portada

JOSÉ MIGUEL ROMERO DE SOLÍS (Sevilla, 1942). Licenciado en humanidades clásicas por la Universidad Pontificia de Comillas, y doctor en ciencias sociales por El Colegio de Michoacán. Estudió además teología e historia de la Iglesia en la Gregoriana, de Roma. Director del Archivo Histórico del Municipio de Colima e investigador de la Universidad de Colima. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 1992. Entre sus publicaciones se cuentan Andariegos y pobladores (2001), El aguijón del Espíritu: historia contemporánea de la Iglesia en México (2006), Conquistas e instituciones de gobierno en Colima de la Nueva España (1523-1600) y Clérigos, encomenderos, mercaderes y arrieros (2007).

PAULINA MACHUCA CHÁVEZ (Colima, 1982). Doctora en ciencias sociales por el CIESAS Occidente. Ha sido becaria del Coimbra Group en la Università degli Studi di Siena y becaria de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 2010. Entre sus publicaciones destacan Intérpretes y trasuntos, siglos XVI-XVII y El cabildo de la villa de Colima en los albores del siglo XVII.

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

Fideicomiso Historia de las Américas

Serie
HISTORIAS BREVES

Dirección académica editorial: ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Coordinación editorial: YOVANA CELAYA NÁNDEZ

COLIMA

JOSÉ MIGUEL ROMERO DE SOLÍS
PAULINA MACHUCA CHÁVEZ
 

Colima

HISTORIA BREVE

Fondo de Cultura Económica

EL COLEGIO DE MÉXICO
FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS
FONDO  DE  CULTURA  ECONÓMICA

Primera edición, 2010
Segunda edición, 2011
   Primera reimpresión, 2012
Primera edición electrónica, 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

PREÁMBULO

LAS HISTORIAS BREVES de la República Mexicana representan un esfuerzo colectivo de colegas y amigos. Hace unos años nos propusimos exponer, por orden temático y cronológico, los grandes momentos de la historia de cada entidad; explicar su geografía y su historia: el mundo prehispánico, el colonial, los siglos XIX y XX y aun el primer decenio del siglo XXI. Se realizó una investigación iconográfica amplia —que acompaña cada libro— y se hizo hincapié en destacar los rasgos que identifican a los distintos territorios que componen la actual República. Pero ¿cómo explicar el hecho de que a través del tiempo se mantuviera unido lo que fue Mesoamérica, el reino de la Nueva España y el actual México como república soberana?

El elemento esencial que caracteriza a las 31 entidades federativas es el cimiento mesoamericano, una trama en la que destacan ciertos elementos, por ejemplo, una particular capacidad para ordenar los territorios y las sociedades, o el papel de las ciudades como goznes del mundo mesoamericano. Teotihuacan fue sin duda el centro gravitacional, sin que esto signifique que restemos importancia al papel y a la autonomía de ciudades tan extremas como Paquimé, al norte; Tikal y Calakmul, al sureste; Cacaxtla y Tajín, en el oriente, y el reino purépecha michoacano en el occidente: ciudades extremas que se interconectan con otras intermedias igualmente importantes. Ciencia, religión, conocimientos, bienes de intercambio fluyeron a lo largo y ancho de Mesoamérica mediante redes de ciudades.

Cuando los conquistadores españoles llegaron, la trama social y política india era vigorosa; sólo así se explica el establecimiento de alianzas entre algunos señores indios y los invasores. Estas alianzas y los derechos que esos señoríos indios obtuvieron de la Corona española dieron vida a una de las experiencias históricas más complejas: un Nuevo Mundo, ni español ni indio, sino propiamente mexicano. El matrimonio entre indios, españoles, criollos y africanos generó un México con modulaciones interétnicas regionales, que perduran hasta hoy y que se fortalecen y expanden de México a Estados Unidos y aun hasta Alaska.

Usos y costumbres indios se entreveran con tres siglos de Colonia, diferenciados según los territorios; todo ello le da características específicas a cada región mexicana. Hasta el día de hoy pervive una cultura mestiza compuesta por ritos, cultura, alimentos, santoral, música, instrumentos, vestimenta, habitación, concepciones y modos de ser que son el resultado de la mezcla de dos culturas totalmente diferentes. Las modalidades de lo mexicano, sus variantes, ocurren en buena medida por las distancias y formas sociales que se adecuan y adaptan a las condiciones y necesidades de cada región.

Las ciudades, tanto en el periodo prehispánico y colonial como en el presente mexicano, son los nodos organizadores de la vida social, y entre ellas destaca de manera primordial, por haber desempeñado siempre una centralidad particular nunca cedida, la primigenia Tenochtitlan, la noble y soberana Ciudad de México, cabeza de ciudades. Esta centralidad explica en gran parte el que fuera reconocida por todas las cabeceras regionales como la capital del naciente Estado soberano en 1821. Conocer cómo se desenvolvieron las provincias es fundamental para comprender cómo se superaron retos y desafíos y convergieron 31 entidades para conformar el Estado federal de 1824.

El éxito de mantener unidas las antiguas provincias de la Nueva España fue un logro mayor, y se obtuvo gracias a que la representación política de cada territorio aceptó y respetó la diversidad regional al unirse bajo una forma nueva de organización: la federal, que exigió ajustes y reformas hasta su triunfo durante la República Restaurada, en 1867.

La segunda mitad del siglo XIX marca la nueva relación entre la federación y los estados, que se afirma mediante la Constitución de 1857 y políticas manifiestas en una gran obra pública y social, con una especial atención a la educación y a la extensión de la justicia federal a lo largo del territorio nacional. Durante los siglos XIX y XX se da una gran interacción entre los estados y la federación; se interiorizan las experiencias vividas, la idea de nación mexicana, de defensa de su soberanía, de la universalidad de los derechos políticos y, con la Constitución de 1917, la extensión de los derechos sociales a todos los habitantes de la República.

En el curso de estos dos últimos siglos nos hemos sentido mexicanos, y hemos preservado igualmente nuestra identidad estatal; ésta nos ha permitido defendernos y moderar las arbitrariedades del excesivo poder que eventualmente pudiera ejercer el gobierno federal.

Mi agradecimiento a la Secretaría de Educación Pública, por el apoyo recibido para la realización de esta obra. A Joaquín Díez-Canedo, Consuelo Sáizar, Miguel de la Madrid y a todo el equipo de esa gran editorial que es el Fondo de Cultura Económica. Quiero agradecer y reconocer también la valiosa ayuda en materia iconográfica de Rosa Casanova y, en particular, el incesante y entusiasta apoyo de Yovana Celaya, Laura Villanueva, Miriam Teodoro González y Alejandra García. Mi institución, El Colegio de México, y su presidente, Javier Garciadiego, han sido soportes fundamentales.

Sólo falta la aceptación del público lector, en quien espero infundir una mayor comprensión del México que hoy vivimos, para que pueda apreciar los logros alcanzados en más de cinco siglos de historia.

ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Presidenta y fundadora del
Fideicomiso Historia de las Américas

 

I. UN ESPACIO TRIANGULAR

LEN LOS MAPAS, EL TERRITORIO ACTUAL de Colima se presenta a manera de un triángulo isósceles, cuya base corre sobre el curso de los ríos Tamazula y Coahuayana, en su límite oriental. Limita al norte, noreste y poniente con Jalisco; al sureste con Michoacán, y al sur y suroeste se baña en el Océano Pacífico —al que después de la conquista se nombraba “la Mar del Sur”— por donde se extiende, allende las aguas territoriales, a un grupo de islas —las Revillagigedo— de origen volcánico; la más cercana de ellas dista unos 600 km de la costa y la más alejada —la mítica Isla Clarión— salta de las aguas a unos 1 000 km. La superficie estatal (sin las islas) es de 5 545 km2, que representan 0.3% del territorio nacional.

Respecto a su presencia continental, el estado de Colima se halla enmarcado por las siguientes coordenadas: 19°31’, al norte; 18°41’, al sur; 103°29’, al este y 104°41’ al oeste. Según esta situación geográfica, el clima dominante y general en el estado es tropical cálido subhúmedo (78% de la superficie estatal), con temperatura promedio anual de unos 24°C; sin embargo, el relieve propio del territorio del estado y la amplia costa determinan variaciones en el régimen de temperaturas y precipitaciones, lo que da pie a otros tipos climáticos semicálidos, templados y fríos con mayores o menores índices de humedad.

Mientras con una mano juega en las playas con las arenas del mar, con la otra Colima tantea los cielos: más de la mitad de su territorio es montañoso, porque se entrecruzan la Sierra Madre del Sur, con sus cerros y serranías, y el Eje Neovolcánico, que le da identidad inconfundible con sus dos espléndidos volcanes: el Nevado de Colima y el Volcán de Fuego (4 240 y 3 820 metros sobre el nivel del mar [msnm]). La telaraña de ríos y arroyos que se descuelgan de los volcanes y de las serranías a través de hondas barrancas hacia su desembocadura en el Océano Pacífico, va formando una serie de valles ramificados que, a su vez, aunados a otros factores —clima, relieve y configuración del terreno— constituyen cuatro comarcas propias y características dentro del territorio estatal: en primer lugar, el Valle de Colima; luego, la comarca de Ixtlahuacán; más adelante el Valle de Tecomán y, por fin, la comarca de Manzanillo, serrana con Minatitlán y costera con el puerto. Veámoslas con más detalle.

Desde las cumbres de los volcanes, primero en forma vertiginosa y luego a través de lomeríos suaves y abruptas cañadas, el paisaje orográfico abre camino en la porción central y noreste del territorio estatal al Valle de Colima, donde se alza la capital del estado a 490 msnm; a su rededor se extiende una zona agrícola que abarca los actuales municipios de Colima, Coquimatlán, Villa de Álvarez, Comala y Cuauhtémoc, que aprovechan valles y aguas de ríos y arroyos, entre ellos los ríos Comala, Armería, Colima y El Salado, cuya agricultura se orienta al cultivo de granos —maíz, arroz, sorgo, frijol—, caña de azúcar, que es exclusiva de la comarca, algunos frutales —coco, plátano, limón, papaya, melón y tamarindo— y a la ganadería.

Arriba quedan, además de las continuas y seculares erupciones y fumarolas del Volcán de Fuego, sus suelos de color negruzco, ricos en materia orgánica pero ácidos y pobres en nutrientes, que sólo dan de sí para soportar vegetación de selva o bosque con generosa presencia de nogal (Juglans sp.), fresno (Fraxinus sp.), tescalama (Ficus petiolaris) y encino (Quercus sp.), entremezclados con innumerables arbustos, entre los que pulula la sangre de drago (Croton diaco). Sin embargo, según descienden las alturas, los grandes árboles comparten su vida sombreando cafetos y alternando con guácimas (Guazuma ulmifolia), guajes (Lysiloma sp.), copales con tronco de ligeras tecatas rojizas (Bursera sp.), jacanicuil (Inga sp.), gigantescas parotas (Enterolobium cyclocarpum), guayabos (Psidium guajava), higueras de amplio talle grisáceo y chalates o zalates (Ficus sp.), el benéfico palo de Brasil (Haematoxylum brasiletto), los bellos barcinos de madera veteada (Cordia alaegnoides) y, por todas partes, los escuálidos huizaches (Acacia cymbispina).

Las tierras del Valle de Colima —un plano inclinado de norte a sur— son de origen volcánico —sea de rocas o cenizas— y aluviales. Su textura es plural: arcillosas y finas, unas; gruesas y arenosas, otras, que atraviesan gamas de diverso color, desde el negro al rojizo y pardo, que en tiempos de secas se rompen y agrietan. En tan estrechos márgenes, la variedad altitudinal de la comarca, desde 4 220 hasta 400 msnm, da lugar a una multiplicidad de microclimas: del más seco al más húmedo de los cálidos subhúmedos, del templado al semifrío, y en los límites con Ixtlahuacán y tierras michoacanas, hacia el sureste, el semiseco muy cálido. Esta complejidad se refleja, asimismo, en la temperatura media y precipitaciones pluviales.

La comarca de Ixtlahuacán queda situada hacia el extremo centro-oriental del estado en la provincia de la Sierra Madre del Sur, dominando el paisaje serranías con alturas inferiores a 1 600 msnm y, por lo general, con cumbres y laderas tendidas. El cuerpo de la sierra está partido en dos por el valle intermontano ramificado que forma el Río Salado. Esta comarca abarca sólo el municipio de Ixtlahuacán, sin duda, el que padece menor desarrollo socioeconómico del estado de Colima. El clima dominante es cálido con precipitaciones propias de la temporada de lluvias y muy escasas a lo largo del año. La agricultura, muy poco mecanizada, en los últimos años se concentra en cultivar melón y sandía. Hay interés de los lugareños por la ganadería —cría y engorda de becerros, ovejas y cabras—, apicultura y explotación de algunos recursos forestales como la parota, la rosa morada (Tabebuia pentaphylla) y el barcino.

El Valle de Tecomán incluye los municipios de Armería y Tecomán y se sitúa en la provincia fisiográfica de la Sierra Madre del Sur, dominando el paisaje los terrenos serranos de la Sierra Costera de Jalisco y Colima que separan la comarca de las aledañas del Valle de Colima e Ixtlahuacán, para extenderse a lo largo y ancho de los valles ramificados de los ríos Armería y Coahuayana; éste sirve de límite con el vecino estado de Michoacán. El relieve de las tierras de esta comarca oscila entre el nivel del mar hasta 800 msnm. El clima presenta cierta uniformidad por lo mismo: sobre la planicie costera y hasta los núcleos urbanos de Armería y Tecomán se resiente un clima cálido subhúmedo; desde dichas cabeceras hacia el norte domina un semiseco muy cálido. Igual acontece hacia el poniente cuando llano y sierra se juntan en las inmediaciones de la Laguna de Cuyutlán, cerca ya de la comarca de Manzanillo. Esta uniformidad queda subrayada por el tipo de suelos, cuyos materiales son del reciente cuaternario, efecto de los sedimentos depositados por los escurrimientos en las cuencas del Armería y del Coahuayana.

La vegetación nativa casi ha desaparecido frente a una agricultura tecnificada y de altos rendimientos que aprovecha la importante red existente de canales de riego y pozos profundos. Persisten, no obstante, restos de aquélla en algunos trechos a lo largo de los cauces de los ríos, predominando el sulix, y en los esteros y desembocaduras sobre el mar, asociaciones de manglar (Rhizophora mangle y Laguncularia racemosa), así como áreas de palmar (guacoyule: Orbignya sp.) hacia la Barra de Cuyutlán, y de tular (Prosopis sp. y Distichlis sp.) donde se beneficia la sal.

Al occidente del territorio estatal y en la subprovincia de la Sierra Costera de Jalisco y Colima, se localiza la comarca de Manzanillo, que abarca los municipios de Minatitlán y Manzanillo. El paisaje queda subrayado por sierras y serranías que desde el norte de la región se descuelgan con rapidez hacia el litoral, con un estrecho corredor de planicie costera entre los ríos Armería y Marabasco —éste se erige en frontera natural para los estados de Colima y Jalisco— y cuyos materiales geológicos superficiales son sedimentos del Cuaternario. El relieve de la zona, muy accidentado, oscila desde las hermosas playas hasta los 2 500 msnm, y acompaña las variaciones climáticas que, en las tierras —planicie y sierras— aledañas al litoral son las más cálidas y secas de la zona y del estado. Cruzando la cota de 1 000 msnm, se pasa a un tipo de clima transicional y de mayor humedad. El principal núcleo urbano crece junto al puerto de Manzanillo y áreas conurbadas de Salagua y Santiago, testigos de los afanes marineros del siglo XVI.

En este paisaje triangular, desde el mar jalado hacia las alturas por el Volcán de Fuego, con frecuencia límpidos sus contornos —mostrando los gigantescos arañazos provocados por los derrames de lava—, oculto a veces como el Olimpo por oscuras y apretadas nubes, residen medio millón de habitantes repartidos en un sinnúmero de poblaciones cuya toponimia se ha mantenido viva durante siglos.

II. EL COLIMA PREHISPÁNICO

EL OCCIDENTE EN LASMÁRGENES DE MESOAMÉRICA

DURANTE MUCHOS AÑOS, los estudiosos del México antiguo consideraron al occidente de Mesoamérica como una zona “marginal”, alejada del esplendor que alcanzaron otros pueblos mesoamericanos, como los olmecas, mayas o mexicas. Pensaban que ese rincón occidental, que abarcaba los actuales estados costeros de Sinaloa, Nayarit, Jalisco, Colima, Michoacán y una parte de Guerrero, además de Guanajuato, no había desarrollado los rasgos más sobresalientes del resto de las culturas mesoamericanas. Por ello, el Occidente se distinguía por el “síndrome negativo”, es decir, porque en él no se desarrolló una estructura monumental como en el resto de Mesoamérica, donde no se elaboraron códices ni escritura glífica, donde las artes no alcanzaron el refinamiento existente en otras latitudes y donde no había indicios de que alguna cultura hubiera florecido al compás de otras que sí lo hicieron en el periodo Preclásico. Sin embargo, a la luz de nuevas aportaciones de arqueólogos e historiadores, lingüistas y geógrafos, hoy en día se reconoce al occidente de Mesoamérica como una región rica en tradiciones, con un desarrollo particular y con rasgos culturales propios.

Las siguientes líneas tienen como propósito explorar, a grandes rasgos, el desarrollo cultural de los pueblos prehispánicos asentados en el actual estado de Colima, así como las primeras interpretaciones al respecto realizadas por los estudiosos. Si bien las investigaciones actuales continúan arrojando luz sobre la forma en que vivieron nuestros antepasados, hoy en día ya se cuenta con un panorama más completo de la organización social, económica y política de las comunidades prehispánicas asentadas en el occidente mesoamericano.

PRIMERAS EXPLORACIONES ARQUEOLÓGICAS

Fueron muchos los colimenses que se toparon con vasijas y tepalcates quebrados al ras del suelo, mientras caminaban por montes, huizacheras y al pie de los ríos. Algunos de ellos se preguntaban qué eran aquellos objetos de barro, quién los había elaborado y cuánto tiempo habían permanecido enterrados entre el lodo y la maleza. Otras personas corrían con mayor suerte y encontraban hondas perforaciones en la tierra que funcionaban a manera de tumbas, en cuyo interior se hallaban diversos objetos materiales que acompañaban a los restos humanos. Fue así como surgió el interés por conocer la historia de los pueblos que nos antecedieron en el tiempo, en un pasado más remoto que la incursión española en Colima.

Uno de los personajes que reflexionaron en torno a estos hallazgos arqueológicos fue Miguel Galindo, quien dedicó gran parte de su vida a recorrer los principales asentamientos humanos del Colima prehispánico. Galindo identificó 17 sitios arqueológicos: nueve en el Valle de Colima, tres en la cuenca del Río Salado, tres en la Planicie Costera y uno en las orillas de los ríos Naranjo y San José. Las observaciones acuciosas de Galindo se plasmaron en su obra Bosquejo de la geografía arqueológica del estado de Colima, publicada en 1922, en la que argumentaba que los vestigios localizados cumplían con dos funciones: las herramientas del trabajo y la cocina tenían un fin utilitario, mientras que las artísticas y simbólicas cubrían la función ideológica. El texto de Galindo sentó un antecedente importante en el estudio de los pueblos antiguos de Colima, si bien no se trataba de un trabajo realizado con los métodos y las técnicas propias de la arqueología. El profesor Aniceto Castellanos siguió los pasos de Miguel Galindo divulgando temas arqueológicos a través de periódicos locales, y luchó por que los estatutos que protegían el patrimonio arqueológico se cumplieran, pues tanto el saqueo como el contrabando de piezas se habían convertido en actividades cotidianas. Como maestro normalista, Castellanos impulsó la apertura del primer museo que exhibía el legado histórico de los pueblos antiguos de Colima.

El interés por el occidente mesoamericano también tocó las puertas de especialistas extranjeros, quienes, intrigados por el devenir histórico de los pueblos prehispánicos en esta latitud, emprendieron una serie de investigaciones encaminadas a descubrir los misterios que encerraban los vestigios hasta entonces localizados. Uno de ellos fue el alemán Hans Disselhoff, quien, de acuerdo con Ángeles Olay, realizó en 1932 la mejor descripción de las tumbas prehispánicas del antiguo territorio de Colima, conocidas más tarde como “tumbas de tiro”. Otros especialistas extranjeros se sumarían a las investigaciones. Un grupo de científicos de la Universidad de California (UCLA), encabezado por el geógrafo Carl Ortwin Sauer y su alumna la arqueóloga Isabel Kelly, exploró el occidente de México a partir de la década de 1930. Se trató del trabajo de campo más acucioso que se hubiera realizado hasta entonces, cuyos magníficos resultados demostraron la riqueza cultural de los pueblos prehispánicos asentados en el Occidente, con lo que se venía abajo la teoría de la “marginalidad” de esta zona.

Entre 1930 y 1960, Kelly emprendió una gran exploración de materiales arqueológicos en los estados del litoral Pacífico mexicano, desde Sinaloa hasta Guerrero, donde encontró muestras importantes de asentamientos humanos que se remontan a épocas muy tempranas del periodo Formativo mesoamericano, es decir, hasta 1500 a.C. Los hallazgos de Kelly contradijeron las hipótesis acerca de que el Occidente se había quedado rezagado en el tiempo respecto a las principales culturas del Altiplano, y gracias a ellos se revalorizaron social, política y económicamente las culturas de Occidente. Por esta razón, Kelly es una de las figuras más emblemáticas de los hallazgos arqueológicos en el occidente mexicano del siglo XX.

El análisis de las cerámicas le permitió a Kelly dividir en periodos o fases el desarrollo cultural de los antiguos pueblos de Colima. Las etapas caracterizadas por ella son todavía punto de referencia obligado para los arqueólogos, aunque susceptibles de modificaciones. Esto quiere decir que la historia del occidente mesoamericano es y seguirá siendo una puerta abierta a nuevas interpretaciones, conforme arqueólogos, historiadores y otros especialistas arrojen luz sobre nuestros antepasados. Estudios posteriores a los de Kelly, como los de Donald Brand, Otto Schondube y, en fechas más recientes, María de los Ángeles Olay, han contribuido de manera significativa a la historia antigua de Colima. No debemos olvidar el esfuerzo de organismos como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), que, a través de sus centros y delegaciones estatales, ha logrado avanzar en las tareas de salvamento arqueológico, a la vez que otros organismos nacionales, como El Colegio de Michoacán, y organizaciones europeas se interesan cada vez más en el estudio de sitios antiguos.

LOS PUEBLOS ANTIGUOS DE COLIMA

Los entierros localizados en el eje cultural de Colima permiten reconstruir una parte de la vida cotidiana de los pueblos prehispánicos. Una rica variedad de ofrendas, casi todas ellas elaboradas en barro, presentan las diversas facetas sociales y naturales de nuestros antepasados. Las figurillas muestran elementos humanos y religiosos con un marcado espíritu artístico, así como una gran diversidad de flora y fauna. De acuerdo con Schöndube, todos los estratos sociales están bien representados: las figurillas de barro muestran a individuos sedentes, músicos tocando un instrumento, acróbatas, bailarines con máscara y guerreros bien armados con sus cascos y escudos. Las mujeres también ocupan un lugar especial: las hay embarazadas, con niños en brazos, en la molienda al pie del metate y portando vasijas. Las figuras “patológicas” dan cuenta de personajes jorobados, hidrópicos y, posiblemente, con labio leporino; la finalidad de representar un cuadro de enfermedades obedecía, quizás, a los ánimos de ahuyentar los padecimientos, pero también a la idea de que se trataba de seres tocados por los dioses y que, por ello, merecían un trato especial.

Los hallazgos materiales también informan sobre la gran variedad de adornos personales que utilizaban estos individuos, como brazaletes, pulseras, collares y orejeras; todo parece indicar que practicaban la pintura corporal, tatuajes y escaras, es decir, cicatrices en el cuerpo con fines decorativos. En la música, predominaron los instrumentos de viento: flautas, silbatos y hasta caracolas marinas que imitaban el sonido de trompetas, aunque no desconocieron las percusiones, como sonajas y tambores. El ambiente natural estaba representado por animales, como perros, patos, loros, tejones, venados, culebras, iguanas, tortugas, armadillos y caracoles, además de peces e insectos que complementaban el ecosistema con paisajes de variados vegetales, como calabazas, guajes, chirimoyas y granos de maíz.

El conjunto de vestigios arqueológicos localizados hasta ahora sugiere que los primeros asentamientos en la región datan del año 1500 a.C., y que se trató de individuos con una expectativa de vida de 30 años de edad. Es muy probable que fuera una sociedad endogámica, es decir, con lazos consanguíneos dentro del mismo grupo y, rara vez, con clanes vecinos. Eran grupos sociales que practicaban el chamanismo como respuesta a sus inquietudes espirituales y, en algún momento, se organizaron en cacicazgos, es decir, una estructura jerárquica hereditaria encabezada por un señor étnico. La riqueza del ambiente, con un paisaje de costa, de abundantes corrientes fluviales provenientes de los ríos Marabasco, Armería y Coahuayana, y una rica vegetación emanada de las faldas de dos imponentes volcanes, permitió la práctica de actividades como la caza, la pesca y la recolección. Una de las características más notables del Occidente es su relieve montañoso, propicio al aislamiento de los pobladores que aquí se asentaron. Valles y llanuras apenas si cupieron en tan apretados espacios, pues incluso las serranías se extendían hasta las costas. Es natural que, en una geografía accidentada como ésta, se desarrollara una marcada “variabilidad cultural”.

TRADICIONES CERÁMICAS

Como lo señalamos antes, Isabel Kelly identificó las secuencias o tradiciones cerámicas del Colima antiguo, periodización que ha funcionado a manera de fases históricas que se modifican a la luz de nuevas indagaciones. La fase Capacha (1500-1200 a.C.) constituye el registro arqueológico más antiguo de Colima. En este periodo se practicaban ritos funerarios sencillos, aunque poco se sabe de cómo eran las viviendas y dónde se construían. El hallazgo de metates y vasijas en forma de bules o guajes, acinturadas y de boca ancha, indica que se trataba de grupos sedentarios en dominio de su entorno natural y que desarrollaban elementos artísticos como la alfarería y la lapidaria, es decir, el grabado en piedras. Los arqueólogos han encontrado una estrecha similitud entre los objetos cerámicos de la cultura Capacha con algunos materiales elaborados en la costa de Ecuador, lo que sugiere que en esa época existió un vínculo entre el occidente mesoamericano y la costa sur del Pacífico, a través de la navegación de cabotaje. Esta hipótesis, aunque muy cuestionada en un principio, es aceptada hoy en día por la comunidad académica. Se desconoce qué ocurrió con la cultura Capacha después del año 1200 a.C., aunque algunos estudiosos insinúan que una fuerte actividad volcánica (erupciones) alteró la dinámica de la población, lo que postergó el inicio de la siguiente etapa. Esta conjetura, sin embargo, está por demostrarse.

En la fase Ortices (500 a.C.-100 d.C.) se construyeron la mayoría de las tumbas de tiro: estos recintos funerarios, a manera de cámaras subterráneas, guardan en su interior numerosas figurillas de barro que acompañan al difunto en su travesía al más allá. María de los Ángeles Olay, en su libro Memoria del Tiempo, dice:

Las tumbas son recintos subterráneos que constan de un tiro o pozo vertical que se excava hasta el piso duro del subsuelo. Generalmente se buscaban lugares propicios para que la cámara no sufriera desplomes ni deslaves. Una vez que el tiro cruzaba la capa del subsuelo firme que garantizaba la estabilidad de la bóveda, se abrían uno o más pasajes a las bóvedas. En su interior los restos de los personajes descansarían por la eternidad, acompañados por ofrendas y menajes singulares. Ya fuera uno o varios los individuos depositados en las cámaras se colocaron en su interior las renombradas figuras huecas que reproducían las imágenes de hombres y mujeres desempeñando labores cotidianas, así como las de las plantas y animales que compartían sus afanes de sobrevivencia. Y aun cuando estos testimonios son una constante por toda la extensión del arco de las tumbas, cada territorio desarrolló estilos particulares.

Los materiales de esta fase se distinguieron por sus bandas sombreadas con tonalidades que iban del color crema al gris, aplicadas sobre tono natural de las vasijas, mientras que en sus bordes interiores se distinguían los diseños lineales y ondulados de color rosa-rojo al negro morado.

Los vestigios arqueológicos de la fase Comala (100-500 d.C.) son los más conocidos del Colima prehispánico. Los diseños en barro muestran una sorprendente armonía plástica. Los alfareros de esta fase lograron moldear y decorar bellas y delicadas formas en barro, concha, hueso y piedra. De aquí provienen gran parte de los famosos perros izcuintli, que se han convertido en un emblema del estado de Colima. De hecho, la fase Comala fue la primera en ser identificada por Isabel Kelly en 1939, y en ella encontró ciertas analogías con diversas formas teotihuacanas.

En la fase Colima (550-750 d.C.) se observa una notable decadencia en el trabajo de alfarería, aun cuando pervivió la práctica de enterrar a los muertos en tumbas de tiro. Se observan tumbas sencillas, con una pequeña cámara, llamada también cueva de alcatraz, que albergaba una especie de cama elaborada a partir de cenizas volcánicas donde se colocaba a los muertos. De esta fase se han reportado grandes cantidades de cántaros en rojo-naranja, pero muchos de ellos sin pulir, lo que demuestra el declive en la técnica de alfarería alcanzada en la fase anterior. En cambio, en este periodo surgió la hechura de cajetes con bases de pedestal bajas, además de molcajetes decorados en sus fondos interiores. Otro cambio notable fue el desplazamiento de las vasijas profundas de boca abierta para dar paso a las ollas con tapaderas, muchas de ellas en forma de animales. En la fase Colima la región adopta los patrones mesoamericanos. Se observa también un cambio en el patrón de asentamientos humanos, pues se construyeron plataformas cuadrangulares y rectangulares alrededor de plazas o patios, es decir, semejantes a las del modelo de asentamiento meso-americano. Además, surgieron las primeras esculturas de piedra en forma de bulto, las que evocan figuras antropomorfas, sedentes y con el rostro mirando al cielo.

Para Kelly, la fase Armería (750-1100 d.C.) continúa la etapa anterior debido a que los vestigios de ambas se traslapan en espacio y tiempo. Un elemento distintivo de la fase Armería es que las vasijas se fabrican a base de pasta en tonos cremas, con baños de color naranja. Son típicos de esta fase los floreros a manera de ollas medianas, con paredes rectas que sujetan el cuello y con bordes curvilíneos. Se hallan también molcajetes similares a los de la fase Colima. Las “copas Armería”, una suerte de cajetes de fondo cóncavo y paredes curvo-divergentes con bases pedestales cortas, caracterizan el periodo. En esta etapa se abandonan las tumbas de tiro para dar paso a sencillos enterramientos sobre el suelo, mediante pequeños pozos excavados en el tepetate y colocados con frecuencia al pie de pequeños muros de piedra. En la fase Armería se inició un periodo de intercambio económico y cultural con el centro de México a través del área de Chapala; prueba de ello son las figurillas que evocan a deidades mesoamericanas, como Tláloc (dios de la lluvia) y Huehuetéotl (dios viejo). Al respecto, Román Piña Chan menciona que, hacia el año 800 de nuestra era, muchos pueblos se movilizaron en busca de nuevos horizontes, de Guerrero a Sinaloa, lo que propició intercambios culturales y cambios sociales en la vida de estos grupos.

Pero fue en la fase El Chanal (1100-1460 d.C.) cuando los vínculos entre el occidente y el centro de Mesoamérica se estrecharon. Un nutrido contingente humano ligado a la tradición tolteca se estableció en las faldas del Volcán de Colima hacia el año 1100 d.C.; grupo conocedor del arte de la guerra y del comercio itinerante, pronto dominó a las poblaciones locales. Este grupo se asentó en el sitio arqueológico denominado El Chanal, y de ahí el nombre que se dio al periodo. Los hallazgos arqueológicos dan cuenta de la impronta religiosa, económica y militar que introdujeron, pues muestran una clara estratificación social con el surgimiento de centros ceremoniales y sitios urbanos, como El Chanal y La Campana, que albergaban a miles de individuos. El contexto habitacional se tornó más complejo, mediante plazas edificadas alrededor de plataformas piramidales donde se localizaban los juegos de pelota. En esta fase, el panteón mesoamericano se diversificó en imágenes con deidades provenientes de las culturas del centro de México que representan a Tláloc, Ehécatl (dios del viento), xipe-Tótec (dios de la fertilidad y los sacrifcios) y Huehuetéotl (el dios viejo del volcán). Las figurillas de barro evocan a grandes guerreros, la actividad bélica que caracterizó al grupo, mientras que la presencia de glifos calendáricos labrados en lápidas de piedra es evidencia del intento de controlar los temporales de riego y cosechas y, asimismo, identificar aquellos acontecimientos o hazañas que legitimaran a las élites gobernantes. Como dato adicional, según el capitán Miguel José Pérez Ponce de León, hacia 1776 en algunas comunidades indígenas de Colima se adoraba y rendía culto a los antiguos dioses como Tonatiuh, Tonantzin y Huehuetéotl.

La fase Periquillo (1500 d.C.) toma su nombre del sitio del mismo nombre, muy cerca del actual municipio de Armería. Pese a su similitud con la fase anterior, la cerámica es más austera. En los cuellos de las vasijas una serie de hoyos pequeños y circulares, o bien, formas humanas o de animales aderezan los recipientes. Sus asentamientos humanos se dirigieron a la parte baja de la cuenca del Río Armería, donde se mantuvieron un tanto aislados hasta la llegada de los españoles. De acuerdo con Juan Carlos Reyes, fueron los pueblos de la fase Periquillo los que dominaron el Valle de Tecomán, disputaron las salinas de la costa y, quizá, fueron los que enfrentaron y derrotaron a los españoles en su primer intento fallido de conquistar el territorio de Colima.

EN VÍSPERAS DE LA CONQUISTA

Las fuentes históricas del siglo XVI no son muy elocuentes en torno a la vida social y política de los pueblos de Colima en el periodo inmediato a la Conquista. La Relación sumaria de Lorenzo Lebrón de Quiñones (1551-1554) constituye un referente obligado para los estudiosos del tema, ya que ahí se menciona la presencia de tres señoríos: el de Coliman, en las inmediaciones del Valle de Colima y la cuenca del Río Salado; el de Aliman, situado en las inmediaciones del Río Coahuayana y de la costa de la Mar del Sur, y el de Cihuatlán-Tepetitango, entre los ríos Chacala y Armería.

Por su parte, fray Jerónimo de Alcalá menciona en su Relación de Michoacán que, en algún tiempo pasado, Colima fue dominado por el cazonci tarasco Zizispandaquare, a quien le rendía tributo de algodón, sal y, tal vez, conchas marinas. Sin embargo, al referirse a los tiempos de Hernán Cortés, Alcalá da a entender que Colima era una comarca independiente, con sus propios gobernantes, a quienes llama “los señores de Colima”. Sin embargo, Hernán Cortés, en su tercera Carta de relación, al parecer informado por el cazonci, menciona al “señor de Colima”: el plural se ha convertido en singular. También Francisco Javier Clavijero sugirió que, en algún momento, Colima fue tributaria del Imperio mexica, ya que el glifo representativo de “Coliman” aparece en la lámina 18 de la Matrícula de Tributos y en la lámina 40 del Códice Mendocino. Esto quiere decir que, en algún momento de la historia, Colima habría tributado algodón, manta, concha nácar y cacao a los aztecas, aunque todavía se discute si el “Coliman” que aparece en ambos documentos es el Colima actual, o si se trataba de otro pueblo con el mismo nombre.

En lo referente a las lenguas, Peter Gerhard mencionó que en Colima y sus zonas aledañas se hablaba una forma arcaica de náhuatl en la época prehispánica, aunque el autor reconoció otra hipótesis de Donald Brand, quien sostuvo que el náhuatl fue introducido aquí como lingua franca después de la Conquista y que, en el momento de contacto, se hablaban muchas lenguas. De acuerdo con Juan Carlos Reyes, las fuentes mencionan los siguientes registros lingüísticos: caxcán, sayulteca, tarasco, tamazulteca, zapoteca (de Zapotlán), pinome, coca, tiame, cochin y otomí. A mediados del siglo XVI, según Lebrón de Quiñones, en 10 leguas de comarca había localizado 33 lenguas distintas “que unas a otras no se entienden y en muchos pueblos pequeños hay tres y cuatro diferencias de modos de hablar”. Por su parte, Domingo Lázaro de Arregui reveló en su Descripción de la Nueva Galicia, de principios del siglo XVII, que en esta zona del occidente novohispano se hablaban diversas lenguas locales, pues había “pueblos de quince vecinos que hablan en ellos dos o tres diferencias de lenguas” y que entre ellos mismos no se entendían. Arregui explicó además que el náhuatl o lenguaje común de los indios mexicanos sirvió como base para el proceso de castellanización indígena, de manera que numerosos clérigos también lo aprendieron para tomar confesiones e instruir en la fe católica a los nuevos cristianos. Asimismo, en la Minuta de 1631 del obispo michoacano Francisco de Rivera Pareja se señaló que, a pesar de que todas las doctrinas se impartían en náhuatl, en Tecomán sobrevivían el teconuca y en Alcuzahue el alanzauteca.