REFORMA SE ESCRIBE EN GERUNDIO

Harold Segura

Harold Segura es colombiano. Director de Relaciones Eclesiásticas de World Vision para América Latina y el Caribe. Pastor bautista, teólogo y administrador de empresas. Fue rector del Seminario Teológico Bautista Internacional de Cali, Colombia (hoy Fundación Bautista Universitaria). Escritor de “Teología con rostro de niñez” (Editorial CLIE, 2016) y otros libros sobre espiritualidad cristiana, niñez y liderazgo. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.

Hans Joachim Iwand (1899-1960), teólogo alemán, refiriéndose a Lutero, afirmaba que “Interpretar la concepción de Lutero no quiere decir repetir fórmulas, sino que significa: considerar la intención y separarla de las consecuencias fácticas que se desprendieron de esas fórmulas”.238 Esta frase expresa el propósito que tuvieron los editores del libro y cada uno de sus autores y autoras: conmemorar la Reforma sin repetir sus fórmulas, sino indagar por el espíritu que provocó la gesta del siglo XVI y buscar sus implicaciones para América Latina. La distancia en años son cinco siglos y aún más distantes los contextos sociales entre la Europa de esos siglos y la convulsionada América Latina del siglo XXI.

Arribamos a conclusiones que nos sirven para seguir pensando en la urgente tarea de la reforma permanente de la iglesia. Eso estaba en el corazón de los reformadores, quienes advertían que la Reforma era una tarea y no un evento; una tarea permanente. Así lo confirma la sentencia latina: Ecclesia reformata semper reformanda est secundum verbum Dei, que la iglesia reformada debe permanecer en continuo proceso de reforma de acuerdo con la Palabra de Dios. El reto es contextualizar sus principios a cada generación y cultura. La Reforma se escribe en gerundio.

América Latina no podría conmemorar la Reforma de otra manera porque sus desafíos sociales, políticos y económicos así lo exigen. Algunos de estos desafíos son: es una región “excepcionalmente violenta”, como lo afirmó un informe del Banco Interamericano de Desarrollo BID (2015)239. Aquí vive el 9% de la población mundial, pero sucede el 33% de los homicidios del planeta. Junto con la violencia, la desigualdad social, la corrupción y el deterioro del medio ambiente son nuestros cuatro más grandes problemas sociales. A su vez, la corrupción está relacionada con otros males como la falta de transparencia, el abuso del poder y el tráfico de influencias. A lo anterior se suma el hecho estadístico de que aquí está la mayoría de la población cristiana del mundo. Este es el escenario de la misión de la iglesia y el contexto en el cual la Reforma de ayer debe actualizarse hoy. Los autores y autoras del libro nos han trazado surcos para emprender ese camino.

Es menester recuperar la memoria histórica y comprender las raíces de la fe que procede de la Reforma de Lutero, Calvino, Zwinglio y otros reformadores, sin dejar de reconocer la Reforma española. Esas raíces son fuente de vitalidad teológica, renovación espiritual e innovación pastoral. La Reforma se nos ofrece como un lente crítico para examinar nuestras prácticas litúrgicas, modelos de educación en la fe, uso de la Biblia, tradiciones doctrinales, prácticas misioneras, modelos de convivencia cristiana, compromisos ciudadanos, perspectivas políticas y convicciones ecuménicas. Y, ante el acontecer económico y político neoliberal del subcontinente, la doctrina luterana de la justificación por la fe ayuda a pensar los sistemas económicos más allá de la lógica transaccional de la “salvación por las obras”. La Reforma es germen de transformación. Quizá fue por esta razón por la que se pretendió distanciar su influencia, para impedir que las revueltas sociales de Europa sucedieran también en estas latitudes. Decir luterano equivalía en muchos lugares de Latinoamérica a ser promotor de ideas subversivas.

La conmemoración de la Reforma nos anima a despertar del letargo social y de la apatía política que ha caracterizado a algunos sectores del cristianismo evangélico; también a revisar las prácticas partidistas que han ideologizado la fe y han convertido la responsabilidad social en aprovechamiento electoral. Hoy más que nunca, ante el imperio de la violencia y la “cultura de muerte” que caracteriza gran parte del subcontinente, se hace perentorio beber de las fuentes reformadas. De ellas sigue manando agua fresca con la que se nos invita a reconstruir un protestantismo más reformador, un cristianismo evangélico más liberador y una fe que dé testimonio de la gratuidad del amor de Dios. El evangelio de la justificación por la sola fe afecta la totalidad de nuestra vida social y personal, como lo predicaba Martín Lutero en su mensaje sobre Mateo 22:34-46:

Complacemos a Cristo dedicando nuestra vida entera con toda la diligencia posible solamente al servicio de nuestro prójimo. Abajo, abajo, dice Cristo; me encontrarán entre los pobres; estás subiendo demasiado alto si no me buscas allí. Por eso este elevado mandamiento de amor debe ser escrito sobre las frentes de los pobres con letras de oro para que veamos y comprendamos qué cerca de nosotros está Cristo en la tierra.240

Complacer a Cristo, dedicar nuestras vidas a su causa y cumplir nuestra misión allá “abajo, abajo” entre los más pobres, han sido también los propósitos que alentaron la publicación de este libro, y que esperamos al menos haber cumplido en parte. Soli Deo gloria (la gloria solo para Dios).

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La Reforma protestante en América Latina Pasado, presente y futuro Justo L. González Harold Segura, eds. 2017

La Reforma protestante en América Latina: Pasado, presente y futuro

©Asociación para la Educación Teológica Hispana (AETH), 2017

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ISBN 978-1-945339-10-3

ISBN EPUB 978-1-945339-12-7

Diseño de ePub: Hipertexto

CONTENIDO

Presentación

A manera de introducción

Justo L. González

Reforma y cultura hispana

Samuel Escobar

El culto cristiano: Una mirada desde el protestantismo latinoamericano

Loida Sardiñas Iglesias

Reforma y economía latinoamericana

Jhon Martínez

Reforma y mujer latinoamericana: Impactos de una trayectoria

Beatriz Ferreiro García

Reforma protestante y justicia social en América Latina

Leopoldo Cervantes-Ortiz

Reforma y biblia en América Latina

Pablo Moreno

La Reforma en España y su impacto en América Latina

Luis Orellana Urtubia

Protestantismo y catolicismo en América Latina y el Caribe

Pablo Richard

Reforma se escribe en gerundio

Harold Segura

PRESENTACIÓN

¡Quinientos años no se cumplen todos los días! Con la publicación de este libro, la Asociación para la Educación Teológica Hispana (AETH) se une a la conmemoración de los 500 años de la Reforma protestante. En este proyecto ha participado un equipo de reconocidos líderes cristianos de América Latina y el Caribe, con amplia trayectoria docente y, en general, en el quehacer teológico contextual y la tarea pastoral. Pero conmemorar no es lo mismo que celebrar. Quien celebra no hace reflexión crítica ni busca cambios, sino que sencillamente se regocija en lo que aconteció. Quien conmemora debidamente no se queda en la celebración, sino que se mueve más allá de ella de tal manera que lo que aconteció en el pasado pueda ser guía y aguijón en el presente.

Al cumplirse los 500 años de la Reforma protestante en el siglo XVI, por todas partes hay celebraciones, concentraciones populares y palabras entusiastas acerca de lo que sus líderes hicieron en aquellos días. Pero con eso no basta. La historia, la buena historia, no se escribe solamente desde el pasado, sino también desde el presente que vivimos y a partir del futuro que esperamos. El presente en América Latina requiere una reflexión teológica profunda y un compromiso inquebrantable.

Luego, lo que pretendemos en este libro es recopilar reflexiones acerca de la Reforma desde una perspectiva latinoamericana y caribeña. ¡Y desde esa perspectiva las cosas se ven de manera muy diferente a lo que aprendimos en generaciones pasadas! Desde esa perspectiva, la Reforma no es solamente motivo de celebración, sino que es también llamado a la reflexión crítica y a la acción obediente.

Tal es el propósito de este libro. No pretendemos sencillamente ensalzar a Lutero y a los demás hombres y mujeres que se atrevieron a lanzar propuestas inauditas fundamentadas en la Palabra de Dios. Lo que esperamos es más bien que aquella experiencia de quienes descubrieron en esa Palabra nueva fe, nueva vida y nueva esperanza, nos ayude, mediante la obediencia a la misma intensidad palabra a descubrir hoy también en esta América convulsionada nueva fe, nueva vida y nueva esperanza.

Como ya se ha dicho, este libro es un proyecto de la Asociación para la Educación Teológica Hispana (AETH). Pero la AETH no puede ni pretende llevar a cabo sus proyectos en soledad, sino en solidaridad. Por eso agradecemos el apoyo y participación en primer lugar de nuestros autores y autoras, así como del Programa Nacional Hispano de la Iglesia Metodista Unida y de Visión Mundial Internacional. Pero sobre todo agradecemos a aquellos lectores y lectoras que lean este libro, lo discutan con otras personas, y de alguna manera descubran en él una inspiración y un reto válidos para el día y los contextos en que nos ha tocado vivir.

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

Justo L. González

Justo L González hizo sus estudios en la Universidad de La Habana y en el Seminario Evangélico de Teología, en Matanzas, Cuba, y se doctoró en la Universidad de Yale en el 1961. Tras enseñar primero en el Seminario Evangélico de Puerto Rico, y luego en la Universidad de Emory, se dedica principalmente a la escritura y a organizar programas que les brinden oportunidades de estudio a los líderes de las iglesias latinas. Ha ayudado a fundar varias organizaciones hispanas que promueven la educación teológica, entre ellas AETH, de la cual fue el primer presidente. Aunque su especialidad es la historia del cristianismo y del pensamiento cristiano, también ha escrito comentarios bíblicos y algunos libros sobre otros temas. Sus libros, escritos inicialmente en español o en inglés, han sido traducidos a una docena de idiomas.

Hace 500 años, aquel 31 de octubre del 1517, un monje llamado Martín Lutero, con un escrito en una mano y un martillo en la otra, se acercaba a la puerta de la capilla en el castillo de Wittenberg. Era un hombre relativamente joven, quien cumpliría 34 años diez días más tarde. Pero los años anteriores habían sido tormentosos, no debido a grandes guerras o descalabros sociales, sino porque la tormenta rugía dentro del corazón de aquel monje. Nada le interesaba más que estar en paz con Dios. Por eso, como lo hacía todo buen cristiano en su tiempo, repetidamente había acudido al sacramento de la penitencia. Este le prometía el perdón por sus pecados, siempre que los confesara y ofreciera buenas obras de penitencia y arrepentimiento. Repetidamente, y por espacio de años, luchó con un profundo sentido de pecado. Buscó alivio en las obras de los místicos, pero no lo encontró. La confesión de pecados no le satisfacía, pues siempre descubría algún pecado que había quedado omitido. Cuando se lo dijo a su confesor, este le recomendó que no confesara sino los pecados más graves. ¡Pero para el joven Lutero todo pecado era grave! Posiblemente para apartar su pensamiento de ese profundo sentido de pecado, su confesor, quien era también su superior, le mandó hacer estudios superiores de Biblia.

Ahora, el joven monje, quien había completado su doctorado dos años antes, era profesor en la recién fundada universidad de Wittenberg. Dos años antes del famoso episodio de las 95 tesis, Lutero había comenzado a dar conferencias sobre el libro de Romanos, y más tarde escribiría acerca del impacto que el estudio de esa epístola tuvo en él:

... me había sentido llevado por un extraño fervor de conocer a Pablo en su Epístola a los Romanos. Mas hasta aquel tiempo se había opuesto a ello no la frialdad de la sangre del corazón, sino una sola palabra que figura en el primer capítulo: “la justicia de Dios se revela en él [es decir, en el evangelio]”. Yo odiaba la frase “justicia de Dios”, porque por el uso y la costumbre de todos los doctos se me había enseñado a entenderla filosóficamente como la llamada justicia formal o activa, por la cual Dios es justo y castiga a los pecadores y a los injustos.

Empero, aunque yo vivía como monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios y estaba muy inquieto en mi conciencia sin poder confiar en que estuviese reconciliado mediante mi satisfacción. No amaba, sino más bien odiaba a ese Dios justo que castiga a los pecadores. Aunque sin blasfemia explícita, pero sí con fuerte murmuración, me indignaba contra Dios diciendo: “¿No basta acaso con que los míseros pecadores, eternamente perdidos por el pecado original, se vean oprimidos por toda clase de calamidades por parte de la ley del Decálogo? ¿Puede Dios agregar dolor al dolor con el evangelio y amenazarnos también por él mediante su justicia y su ira?”. Así andaba transportado de furor con la conciencia impetuosa y perturbada. No obstante, con insistencia pulsaba a Pablo en este pasaje deseando ardientemente saber qué quería decir.

Entonces Dios tuvo misericordia de mí. Día y noche yo estaba meditando para comprender la conexión de las palabras, es decir: “La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: el justo vive por la fe”. Ahí empecé a entender la justicia de Dios como una justicia por la cual el justo vive como por un don de Dios, a saber por la fe. Noté que esto tenía el siguiente sentido: por el evangelio se revela la justicia de Dios, la justicia “pasiva”, mediante la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, como está escrito: “el justo vive por la fe”. Ahora me sentí totalmente renacido. Las puertas se habían abierto y yo había entrado en el paraíso. De inmediato toda la Escritura tomó otro aspecto para mí.1

Lutero había compartido ese descubrimiento con varios de sus colegas, y había llegado a la conclusión de que el mal era muy profundo, pues su descubrimiento deshacía, no solo todo el sistema penitencial de la iglesia a que él con tanto ahínco había acudido, sino también toda la teología escolástica tradicional que le habían enseñado.

Estaba convencido de la enorme importancia de su descubrimiento, y se propuso darlo a conocer para beneficio de todos los creyentes. Un mes antes del episodio de las 95 tesis, Lutero escribió otra serie de 97 tesis. El propósito explícito de estas tesis era servir como tema de discusión en un ejercicio académico en el que un estudiante debía defenderlas mientras el propio Lutero, quien era decano de la facultad de teología, presidiría. Al escribir aquellas tesis, Lutero se atrevía a contradecir mucho de la teología tradicional, y por tanto esperaba una amplia discusión acerca del valor de esa teología.

En aquellas 97 tesis, Lutero presentaba varias propuestas especialmente diseñadas para fomentar la discusión. Afirmaba, como antes lo había hecho san Agustín, que al ser humano le es imposible hacer el bien, que toda aparente virtud humana es parte de esa naturaleza pecaminosa, pues sin la gracia de Dios lo que externamente parece ser bueno en lo interno es pecado; que aunque pensemos que somos amos de nuestras acciones, en realidad somos siervos del pecado; y que lo que nos hace justos no es hacer obras justas, sino más bien la declaración de Dios, llamándonos justos. Contra la tradición escolástica, declaraba que el conflicto entre la filosofía y la teología es tal que no se puede ser teólogo con Aristóteles, pues Aristóteles es a la teología lo que las tinieblas son a la luz.

Al escribir aquellas tesis, Lutero estaba convencido de que el revuelo que causarían sería enorme y que, por tanto, llevarían a una discusión de su gran descubrimiento. Con ese propósito en mente, las hizo imprimir y distribuir. Y lo que aconteció fue… ¡Nada! El ejercicio académico tuvo lugar, el estudiante en cuestión fue declarado bachiller, y cada cual regresó a su casa.

Ahora, el 31 de octubre, unas pocas semanas después de aquel debate que había tenido lugar el 7 de septiembre, Lutero daba a conocer otras tesis —en este caso, 95. Dada la experiencia del mes anterior, no esperaba que sus tesis recibieran mucha atención.

El tema central de estas 95 tesis no era la reforma de la iglesia como tal, ni tampoco la doctrina de la justificación por la fe y sus consecuencias, sino el tema de las indulgencias y su venta —aunque lo que allí se decía tenía amplias consecuencias. Las indulgencias eran el resultado de un largo proceso mediante el cual el sistema penitencial y el sacramento de la penitencia se fueron ampliando. Desde fecha relativamente temprana, en la iglesia de habla latina se había impuesto la visión del bautismo como un lavacro mediante el cual se borran y perdonan los pecados anteriores. Pero, en tal caso, ¿qué sucede con los pecados posbautismales? Si el pecado se entiende como una deuda para con Dios, y el bautismo viene a ser la cancelación de esa deuda, ¿cómo paga el pecador los pecados posteriores? La respuesta era que esos pecados se pagaban mediante el sacramento de la penitencia, que incluía la confesión del pecado y obras meritorias como satisfacción de la deuda contraída con Dios. Esas obras meritorias podían ser de diversas índoles. Además de las limosnas a los pobres y los actos de misericordia, había lugares de peregrinación, y acudir a ellos daba mérito. El propio Lutero había ido a Roma años antes con ese propósito. Por último, puesto que no todos podían ir en peregrinación, se estableció la práctica de pagar para que otros fueran, y esto a la postre llevó a las indulgencias.

Contrariamente a lo que a menudo se piensa, las indulgencias no tenían el poder de librar a alguien del infierno, pues quien moría en pecado mortal, sin haberlo confesado y ofrecido satisfacción por él, iba al infierno. Ahora bien, quien moría sin haber hecho expiación por todos sus pecados iba a un lugar donde se lo purgaba de su maldad antes de ir al cielo, y que por tanto se llamaba “Purgatorio”. Esto quiere decir que el castigo en el Purgatorio no era eterno, como en el Infierno, sino temporal. Quien estaba en el Purgatorio a la postre iría al Cielo, aunque esto bien podía implicar miles de años en el Purgatorio. Era de esas penas que las indulgencias que se vendían prometían librar al alma. Y lo mismo era cierto de los peregrinajes y las visitas a las reliquias de los santos, que también resultaban en liberación del Purgatorio.

La propia ciudad de Wittenberg ostentaba una enorme colección de reliquias. Su gobernante, el elector Federico el Sabio, se había dedicado a coleccionar reliquias, con el resultado de que muchas personas visitaban la ciudad, sobre todo en días particulares de observancia religiosa, para obtener la indulgencia correspondiente a la visita a cada reliquia.

Uno de esos días era el Día de Todos los Santos, el primero de noviembre. Con el ingreso producto de las visitas de peregrinos se sostenía la misma universidad de Wittenberg. El año anterior a las 95 tesis, el propio Lutero había predicado repetidamente contra las indulgencias. El 31 de octubre del 1516 predicó un sermón que no fue del agrado del elector Federico.

Cuando un año más tarde, aquel monje, martillo en mano, se acercaba a la famosa puerta, no iba con grandes expectativas de que sus tesis tuvieran mayor alcance. Mucho más abarcadoras habían sido las ya olvidadas 97 tesis del mes anterior, y nadie les había prestado mayor atención. Y aunque estas nuevas 95 tesis del 1517 no se referían directamente a las reliquias coleccionadas por Federico el Sabio, no había razón para esperar de él una respuesta más positiva que un año antes, cuando Lutero predicó contra las indulgencias.

Por todo eso, aparentemente Lutero sencillamente esperaba que estas nuevas 95 tesis se discutieran en el ámbito universitario, y que no causarían mayor revuelo.

Pero Lutero no estaba discutiendo solamente asuntos teóricos limitados al ámbito de la universidad. Lo que provocaron estas 95 tesis fue una nueva indulgencia proclamada por el papa León X, y vendida de manera escandalosa por el dominico Johann Tetzel.

El origen de esa indulgencia estaba en una serie de negociaciones que habían tenido lugar entre el Papa y el noble Alberto de Brandeburgo, que pertenecía a la poderosísima Casa de Hohenzollern, y ya era obispo titular de dos diócesis cuando aún era un niño. Ahora, a fin de comprar el arzobispado de Maguncia, Alberto se dirigió a León, de quien compró el ansiado arzobispado, y quien a cambio de esto proclamó la venta de una nueva indulgencia. Alberto le pagó a León la enorme cantidad de 10000 ducados, que tomó prestados de la casa bancaria de los Fugger —la misma casa que poco después le prestaría a Carlos I de España la cantidad necesaria para comprar la elección imperial y llegar a ser el emperador Carlos V. La mitad del producto de la venta de esta indulgencia le correspondería a Alberto, para pagar la deuda contraída con los Fugger. La otra mitad iría directamente al Papa para completar la basílica de San Pedro, cuya construcción se había detenido por falta de fondos.

Como promotor de la indulgencia, Tetzel se portó como el peor de los vendedores ambulantes. Además de ir acompañado de un gran cortejo y de una inaudita fanfarria, sus afirmaciones acerca del valor de las indulgencias que vendía iban mucho más allá de lo que era la doctrina oficial de la Iglesia. En la Sajonia electoral, donde estaba la ciudad de Wittenberg, no se le permitía vender indulgencias, al parecer porque Federico no quería que se le hiciera competencia a su famosa colección de reliquias. Pero algunos feligreses de Wittenberg cruzaban la frontera para ir a comprar indulgencias, y regresaban contando lo que habían visto y oído. Según algunos, Tetzel había llegado al extremo de declarar que la indulgencia que él vendía le valdría el perdón aun a quien hubiera violado a la Virgen María.

Al escuchar tales informes, Lutero se enardeció, y el resultado fueron las famosas 95 tesis. Al parecer, Lutero sabía muy poco acerca de las negociaciones entre Alberto y el Papa, pues lo que se había dicho oficialmente era que el producto de la venta de estas indulgencias se dedicaría a la construcción de la basílica de San Pedro. Pero aun sin saber eso, lo que Lutero veía le resultaba inaceptable. Ahora, en lugar de las más abarcadoras 97 tesis del mes anterior, Lutero escribió 95 tesis que se ocupaban principalmente de las indulgencias y su validez, y creía que si poco caso se le había hecho anteriormente a sus 97 tesis, mucho menos se le haría ahora a estas 95.

En esto se equivocó. Los martillazos de aquel día en la puerta de Wittenberg hicieron eco en toda Europa, y hasta el día de hoy, 500 años más tarde, todavía siguen resonando.

Esto se debió a una conjugación de factores que hay que tener en cuenta al revisitar el tema de la Reforma protestante del siglo XVI. De alguno de ellos Lutero estaba bien consciente, mientras que de otros había escuchado, aunque no había considerado todas las consecuencias, y de otros no parece haber sabido:

(1) El primero de ellos es la imprenta de tipo movible. 24 años antes, cuando Colón apenas regresaba de su primer viaje, Gutenberg hizo sus primeras impresiones con esa clase de imprenta. Lo que antes había sido un procedimiento extremadamente trabajoso para producir copias de cualquier material ahora resultaba relativamente fácil. Lutero parece haber sido uno de los primeros en percatarse del valor de la imprenta para propagar ideas religiosas y teológicas. Cuando pensó que sus 97 tesis acerca de la teología escolástica despertarían la atención de muchos las hizo imprimir y circular. Más adelante, según la controversia fue arreciando, Lutero se distinguió por el enorme número de tratados y panfletos que escribió precisamente con el propósito de que fueran impresos y diseminados. Una de las razones por las que el movimiento de Lutero tuvo mucho mayor éxito que el de Wycliff en Inglaterra y el de Hus en Bohemia fue que aquellos no pudieron distribuir sus ideas con la facilidad que la imprenta le dio a Lutero. Pero, por mucho que nos sorprenda, al clavar sus 95 tesis Lutero no tenía tales ambiciones. Las escribió en latín, que en ese entonces era la lengua franca entre los intelectuales europeos, pero que muy pocos entre el pueblo entendían. No fue por iniciativa de Lutero que alguien tomó aquellas tesis, y las hizo imprimir y circular, mientras otro las tradujo al alemán. Aunque Lutero estaba bien consciente de la importancia de la imprenta, al momento de clavar sus 95 tesis no parece haber pensado en ella.

(2) Respecto a las indulgencias mismas que Tetzel vendía, Lutero parece haber sabido solamente que su propósito era construir la basílica de San Pedro, y no haber estado enterado de todas las negociaciones que habían tenido lugar entre el Papa y Alberto de Brandeburgo. Por eso en sus 95 tesis se refiere repetidamente a la construcción de la basílica, pero no al hecho más escandaloso de que buena parte de todas esas negociaciones se fundamentaban en el deseo por parte de Alberto de comprar un arzobispado.

(3) El mal llamado “descubrimiento” de América, que hoy parece ser el más notable acontecimiento de aquellos tiempos, apenas parece haberle interesado a Lutero, quien sabía de él pero tenía poco que decir al respecto. Pero el hecho es que el “descubrimiento” de América produjo cambios radicales, tanto en la vida diaria de los europeos como en sus concepciones geográficas y hasta teológicas. No es posible exagerar los cambios que América produjo en Europa. Uno de ellos, del que rara vez nos percatamos, es la introducción de la papa y en cierta medida del maíz. Mientras los cereales que antes se cultivaban en Europa no producían más de cuatro o cinco veces lo sembrado, tanto la papa como el maíz producían cientos de veces lo sembrado. El impacto que esto tuvo en la población europea, que aumentó rápidamente después de la debacle de la peste bubónica, fue notable. La papa en particular posibilitó el aumento demográfico en Alemania y otras regiones del norte de Europa, y esto a su vez tuvo consecuencias políticas, económicas, militares y hasta religiosas.

Otro de los cambios que la existencia de América produjo en Europa fue el cuestionamiento de buena parte de la cosmología, la filosofía y hasta la teología. Por ejemplo, por siglos los cristianos habían dicho que Dios había hecho toda la creación de tal modo que en ella se encontraban señales, vestigios y sombras de Dios. El hecho de que el mundo consistía en tres partes, Europa, Asia y África, era reflejo de la realidad del Dios trino. Pero ahora aparecía todo un nuevo mundo que aquellos teólogos ni siquiera habían sospechado. De igual manera, se decía que los apóstoles se habían repartido el mundo al salir en su labor misionera después del Pentecostés. Pero ahora resultaba que había por otro mundo al que aparentemente los apóstoles no habían llegado. Para resolver esa dificultad, pronto aparecieron leyendas respecto a algún apóstol que supuestamente se presentó en estas tierras. Pero en todo caso el descubrimiento de un nuevo mundo geográfico conllevaba la posibilidad de un nuevo mundo ideológico.

(4) Otro factor que contribuyó a abrirle el camino a la Reforma protestante fue la caída de Constantinopla ante las armas turcas en el año 1453. Por siglos Constantinopla había sido el baluarte cristiano en el oriente europeo. Su caída sacudió a muchos, pero pocos se percataron de una consecuencia menos notable, aunque no menos importante, de aquel acontecimiento. Huyendo de Constantinopla, acudieron a la Europa Occidental numerosos eruditos quienes trajeron con ellos sus tradiciones y manuscritos. La comparación entre aquellos manuscritos y los que existían en el Occidente dio muestras amplias de que la tradición no era del todo confiable. Con el correr de los años, y tras ser copiados y recopiados, los textos de la antigüedad se habían alterado, y un buen número de eruditos, entre los que se destacó Erasmo de Rotterdam, se dedicó a reconstruir los originales perdidos. Y si tal cosa había acontecido con referencia a los textos escritos, ¿no sería mucho peor el caso de las tradiciones orales? Todo esto hizo surgir en Europa un movimiento de regreso a las fuentes. Algunos buscaban regresar a los tiempos clásicos de Grecia y de Roma, pero muchos también deseaban regresar al cristianismo antiguo que parecía haber quedado escondido tras capas y más capas de tradiciones y de cambios, y aunque cada uno de ellos era ligero, en conjunto se volvían enormes. Lutero no participaba de buena parte de los ideales de aquellos eruditos que recibían el nombre de “humanistas” porque se dedicaban al estudio de las letras y las ciencias humanas. Pero a pesar de ello, el movimiento religioso que de él surgió se caracterizó por su propia forma de regreso a las fuentes —de regreso sobre todo a las fuentes bíblicas, pero también a la patrística antigua, que bien podía emplearse para mostrar cuán lejos la Iglesia se había apartado de sus prácticas y creencias originales.

(5) Además, aunque sus principales preocupaciones fueron siempre teológicas y religiosas, Lutero era también un verdadero alemán. Le dolía ver el modo en que su país era explotado por fuerzas extranjeras, incluso por el papado en Roma. Las 95 tesis no eran un documento político, sino que se centraban sobre el tema de las indulgencias, su alcance y su legitimidad. Sin embargo, y posiblemente sin proponérselo, en ellas Lutero expresaba los sentimientos de buena parte del pueblo alemán respecto a tal explotación que, aunque sin llegar a ser el centro mismo de las 95 tesis, aparece repetidamente en ellas. Por ejemplo:

42. A los cristianos se les debe enseñar que el Papa no pretende que la compra de indulgencias pueda compararse en modo alguno con las obras de misericordia.

43. A los cristianos se les debe enseñar que quien le da al pobre o le presta al necesitado obra mejor que quien compra indulgencias.

45. A los cristianos se les debe enseñar que quien ve a alguien necesitado y pasa de largo, pero emplea su dinero en indulgencias, lo que compra no son indulgencias papales, sino la ira divina.

51. A los cristianos se les ha de enseñar que el Papa estaría dispuesto y debería dar de su propio dinero, aunque tuviera que vender la basílica de San Pedro, para beneficio de aquellos de quienes ciertos vendedores sin escrúpulos extraen dinero.

82. [Los laicos más sagaces bien pueden hacerse preguntas] tales como: “¿Por qué es que el Papa no vacía todo el Purgatorio a causa de un amor santo y de la necesidad urgente de las almas que allí se encuentran, y sin embargo redime a las almas por razón de un miserable dinero con el cual construir una iglesia? Esas otras razones [la necesidad de las almas y el amor hacia ellas] serían bien justas, mientras la última [la construcción de una iglesia] es bien trivial”.

86. También, “¿Por qué es que el Papa, cuya riqueza es hoy mayor que la del más rico Craso, no construye esa basílica con su propio dinero, sino con el de los creyentes pobres?”.

En todo esto, que gira todavía en torno a la cuestión de las indulgencias, se ve también la preocupación por la explotación de los pobres y por el flujo de su dinero hacia Roma y las arcas pontificias.

(6) Por último, también hay que mencionar las condiciones políticas de aquel momento. El puesto de Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico no era hereditario, sino que el emperador era elegido por un grupo de 14 electores —siete de ellos prelados de la iglesia, y siete príncipes laicos. Cuando Lutero clavó sus 95 tesis, el Imperio estaba en manos de Maximiliano. Pero este murió quince meses más tarde. Por la misma fecha, tras muchas otras peripecias, el Papa por fin decidió que la protesta de Lutero merecía seria atención. Pero la situación política a raíz de la muerte de Maximiliano dificultaba las acciones del Papa. Los dos candidatos principales al trono imperial no eran del agrado del Papa. Uno de ellos era Francisco I, rey de Francia. Si Francisco resultaba electo, sería dueño de un enorme territorio, y esto a su vez podría amenazar la independencia del papado. El otro candidato principal era el rey de España, Carlos I. Pero Carlos era también dueño y señor de amplias tierras tanto al sur como al norte de Italia, así como de Austria y de los Países Bajos. Si a todo esto se sumaba España, la amenaza al papado sería aún mayor que si Francisco de Francia resultaba ser emperador. Como alternativa a estos dos candidatos, el Papa prefería a un hombre cuya candidatura no se basaba en su poderío político, sino más bien en su propio prestigio personal como persona justa y sagaz. Este tercer candidato, preferido por el Papa, era nada menos que Federico el Sabio, elector de Sajonia. Y Federico defendía a Lutero, no declarando al principio que este tenía razón, pero sí insistiendo en que era merecedor de un juicio justo e imparcial. Dadas tales circunstancias, el Papa le dio largas al asunto, y no fue sino cuando por fin Carlos I compró a varios electores que tanto Carlos —que ahora era Carlos V de Alemania— como el papa León X se dispusieron a tomar medidas enérgicas contra Lutero y sus seguidores. Pero ya era demasiado tarde.

Posiblemente Lutero no pensaba en ninguna de estas cosas cuando se acercaba a la puerta del castillo en Wittenberg. Pero no cabe duda de que todos estos factores se conjugaron para que aquel sencillo gesto de ofrecer unas tesis para discusión entre eruditos se volviera la chispa inicial de un incendio que pronto se expandió por toda Europa.

El resultado fue muy diferente de lo que Lutero esperaba. Su propósito al clavar aquellas tesis era sencillamente convocar a un debate en el ámbito de la universidad de Wittenberg. En el prefacio a las 95 tesis Lutero decía:

Por el amor y celo por la verdad y la necesidad de sacarla a la luz, las siguientes tesis se discutirán en Wittenberg bajo la dirección del reverendo padre Martín Lutero, Maestro en Artes y Sacra Teología y debidamente nombrado docente sobre estos temas en ese lugar. Y a aquellos que no puedan estar presentes en el debate les pide que lo hagan por escrito.

Ese mismo día, Lutero le envió copia de sus tesis a Alberto de Brandeburgo, ahora arzobispo de Maguncia, en cuyo nombre se vendían las indulgencias. En la carta que acompañaba al texto de las tesis, Lutero se mostraba humilde y sumiso a la autoridad del arzobispo, al tiempo que le pedía que considerara seriamente el valor de las indulgencias que se vendían, y sobre todo el modo en que se vendían, así como las exageradas promesas de los vendedores de indulgencias. En esto también se ve que Lutero no buscaba controversias, sino solamente, como él mismo decía, que lo hacía “por el amor y celo por la verdad y la necesidad de sacarla a la luz”.

El debate que Lutero le proponía nunca tuvo lugar. Lo que sucedió en cambio fue un debate mucho más amplio, tanto por el número de sus participantes como por su contenido y su duración. Alberto de Brandeburgo le hizo llegar al Papa las tesis de Lutero. Al tiempo que le molestaba lo que Lutero decía, León pensó que se trataba solo de una cuestión en un oscuro rincón de Alemania, y que bastaría con enviar representantes que hicieran callar a Lutero. Pero al mismo tiempo, alguien hizo imprimir las tesis de Lutero, y estas se circularon primero por Sajonia, y luego por Alemania. Sin haberlo deseado, Lutero se encontró en medio de un debate que pronto involucraría a toda Europa.

Este debate se amplió no solo respecto a su alcance, sino también respecto a su contenido. Lo que al principio había sido solamente la cuestión de las indulgencias y la autoridad del Papa para sacar almas del Purgatorio, pronto se volvió un debate acerca de la salvación misma, y por tanto de buena parte de la doctrina que la iglesia enseñaba y que hasta entonces pocos habían cuestionado. El debate mismo obligó al propio Lutero a relacionar la cuestión de las indulgencias con la de la justificación por la fe, y a pasar de allí a una relectura de toda la doctrina y la práctica cristiana sobre la base de esa justificación gratuita de la que Dios en su infinita gracia hace objeto a los creyentes.

En cuanto a su duración, bien puede decirse que la controversia perdura hasta nuestros días. La cristiandad occidental se dividió. Hubo guerras de religión y persecuciones por ambas partes. Para unos Lutero vino a ser un monje libertino, hijo de Satanás. Para otros el Papa vino a ser el anticristo o la bestia embriagada con la sangre de los santos. Con el avance de la modernidad, el debate se hizo cada vez más agudo, de tal modo que en el siglo XIX la diferencia entre católicos y protestantes era en cierto modo mayor y más aguda que la que existió en el siglo XVI. ¡Todavía a mediados del siglo XX, bien recuerdo cómo algunos de quienes entonces éramos jóvenes protestantes, teníamos casi por deporte favorito el de buscarnos un cura o una monja con quien debatir con la Biblia en mano!

En la segunda mitad del siglo XX, las cosas empezaron a cambiar. Las causas fueron muchas, y este no es el lugar para discutirlas. En el Concilio Vaticano II, se llegó a citar a Lutero con aprobación. Tanto católicos como protestantes comenzaron a releer aquellos tiempos y personajes del siglo XVI. Las diferencias no desaparecieron, pero la enemistad sí amainó. Prueba de ello es el hecho de que hoy, a 500 años de aquellos martillazos en la puerta de Wittenberg, en diversas regiones del mundo se les celebra y conmemora, no solo entre protestantes, sino también entre cristianos de diversas persuasiones.

Tristemente, en buena parte de nuestra América esto no es así. Todavía hoy las diferencias se manifiestan en enemistades, prejuicios, maledicencia e interpretaciones caricaturescas. Esto se entiende, pues hay una larga historia de restricciones y persecuciones que es difícil de superar. Todavía hay dentro del catolicismo romano quienes piensan que este vasto continente ha de ser predio exclusivo para la Iglesia Romana. Y también hay entre las iglesias evangélicas quienes parecen pensar que criticar el romanismo es lo mismo que predicar a Jesucristo.

En medio de tal situación, la gran pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué debemos hacer nosotros los protestantes hoy, a 500 años de los martillazos en Wittenberg?

No es una pregunta que podamos responder en unas pocas palabras o unas pocas páginas. En cierto modo, es una pregunta que encontrará diversas respuestas en medio de circunstancias distintas. Pero es sin lugar a dudas una pregunta insoslayable.

Como historiador, me permito señalar algunas posibles directrices, no pretendiendo que sean las únicas que hemos de seguir, pero sí al menos sugiriéndolas como posibles caminos que debemos explorar.

Lo primero que me parece indispensable es hacer una nueva lectura de Lutero y de los acontecimientos del siglo XVI a la luz de nuestra propia situación en este siglo XXI. En el siglo XVII la ortodoxia luterana leyó a Lutero como el gran maestro a quien había que seguir. Esto llegó al extremo de una inscripción en alemán, bajo una estatua de Lutero, que dice: “La Palabra de Dios y la doctrina de Lutero permanecen por la eternidad”. ¡Lutero mismo jamás habría dicho tal cosa! En el siglo XVIII se lo vio como el campeón de las libertades individuales frente a las autoridades foráneas. En el XIX, vino a ser el gran precursor de la modernidad y de sus adelantos. En el XX, se volvió el gran héroe alemán, y hasta se lo utilizó como justificación para el nacionalismo extremo y el antisemitismo que tanto dolor y muerte causaron. Hoy, en el siglo XXI, lo menos que podemos hacer es percatarnos de todas esas interpretaciones, con el propósito de tratar de redescubrir a un Lutero y una Reforma que, al tiempo que sean históricamente verídicos, sean también pertinentes para nuestra situación.

En segundo lugar, tenemos que reconocer la distancia que nos separa de Lutero y de la Reforma. Estos 500 años no han pasado en vano. El protestantismo que nació en el siglo XVI se ha ido transformando, y lo que nos ha llegado es el resultado de esa paulatina transformación. Sin reconocer esto, nos será imposible por una parte entender acertadamente a Lutero y la Reforma, y por otra ver qué pertinencia pueden tener o no tener para nuestros días y nuestra situación. Lutero nos ha llegado por la mediación, entre muchos otros, del calvinismo, del pietismo, del metodismo, del movimiento de santidad y del pentecostalismo. De todo esto, y no solamente de Lutero y de la Reforma, somos herederos y partícipes.

En tercer lugar, tenemos que tomar muy en serio tanto nuestra propia situación como la de Lutero. La teología no es una serie de doctrinas abstractas, sino que es más bien una actividad mediante la cual la iglesia busca corregir su proclamación en medio de la situación en que se encuentra. Esto quiere decir que cuestiones tales como la injusticia y la pobreza, la democracia o falta de ella, los derechos y participación de las mujeres, y muchas otras, tienen que ser parte de nuestra relectura de la Reforma y de la teología y prácticas que surjan de esa relectura. La experiencia misma de Lutero que acabamos de describir debería servirnos de recordatorio de que hay en torno de nosotros toda una constelación de intereses buenos y malos, y que mientras más conscientes estemos de ellos mejor podremos responder a los retos de hoy. Esto nos sugiere que deberíamos comparar nuestras circunstancias con las de Lutero, para así ver cómo sus experiencias y posturas pueden trasladarse a nuestros días. Por ejemplo, si en tiempos de Lutero la invención de la imprenta creaba posibilidades de comunicaciones sin precedentes, algo semejante acontece hoy con los nuevos medios de comunicación cibernética. Y si Lutero tuvo que enfrentarse a poderosísimos enemigos, también hoy tenemos que enfrentarnos a sistemas de injusticia y de explotación que también son poderosísimos.

Y por último, en cuarto pero principalísimo lugar, tenemos que recuperar la confianza que Lutero mostró en la Palabra de Dios. Para Lutero, la Palabra de Dios no era únicamente la Biblia, sino que, como la Biblia misma declara, la Palabra o Verbo de Dios es Dios mismo, por quien todas las cosas fueron creadas, de quien proviene toda iluminación que el humano alcance, quien se hizo carne y en quien hemos visto la gloria de Dios (Jn 1.1-14). Es porque este Verbo de Dios nos habla en las Escrituras que estas tienen autoridad final, por encima de toda doctrina o tradición humana. Y es por la acción de ese mismo Verbo que Dios, a través de las Escrituras, continúa y continuará reformando a la iglesia. Esto quiere decir que la Biblia no es posesión de la iglesia, sino que más bien la iglesia es posesión de la Biblia y se debe a ella. La verdadera reforma de la iglesia no es obra de Lutero, ni de los reformadores, ni de agencia humana alguna, sino que es obra de Dios mismo a través de su Palabra. Aunque seamos herederos de la Reforma del siglo XVI, no es eso lo que nos da poder transformador. Y por tanto, de igual manera que la Biblia no nos pertenece, tampoco, aunque seamos sus herederos, somos dueños de la verdadera reforma de la iglesia. El dueño final es Dios, y lo que nos corresponde es descubrir dónde Dios está reformando la iglesia y allí unirnos a su acción.

REFORMA Y CULTURA HISPANA

Samuel Escobar

Samuel Escobar, peruano, se graduó en la Universidad de San Marcos y se doctoró en la Complutense de Madrid. Con su esposa Lilly Artola trabajaron por veintiséis años con la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos en América Latina y Canadá. Ordenado pastor bautista en 1979, de 1985 a 2005 fue catedrático de Misionología en el Palmer Theological Seminary de Filadelfia, Estados Unidos. Entre sus libros están Changing Tides (Orbis, 2002), Cómo comprender la Misión (Certeza Unida, 2008) y En busca de Cristo en América Latina (Kairós, 2012). Actualmente vive en Valencia, España y enseña en la Facultad Protestante de Teología UEBE de Alcobendas (Madrid).

Para los evangélicos de habla hispana, el tema de la Reforma protestante en España saca a la luz las limitaciones de nuestra conciencia histórica. Por lo general, nuestra memoria da un salto desde san Pablo hasta Martín Lutero o Juan Calvino y poco o nada sabemos de lo que hay en medio. Por eso nuestro tema requiere un cambio de actitud y un esfuerzo por conocer un proceso histórico que desconocemos y que, en el caso del cristianismo en España, merece atención especial. Durante el siglo XVI la Reforma protestante estalló en Alemania y se extendió por Europa, pero España no era la típica nación europea.

Los historiadores de la Reforma protestante como Pierre Chaunu o Emile Leonard solo se ocupan de España cuando entran a presentar el tema de la Contrarreforma católica y el Concilio de Trento. Debemos reconocer que en los estudios históricos más recientes se prefiere hablar de una Reforma católica más bien que de una Contrarreforma. Como señala Borja Franco Llopis, fueron estudiosos alemanes los que popularizaron esta nomenclatura, que señalaba el movimiento desencadenado por Lutero como Reforma y el movimiento reaccionario desencadenado por el Concilio de Trento como Contrarreforma. Dice Franco Llopis: “El problema es que el término ‘contrarreforma’ fue tomando un cariz peyorativo y de mero contraataque ante los protestantes, cuando en muchos lugares como España ese movimiento reformista había empezado bastante antes”.2

España: una realidad diferente

Por lo general, los latinoamericanos no conocemos adecuadamente la realidad cultural y espiritual de España. Es importante que el observador de la España actual y de su historia reconozca la complejidad étnica y cultural que la caracteriza. Así, por ejemplo, los pueblos que forman España, tales como andaluces, vascos, catalanes, gallegos o castellanos tienen particularidades lingüísticas y culturales que se manifiestan, cada una a su manera, en la expresión religiosa y espiritual. Ya la España del siglo XVI, el de la conquista de América, era el resultado de un proceso de interacción que forjó una nación con sus características muy peculiares. Refiriéndose al siglo XIII, en el cual los españoles iban reconquistando su territorio de manos de los moros, el historiador Salvador de Madariaga dice:

Aunque la actitud del pueblo español para con moros y judíos había de cambiar considerablemente más tarde, hasta llegar a las expulsiones en masa de fechas posteriores, no cabe duda de que en sus cuatrocientos años de cordial intimidad en paz y en guerra se mezclaron íntimamente con los dos pueblos orientales que tanto tiempo se alojaron en su territorio. No sólo el moro sino también el judío, llegó a ser factor importante en la constitución biológica y psicológica del pueblo español.3

La interacción de etnias y pueblos diversos en la Península se manifiesta cuando nos detenemos a analizar en la cultura hispana el vocabulario, las costumbres, la arquitectura, las comidas y bebidas, la vestimenta, las formas literarias o el refranero. Curiosamente, fue cuando la cultura española había tomado ya forma en el siglo XVI que se trasplantó a las Américas, y hoy en día algunos elementos culturales que ya han desaparecido en España se han conservado en América. Así, por ejemplo, la vestimenta femenina que llamamos indígena en el Perú, las numerosas polleras, corpiños, blusas y chales de las mujeres indígenas en la sierra son realmente vestimenta española del siglo XVI que ahora se puede admirar en un Museo del Traje en Plasencia.

El otro Cristo español4