Índice

PARTE PRIMERA
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI

 

PARTE SEGUNDA
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII

 

PARTE TERCERA
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X

 

PARTE CUARTA
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
Fiódor Dostoievski

El idiota


Título original: Идиот (1869)


e-artnow, 2013
ISBN 978-80-7484-276-4

Cubierta: Ilya Repin, Ellos lo lo esperaban, entre 1884 y 1888

VIII

Una escalera amplia, clara y limpia conducía a la morada de Gania, situada en el tercer piso y que comprendía seis o siete piezas, entre pequeñas y grandes. El piso, sin tener nada de extraordinario, parecía superar las posibilidades de un funcionario cualquiera, aun admitiéndole un ingreso de dos mil rublos al año. Pero Gania y su familia sólo llevaban allí dos meses y lo habían alquilado con miras a tomar huéspedes a pensión.
Este acuerdo fue adoptado con gran disgusto de Gania, quien hubo, no obstante, de ceder a las instancias de su madre y hermana, deseosas de aumentar a toda costa los ingresos familiares y de ser útiles también. Gania consideraba denigrante aceptar huéspedes, porque creía que ello le avergonzaba ante la sociedad en que estaba hecho a brillar como un joven a quien se le abría un espléndido porvenir. Tales concesiones a lo inevitable y las demás ingratas condiciones de su existencia causábanle heridas morales cada vez más profundas. Durante cierto tiempo, después de acceder mostróse extremada y desmesuradamente irritable sobre cualquier nadería. De todos modos, sólo aceptó a título provisional y transitorio, ya que estaba resuelto a modificar la situación en un inmediato futuro. Pero este cambio total, este camino de escape que se hallaba resuelto a seguir, ofrecía una dificultad, una formidable dificultad cuya solución amenazaba ser más difícil y complicada que todas las precedentes.
Un pasillo que comenzaba en el recibidor dividía en dos zonas del departamento. A un lado estaban las tres habitaciones destinadas a huéspedes «especialmente recomendados». Además, en el mismo lado, había al final del corredor, junto a la cocina, una cuarta pieza, más pequeña que las restantes, en la que se alojaba el general Ivolguin, es decir, el cabeza de familia, quien dormía allí sobre un amplio diván y estaba obligado a entrar y salir por la cocina, usando para ir a la calle la escalera de servicio. El mismo cuarto servía de estancia a Kolia, hermano menor de Gania y colegial de trece años a la sazón, quien allí hacía sus trabajos escolares y allí dormía sobre un diván pequeño y estrecho, entre rasgadas sábanas. Además, el muchacho tenía la misión de esperar a su padre y de vigilarle, lo que se iba haciendo más necesario cada vez.
A Michkin le dieron el cuarto central de los tres de huéspedes. El primero de todos a la derecha de la puerta del príncipe, lo ocupaba Ferdychenko y el tercero estaba desalquilado aún. Al entrar, Gania introdujo a Michkin en la parte del piso que la familia se había reservado. Aquella zona se componía de tres aposentos: un comedor; un salón que sólo era salón por la mañana, transformándose, entrando el día, en despacho y dormitorio de Gania; y un tercer cuarto, muy pequeño y siempre cerrado, donde dormían las dos mujeres. En resumen, todos se hallaban muy apretados en el piso. Gania se limitaba a rechinar los dientes en silencio. Aunque era y deseaba ser respetuoso con su madre, se notaba desde el primer momento que se consideraba el gran déspota de la familia.
Nina Alejandrovna no estaba sola en el salón, sino con su hija. Ambas mujeres hacían calcetas mientras hablaban con un visitante: Iván Petrovich Ptitzin.
Nina Alejandrovna representaba unos cincuenta años. Tenía la faz delgada y consumida, con profundas y obscuras ojeras. Aunque melancólica y de aspecto enfermizo, su fisonomía y mirada resultaban agradables. En cuanto se la oía hablar comprendíase que era mujer de genuina dignidad y que poseía firmeza e incluso resolución. Vestía muy modestamente, como una vieja, un traje de color oscuro de antigua hechura; pero su apariencia, su conversación, el conjunto de sus modales denotaban que había frecuentado la mejor sociedad.
Bárbara Ardalionovna, muchacha de veintitrés años, bastante delgada y de mediana estatura, poseía uno de esos semblantes que, sin ser hermosos, tienen, sin embargo, el don de atraer y aun de fascinar casi tanto como la propia belleza. Era muy parecida a su madre, incluso en el atavío, ya que no albergaba pretensiones de elegancia. Sus ojos pardos, aunque a veces muy alegres y muy afables, de ordinario aparecían serios y pensativos. Sobre todo desde poco tiempo a aquella parte la mirada de la joven delataba una intensa preocupación. En su rostro leíanse energía y firmeza como en el de su madre, pero la hija delataba un carácter aún más vigoroso y decidido. Bárbara Ardalionovna tenía el genio vivo y hasta su propio hermano la temía. También el visitante que se hallaba a la sazón en la sala, Iván Petrovich Ptitzin, la temía un poco. Ptitzin era un joven de treinta años escasos, vestido con elegante sencillez y de modales agradables, aunque un poco solemnes. Usaba barba castaña, lo cual indicaba que no servía en los departamentos ministeriales. Sabía hablar bien y con inteligencia, pero en general solía permanecer silencioso. En conjunto producía una impresión favorable. Era obvio que Bárbara Ardalionovna le atraía y no se esforzaba en disimularlo. Por su parte la joven le trataba como a un amigo, si bien prescindiendo de contestar a ciertas insinuaciones. No obstante, Ptitzin no se había desanimado. Nina Alejandrovna le acogía con mucha amabilidad y desde hacía tiempo le testimoniaba gran confianza. Todos sabían que Ptitzin había logrado amasar una fortuna prestando dinero a elevado interés sobre garantías más o menos sólidas. Era muy buen amigo de Gania.
Éste saludó secamente a su madre, sin decir palabra a su hermana, y tras presentar a Michkin y dar explícitos detalles sobre él, salió en seguida del salón con Ptitzin. Nina Alejandrovna recibió al príncipe con afabilidad y viendo que Kolia entreabría la puerta le ordenó que llevase a su estancia al nuevo huésped. Kolia era un mozo de rostro sonriente y bastante atractivo y de modales francos e ingenuos.
—¿Dónde está su equipaje? —preguntó, introduciendo a Michkin en la habitación.
—Traigo un paquetito que he dejado en el pasillo.
—Voy a buscarlo. No tenemos más servidumbre que la cocinera y Matrena, de modo que yo me ocupo también en el servicio. Varia nos vigila a todos y está rezongando siempre. ¿Ha llegado usted de Suiza hoy? Lo he oído decir a Gania.
—Sí.
—¿Y es bonito ese país?
—Mucho.
—¿Montañoso?
—Sí.
—Bien. Ahora mismo le traigo sus paquetes. Bárbara Ardalionovna entró en aquel momento. —Matrena va a poner en su cama las ropas necesarias. ¿Trae usted maleta?
—No. Sólo un paquetito. Su hermano ha ido a buscarlo. Lo dejé en el recibidor.
—No hay equipaje alguno, aparte ese paquete —dijo Kolia, tornando—. ¿Dónde ha puesto usted sus equipajes?
—No tengo más que eso —dijo Michkin, cogiendo su paquetito.
—¡Ah! Ya estaba yo temiendo que Ferdychenko se los hubiera llevado.
—No digas necedades —ordenó, Varia con sequedad. Incluso para hablar al nuevo huésped, la joven empleaba un acento seco y no muy cortés.
—Podías tratarme más amablemente, chére Babette. Yo no soy Ptitzin, ¿oyes?
—Eres tan tonto, Kolia, que aún necesitarías de vez en cuando unos buenos azotes. Usted, príncipe, diríjase a Matrena para cuanto desee. La comida es a las cuatro y media. Puede usted comer con nosotros o hacerse servir en su habitación. A su gusto. Vamos, Kolia; no molestes más.
—Voy, voy... ¡Qué genio!
Al retirarse se cruzaron con Gania.
—¿Está papá en casa? —preguntó a Kolia.
El muchacho respondió afirmativamente y su hermano le habló unas palabras al oído.
Kolia asintió con la cabeza y siguió a Varia. Gania habló:
—Dos palabras, príncipe... Con todo este... asunto, había olvidado pedirle una cosa. Y es que, si ello no le resulta muy desagradable, se abstenga de hablar aquí de lo sucedido entre Aglaya y yo, y procure no mencionar allá lo que vea aquí, porque, ¡maldita sea!, verá sin duda cosas harto enfadosas... Al menos le ruego que calle por hoy.
—Le aseguro que he hablado mucho menos de lo que usted piensa —dijo Michkin, algo resentido por los reproches de Gania.
Las relaciones entre ambos, lejos de mejorar, tomaban cada vez peor cariz.
—Sí; pero el caso es que ya he tenido bastantes contratiempos hoy a causa de usted. Lo que le digo ahora es un ruego que le dirijo.
—Permítame indicarle, Gabriel Ardalionovich, que antes yo no me había comprometido a guardar silencio sobre nada. ¿Por qué no había, pues, de mencionar el retrato? Usted no me pidió que guardase reserva sobre él.
—¡Qué cuarto tan horrible! —exclamó Gania, mirando en torno—. ¡Sin luz apenas y con las ventanas a un patio! Verdaderamente, viene usted con inoportunidad en todos los sentidos... En fin: esto no es cosa mía. No soy yo quien me ocupo en instalar a los huéspedes.
Ptitzin llegó y llamó a Gania. Éste abandonó en seguida a Michkin. Había querido, sin duda, decirle algo más, pero una especie de vergüenza le retuvo y por ello se desahogó en imprecaciones contra la alcoba.
Apenas acababa Michkin de lavarse y arreglarse un poco, se abrió la puerta y dio paso a un nuevo personaje. Era éste un hombre de unos treinta años, alto y corpulento, con el cabello rojo y rizado. Tenía el rostro purpúreo y carnoso, nariz grande y chata y unos ojos pequeños y burlones que, perdidos en la gordura de aquel semblante, parecían estar haciendo guiños constantemente. Presentaba, en suma, una fisonomía descarada y vestía bastante mal.
El recién llegado comenzó entreabriendo la puerta e introduciendo la cabeza por la abertura. Luego, alargando el cuello, miró la estancia durante cinco segundos. Después la puerta se abrió lentamente del todo y el visitante apareció en pie en el umbral. Pero no entró en el acto, sino que continuó por unos instantes mirando a Michkin y guiñando los ojos. Al fin cerró la puerta tras sí, se acercó, tomó asiento y, cogiendo con fuerza el brazo del príncipe, le forzó a instalarse en el diván.
—Soy Ferdychenko —dijo mirando a Michkin atenta e inquisitivamente.
—¿Y qué? —repuso el interpelado, casi a punto de reír.
—Un huésped —continuó Ferdychenko mirándole como antes.
—¿Y desea usted conocerme?
—¡Pst! Sí —dijo el recién llegado, suspirando y pasándose la mano por el cabello, con lo que lo desordenó. Y tras examinar un rato el rincón opuesto del dormitorio, dirigió otra vez la vista al príncipe y añadió: —¿Tiene usted dinero?
—Algo...
—¿Cuánto?
—Veinticinco rublos.
—Enséñemelos.
El príncipe sacó del bolsillo de su chaleco el billete de veinticinco rublos y lo exhibió a Ferdychenko. Éste lo tomó, desplególo, lo contempló por ambos lados y luego lo miró al trasluz.
Es extraño —dijo con aire pensativo—. Siempre me he preguntado por qué estos billetes se oscurecerán tanto. Hay billetes de veinticinco rublos que se oscurecen, mientras otros pierden el color. Tome.
Michkin recuperó su billete y Ferdychenko se levantó.
—He venido, en primer lugar, para advertirle que no me preste dinero, ya que yo no dejaré de pedírselo.
—Muy bien.
—¿Piensa usted pagar su hospedaje?
—Sí.
—Yo no. Gracias. Mi puerta es la primera a la derecha. ¿La ha visto? Procure no ir a mi habitación con mucha frecuencia. Ya procuraré yo, en cambio, venir a la suya; no se preocupe... ¿Ha visto usted ya al general?
—No.
—¿Ni le ha oído?
—Tampoco.
—Ya le verá y oirá. ¡Con decirle que hasta a mí me pide dinero prestado! Avis au lecteur... Adiós. Y diga: ¿cree usted que es posible andar por el mundo llamándose Ferdychenko?
—¿Por qué no?
—Adiós.
Y se dirigió a la puerta. Michkin supo más tarde que aquel hombre consideraba un deber el asombrar a todos con su originalidad y gracia, si bien infortunadamente, no lo conseguía nunca. En ciertas personas producía incluso una impresión desagradable, lo que le disgustaba mucho, pero sin renunciar por eso a perseverar en su extraña tarea.
La casualidad procuró una pequeña satisfacción a Ferdychenko al ir a salir. En la puerta tropezó con otro hombre a quien Michkin no conocía. Ferdychenko se hizo a un lado para dejar paso al que llegaba y, mientras éste se introducía en la habitación, él guiñó los ojos a espaldas suyas repetidamente, como guisa de aviso al príncipe, tras lo cual se retiró, satisfecho.
El nuevo caballero era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta y cinco años o acaso más. Tenía los ojos grandes y algo a flor de piel, bigote y espesas patillas grises encuadrando un rostro grueso y rojizo. A no ser por un aire apoltronado, de fatiga y de descuido, que se notaba en su aspecto, aquel hombre hubiera tenido una figura impresionante. Vestía una vieja levita con los codos rotos y su ropa interior distaba mucho de estar limpia. Al acercarse, trascendía de él cierto olor a vodka. En sus maneras, de una distinción un poco afectada, traicionábase el ingenuo deseo de imponer a sus interlocutores por su aire de dignidad.
El visitante avanzó lentamente hacia Michkin con la sonrisa en los labios, tomóle la mano en silencio y la estrechó entre la suya, mientras examinaba el rostro del príncipe con atención, como esforzándose en encontrar en él rasgos conocidos.
—¡Es él, es él! —dijo, al fin, en tono solemne, sin alzar la voz—. ¡Me parece verle vivo otra vez! He oído pronunciar hace unos momentos un nombre conocido y amado y él me ha traído a la memoria un ayer desvanecido para siempre... ¿Es usted el príncipe Michkin?
—Lo soy.
—Yo soy el general Ivolguin, retirado y muy desgraciado. ¿Puedo preguntarle su nombre y el de su padre?
—Me llamo León Nicolaievich.
—¡Eso es, eso es! ¡El hijo de mi amigo, de mi camarada de infancia! ¡El hijo de Nicolás Petrovich!
—Mi padre se llamaba Nicolás Lvovich.
—Lvovich, sí —rectificó el general, sin apresurarse y con una seguridad absoluta, como un hombre cuya memoria no le falla y que sólo ha cometido una secundaria equivocación verbal.
Sentóse y cogiendo a Michkin por la muñeca le forzó a sentarse a su lado y le dijo:
—Yo le he llevado a usted en mis brazos.
—¿Es posible? —preguntó Michkin—. Porque hace veinte años que mi padre murió.
—Sí, veinte años y tres meses. Hicimos juntos nuestros estudios. Inmediatamente de concluir mi educación entré en el servicio militar.
—Mi padre sirvió también en el ejército. Era subteniente en el regimiento Vasilkovsky.
—No: Bielomirsky. Pasó a este regimiento casi en vísperas de su muerte. Yo estaba allí y le rendí los últimos deberes. Su madre...
El general se detuvo como para dejar calmar la emoción que un triste recuerdo despertaba en él.
—Sí: murió seis meses después, de un enfriamiento —dijo Michkin.
—No, de enfriamiento, no. Crea en la palabra de un viejo. Yo estaba allí y yo la enterré también... No la mató un enfriamiento, sino el disgusto de perder a su esposo. ¡Sí; me acuerdo mucho de la princesa! ¡Ay, juventud! Imagine que su padre y yo, antiguos amigos de infancia, estuvimos a punto de matarnos por la que había de ser la madre de usted...
Michkin principiaba a escuchar con cierto escepticismo.
—Yo estuve locamente enamorado de su madre antes de casarse, cuando era la prometida de mi amigo. Éste lo notó y se enfureció contra mí. Llegó a casa un día, antes de la siete de la mañana, y me despertó. ¡Figúrese! Ambos callábamos. Yo me visto, preguntándome qué significaría aquello. El príncipe saca dos pistolas del bolsillo. Lo comprendo todo. Resolvemos batirnos a pistola, sólo separados por un pañuelo y sin testigos. ¿Para qué testigos cuando cinco minutos después nos habremos enviado mutuamente a la eternidad? Cargamos las armas, extendemos el pañuelo y cada uno de nosotros, mirándonos a la cara, apoyamos la pistola en el pecho del adversario. De pronto, gruesas lágrimas brotan de nuestros ojos... Nuestras manos tiemblan... ¡Y ello nos sucedía a los dos a la vez, a los dos a la vez! Entonces, naturalmente, nos lanzamos el uno en brazos del otro y se entabla un torneo de generosidad. «¡Ella será para ti!», grita el príncipe. «¡No; para ti!», exclamo por mi parte. En una palabra, en una palabra... En fin, ¿va usted a hospedarse con nosotros?
—Sí, por algún tiempo acaso —repuso el príncipe, con voz un tanto vacilante.
Kolia se asomó a la puerta:
—Mamá le llama, príncipe.
Michkin se incorporó para salir, pero el general le puso una mano en el hombro y le Obligó a sentarse con dulce violencia.
—En concepto de sincero amigo de su padre —prosiguió el viejo—, deseo hacerle ciertas advertencias. Usted mismo puede ver que yo he sufrido mucho a consecuencia de una trágica catástrofe. ¡Y sin formación de causa! ¡Sin formación de causa! Nina Alejandrovna es una mujer rara. Bárbara Ardalionovna, mi hija, es otra mujer rara. Las circunstancias nos obligan a tomar huéspedes... ¡Es una caída terrible! ¡Cuando yo estaba a punto de ser nombrado gobernador general! Cierto que a un pupilo como usted nos alegramos de recibirle... Pero, ¡oh!, hay una tragedia en mi casa...
El príncipe miró a su interlocutor con acentuada curiosidad.
—Aquí se prepara un casamiento y es un casamiento muy extraño el enlace de una mujer equívoca con un joven que tendría derecho a ser gentilhombre del zar. ¡Y esa mujer va a ser introducida en la casa en que habitan mi hija y mi esposa! Pero mientras me quede un soplo de vida, no entrará. Me tenderé a través de la puerta y habrá de pasar sobre mi cuerpo. Y ya no hablo apenas a Gania y procuro eludir su presencia. Quería advertírselo, príncipe. Usted mismo lo verá, puesto que se queda a vivir con nosotros. Pero usted es hijo de un buen amigo y tengo derecho a esperar...
—Le ruego, príncipe, que pase un momento conmigo al salón —dijo Nina Alejandrovna, apareciendo en la puerta del cuarto.
—¿Sabes, querida —exclamó el general—, que, según resulta, yo he llevado al príncipe en mis brazos, de niño?
La dama contempló severamente a su marido y luego fijó en Michkin, una mirada escrutadora. Pero no dijo nada. Michkin la siguió. Ambos se dirigieron a la sala y, una vez sentados, Nina Alejandrovna se apresuró a entablar con su huésped una conversación a media voz. Mas apenas había comenzado a hablar, el general entró bruscamente en la estancia. Nina Alejandrovna guardó silencio y, con visible desagrado, se inclinó sobre su labor. Quizá el general notara el descontento de su mujer, pero no le afectó en lo más mínimo.
—¡Qué encuentro tan inesperado! —comentó dirigiéndose a Nina Alejandrovna—. ¡El hijo de mi mejor amigo! Hacía mucho tiempo que yo había dejado de creer posible verle jamás. ¿Es posible, querida, que no te acuerdes del difunto Nicolás Lvovich? ¡Si le viste en... en Tver!
—No recuerdo a Nicolás Lvovich —dijo ella—. ¿Era su padre? —preguntó a Michkin.
—Sí; pero creo que no murió, en Tver, sino en Elisabethgrad —observó tímidamente el príncipe—. Así me lo dijo Pavlichev...
—¡En Tver! —afirmó el general— Había sido trasladado allí poco antes de su muerte, cuando su enfermedad acababa de comenzar. Usted no puede acordarse del viaje: ¡era tan pequeño! Pavlichev se engañó sin duda, aunque era muy inteligente.
—¿También conocía usted a Pavlichev?
—Sí; y por cierto que le tenía por un hombre raro, pero muy buena persona. Yo estaba presente cuando murió y le bendije en el lecho mortuorio.
—Mi padre falleció hallándose sumariado —dijo el príncipe—, aunque nunca he sabido de qué le acusaban. Murió en el hospital.
—Fue por lo del soldado Kolpakov. Desde luego su padre habría sido absuelto.
—¡Ah! ¿Conoce usted el caso? —preguntó el príncipe, cuyo interés se había despertado vivamente ante las últimas palabras del general.
—¡Ya lo creo! —exclamó Ivolguin—. El consejo de guerra se disolvió sin haber decidido nada. Fue un asunto muy extraño, puede decirse incluso que misterioso. El segundo capitán Larionov, jefe de la compañía, había fallecido y el príncipe Michkin hubo de substituirle transitoriamente. Bien. El soldado Kolpakov robó las botas de un camarada, las vendió y se bebió el importe. Bien. El príncipe —en presencia, téngalo en cuenta, de un sargento mayor y de un cabo— reprendió duramente a Kolpakov y le amenazó con hacerle azotar. Muy bien. Kolpakov se va al cuartel, se acuesta en su cama de campaña y al cabo de un cuarto de hora muere. Perfectamente. El caso parece raro, casi inverosímil. Pero es igual: se entierra a Kolpakov, se le borra de la lista y el príncipe expide el oficio correspondiente. Inmejorable, ¿verdad? Pues, a los seis meses justos, al hacerse una inspección de la brigada, el soldado Kolpakov aparece tan vivo como antes en la tercera compañía del segundo batallón del regimiento de infantería Novosemliansky, perteneciente a la misma división y brigada.
—¿Es posible? —exclamó Michkin en el colmo del asombro.
—Es un error —se apresuró a decir Nina Alejandrovna mirándole con cierta ansiedad—. Mon mari se trompe —añadió en francés.
—Se trompe, querida, es muy sencillo de decir; pero quisiera ver cómo resolverías tú un caso semejante. Todos andaban medio locos. Yo sería también el primero en decir «se trompe» de no haber figurado como testigo y formado parte de la comisión investigadora. Todo demostró que el soldado Kolpakov era el mismo que seis meses antes había sido enterrado según la ordenanza, al son del tambor. Cierto que el hecho parece raro, casi inverosímil. Lo reconozco, pero...
—Papá: tienes servida la comida —anunció, compareciendo, Bárbara Ardalionovna.
—¡Ah, bueno! Verdaderamente ya tenía apetito... Pues sí, el caso es incluso psicológico, bien puede decirse...
—Se te va a enfriar la sopa —dijo Varia con impaciencia.
—En seguida voy, en seguida... —murmuró el general, saliendo de la sala—. Y por mucho que se multiplicaran las investigaciones... —continuó, ya en el pasillo.
—Si usted se queda a vivir con nosotros —dijo Nina Alejandrovna a Michkin— habrá de perdonar muchas cosas a mi marido. Pero no le molestará demasiado. Siempre come solo. Usted sabe que todos tenemos nuestros defectos y nuestras... particularidades, y muchas veces aquellos a quienes se les critican tienen menos que otros... Debo hacerle un ruego, y es que si mi marido le pide el precio de la pensión le conteste usted que ya me lo ha abonado. Por supuesto, lo mismo da que lo entregue a uno o a otro; pero se lo agradeceré así para el buen orden de las cosas... ¿Qué hay, Varia?
Varia había entrado en la estancia y presentaba en silencio a su madre el retrato de Nastasia Filipovna. Nina Alejandrovna se estremeció y mirólo por unos instantes, primero como con temor, luego con una especie de rencorosa amargura. Al fin dirigió la mirada a Varia, como pidiéndole explicaciones.
—Se lo ha regalado hoy —dijo la joven— y esta noche acordarán ya una decisión.
—¡Esta noche! —repitió a media voz Nina Alejandrovna con desesperado acento—. ¡Esta noche! Veo que ahora no queda duda ni tampoco esperanza. El regalo de ese retrato es un detalle bastante elocuente. ¿Te lo ha enseñado él mismo? —preguntó, con extrañeza.
—Ya sabes que hace meses que no nos hablamos apenas. Me he enterado de todo por Ptitzin. El retrato se había caído de la mesa y yo lo he recogido en el suelo.
—Príncipe —dijo de súbito Nina Alejandrovna quería hacerle una pregunta. Por eso le rogué que viniese. Dígame: ¿hace mucho que conoce usted a mi hijo? Porque me parece que Gania indicó que había llegado usted hoy mismo del extranjero.
Michkin dio sobre su personalidad varias sucintas explicaciones de las que ambas mujeres no perdieron una sola palabra.
—Le ruego que me crea si le digo que al interrogarle no pretendo inmiscuirme en los asuntos de mi hijo —prosiguió Nina Alejandrovna—. Si hay cosas que él mismo no puede confesar, no seré yo quien trate de averiguarlas por otros. Pero, ¿sabe?, cuando usted ha marchado a su cuarto, Gania, después de lo que nos había dicho sobre su persona, ha agregado: «No gastéis cumplidos con el príncipe: está enterado de todo.» ¿Qué significa esto? Me gustaría saber hasta qué punto...
En aquel momento entraron Gana y Ptitzin. Nina Alejandrovna se interrumpió inmediatamente. Michkin permaneció sentado junto a ella, pero Varia se apartó. El retrato de Nastasia Filipovna permanecía, en plena evidencia, sobre la mesita de costura de Nina Alejandrovna, precisamente bajo sus ojos. Gania, mirándolo, frunció el entrecejo, cogió la cartulina y la arrojó, con ira, a su mesa de escritorio, que se hallaba al otro extremo de la habitación.
—¿Es hoy, Gania? —preguntó bruscamente Nina Alejandrovna.
Él se estremeció.
—¿Hoy, qué?
Y de repente se volvió, airado, a Michkin.
—¡Comprendo! ¡Claro, está usted aquí! ¡Veo que eso debe ser una enfermedad en usted! ¿Es que no sabe reprimir la lengua? Permítame decirle, excelencia...
Ptitzin le interrumpió:
—La falta es mía, Gania, sólo mía.
Gabriel Ardalionovich le miró, sorprendido.
—Así es mejor, Gania; especialmente cuando la cosa está ya resuelta por un lado —dijo Ptitzin entre dientes.
Y fue a sentarse ante una mesa apartada. Sacó del bolsillo un papel cubierto de números y comenzó a examinarlos atentamente. Gania, sombrío, esperando, al parecer, con inquietud una escena familiar, ni siquiera pensó en excusarse ante el príncipe.
—Puesto que todo está arreglado, Iván Petrovich ha hecho bien en hablar —dijo Nina Alejandrovna—. Te ruego, Gania, que no arrugues el entrecejo ni te enfades. Prescindiré de toda pregunta sobre lo que no me quieras contestar. Te aseguro que me resigno a todo. Tranquilízate, haz el favor.
Pronunció sus palabras sin interrumpir su labor y con acento sereno. Gania, extrañado, calló, por prudencia y, con los ojos fijos en su madre, esperó que ésta se explicase más claramente. Odiaba las disputas domésticas.
Nina Alejandrovna, notando la circunspección de su hijo, añadió con amarga sonrisa:
—Veo que no te calmas ni me crees. Pero desecha tu preocupación; no te incomodaré con lágrimas ni súplicas como otras veces. Mi único deseo es que seas feliz, como sabes bien. Me someto al destino... Mi corazón estará siempre contigo, ora quedemos juntos, ora nos separemos. Naturalmente, yo respondo de mí. De tu hermana no puedo decir lo mismo.
—¡Otra vez ella! —exclamó Gania, mirando a su hermana con rencor y desdén—. Ya te he prometido, mamá, y vuelvo a repetírtelo, que nadie, sea quien fuere, te faltará al respeto mientras yo viva. Sea quien fuere la persona que franquee nuestra puerta, exigiré de ella el mayor respeto hacia ti...
Y Gania pareció serenarse tanto, que incluso miró a su madre con expresión reconciliadora, casi tierna.
—No te disgustes por mí, Gania. Ya sabes que no es por mí por quien llevo tanto tiempo sintiéndome inquieta y torturada. Se dice que hoy va a quedar todo resuelto entre vosotros. ¿En qué consiste ese «todo»?
—Nastasia Filipovna ha ofrecido declarar esta noche si consiente en el matrimonio o no —repuso Gania.
—Hace tres semanas que rehuíamos ese tema de conversación y nos iba mejor... Pero ahora que todo está resuelto permíteme dirigirte una pregunta: ¿cómo es que ella te ha dado su consentimiento y su retrato, siendo así que no la quieres? ¿Cómo una mujer tan, tan...?
—¿Tan experta, quieres decir?
—No es así como yo me hubiera expresado. Pero en fin... ¿Cómo puedes haberla engañado de tal modo sobre tus sentimientos?
Aquellas palabras delataban una ira súbita y violenta. Tras un momento de reflexión, Gania dijo con acento claramente irónico:
—Otra vez, mamá, no has sabido contenerte y has perdido la paciencia. Así empiezan siempre nuestras disputas. Me habías prometido evitar toda pregunta, todo reproche... ¡y ya has olvidado tu promesa! Vale más dejarlo. Sí, mejor es no hablar. Al menos sé que tu intención es buena... Yo no te abandonaré nunca por nada del mundo. Otro en mi lugar, huiría, eso sí, de una hermana como la que tengo. ¡Observa cómo me mira! No hablemos más; no sabes cuánto me alegrará que dejemos el tema... Por otra parte, ¿quién te dice que yo engañe a Nastasia Filipovna? En cuanto a Varia, que haga y piense lo que guste. Y ahora no hablemos más del asunto. ¡Basta!
Gabriel Ardalionovich se exaltaba a cada palabra que decía mientras paseaba, inquieto, por la habitación. Siempre que aquel delicado tema aparecía sobre el tapete, las cosas tomaban un matiz muy agrio.
—He dicho que si esa mujer entra aquí, yo saldré de esta casa. Y cumpliré mi palabra —declaró sombríamente Varia.
—¡Sí, por testarudez! —gritó Gania—. ¡Lo mismo que no te casas por testarudez! Puedes mirarme por encima del hombro todo lo que quieras: ¡me tiene sin cuidado, Bárbara Ardalionovna! Y si quieres, puedes hacer ahora mismo lo que dices. ¡No quedaría yo poco descansado si cumplieses lo que amenazas! ¿Cómo es eso, príncipe? ¿Se decide al fin a dejarnos solos? —concluyó, viendo que Michkin se incorporaba.
En el tono de la voz de Gania se revelaba que la cólera del joven había llegado a ese extremo en el que el hombre se complace en manifestarla, si cabe la expresión, abandonándose a ella libremente sean cuales fueren sus consecuencias. Michkin, ya junto a la puerta, se volvió para contestar; pero el rostro descompuesto del que le increpaba hízole comprender que sólo faltaba una gota para desbordar el vaso y juzgó prudente salir sin responder. Cuando se hubo retirado, la discusión continuó, más enconada y ardiente que nunca.
Para llegar a su cuarto, el príncipe debía atravesar el comedor, la antesala y el pasillo. En la antesala creyó notar que alguien hacía esfuerzos para agitar la campanilla exterior, pero seguramente estaba estropeada, porque se movía sin sonar. El príncipe descorrió el cerrojo, abrió la puerta y retrocedió. Ante él se encontraba Nastasia Filipovna. La reconoció inmediatamente, evocando su retrato. Al ver a Michkin, la cólera brilló en los ojos de la visitante. Entró vivamente en el piso, empujando al príncipe con el hombro y dijo, con voz irritada, mientras se quitaba el abrigo de piel:
—Ya que eres tan perezoso que no arreglas la campanilla, al menos debieras estar aquí para cuando llaman. ¡Vamos! ¡Pues no ha dejado ahora caer mi abrigo! ¡Qué mastuerzo!
En efecto, el abrigo de piel yacía en el pavimento. Nastasia Filipovna, en vez de esperar que se lo quitasen, se había despojado de él por sí sola, lanzándolo a Michkin, que no supo cogerlo al vuelo.
—¡Mereces que te echen a la calle! ¡Anúnciame!
El príncipe quiso hablar, pero en su turbación no acertó a proferir una palabra y, llevando en la mano el abrigo que acababa de recoger, se dirigió al salón. —Pero, ¡si se lleva mi abrigo! ¿Por qué te lo llevas? ¡Ja, ja, ja! Debes haberte vuelto loco, ¿no?
El príncipe desanduvo lo andado y miró estupefacto a Nastasia Filipovna. Viéndola reír, sonrió a su vez, pero su lengua parecía pegada al paladar. En el momento de abrir la puerta a la joven, se había puesto muy pálido, ahora toda su sangre le afluía a la cara.
—¡Qué idiota! —exclamó Nastasia Filipovna, dando un golpe en el suelo con el pie, en su indignación—. ¿Adónde vas? ¿A quién vas a anunciar?
—A Nastasia Filipovna —balbució el príncipe.
—¿Me conoces? —exclamó ella vivamente—. ¡Pero si no te he visto hasta hoy!
Ea, anúnciame... ¿Por qué gritan tanto ahí dentro?
—Están disputando —respondió Michkin.
Cuando entró en el salón, las cosas amenazaban adquirir mal sesgo. Nina Alejandrovna parecía a punto de olvidar que se «sometía a todo» y defendía a Varia con calor. Ptitzin se había guardado en el bolsillo su papel lleno de números y tomaba partido por la joven. Ésta, que no tenía nada de tímida, recibía sin pestañear las groserías, cada vez más brutales, con que su hermano intentaba abrumarla. Varia sabía que en aquellos casos le bastaba callar y mirar a Gania con persistente mofa para exasperarle.
En aquel momento Michkin penetró en la estancia y anunció:
—Nastasia Filipovna.

IX

Un silencio general siguió a aquellas palabras. Todos miraron a Michkin como si no le comprendieran y desearan no comprenderle. El espanto había paralizado a Gania. La visita de Nastasia Filipovna, y especialmente en tal ocasión, constituía para todos el hecho más extraño, inesperado e inquietante que cupiera suponer. Ante todo, era la primera vez que aquella mujer acudía a casa de los Ivolguin. Hasta entonces habíase mostrado tan desdeñosa respecto a ellos, que nunca, hablando con Gania, manifestaba el menor deseo de ser presentada a la familia del joven. Y desde hacía cierto tiempo no hablaba más de los Ivolguin que si no existieran. Por un lado, Gania celebraba que Nastasia Filipovna prescindiese de un tema de conversación tan poco grato para él; pero en el fondo de su corazón sentía un amargo rencor motivado por aquella indiferencia despectiva. En todo caso, juzgaba a Nastasia Filipovna mucho más capaz de mofarse de sus allegados que de hacerles objeto de una atención, porque ella, como Gania sabía muy bien, desde que el joven pidiera su mano, estaba perfectamente informada de cuanto sucedía en casa de los Ivolguin, y se hallaba al corriente de cómo la consideraba la familia. Su visita, pues, en este momento, es decir, después del regalo del retrato y algunas horas antes de la velada en que ella decidiría sobre la pretensión de Gabriel Ardalionovich, parecía tener un significado casi equivalente ya a la decisión en sí.
La duda que se leía en todas las miradas, fijas aún en el príncipe, no duró mucho. Nastasia Filipovna apareció en persona a la puerta del salón y penetró en él, empujando al príncipe una vez más.
—¡Al fin he logrado pasar! ¡No sé para qué les vale la campanilla! —dijo alegremente, tendiendo la mano a Gania, que se había precipitado hacia ella—. ¡Qué cara de asombro, amigo mío! Ea, presénteme a su familia, se lo ruego.
El joven, desconcertado, le presentó primero a Varia. Las dos mujeres cambiaron extrañas miradas antes de estrecharse la mano. Nastasia Filipovna reía, afectando satisfacción, pero Varia no se tomó la molestia de fingir. Por el contrario, examinó largamente a la visitante con expresión sombría sin que en su rostro asomase la menor traza de la sonrisa obligada en una circunstancia como aquella. Gania se sintió desfallecer.
Pero no era momento de súplicas. Por lo tanto, dirigió a su hermana una mirada amenazadora. La joven comprendió en el acto la trascendental importancia que el instante presente tenía para su hermano. Resolvió, pues, mostrarse más amable y sus labios esbozaron una especie de sonrisa en honor de Nastasia Filipovna. Todos los miembros de la familia Ivolguin conservaban, aun en momentos de tal tirantez, un vivo afecto mutuo.
Después de efectuar la presentación de Varia a Nastasia Filipovna, Gania presentó ésta a su madre. En su turbación, el joven no se daba cuenta de lo que hacía. Nina Alejandrovna se mostró razonable, mas apenas había empezado a hablar del «mucho placer», etc., la visitante, sin escucharla, interpeló repentinamente a Gania mientras se instalaba —aun cuando no se la había invitado a tomar asiento— en un sofá de un rincón cercano a la ventana:
—¿Dónde tiene usted su despacho? Y... ¿y dónde están los huéspedes? Porque creo que ustedes alquilan habitaciones, ¿no?
Gania, enrojeciendo, tartamudeó una respuesta ininteligible.
—Pero ¿disponen de sitio para ellos? ¿Y no tiene usted despacho? —insistió Nastasia Filipovna—. ¿Qué? ¿Da buenas ganancias el negocio? —preguntó súbitamente a Nina Alejandrovna.
—Desde el momento en que uno acepta los naturales inconvenientes, es en espera de obtener algún beneficio —repuso la madre de Gania—. Pero nosotros acabamos de...
Nastasia Filipovna, como resuelta a no atenderla, dirigió los ojos a Gania, rompió a reír y dijo:
—¡Qué cara tiene usted! ¡Dios mío, qué aspecto presenta en este momento!
Su hilaridad duró algunos instantes. Y en rigor Gania no parecía el de costumbre. Su estupefacción, su cómico abatimiento habían desaparecido de repente, pero estaba espantosamente pálido y tenía los labios contraídos, mientras fijaba, silencioso, los ojos en la visitante, que seguía riendo.
El príncipe, incapaz aún de sacudir la especie de catalepsia en que le sumiera la llegada de Nastasia Filipovna, permanecía como petrificado en la puerta del salón. Sin embargo, la palidez y la alteración del semblante de Gania le impresionaron y, no pudiendo contenerse, avanzó hacia él:
—Beba un poco de agua —le dijo en voz baja—y no mire de ese modo.
Era notorio que no había por qué buscar sobrentendidos ni segundas intenciones en aquellas palabras, surgidas espontáneamente de la boca de Michkin sin que él les atribuyese significado particular alguno; pero, aun así, produjeron un efecto extraordinario. Fue como si toda la cólera de Gania se volviese de repente contra Michkin. Asióle por los hombros, siempre en silencio, tal que si fuese incapaz de proferir una palabra, y le fulminó con una mirada llena de odio y rencor. Se produjo un movimiento general. Nina Alejandrovna dejó escapar un grito. Ptitzin, inquieto, avanzó hacia los dos hombres. Kolia y Ferdychenko que iban a entrar, se detuvieron estupefactos. Sólo Varia conservó su impasibilidad. En pie, un poco apartada, cruzando los brazos, la joven continuaba mirando la escena con el rabillo del ojo.
En un segundo Gania recobró el dominio de sí mismo. Su ira dejó lugar a una risa nerviosa.
—¿Qué decía usted, príncipe? Que haría falta llamar a un médico, ¿no? —exclamó con tanta jovialidad como pudo—. ¡Casi me ha dado miedo! Voy a presentárselo, Nastasia Filipovna. Es un tipo extraordinario, como he podido apreciar ya, aunque sólo le conozco desde esta mañana.
Nastasia Filipovna fijó, su mirada en Michkin con verdadera sorpresa.
—¿Príncipe? ¿Es príncipe? ¡Imaginen que hace un momento, en la entrada, le he tomado por un lacayo y le he ordenado que me anunciase! ¡Ja, ja, ja!
—¡No importa, no importa! —dijo Ferdychenko, quien, viendo que ya se comenzaba a reír, se apresuró a mezclarse a la reunión—. No importa: «se non è vero...».
—Y, además, creo haberle tratado con violencia, príncipe. Le ruego que me perdone. ¿Qué hace usted aquí a esta hora, Ferdychenko? Por lo menos yo no contaba encontrarle. ¿Cómo dice que se llama este señor? ¿El príncipe Michkin? —añadió la joven dirigiéndose a Gania que, sin soltar los hombros de su huésped, ultimaba en aquel instante la presentación.
—Vive con nosotros —dijo Gania.
Era evidente que se hacía desempeñar a Michkin el papel de un animal extraordinario. Su presencia proporcionaba un medio de salir de lo falso de la situación. Se le arrojaba, si cabía decirlo, como pasto a la curiosidad de Nastasia Filipovna. Michkin oyó incluso murmurar a sus espaldas la palabra «idiota», probablemente articulada por Ferdychenko para edificación de la visitante.
—Dígame: ¿por qué no me sacó de mi error cuando me equivoqué con usted de ese modo? —preguntó Nastasia Filipovna mirando al príncipe de pies a cabeza con una desenvoltura excepcional.
Y esperó la contestación con impaciencia, presumiendo que el interpelado iba a escandalizar a todos con su falta de juicio.
—He quedado tan sorprendido al reconocerla de pronto... —balbució Michkin.
—Pero, ¿cómo ha podido reconocerme? ¿Me había visto antes en algún sitio? El caso es que también a mí me parece haberle encontrado no sé dónde. Además, permítame preguntarle por qué sigue usted aún como clavado en el suelo y mirándome. ¿Hay algo de asombroso en mi persona?
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Ferdychenko, jovial—. ¡La de cosas que yo contestaría si se me hiciese semejante pregunta! Vamos, hombre... Realmente, príncipe, si no contestas bien ahora, eres tonto.
Michkin rió suavemente.
—También yo, en el lugar de usted, diría muchas cosas —repuso. Y dirigiéndose a Nastasia Filipovna, continuó—: En primer lugar, su retrato me había impresionado mucho. Luego hablé de usted con las Epanchinas... Y ya por la mañana, en el tren que me traía a San Petersburgo, había conversado largamente acerca de usted con Parfen Semenovich Rogochin. En el momento que la abrí la puerta, pensaba precisamente en usted, y, viéndola aparecer tan de repente...
—Pero, ¿cómo sabía usted quién era yo?
—Había visto su retrato, y además...
—Y además, ¿qué?
—Que usted responde del todo a la idea que yo me había hecho de cómo era. También a mí me parece haberla visto en alguna parte.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—No sé; en algún sitio... Pero no; es imposible; lo he dicho sin darme cuenta. Nunca he habitado en San Petersburgo, y... Acaso la haya visto en sueños.
—¡Ajá, príncipe! —exclamó Ferdychenko—. Retiro mi «se non è vero...» —Y exclamó, compasivo—: Por otro lado, dice todo eso sin malicia, compréndalo.
Michkin había proferido sus palabras anteriores con acento inquieto y entrecortado, como el de una persona a quien le falta la respiración. Todo él denotaba una agitación extraordinaria. Nastasia Filipovna le examinaba con curiosidad, pero no reía.
De pronto, tras el círculo que se había formado en torno al príncipe y a la joven, oyóse una voz sonora. El grupo se separó para dejar paso al jefe de la familia. Porque era el general Ivolguin en persona. Vestía de frac, su pechera esplendía con brillo irreprochable y llevaba los bigotes teñidos.
La aparición de Ardalion Alejandrovich infirió un golpe terrible a Gania. El vanidoso joven, cuyo amor propio alcanzaba extremos hipersensibles y morbosos, había pasado los últimos dos meses esforzándose por todos los medios en alcanzar un modo de vida mejor y más distinguido. Pero se reconocía inexperto y casi admitía la verdad de que era erróneo el camino elegido. En su casa, donde mandaba corno déspota, había asumido, en su desesperación, la actitud de un cínico completo; pero no osaba mantener esta posición ante Nastasia Filipovna, que le había sabido hacer permanecer en la incertidumbre hasta el último momento. «El pordiosero impaciente», como Nastasia Filipovna le llamara una vez, según le habían dicho, tenía jurado hacer pagar muy caras aquellas palabras a quien las pronunció, tan pronto como ella fuera su mujer. Al mismo tiempo soñaba puerilmente en la posibilidad de conciliar todas aquellas incongruencias. Y he aquí que ahora debía beber hasta las heces su amargo cáliz, sufriendo una nueva e imprevista tortura —la más terrible de todas para un vanidoso—: la de avergonzarse de su propia familia y en su propia casa.
Un pensamiento relampagueó en la mente de Gania: «¿Acaso la recompensa equivale a este tormento?»
En aquel instante se producía lo que había sido su pesadilla durante dos meses, lo que le había hecho estremecerse de horror y arder de vergüenza: el encuentro entre su padre y Nastasia Filipovna. Se había, en ocasiones, torturado con la idea de pensar en su padre asistiendo a la boda, pero tanto le repugnaba semejante anticipado espectáculo, que inmediatamente lo alejaba de su pensamiento. Acaso exagerase mucho su desgracia. Pero así les sucede siempre a los vanidosos. Durante los dos meses pasados, y en el curso de sus inquietas reflexiones, habíase propuesto hacer desaparecer momentáneamente a su padre en aquella ocasión, costase lo que costara, incluso alejándole de San Petersburgo con el consentimiento de su madre o sin él. Diez minutos antes, al entrar Nastasia Filipovna, la turbación de Gania le había impedido pensar en la posibilidad de que Ardalion Alejandrovich apareciese en escena, y en consecuencia no había tomado medidas para evitarlo. Y he aquí que el general se presentaba ante todos, y para colmo se había vestido de etiqueta, en el preciso momento en que Nastasia Filipovna sólo pensaba en el modo de cubrir de ridículo a su pretendiente o a su familia. Tal era al menos la persuasión de Gania. ¿Qué otro significado podía tener aquella visita? Cabía preguntarse si Nastasia Filipovna había venido para entablar amistad con su madre y hermana, o para afrentarlos en su propia casa; pero la actitud de ambas partes eliminaba toda duda. Nina Alejandrovna y su hija permanecían aparte, como gentes al margen de todo, y la visitante parecía haber olvidado incluso la presencia de ellas en la habitación. Y puesto que obraba así, evidentemente no lo hacía sin alguna finalidad.
Ferdychenko adueñóse del general y le presentó:
—Ardalion Alejandrovich Ivolguin —dijo el general muy solemne—, un soldado veterano caído en desgracia y padre de una familia que ve con satisfacción la perspectiva de poder llegar a contar entre sus miembros una tan encantadora...