha sido una vida muy alegre, pero lo cierto es que nunca he sabido lo que significa ser feliz hasta esta noche. Ser feliz no es estar pagado de uno mismo, en absoluto, ni estar tranquilo o satisfecho como lo estaba yo hasta hoy. La felicidad trae consigo no ya la paz, sino una espada; te sacude como el jugador agita los dados al lanzarlos; te deja sin habla, te nubla la vista. La felicidad es más fuerte que uno mismo y notas palpablemente cómo te pone el pie encima del cuello. (…) No creo exagerar al decir que jamás en mi vida te he contemplado sin pensar que te había subestimado anteriormente. Con todo, hoy ha ocurrido algo fuera de lo normal: has ascendido siete cielos de una carrera. (…) Me invade una gran sensación de inutilidad, es un sentimiento maravilloso que me hace cantar y bailar, aunque técnicamente con bastante poca gracia. Hasta mañana, ¡por supuesto! Deberías sentirte inclinada a rechazarme y te ruego que lo hagas; no logro imaginar por qué no lo haces, pero supongo que tú sabes lo que haces mejor que yo».

La propuesta de Chesterton, lejos de ser ingenua, está llena de razones, y esto es lo que le va a permitir poder enfrentarse abiertamente a toda opinión o ideología que reduzca algún aspecto de la realidad: en sus artículos removerá el cielo y la tierra sin dejar de interesarse por un solo ápice del mundo que le rodea. De este interés nacerá su fama de polemista incansable, en permanente litigio con los intelectuales de la época, con los que entablará desde sus columnas en los periódicos verdaderas luchas de ingenio, para regocijo y admiración de los lectores. Alguno de esos intelectuales y periodistas llegarán a ser grandes amigos suyos, como Bernard Shaw; otros, vapuleados por su fina ironía y su contundente razonar, enemigos acérrimos. Las iniciales G.K.C. se convertirán en la Inglaterra de principios de siglo en una cita diaria con la sorpresa: en sus manos aparentes causas perdidas aparecerán cargadas de razones: defenderá el matrimonio como la cosa más romántica de este mundo, la digestión como algo cargado de poesía o el saltar la tapia del vecino como la aventura más emocionante que se puede pensar, y lo hará con razones reales. Las famosas paradojas chestertonianas no son un ejercicio de demagogia sino la defensa de algo absolutamente real y razonable. En uno de sus libros dirá: «Nada hay que yo desdeñe tan sinceramente como la ligera sofistería; y acaso sea un bien para mí que generalmente se me achaque defecto tan despreciable. Porque no conozco nada más despreciable que una mera paradoja, una mera defensa ingeniosa de lo que no admite defensa… Nunca en mi vida he lanzado una afirmación simplemente porque me pareciera divertida». La paradoja para Chesterton no esconde una contradicción, sino una razón profunda.

El respeto de G.K.C. por la razón le conduce, casi inevitablemente, al Misterio. La existencia de las cosas tiene inscrita su referencia a Dios. El aspecto religioso en Chesterton está presente desde el inicio de su pensamiento, porque para él la realidad es signo de un misterio, el misterio de su ser, de su existir. A un periodista que le echa en cara que sus artículos se hayan torcido hacia temas religiosos le contestará: «No puedo eludir el tema de Dios. Tanto si se habla de los cerdos como de la teoría del binomio, está usted hablando de Él. Si resultara que el cristianismo es la verdad, es decir, si su Dios es el verdadero Dios del universo, su defensa implicaría entonces hablar de todas y cada una de las cosas. Es posible que suponiendo que el cristianismo sea falso las cosas sean irrelevantes; ahora bien, nada puede ser irrelevante en el supuesto de que el cristianismo sea verdadero. Los zulúes, la jardinería, las carnicerías, los manicomios, las criadas y la Revolución francesa, no sólo pueden tener que ver con el Dios cristiano, sino que pueden estar relacionados con Él, si Él vive y reina».

La conversión de Chesterton al catolicismo en el año 1922 es, en parte, consecuencia de su fidelidad a la razón y a la realidad. En este sentido es interesante observar cómo su conversión fue para muchos un testimonio claro de que la fe católica y la razón no estaban reñidas, sino que una era la culminación de la otra. Frente a la objeción de algunos periodistas que, enterados de su ingreso en la Iglesia católica, lamentaron profundamente que uno de los defensores más brillantes de la razón hubiese prescindido de ella al convertirse, Chesterton insistirá: «Si se refiere a que nos las tragamos (las cuestiones de doctrina del catolicismo) sin pensar sobre ellas, sepa usted que los católicos las meditan mucho más que cualquiera en este confuso mundo moderno… Precisamente porque la mayoría de los no católicos no piensan, enseguida se arman un lío con ideas contradictorias como que Jesús era bueno y humilde pero alardeaba falsamente de ser Dios; o que Dios se hizo hombre para guiar a los hombres hasta el final de los tiempos, y después murió sin dejarles un indicio de cómo podían averiguar cuál sería Su decisión en la primera disputa que surgiese; o que creyendo alternativamente que Él no era Dios sino un simple campesino de Galilea sin embargo estemos obligados a someternos a sus paradojas más sorprendentes sobre la paz en lugar de a sus palabras más claras relativas al matrimonio. Pensar significa pensar relacionando. Si pensara que el credo católico es falso, dejaría de ser católico. Pero como cuanto más pienso en él, más verdadero me parece, no se me presenta dilema alguno; en mi opinión no existe la menor relación entre meditar sobre algo y dudar de ello».

Y este rasgo se observa más explícitamente aún en las respuestas a las preguntas que un periodista le formula en una entrevista para un semanario inglés:

«1. ¿Es usted cristiano?: Ciertamente.

2. ¿Qué entiende usted por cristianismo?: Creer que cierto ser humano a quien llamamos Cristo tiene con respecto a cierto ser sobrehumano al que llamamos Dios una relación única y trascendental que denominamos filial.

3. ¿En qué cree usted?: En una cantidad de cosas. Creo que el señor Blatchford es un hombre honrado, por ejemplo. Y también (aunque con menos firmeza) que hay un lugar llamado Japón. Si se refiere a cuáles son mis creencias en materia religiosa, le diré que creo en lo que he declarado anteriormente (respuesta número 2) y en un gran número de dogmas espirituales, que van desde el dogma espiritual que estipula que el hombre es la imagen de Dios hasta el de que todos los hombres somos iguales y que no se debería estrangular a los bebés.

4. ¿Por qué cree usted?: Porque percibo que la vida es lógica y viable con estas creencias, e ilógica e inviable sin ellas».

En uno de sus libros más fascinantes, Ortodoxia, Chesterton describe su conversión como «la historia de un piloto inglés que, habiendo calculado mal su derrotero, descubrió nada menos que la antigua Inglaterra, bajo la impresión de que era una ignorada isla del mar del Sur». Él, creyendo ensayar alguna herejía que respetase profundamente su razón y su sentido común, se encontró con que su herejía era la ortodoxia. El siguiente párrafo insiste en este itinerario personal:

«Por ejemplo, hay una influencia que crece cada día con más fuerza, que jamás ha sido mencionada en la prensa y que es ininteligible incluso para los que tienen una mentalidad periodística. Y consiste en la vuelta de la filosofía tomista, la vuelta de una filosofía que, comparada con las paradojas de Kant, Hegel y los pragmáticos, es la filosofía del sentido común. La religión de Roma es, en sentido estricto, la única religión racionalista. Las otras religiones no son racionalistas sino relativistas; afirman que la razón es relativa en sí misma y que no es fidedigna; declaran que el ser es solo el devenir y que el tiempo no es sino un tiempo de transición; en el campo de las matemáticas amañan asteriscos para decir que dos y dos son cinco y en el terreno de la metafísica y de la ética aseguran que hay un bien por encima del bien y del mal. En lugar del materialista que sostenía que el alma no existe, vamos a tener un nuevo místico que dice que lo que no existe es el cuerpo. Con todas estas cosas de por medio, el regreso de la escolástica supondrá sencillamente el regreso del hombre cuerdo… Pero decir que no existe el dolor, ni la materia, ni el mal, o que no hay diferencia alguna entre el hombre y la bestia o incluso entre una cosa y otra distinta, es tratar desesperadamente de destruir toda experiencia y sentido de la realidad; en cuanto deje de ser la última moda, hartará más y más al hombre que se volverá, una vez más, en busca de algo que dé forma a un caos semejante y se adapte a las dimensiones de la mente humana».

En este sentido es interesante acudir al grupo de amigos que rodearon a Chesterton en su vida: su hermano Cecil, los escritores Bernard Shaw, Hilarie Belloc y Maurice Baring, o el sacerdote irlandés John O’Connor. Todos ellos testimonian la misma pasión por la realidad. De su hermano Cecil nos cuenta Chesterton que «… se unió a la Iglesia católica romana después de haber mantenido durante algún tiempo una posición anglocatólica. Y con respecto a este asunto en general, es significativo… que le divirtieran y enojaran de forma característica aquellos sentimentales, hostiles o amistosos, que creían que se sentía atraído por el ritual, la música y la emoción espiritual… Les decía, un poco para dejarles con la boca abierta, que se había convertido porque sólo Roma era capaz de satisfacer la razón. Naturalmente, los bienintencionados preferían imaginar mil explicaciones complicadas y retorcidas, al igual que había ocurrido con Newman y una infinidad de personas, en vez de pensar que si un hombre obviamente sincero creía en algo era porque pensaba que era verdad». De su amigo, el escritor católico Hilarie Belloc, con el que compartía su pasión por todo, incluyendo el buen comer y el buen beber (el escritor H.G. Wells, amigo común de ambos, afirmaba que «Chesterton y Belloc han envuelto el catolicismo con una especie de halo tabernario») nos dice: «Cuando le conocí, Belloc había comentado al amigo que nos presentó que estaba en baja forma. Para él estar en baja forma era, y es, tener una admiración y una gracia muy superiores a los de cualquier otro que esté en buena forma. Habló toda la noche y dejó tras de sí una estela reluciente de cosas buenas… Aportó a nuestros sueños un apetito romano de realidad y de poner a actuar la razón; cuando se acercó a la puerta, el olor del peligro entró con él». Siempre destacará del padre O’Connor la sorpresa que le supuso el gran conocimiento que demostraba tener del lado más misterioso de la naturaleza humana. De Maurice Baring extraemos un pasaje de la carta que le escribió a Chesterton al enterarse de su conversión: «Espacio y libertad: eso es lo que experimenté cuando me convertí al catolicismo, y de eso es de lo que he sido más consciente desde entonces. En fin, Gilbert, lo que tengo que decir es lo que creo haber dicho ya, no hace mucho tiempo, en un libro impreso: que fui recibido en la Iglesia en 1909, la víspera de la Candelaria, y que acaso sea el único acto de toda mi vida del que estoy seguro de no haberme arrepentido». En resumen: sorprende, al hablar de Chesterton y sus amigos, encontrar siempre las mismas palabras repetidas una y otra vez: razón, libertad, realidad, pasión… Alrededor de ellos la vida bulle: la fundación de varios periódicos o la creación de un partido político defendiendo una tercera vía frente al capitalismo y el comunismo son una buena prueba de ello. No existe nada en la realidad que esté fuera de sus intereses.

Este «apetito romano de realidad y de poner a actuar la razón» se va a traducir en Chesterton, sobre todo, en su defensa del sentido común y de una razón razonable, contrarios al escepticismo y el relativismo predominantes a comienzos del siglo XX en la cultura europea. Según el escritor inglés, la modernidad, en nombre de una exaltación total de la razón, prescinde del dato de la realidad poniendo en duda un hecho que amenaza su omnipotencia. Intentando explicar todo, la razón debe prescindir de una realidad que no se deja atrapar totalmente, ya que siempre permanece el misterio de su origen, de su ser. La razón moderna, dice Chesterton, tratando de cruzar el mar infinito de la realidad, lo hace finito, y el resultado es el agotamiento mental; tratando de eliminar el misterio y entenderlo todo, se destruye a sí misma. «La modestia se ha alejado del órgano de la ambición, y ahora parece aplicarse decididamente al de la convicción, para el cual no estaba destinada. El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos. Hoy lo que los hombres afirman es aquella parte de sí mismos que nunca debieran afirmar: su propio yo, su interesante persona; y aquella de que no debieran dudar es de la que dudan: la Razón Divina». La razón, abandonada a su suerte, acaba por destruirse a sí misma. «¡En todas partes la misma torpeza y blasfemia, las gentes que confiesan poderse estar equivocando! No daréis un paso sin encontrarlas. A diario topamos con gentes que ponen en duda el valor de sus propias opiniones que equivale a no tener opiniones. Corremos el riesgo de concebir una raza humana de tanta modestia intelectual, que no se atreva a creer ni en las tablas de la aritmética». El problema es claro: «No he querido atacar la autoridad legítima de la razón; en el fondo, más bien la quería defender, porque no hay duda de que necesita defensa. La humanidad moderna, toda ella, está en verdadera pugna con la razón. Y ya la torre está bamboleándose». En otro lugar escribe que, cuando un hombre «en un refinado escepticismo abandona una doctrina tras otra, cuando se niega a adherirse a un sistema, cuando dice que posee definiciones sentadas, cuando afirma que no cree en una finalidad, cuando, ante su propia imaginación, posa como Dios, no sosteniendo forma ni credo, pero divagando sobre todos, entonces, por ese mismo proceso, se va hundiendo lentamente hacia atrás en la indeterminación de los animales errantes y en la inconsciencia del campo. Los árboles no alientan dogmas. Los nabos son singularmente tolerantes». Y en otro momento añade: «El mal de la noción moderna del progreso mental es que siempre guarda relación con las ideas de romper lazos, borra fronteras, da de lado dogmas. Pero si ha de haber ese desarrollo mental, tiene que envolver el desarrollo en convicciones más y más definidas, en más y más dogmas. El cerebro humano es una máquina para llegar a conclusiones; si no puede llegar a ellas, es porque está mohoso. Cuando se nos habla de que un hombre es demasiado listo para creer, se nos está hablando de algo que casi tiene el carácter de contradicción en las propias palabras. Es lo mismo que si se nos dijera que un clavo es demasiado bueno para fijar una alfombra o un cerrojo demasiado fuerte para cerrar una puerta».

Frente a esta destrucción sistemática de la razón, Chesterton descubre en la aceptación del misterio que la realidad porta la única posibilidad de salvaguardarla. Esta aceptación proviene de mirar a la realidad tal y como es, de mirar a los hechos con sinceridad. Es conmovedora, en este sentido, la carta de contestación que el escritor envía a una adolescente amiga suya que le preguntaba acerca de ciertas dudas que le atormentan: «Mira, no se te ocurra hacer caso de las malas interpretaciones de los que te consideran santa o hipócrita. Piensa en tus viejos amigos, que sabemos que no eres ni lo uno ni lo otro. Los amigos son hechos, como también es un hecho todo lo bueno que tú nos has dado… Conque anímate hasta que nos reunamos, porque de momento sólo te voy a decir una cosa más: hablas de la fe, pues créeme, la fe también es un hecho y está relacionada con hechos. Yo sé razonar al menos tan bien como los que te dicen lo contrario y me extrañaría que quede alguna duda por ahí que yo no haya albergado, examinado y disipado. Yo creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y creo en las otras cosas extraordinarias que decimos en esa oración. Y mi fe es tanto mayor cuanto más contemplo la experiencia humana. Cuando te digo ‘que Dios te bendiga, mi querida niña’ dudo tan poco de Él como de ti». En la conversión de Chesterton al catolicismo el camino de la fe coincide con el de la experiencia.

Todos estos rasgos están presentes en el personaje del padre Brown, al que pasamos a presentar. Chesterton, junto a su mujer Frances, conocieron al Padre John O’Connor en unas vacaciones. Era un sacerdote irlandés, cura de la iglesia de St. Anne de Keighley. Chesterton recuerda el encuentro así: «Había ido a dar una conferencia a Keighley, en los moors de West Riding, y había pernoctado allí con uno de los ciudadanos destacados de aquella pequeña ciudad industrial, el cual había reunido a un grupo de amigos de la localidad a quienes consideraba aptos, supongo, para demostrar su paciencia con un conferenciante, entre ellos el cura de la Iglesia católica, un hombre pequeño con cara agradable y expresión de gnomo. Me llamó la atención el tacto y la gracia que demostraba, alternando con aquella compañía tan de Yorkshire y tan protestante, y pronto descubrí que ellos, a su manera ruda, habían llegado a apreciarlo considerándolo como un tipo interesante… Me gustó mucho el sacerdote, pero si me hubiera dicho que diez años más tarde sería yo un misionero mormón en alguna isla de caníbales, no me hubiera sorprendido más que la idea de que quince años después haría con él mi confesión general y sería recibido en la Iglesia que él servía. A la mañana siguiente fuimos juntos a Keighley Gate, el gran muro de los moors que separa Keighley de Wharfedale, pues iba a visitar a unos amigos de Ilkley; y después de unas horas de conversación en los moors presenté un amigo nuevo a los amigos antiguos, terminando mi trayecto. Se quedó a almorzar, se quedó a tomar el té, se quedó a comer; no estoy seguro de que, ante la insistencia de la hospitalidad ofrecida, no se quedase a dormir, y en ocasiones posteriores se quedó allí muchas noches y días; y fue allí donde nos encontrábamos más a menudo». También su mujer Frances recuerda el encuentro en su diario: «Ha venido a vernos el padre O’Connor. Es encantador. Es tan juvenil, tan listo, tan joven, tan mayor… Tiene un encanto especial difícil de definir. Se ayuda muy eficazmente de las manos para expresarse y, aun así, no da la impresión de ser afectado o teatral. Me maravilla que lleve esa vida tranquila de párroco de Keighley cuando parece tan deslumbrante».

El sacerdote irlandés le servirá de modelo original y de inspiración para crear al Padre Brown, el sacerdote detective que es el protagonista de estos relatos. Chesterton se inspiró en él en cierto aspecto físico pero sobre todo en el psicológico, en su sagacidad de hombre de mundo disfrazada de inocencia. Como dice Pearce en su biografía: «Lo que ocurrió fue que el padre O’Connor le había asombrado por el gran conocimiento que demostraba tener del lado más misterioso de la naturaleza humana, conocimiento adquirido como resultado directo de su vida sacerdotal. La paradoja de sabiduría inocente supuso una copiosa fuente para la imaginación de Chesterton. Después de la sorprendente conversación llegaron a una casa en donde tuvo lugar un episodio que acrecentó la imaginación de Chesterton. Dos de los invitados, estudiantes de Cambridge, estaban hablando del clero desde un punto de vista despreciativo, afirmando que “está encerrado en una especie de claustro y nada sabe acerca de la verdadera maldad del mundo”. A Chesterton, “que todavía se estremecía con los terribles datos prácticos” contra los cuales le había prevenido el sacerdote, el comentario le pareció de “una ironía colosal y abrumadora y casi soltó la carcajada en el salón”. En aquel momento cayó en la cuenta de que en comparación con el padre O’Connor, los dos caballeros de Cambridge “del sólido satanismo sabían tan poco como dos bebés en el mismo cochecito”. Entonces llegó la hora de la inspiración: “Y surgió en mi mente la vaga idea de dedicar a un fin artístico estos cómicos despropósitos que eran, al propio tiempo, trágicos, y construir una comedia en la que un sacerdote aparentaría no saber nada, conociendo, en el fondo, el crimen mejor que los criminales. Puse esta idea esencial en un cuento ligero e improbable, llamado La cruz azul, continuándolo a través de las series interminables de cuentos con que he afligido al mundo. En resumen, me permitía la seria libertad de tomar a mi amigo y darle unos cuantos golpes, deformando su sombrero y su paraguas, desordenando su ropa, modelando su rostro inteligente en una expresión llena de fatuidad y, en general, disfrazando al Padre O’Connor de Padre Brown’».

Los cinco libros de los relatos del padre Brown, escritos a lo largo de más de veinte años y que comenzaron apareciendo por separado en una revista mensual, se ganaron inmediatamente el afecto de los lectores, afecto y popularidad que han perdurado hasta el presente. El simpático cura de Essex con su paraguas, su inocencia y su sabiduría forma parte ya del imaginario de la cultura inglesa, junto a otras figuras detectivescas como Sherlock Holmes o Hércules Poirot. Además de dichos títulos, el presente volumen incluye tres relatos no incorporados en las ediciones originales: El caso Donnington, que Chesterton publica en The Premier Magazine respondiendo a la invitación de Max Pemberton de resolver el caso planteado por él en la misma revista en 1914: La vampiresa del pueblo, aparecido en Strand Magazine en 1936 y probablemente el primer relato de una nueva recopilación, y La máscara de Midas, encontrado en un cajón de la mesa de su secretaria y en el que Chesterton estaba trabajando cuando le sobrevino su enfermedad final en 1936.

A modo de síntesis y para terminar, escuchemos al propio Chesterton en Ortodoxia reflexionar sobre la clave que se esconde detrás de esa mezcla paradójica entre sabiduría e inocencia que constituye el secreto del padre Brown: «Todo el secreto del misticismo consiste en esto: todo puede entenderlo el hombre, pero sólo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea misterioso, para que todo lo demás resulte explicable». O la razón admite que en la realidad hay un misterio que la sobrepasa o es incapaz de comprenderse a sí misma y al mundo. «El misticismo (es decir, aceptar el misterio de la realidad) es el secreto de la cordura. Mientras haya misterio habrá salud; destruir el misterio y ver nacer las tendencias morbosas, todo es uno (…) Hay un objeto natural, el único que no nos es dado mirar de frente, y es precisamente aquel a cuya luz contemplamos todos los demás. El misticismo, como el sol, todo lo aclara, al fuego de su invisibilidad victoriosa. El intelectualismo puro (es decir, la razón que es juez, medida y criterio de las cosas) no es más que un espejismo, un claro de luna; luz sin calor, luz secundaria, reflejo de un mundo muerto… El trascendentalismo a cuyo calor vivimos todos, ocupa por mucho la posición que ocupa en los cielos nuestro sol. Lo sentimos en la conciencia con una especie de confusión espléndida, como algo deslumbrador e informe, ­lumbre y borrón a un tiempo mismo. En cambio, el cerco de la luna es tan claro como inequívoco, tan periódico e inevitable como el círculo de Euclides sobre el encerado del escolar. En verdad, la luna es más razonable, sí. Y es también la madre de los lunáticos, a quienes ha dado su nombre».

Dejamos aquí al lector, en el andén que espera al tren que lleva a nuestro héroe hacia Londres y hacia su primer caso, La cruz azul, un tren que nos descubrirá crímenes espeluznantes, misterios aparentemente irresolubles, secretos inconfesables, imágenes que quedarán grabadas para siempre, como cuadros de vivos colores, en nuestra retina y nuestra alma. Y junto a todo ello, paseando casi de puntillas, la diminuta figura de un sacerdote católico con aspecto simplón que, pese a su apariencia, será la clave de bóveda de todos los enigmas.

Carlos García Rubio