VICTORIA MARTÍN DE LA TORRE

Europa,
un salto a lo desconocido

Un viaje en el tiempo para conocer
a los fundadores de la Unión Europea

Prólogo de Javier Solana

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© 2015

Victoria Martín de la Torre

y

Ediciones Encuentro, S.A., Madrid

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Fotografía de portada de Pol Aschman.

©Photothèque de la Ville de Luxembourg

Fotocomposición

Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-297-1

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«Europa unida prefigura la solidaridad universal del futuro»

ROBERT SCHUMAN

A todas las personas que desde el anonimato
contribuyen al sueño de una Europa unida y en paz

PRÓLOGO
Javier Solana [1]

Acabamos de conmemorar los cien años del estallido de la Primera Guerra Mundial, una guerra que —como la segunda— empezó siendo europea pero terminó siendo global. El proyecto de integración europea se gestó para no revivir nunca más los horrores de la guerra y reconciliar a los que habían sido hasta entonces enemigos íntimos: Francia y Alemania. A través de la cesión de áreas clave de soberanía se encontró una fórmula para lograr la paz y la prosperidad. Hoy, más de 60 años después, la Unión Europea es el proceso de integración más innovador y exitoso de la historia de la humanidad.

El espíritu que animó a los primeros europeístas fue el de derribar fronteras y unir a las personas. Acabaron con el falso mito de que el equilibrio de poder es la base de la estabilidad. Europa ha sido capaz de crear una Comunidad de Derecho, una comunidad dentro de la cual hemos elegido vivir libremente, conocernos y construir juntos un futuro mejor.

La paz, libertad y prosperidad que hoy disfrutamos, y que queremos proteger, no es fruto del azar, sino que se debe al proceso de integración europea. Hoy es más necesario que nunca tomar conciencia de esta realidad. Al hilo de la crisis, el proceso de globalización y la incertidumbre de este mundo multipolar, vemos cómo renacen mensajes políticos que creíamos extintos. Se aprovechan del temor de la ciudadanía para volver a levantar muros, pero el nacionalismo y la involución no son la respuesta adecuada.

Aunque los fundadores pusieron los cimientos de la casa común, el edificio no está todavía terminado. Aquellos líderes, visionarios y geniales, que pusieron en marcha la aventura de la integración europea dejaron el final abierto. Era, y es, «un salto a lo desconocido»; pero tenía un objetivo claro: unir a las personas en torno a unos valores. El Estado de derecho, el respeto a la diferencia, la solidaridad, la libertad, el multilateralismo o la justicia social son los signos de identidad de la Europa de nuestro tiempo. Sin embargo, estos valores deben cristalizar de una manera diferente ante los nuevos desafíos, y ese es el reto que sin duda tienen por delante las nuevas generaciones de europeos.

Europa sigue siendo un polo de atracción para quienes están fuera. Hay demanda de una voz europea en el mundo, y la globalización será mejor si cuenta con una visión europea sólida, coherente, fuerte y unida. Ahora que la paz está asegurada, toca mirar hacia el futuro y encontrar el estímulo que vuelva a hacer soñar a los jóvenes para entusiasmarse con este proyecto que siempre ha sido sinónimo de esperanza y que ahora se pone en cuestión.

La crisis nos ha puesto ante el espejo y ahora, como en crisis anteriores, hay que volver a encontrar otra dosis de imaginación y confianza en nuestros valores para lanzar de nuevo el proceso integrador. De los fundadores podemos aprender su determinación y valentía; pero también su flexibilidad. Ellos supieron leer los signos de su tiempo y adaptarse. La Europa de hoy es más grande, más compleja, y se enfrenta a los grandes retos de un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa.

La Unión debe exportar su experiencia a la escena internacional. Si es posible una comunidad internacional de derecho, un orden multilateral que respete a todos, pequeños y grandes, será con el modelo europeo por bandera. Nosotros hemos aprendido que nuestra fuerza no es la debilidad del otro y hemos logrado una reconciliación sin precedentes en un tiempo récord. Los europeos que vienen tendrán que actualizar el ideal por el que tantos trabajaron antes, solucionando los nuevos problemas y haciendo suya esta Europa por la que tanto, y tantos, hemos luchado durante años.

INTRODUCCIÓN

Este libro es fruto de un proceso de maduración de muchos años... concretamente doce. Fue en 2002, durante un año sabático de mi trabajo como periodista para seguir el Máster en Política Europea del Colegio de Europa (Brujas) cuando pensé por primera vez en quiénes serían las personas que se inventaron aquella maraña de tratados e instituciones que, me daba la impresión, no acababa de tomar forma.

Aquel era el año de la Convención para el «Tratado Constitucional», un término sui generis, a medio camino entre «Constitución» y «Tratado», como tantos otros híbridos producidos por la Unión Europea. Valéry Giscard d’Estaing habló a mi promoción en la apertura del curso académico, y en seguida los alumnos nos lanzamos a fondo en los debates de moda: ¿Necesita Europa una Constitución? ¿Es posible un verdadero gobierno europeo, más allá de la coordinación de los Estados miembros en el Consejo? La introducción del euro como moneda única hacía soñar a los federalistas y las lecciones de las guerras en los Balcanes alimentaban la idea de una verdadera política exterior y de defensa común.

El otro gran tema que desató pasiones y encontronazos fue la mención de las «raíces cristianas» de Europa en el preámbulo de la «Constitución». ¿Debía la Constitución hacer referencia al cristianismo? Escuchando a los defensores y a los detractores de la propuesta, no logré llegar a ninguna conclusión. Me preguntaba qué habrían dicho los fundadores de las primeras comunidades y si alguna vez se plantearon esta cuestión al redactar los tratados.

No indagué más. Tras el Máster volví a la redacción del semanario Tiempo, y continué cubriendo la actualidad europea. Me tocó escribir sobre el fracaso del «Tratado Constitucional», con la consiguiente decepción de los federalistas —a los que a posteriori muchos tachaban de utópicos— y con la crisis general que provocó el inesperado golpe.

Europa rescató lo que pudo de la «Constitución» en el Tratado de Lisboa —de nuevo otro híbrido entre la realidad y el deseo— y entonces llegó la crisis del euro, y el cuestionamiento de todo el proyecto europeo. ¿Ha llegado Europa a su fin? Esa crisis financiera me afectó desde sus inicios, porque hube de dejar la revista y tuve la suerte de encontrar un empleo en el gabinete de prensa del Grupo Socialdemócrata en el Parlamento Europeo.

Por primera vez veía desde dentro las instituciones: el aparato burocrático, la multiplicidad de sedes, las soluciones imaginativas para encontrar siempre el consenso aunque eso suponga renunciar a un proyecto claro de futuro para Europa. Y entre el frío funcionariado comunitario entendí por qué Jacques Delors decía aquello de que a Europa le falta el alma.

Y de nuevo volví a preguntarme qué hubieran pensado ellos, los llamados «Padres de Europa». Comencé por leer sus memorias, y continué hurgando en los archivos digitales de las instituciones. Todo un tesoro de documentos oficiales, cartas, actas de las reuniones, fotografías, vídeos y recortes de periódico de la época.

Poco a poco los personajes iban cobrando vida en mi imaginación. Por un lado me cautivó su personalidad y sus experiencias vitales. Elegí a cinco «Padres fundadores» como protagonistas principales, aunque fueron muchas más las personas que abrieron el camino de la construcción europea. Sin la aportación de los intelectuales, los filósofos, los empresarios, los sindicalistas y los movimientos ciudadanos por la Europa unida, los jefes de gobierno jamás habrían logrado que el proyecto despegara, ni habrían tenido una base sólida de valores y pensamiento sobre el que edificar la construcción política. Por eso mi primer capítulo tenía que ser el Congreso de La Haya.

Después me encontré con la dificultad estilística de combinar dos objetivos: conocer la trayectoria vital y el pensamiento de los cinco protagonistas, y al mismo tiempo verles en acción: abrir una ventana para que el lector entre en las salas de las discusiones, escuche y vea sus peleas, sus reencuentros, sus desilusiones y sus celebraciones. La solución que encontré fue escribir un libro digamos «cremallera», en el que los capítulos impares reconstruyen un espacio de tiempo de aproximadamente dos años de la integración europea —empezando por el Congreso de La Haya en 1948 y terminando por la firma de los Tratados de Roma en 1957— y los cinco capítulos pares son un flashback con la biografía de cada uno de los protagonistas desde su nacimiento hasta el momento en que converge con el relato cronológico. Por eso los capítulos impares están escritos en presente mientras que en los pares el tiempo verbal es pretérito.

Precisamente porque he tratado de dejar hablar a los personajes, no hay en el relato juicios de valor, interpretaciones ni conclusiones. Espero que cada lector saque las suyas. Sí que hay perspectivas subjetivas de los acontecimientos, pero he tratado en cada caso de meterme en la cabeza y el corazón de los personajes. Quizás sea arriesgado, pero para hacerlo me he basado no solamente en sus memorias y correspondencia, sino también en el testimonio de personas que los conocieron o que han dedicado la vida a estudiarlos. También he viajado a sus lugares de origen, he visitado sus casas —varias son ahora museos— y diría que he llegado a tener una amistad con ellos.

A pesar de sus personalidades tan diferentes, tenían en común la virtud de combinar una visión del ideal al que querrían llevar a nuestras sociedades con un realismo muy pragmático para comprender las carencias del ser humano, combinados con una flexibilidad para ir adaptando las decisiones inmediatas sin perder de vista su horizonte más elevado. También compartían, por su experiencia en dos guerras mundiales, un ansia auténtica de dejar un legado a las generaciones futuras. Y no querían fiar este legado a la voluntad de los que habrían de seguirles: porque la buena voluntad no basta, y mientras que construir exige un gran esfuerzo y mucha paciencia, la destrucción es a menudo inesperada y fulminante. Por eso pusieron tanto empeño en las instituciones.

¿Y las raíces cristianas? Yo diría —y también lo creen las personas que he entrevistado— que los tres democristianos, Schuman, De Gasperi y Adenauer, nunca pensaron en mencionar la religión en ningún documento oficial, a pesar de que públicamente hablaran de los valores cristianos que inspiraban sus acciones. No hacía falta, les parecía innecesario. Y sin embargo, tanto Jean Monnet como Paul-Henri Spaak, que eran agnóstico y ateo respectivamente, reconocían que el cristianismo era un factor positivo de cohesión en la historia de los pueblos de Europa.

Lo que consiguieron estos cinco «padres» y todos los demás pioneros de la Europa Unida —entre los que hay alguna mujer, pero más bien pocas— fue identificar que la paz en Europa y el proyecto común estaban por encima de las diferencias personales e ideológicas, y supieron tejer lazos de confianza para lanzarse a la aventura política más audaz de la Historia.

Mapa de las casas museo de los Padres de Europa

Mapa de las casas museo de los Padres de Europa. Adenauer, Schuman, De Gasperi y Spaak eran hombres de frontera, a caballo entre Estados limítrofes marcados por la diversidad lingüística. Por su parte, Jean Monnet nació en la costa atlántica de Cognac, volcada en el comercio de su licor desde hace siglos hacia el Reino Unido, aunque su casa museo se encuentra en Montfort-L’Amaury, cerca de París.