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POLÍTICAS PÚBLICAS
Retos y desafíos para la gobernabilidad

Title

Políticas públicas: retos y desafíos para la gobernabilidad / Andre-Noël Roth Deubel y otros ocho autores; Compiladora: Dulfary Calderón Sánchez. – Bogotá: Universidad Santo Tomás, 2016.

Tablas, gráficas, mapas

ISBN 978-958-631-955-3

1. Políticas públicas 2. Administración pública I. Roth Deubel, Andre-Noël II. Calderón Sánchez, Dulfary - compilador II. Universidad Santo Tomás (Colombia)

CDD 320.3                                                                          CO-BoUST

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© Andre-Noël Roth Deubel |Víctor S. Peña | José Emilio Graglia | Dulfary Calderón Sánchez | Carlo Tassara | Erika Hernández Valbuena | Nadia García Sicard | Nina Blanco Arias | Ricardo Uvalle Berrones | Compiladora: Dulfary Calderón Sánchez

© Universidad Santo Tomás

Ediciones USTA

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Teléfono: (+571) 5878797, ext. 2991

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Coordinación de libros: Karen Grisales Velosa

Asistente editorial: Andrés Felipe Andrade

Corrección de estilo: Felipe Miranda Aguirre

Diagramación y diseño de carátula: Javier Barbosa

Hecho el depósito que establece la ley

ISBN: 978-958-631-955-3

Primera edición: 2016

Todos los derechos reservados

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin la autorización previa por escrito de los titulares.

  

Contenido

Presentación

Dulfary Calderón Sánchez

Prólogo

André-Noël Roth Deubel

El sinuoso camino hacia un Estado de políticas públicas

Víctor S. Peña

Introducción

El Estado como idea de donde todo parte

Administración y política

Sobre la llamada “nueva gestión pública”

Para comprender “políticas públicas”

Apuntes finales, manera de conclusión

Referencias bibliográficas

Modelo relacional de políticas públicas

José Emilio Graglia

¿Qué son las políticas públicas?

Un Estado como responsable principal

La sociedad como primera destinataria y partícipe necesaria

Necesidades y demandas

Análisis para la alimentación del proceso

Diseño de políticas públicas

Gestión de políticas públicas

Difusión sin demagogias

Difusión de políticas públicas

Referencias bibliográficas

Las políticas públicas: una construcción del valor público en la gobernabilidad

Dulfary Calderón Sánchez

Introducción

Las políticas públicas: un espacio de participación ciudadana

El valor de lo público: un reconocimiento social

Hacia la construcción de un valor de lo público en las políticas públicas

A modo de conclusión

Referencias bibliográficas

Cooperación internacional y políticas públicas: análisis de casos latinoamericanos

Carlo Tassara

Introducción

Globalización y políticas públicas

Internacional

Políticas sociales en América Latina

Reflexiones finales

Referencias bibliográficas

Análisis del enfoque de derechos humanos y las políticas públicas en Colombia

Erika Hernández Valbuena

Resumen

Introducción

Principios rectores de DDHH en la formulación de políticas públicas

Normas vinculantes en el ordenamiento jurídico colombiano

Consulta popular

Cabildo abierto

Audiencias públicas

Intervención de terceros

Consulta previa

Las políticas públicas con perspectiva de DDHH: necesidad de los acuerdos de La Habana

Referencias bibliográficas

Políticas públicas de la migración: elementos a considerar para la administración del fenómeno migratorio en el Pacífico colombiano

Nadia García Sicard

Introducción

Colombia: inmigración de paso

Aportes de las políticas públicas de países tránsito de la ruta del Pacífico

Consideraciones para la política pública sobre migración internacional en Colombia

Enfoque interno

Enfoque externo: extensión de la política pública con países limítrofes

Conclusiones

Referencias bibliografícas

Política de formación de funcionarios públicos en Colombia: herramienta de modernización del servicio público

Nina Blanco Arias

Resumen

Introducción

Modernización administrativa: mejora en la calidad del servicio público a través de la capacitación de los funcionarios

Población destinataria de la política. Exclusión legal de funcionarios vinculados en provisionalidad

Observatorio de capacitación y formación de lo público

Reflexiones sobre el análisis del diseño de la política y su necesaria evaluación

Conclusiones

Referencias bibliográficas

Epílogo

Ricardo Uvalle Berrones

  

Prólogo

El tema abordado por esta obra constituye uno de los puntos nodales de la acción pública. La gobernabilidad consiste en la capacidad de gobernar, de manera efectiva, los destinos de una sociedad. Desde una perspectiva democrática, lograrlo implica la producción de dispositivos gobernativos que son, de un lado, legítimos tanto en sus fines como en sus medios; y del otro, efectivos en lograr sus objetivos establecidos.

Históricamente, las acciones de las autoridades públicas, en el marco de la filosofía liberal y la Ilustración, se centraron en prohibir, obligar o autorizar en vista de la conservación política e institucional. Luego se orientaron progresivamente hacia objetivos finalizados de transformación de la sociedad, guiados en particular por la razón científica (Ilustración).

En las sociedades democráticas modernas, el centro de interés de la acción pública se desplazó o se deslizó progresivamente del Estado y su poderío hacia el ciudadano y sus derechos. Esta voluntad deliberada de transformación social se tradujo en la necesaria formulación e implementación de políticas públicas finalizadas; es decir, con objetivos establecidos. Estas deben ser entendidas como dispositivos de acción pública que enlazan un conjunto de recursos filosóficos, políticos, jurídicos, financieros, administrativos, argumentativos, estéticos y emocionales cuya finalidad consiste en lograr una transformación de una situación específica percibida como indeseable a otra considerada como más deseable o justa para los miembros de la sociedad. Entonces, las instituciones políticas de un Estado democrático tienen como objetivo desarrollar sin descanso políticas públicas que permitan la edificación, como le señala la filósofa Martha Nussbaum, de una sociedad decente; esto es, de una sociedad que aspira a la justicia y a la igualdad.

Sin embargo, es de señalar que, ante las diferentes concepciones de justicia y de igualdad que se expresan en una sociedad plural, las estrategias y los dispositivos definidos por las instituciones políticas que conforman el poder de Estado serán obligatoriamente diversos. La orientación y los contenidos concretos de las políticas públicas establecidos por los gobiernos de turno estarán siempre determinados por las condiciones, tanto objetivas (impuestas) como subjetivas (autoimpuestas), de factibilidad reinantes en un contexto siempre particular.

De este modo, tanto la definición de un problema o la formulación de una solución, como la determinación de los medios necesarios para alcanzarla, serán objetos de controversia y estarán sujetas a las limitaciones impuestas y autoimpuestas por el estado de las relaciones de poder existentes en la sociedad en cuestión. Además, las políticas públicas siempre serán la cristalización de un estado de las relaciones de fuerzas, las cuales se expresan tanto material como simbólicamente, entre los diversos grupos sociales que compiten por el control sobre el poder de Estado en un área, momento y lugar dados.

Como le recuerda Giandomenico Majone en su famosa obra Evidencia, argumentación y persuasión en la formulación de políticas, “la política pública está hecha de palabras” y la democracia se caracteriza por ser “un sistema de gobierno mediante la discusión” en donde los actores “intervienen en un proceso continuo de debate y mutua persuasión”. Por lo tanto, la naturaleza, el diseño y el funcionamiento de los dispositivos establecidos para la organización de la deliberación pública tienen una importancia fundamental en los regímenes políticos democráticos. Eso implica que el estudio de las políticas públicas no puede limitarse al análisis de un texto.

El contexto y el procedimiento por los cuales se definen, deciden e implementen las políticas públicas son entonces particularmente relevantes para su comprensión. En particular, resulta pertinente preguntarse quiénes son los actores que están autorizados y legitimados por el sistema político para participar a la discusión.

En perspectiva histórica, los regímenes políticos liberales han privilegiado generalmente a los principios republicanos de la representación política para designar a los actores autorizados para deliberar y decidir sobre los asuntos públicos. No obstante, rápidamente quedó evidenciado que la competición electoral tendía a favorecer la constitución de oligarquías que confundían sus propios intereses con el interés general o público.

De esta forma, las políticas públicas terminan por reflejar los valores y los intereses de las élites al poder al mismo tiempo que aseguran su permanencia y reproducción a través de políticas de legitimación. Así, frecuentemente, como le han mostrado varios estudios, ocurre que poderosos grupos de intereses logran capturar los procesos de formación e implementación de las políticas públicas.

Entonces, esta situación de captura de la política pública por los intereses particulares y la corrupción política que significaba fue sin duda un factor determinante para el fomento a partir de los años cincuenta y sesenta del siglo XX de unas Policy Sciences que se proponían usar los avances en materia científica y de herramientas técnicas (en particular: estadística, econometría y conductismo) para el análisis de los problemas públicos y la determinación de la acción política y administrativa más adecuada. Si bien el uso del método científico no resultaba del todo novedoso, su desarrollo será particularmente espectacular a partir de ese momento.

En consecuencia, el uso de la razón científica para la fundamentación y orientación de las acciones públicas fue considerado como el medio más efectivo para tomar decisiones políticas y así evitar que las pasiones y las emociones políticas las afectaran. El recuerdo nefasto de las políticas desarrolladas por los fascismos europeos, cuyos éxitos se basaron en la manipulación de las emociones humanas para el logro de fines macabras, estaba aún muy presente. Hoy en día se puede constatar que se expresan similares inquietudes en relación a ciertas actitudes políticas calificadas como populistas para justificar decisiones políticas.

Sin embargo, esa preocupación legítima por fundamentar científicamente la acción en materia de política pública derivó también en un fetichismo de la ciencia y en la legitimación de un nuevo cuerpo de expertos habilitados para decir qué y cómo hacer políticas públicas. En conjunto, la ideología científica, un uso instrumental de la razón y sus representantes, generaron lo que se conoce como la tecnocracia: una nueva forma de dominación basada en el conocimiento experto y la especialización profesional.

La teoría de la elección pública (public choice), basada en la extensión de la teoría económica neoclásica a los asuntos de gobierno, constituye un buen ejemplo de esa forma de dominación tecnocrática que permitió legitimar en particular las políticas neoliberales de los años ochenta y noventa del siglo pasado. En América Latina, estas políticas fueron encarnadas por lo que se conoció como el Consenso de Washington y el movimiento a favor de la Reforma del Estado. La “cientifización” de la política conoció allí uno de sus últimos avatares que aún perdura.

Así, durante la segunda parte del siglo XX, la cientifización de la acción política ha tendido, de manera lógica, a deslegitimar la participación en la definición y la decisión en materia de políticas de cualquier actor social que no podía presentar los títulos académicos o profesionales adecuados. De este modo se acentuó la profesionalización de la política y, por extensión, se acrecentó la brecha entre gobernantes y gobernados a nombre de la competencia confortada por la especialización profesional.

Si bien esta concepción de gobierno, basada en una alianza entre ciencia y política, ha permitido afianzar una gobernabilidad a través de la edificación de un Estado de bienestar en los países desarrollados (y solo parcialmente en los países en desarrollo), es también cierto que, por lo general, el resultado ha sido una producción de políticas públicas para el pueblo pero sin el pueblo.

Así se desarrolló una especie de neodespotismo ilustrado moderno persuasivo (el pensamiento único), tal como la polizeiwissenschaft o las ciencias camerales legitimaron en su tiempo los objetivos de la monarquía absolutista de los siglos XVII y XVIII. En cierta forma, este problema se traduce también en la falta de reflexión sobre las consecuencias de las normas y políticas que trata el primer capítulo de la presente obra a cargo de Víctor Samuel Peña Mancillas.

La corriente dominante (mainstream) del área de estudio del análisis de las políticas públicas (policy analysis, policy sciences, policy research) también contribuyó a afianzar esta perspectiva tecnocrática y profesional; es decir, elitista, de la política. El uso (y abuso) de una herramienta como el análisis costo-beneficio para elegir entre políticas está allí para confirmar esta captura de los procesos de decisión por expertos. Las luchas electorales perdieron de su interés para el ciudadano, ya que sus resultados no permitían desembocar en cambios significativos.

Los procesos electorales de la democracia representativa se convirtieron en rituales de legitimación y las campañas electorales tomaron progresivamente la forma de un espectáculo, de un entretenimiento (entertainment) animado artificialmente por los medios de comunicación (infotainment, politainment) en busca de audiencia.

Sin embargo, ya en el siglo XXI, en la medida en que tanto los principales problemas sociales tradicionales (desigualdad, pobreza y desempleo) como la emergencia de nuevos problemas públicos complejos (clima, problemas ambientales, etc.) no fueron (o no logran ser) resueltos o mitigados de forma adecuada por estas políticas públicas diseñadas por los expertos, la desconfianza ciudadana hacia la clase política y la ciencia creció y la gobernabilidad se hizo más precaria.

En la actualidad se vuelve entonces imperioso buscar nuevos caminos para cerrar la brecha entre gobernantes y gobernados. Esto es, precisamente, el sentido y el interés de la propuesta realizada por José Emilio Graglia en el segundo capítulo. Empero, debido a la alianza establecida entre política y ciencia, esta última no puede ser la única base creíble sobre la cual es factible reconstruir confianza y gobernabilidad.

La solución debe, por lo tanto, emerger de un ámbito distinto al de la razón científica y en particular de la razón instrumental, pues debe ampararse desde un ámbito extraracional; o de manera más precisa, desde una perspectiva que integra elementos extraracionales en los procesos de análisis.

Un primer camino ha emergido con fuerza. Es el del refugio en los valores religiosos o ideológicos como sustituto a la validez científica. El resurgir del fanatismo o dogmatismo religioso o ideológico– particularmente evidente en el mundo musulmán pero también en América Latina bajo otro ropaje estético y discursivo–, ofrece una vía para una contestación radical de la sociedad moderna edificada sobre la razón científica.

Los fracasos de la política moderna en cumplir con sus promesas de bienestar, en particular en los países en desarrollo, han producido una desconfianza radical en los valores racionales que sustentan y dominan la concepción política occidental y hegemónica. El retorno de las emociones en política, y sobre todo la manipulación de ciertas de estas para lograr un apego carismático y demagógico hacia algún líder político, muestra su efectividad para mejorar la gobernabilidad –por lo menos por un tiempo–, pero a su vez constituye un desafío mayor para una gobernabilidad democrática en varios países.

Un segundo camino más esperanzador se encuentra en asociar estrechamente a la ciudadanía con la toma de decisión. Para ello, la participación política se ha impuesto como una estrategia factible con el fin de generar políticas públicas más legítimas. América Latina, en un contexto de democratización de los regímenes políticos, ha experimentado importantes formas innovadoras de participación ciudadana en políticas, tales como el presupuesto participativo o modalidades de consulta previa para minorías étnicas o experiencias de construcción colectiva de planes de desarrollo territorial o de políticas sectoriales.

Lo anterior hasta el punto que se habla de un verdadero imperativo participativo o deliberativo. A su vez, el tema de la gobernanza, en el sentido mínimo de gobierno compartido, ha cobrado también importancia, suscitando unas variedades de esquemas de colaboración entre diferentes actores como Estado, academia, ONG, sector privado y organizaciones internacionales tanto públicas como privadas.

Este tema de la gobernanza está analizado por Dulfary Calderón Sánchez en el tercer capítulo y, de cierta manera, se ve reflejado en el trabajo presentado en capítulo cuarto por Carlo Tassara en relación a la influencia de la cooperación internacional en los procesos de políticas. Con la gobernanza se trata de descubrir, en lo ideal, nuevas modalidades efectivas de acción pública a partir de una lógica epistemológica posempiricista o transdisciplinar, la cual busca asociar el conocimiento científico tradicional con el conocimiento empírico de los involucrados y los saberes populares y locales en vista de resolver un asunto público de manera colaborativa y deliberativa.

Eso permite integrar más variables como el contexto histórico, cultural, ético y emotivo en el proceso de análisis, integrando datos cuantitativos y cualitativos, construyendo de hecho una nueva estética de la democracia. Sin embargo, también es claro que la idea participativa ha sido frecuentemente instrumentalizada por los gobernantes para constituirla en una estrategia sofisticada de legitimación de sus decisiones. Varios capítulos del libro presentan, de una u otra manera, dimensiones de este imperativo participativo.

Por otra parte, el desarrollo de nuevas concepciones para la formulación de políticas públicas basadas en esa perspectiva posempiricista o transdisciplinar constituye un desafío importante para el área de estudio de las políticas públicas y para el futuro de la democracia. Vincular la ciudadanía de forma adecuada a estos procesos requiere de innovación pública, la cual se define como un intento por reinventar las intervenciones del Estado –la naturaleza y el alcance de los conocimientos y procesos en los que el Estado vuelve a descubrir lo público y sus problemas– al aceptar la falta de conocimiento como un punto de partida para un proceso experimental e iterativo de desarrollo.

La participación política de la ciudadanía también es un elemento importante de los derechos humanos. Entendiendo en este sentido, un enfoque de construcción de políticas basado en los derechos humanos, tal como le desarrolla Erika Hernández Valbuena en el capítulo quinto, toma toda su razón de ser. Nadia García Sicard lo ilustra en el capítulo siguiente, en relación al tema de las migraciones.

En este orden de ideas, la innovación pública consiste precisamente en proponer y experimentar transformaciones en administración pública y en los procesos de políticas públicas. En particular, una perspectiva de innovación pública centrada en los ciudadanos o los usuarios permite reconectar los saberes locales con las instituciones de gobierno para mejorar la gobernabilidad en una perspectiva democrática, sin que se pierdan de vista los objetivos tradicionales de interés público o común de igualdad, libertad, justicia y democracia, creando así valor público.

Para ello es necesario que los funcionarios públicos estén adecuadamente capacitados. Este tema es abordado por Nina Blanco Arias en el capítulo séptimo. De esta forma, se redescubre también la perspectiva pragmatista de Dewey expresada en su obra El público y sus problemas, y que inspiró también a Lasswell en su idea de desarrollar unas Policy Sciences of Democracy de considerar el Estado como algo experimental en sus diseños institucionales y señalar la tarea para los analistas de realizar encuestas sociales entre la ciudadanía para conocer y definir sus necesidades de manera conjunta entre expertos y ciudadanos.

Entonces, asegurar gobernabilidad mediante políticas públicas constituye no solamente un desafío para los gobernantes y para las instituciones, sino también para los analistas de políticas públicas y los medios de comunicación. Estos podrían jugar un papel de facilitador de la deliberación pública democrática entre los actores involucrados y sus espacios, mediante el desarrollo de estrategias metodológicas efectivas para la reflexión de los primeros y con una información adecuada, plural y constructiva para los segundos, participando así en la consolidación de la democracia.

André-Noël Roth Deubel1

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1 Politólogo y Doctor en Ciencias Económicas y Sociales. Mención en Ciencias Políticas por la Université de Genève (Suiza). Actualmente es profesor investigador asociado adscrito al Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Roth es autor, editor y coeditor de varios libros, entre ellos Formulación, implementación y evaluación de las políticas públicas.

 

El sinuoso camino hacia un Estado de políticas públicas

Víctor S. Peña1

“No importa qué tan sofisticadas sean las propuestas analíticas o qué tan precisos sean los métodos empleados, de cualquier modo, no existe una respuesta exacta a la pregunta sobre la mejor forma de garantizar un gobierno digno de la sociedad a la que sirve.”

Mauricio Merino (2013, p. 9)

Introducción

Como la llama que rápidamente se propaga sobre vegetación seca, el término “políticas públicas” ha venido haciéndose presente en el discurso, la planeación y la ejecución de mucho de lo que observamos como gubernamental. La metáfora no es gratuita: aplica, por supuesto, a la velocidad con la que el término se ha ganado un espacio propio y, al mismo tiempo, con las consecuencias esperadas. Las visiones se polarizan: hay quienes lo perciben como un nuevo enfoque (disciplina, ciencia) que resulta benéfico para abordar y solucionar conflictos, el fuego que viene a purificar las estructuras y terminar con las inercias; mientras que otros enfatizan su origen y subsistencia en un sistema diferente al nuestro –al latinoamericano–, por lo que ven una llama devastadora.

Una primera e inevitable cuestión es: ¿qué se entiende por “políticas públicas”? Autores contemporáneos ofrecen ya una propuesta bastante acabada de ello. Sin embargo, tanto en la literatura como en la discusión alrededor del tema subsisten diferentes aproximaciones que bien pudieran considerarse de acuerdo con la realidad o situación enfrentada.

A reserva de lo que el propio texto expondrá, provisionalmente entendamos por “política pública” –como lo propone Stella Z. Theodoulou (1995)–, un curso de acción con metas y objetivos, que no está limitado a una propuesta legislativa, que idealmente involucra distintas áreas y niveles de lo gubernamental, que es un proceso y, finalmente, que existe una diferencia entre lo que se pretende hacer y lo que se termina haciendo. Así visto, no parece enfrentarse con lo que hasta ahora conocemos como administración pública o acción gubernamental. Hay, sin embargo, un trasfondo que vale la pena sacar a flote para entender que el tránsito hacia un Estado que empleé políticas públicas no es una acción automática.

Entre lo menos evidente pero más significativo; es decir, la agenda ideológica, las políticas públicas surgen como una propuesta con agenda y valores liberales. Las razones de las acciones del Gobierno, que atienden a un fin más acotado y están diseñadas a partir de un criterio de escases o eficiencia (según se le quiera ver), es otro aspecto diferente. Entre tanto, la posición del gobernado en ocasiones puede ser como cliente, como beneficiario o como corresponsable de la solución, teniendo en cuenta que la lista puede continuar.

En breve espacio, este capítulo presenta un desarrollo esquemático de la evolución del Estado siguiendo una misma línea de análisis: la posición de la administración pública. De esta manera, se considera, puede ubicarse con mayor facilidad el camino conceptual y temporal recorrido en la búsqueda de soluciones a las inquietudes de los gobernados; del origen y hasta la actualidad, donde las “políticas públicas” se constituyen como paradigma dominante.

El Estado como idea de donde todo parte

Aun cuando se puede estar tan familiarizado con la voz Estado, tanto como para considerar ha existido siempre, debe tenerse en la cuenta que no se contó, en la antigüedad, con una figura exactamente equivalente; se empleaba la polis como forma política a partir de la organización de la gens2 o la civitas, habiendo entre uno y otro la importante distinción en que en la primera había un grupo humano identificable en cuya dinámica lo político florecía cara a cara y, en la segunda, se experimentaba ya con mecanismos para construir decisiones mucho más complejas y mediante intermediarios (Sartori, 1992). Esto, por supuesto, si optamos por el conocimiento occidental; otras referencias nos faltarían si apeláramos a la organización de los asentamientos originarios de lo que hoy conocemos como América Latina.

La aparición del concepto se encuentra a la par del pensamiento moderno. Con Maquiavelo se establece su uso, como una reflexión sobre un poder desprendido de la sociedad y un cuestionamiento sobre cómo alcanzarlo y, una vez conseguido, cómo conservarlo (Maquiavelo, 1975). Es, entonces, el Estado moderno una categoría histórica que difiere de las autarquías medievales y los imperios orientales (Guerrero, El Estado en la Era de la Modernización, 1992); es decir, la palabra Estado corresponde a la fase actual de la organización política.

Apresurando la historia, tras el derrumbamiento de la organización medieval el Estado se consolidó como una idea proyectada a la realidad a través de la cual se justificó el ejercicio del poder y la distribución de actividades de manera tal que quedara en unos pocos la potestad de tomar las decisiones que incidirían en la vida de la mayoría (Zarka, 2001; Pokrovski, 1966; Wright Mills, 1964). Esta distribución de actividades llevó a la especialización, reforzándose el paradigma que justificaba la concentración del poder en una clase político-burocrática.

Lo que pudiera denominarse como el ‘Estado burocrático’, con una configuración más racional, aparece hacia finales del siglo XIX. Max Weber (2002) señala que, prácticamente en todas las organizaciones políticas, el señor organiza los medios materiales de la administración por medio de personas que dependan personalmente de él. Como culminación del proceso, el Estado controla todos los medios de la organización política reunidos en un solo gobernante. De hecho, es en el Estado moderno en el que se hace una clara separación entre el personal administrativo y los medios materiales de la organización administrativa.

El desarrollo del capitalismo y los procesos de racionalización del Estado son propios de la sociedad moderna. Weber (2002) señala que la organización del Estado, por medio de una burocracia racional, basado en la justicia y administración, es necesaria para la existencia de la empresa capitalista moderna3.

Es así, por medio de formas racionales de la burocracia del Estado, que preexiste el capitalismo moderno; de lo contrario quedaría a la deriva de decisiones arbitrarias, puesto que las empresas modernas son sensibles a la falta de servicios e infraestructuras para reclamar por sí sus derechos. La racionalización de estas dos organizaciones, así como la empresa capitalista y la burocrática, se caracterizan de las anteriores por ser más eficientes, puesto que se organizan basados en cálculo. Esta racionalización presupone un mismo objetivo de acción en todos sus participantes, lo que simplifica y da prontitud a la coordinación de las interacciones de ellos (Zarka, 2001; Ferraro, 2009).

Esta racionalización implica que las actuaciones de los miembros de las organizaciones, por decir burocráticas, van encaminadas a un fin. El comportamiento del miembro de la organización pública o privada va encaminado a cumplir los fines de esta organización, mientras que estos no se ponen en tela de juicio (Ferraro, 2009). La concepción de una organización con un fin o destino combina el esfuerzo de algunos pocos para lograr el bien público temporal y es justo allí donde se desarrolló el Estado actual.

Es –con apelación a la racionalización del Estado en su forma burocrática para alcanzar los fines– el escenario en el que se plantean la mayoría de la conceptualización de esta organización política. Max Weber (2002) afirma que es una comunidad humana, dentro de los límites de un territorio establecido, que reclama el monopolio de la legítima violencia física. Es en la reflexión de este concepto obligado para la teoría política donde se comprende a esta figura no solo por sus fines, ya que no existe alguna asociación política que en sus acciones estén destinadas a cumplir objetivos, sino por los medios para alcanzarlos: la coacción física. Así mismo, se caracteriza como se conoce al Estado centralista: un ente con orden jurídico e institucional por el que se orienta la actividad administrativa para cumplir con determinados fines (regidos por preceptos estatuidos). Lo anterior se simplifica con la definición de (Porrúa Pérez, 1976):

“[...] Una sociedad humana, asentada de manera permanente en el territorio que le corresponde, sujeta a un poder soberano que crea, define y aplica un orden jurídico que estructura la sociedad estatal para obtener el bien público temporal de sus componentes”. Lo que significa, para la teoría del Estado, la conservación y justificación del Estado administrativo, es en base a las funciones y atribuciones del mismo (p. 118).

Hermann Heller (2010) menciona que el Estado vive de su justificación.Todo poder existencial tiene que aspirar a ser poder jurídico; pero no significa actuar en sentido técnico-jurídico, sino valer como autoridad legítima que obliga moralmente a la voluntad. Por eso, al no separar lo jurídico con lo antijurídico, no es posible hablar de justificación, pues es al criterio jurídico al que le incumbe regular rectamente la vida social. Es decir, el Estado está justificado en cuanto representa la organización necesaria para asegurar el derecho de una determinada etapa de su evolución. Es la protección a la carga axiológica de las normas jurídicas la justificación del actuar del Estado, cuya validez ideal es inmanente a la validez del actuar estatal como medio para alcanzar determinado fin. Es la manifestación de la actividad del Estado la que justifica su existencia: esta organización jurídica solo existe en sus resultados.

La actividad del Estado administrativo se refiere a todo acto material o simbólico que realiza en virtud de las atribuciones que las normas jurídicas le otorgan. Es otro término que va afinando las características que ha adoptado la organización a partir de especialización. La actividad del Estado se ostenta por medio de la actuación de sus gobernantes que actúan formando parte de estructuras de este mismo, lo que Porrúa Pérez (1976) llama “órganos”. Estos, en su conjunto, integran el gobierno y la administración del Estado.

Por otra parte, otorgar atribuciones recae en la necesidad de crear los medios adecuados para alcanzar los fines gubernamentales. Sin embargo, estas atribuciones han variado en espacio y tiempo por la concepción histórica del Estado. En la primera generación de facultades, influida por el liberalismo que considera la actividad privada y la mano invisible del mercado suficientes para satisfacer las necesidades individuales y colectivas dentro de la sociedad, el Estado se vio reducido en fines y, por lo tanto, en su competencia. En esta etapa histórica, el Estado tuvo facultades de policía que lo obligaban a abstenerse de actuar fuera de los límites necesarios para mantener el orden, motivo por el cual se le concibe en esta etapa, dentro de la teoría del Estado, como Estado gendarme.

En contraparte, durante la crisis del Estado liberal por no respetar el principio de igualdad y no ser capaz de satisfacer las necesidades de la colectividad, se desarrolla una tendencia intervencionista que impone restricciones a la actividad privada para equilibrarla con el interés general (Fraga, 2009). Esto es justificar su actuación con el fin de estructurar la sociedad con ideales de justicia que no logró el capitalismo en el sistema liberal. Gabino Fraga observa que es en este contexto sociopolítico donde se conservan las actuales atribuciones del Estado: “a) atribuciones de mando, de policía y de coacción que comprenden los actos necesarios para el mantenimiento y protección del Estado y de la seguridad, la salubridad y el orden público; b) atribuciones para crear servicios públicos; c) atribuciones para intervenir mediante gestión directa en la vida económica, cultural y social del país” (Fraga, 2009, p. 15).

Todo Estado, de manera independiente de su justificación ideológica, tiene que realizar funciones. Es precisamente en el sentido de alcanzar el bien público cuando el Estado realiza actividades. Es por medio de estas actividades que el Estado busca cumplir sus fines que lo originan y lo justifican (Porrúa Pérez, 1976). Para realizar sus fines, la actividad del Estado corresponde a su estructura orgánica inmediata. Las funciones constituyen la forma en que el Estado busca el ejercicio de las facultades otorgadas en las leyes administrativas; ergo, no se diversifican entre sí por el hecho de que cada una de ellas tenga atribución diferente, pues pueden servir para realizar una misma facultad (Fraga, 2009).

La división de poderes, como teoría política necesaria para combatir el absolutismo y establecer un gobierno sumiso al derecho, se ha convertido en un principio básico en la organización de las funciones de los Estados modernos (Wright Mills, 1964; Fraga, 2009). Lo que implica la separación de los órganos del Estado en tres grupos diversos e independientes, y cada uno de ellos constituido en forma que los diversos elementos que lo integran guarden entre sí la unidad que les da el carácter de Poder (op. cit., 2009). Esta división impone a la teoría del Estado a distribuir las funciones diferentes entre cada uno de los órganos facultados. Es así la manera clásica de clasificar las funciones del Estado:

“1. En toda organización estatal tiene que existir una actividad encaminada a formular las normas generales que deben, en primer término, estructurar al Estado y, en segundo término, reglamentar las relaciones entre el Estado y los ciudadanos y las relaciones de los ciudadanos entre sí; 2. Todo Estado debe tener una función encaminada a tutelar el ordenamiento jurídico definiendo la norma precisa que aplicar en los casos particulares; y, 3. La tercera función esencial del Estado es actuar promoviendo la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos y fomentando el bienestar y el progreso de la colectividad” (Porrúa Pérez, 1976, p. 392).

Sin embargo, se debe tener en cuenta que no existe una distinción tajante entre las funciones que realiza el Estado. De manera que la legislación positiva no ha mantenido esta abrupta distinción ya que las necesidades empíricas han vuelto flexible la atribución de un mismo poder de funciones de naturaleza diferente. Por ese motivo, el derecho administrativo ha visto la necesidad de clasificar las funciones del Estado en dos categorías: a) desde el punto de vista del órgano que las realiza, con adopción de un criterio formal, subjetivo u orgánico, que prescinde la naturaleza intrínseca de la actividad; es decir, las funciones son legislativas, judiciales o administrativas atribuidas a los órganos legislativos, judiciales y administrativos; b) desde el punto de vista de la naturaleza intrínseca de la función; es decir, partiendo de un objetivo material que prescinde del órgano al cual están atribuidas (Fraga, 2009). En otras palabras, en la actualidad no existe diferenciación entre la división de poderes y la división de funciones.

Administración y política

La administración y la política son elementos inherentes del Estado, pues están presentes en el apretado desarrollo compartido en la sección anterior. Su conocimiento no es sencillo: en las preguntas de cómo, por qué y para qué se organiza el Estado se congregan una variedad en las ciencias sociales y políticas que construyen las respuestas desde su lente teórico.

La administración del Estado es sinónimo de la administración pública por cuanto el Estado personifica lo público (Guerrero, 2000). No fue hasta el siglo XIX cuando los estudiosos del Estado ofrecieron una teoría específica de la administración pública que hasta el momento había sido materia de la teoría política (Zarka, 2001). Esto como la culminación de un desarrollo que comenzaría un siglo antes, cuando se empezó a estudiar al Estado y su administración, pues hasta entonces la etapa estatal vigente correspondía al absolutismo y a un mundo político habitado por sus súbditos. En ese entonces la administración respondía a la voz de policía, cuya configuración alcanzó el nivel de primera disciplina de la administración en tanto que lo público estaba ausente en materia. Sus rasgos prominentes son la separación entre la administración y justicia, la asunción de deberes sociales con carácter público, la emergencia de interioridad como motor de un proyecto de desarrollo nacional y el establecimiento de carreras administrativas de servicio público (Guerrero, 2000, p. 32). El eje de convergencia de estos rasgos es lo administrativo, suceso caracterizado por la complejidad gubernamental para obtener identidad y así diferenciarse de lo económico, financiero y social.

No obstante, en este tránsito de la consolidación de su primera modalidad teórica como policía, la administración pública correspondía a un tipo de modelo de Estado concreto: el absolutista. Fue en la Revolución Francesa cuando el súbdito se convirtió en ciudadano y con ello hizo de la administración una forma de servirse a sí mismo como pueblo corresponsal de cumplir su soberanía. Desde entonces lo público quedó personificado en una organización estatal sometida a amparar los derechos fundamentales del hombre, en un Estado supeditado a la voluntad general del pueblo (Guerrero, 2000). Por ello, el vocablo policía quedó rezagado junto con la esencia del Estado absolutista, y en su lugar imperó la palabra administración, que la fenoménica social del momento impuso con énfasis el adjetivo de pública. En esta transición es visible la influencia de la carga teórica de la ciencia política, así como la aparición de nuevos rasgos cuyo origen –dice Omar Guerrero– “es lo público concebido como una gesta de la civilidad bajo la doble noción de res publica y de ciudadanía” (2000, p. 34).

La característica principal de la administración del Estado actual es lo público. Este concepto que Parsons define como “aquella actividad humana que se cree que requiere la regulación o intervención gubernamental o social, o por lo menos la adopción de medidas comunes” (Parsons, 2007, p. 37), es una emancipación del concepto pueblo: populus-puplicus-publicus-público. De modo que la administración pública se refiere a administrar la cosa del pueblo. Es en este sentido que agrega Omar Guerrero: “público es una categoría comprensiva que es incumbente a la totalidad del pueblo políticamente organizado, donde impera el interés colectivo y de la vida comunitaria” (2000, p. 39). Fue hasta la Revolución Francesa que existó la distinción entre la vida pública y vida privada, lo que conllevó a la reconfiguración del concepto público que busca la mediación y conciliación entre el hombre como átomo de la sociedad y a la sociedad estructurada por hombres. Es, en este nuevo público, donde florece la administración pública moderna y de donde emana la participación social y la actividad cívica (Guerrero, 2000).