des2096.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Barbara Dunlop

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Contrato por amor, n.º 5487 - diciembre 2016

Título original: The Baby Contract

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9303-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Troy Keiser detuvo la cuchilla de afeitar en mitad del movimiento y miró el teléfono en la encimera del baño.

–¿Cómo dices? –preguntó a su socio, Hugh Fielding, apodado Vegas, seguro de que había oído mal.

–Tu hermana –repitió Vegas.

Mientras digería la información, Troy se acercó el teléfono móvil al oído, esquivando los restos de la crema de afeitar. En el aire quedaba vapor con olor a sándalo que desdibujaba los bordes del espejo.

–¿Kassidy está aquí?

Su media hermana de diecinueve años, Kassidy Keiser, vivía en Jersey City, a 320 kilómetros de Washington. Era un espíritu libre que cantaba en un club nocturno. Troy llevaba más de un año sin verla.

–Está en la recepción –dijo Vegas–. Parece un poco nerviosa.

La última vez que Troy había visto a su hermana en persona había sido en Greenwich Village. Un trabajo de seguridad con la ONU lo había llevado a él a Nueva York y se habían visto por casualidad. Kassidy actuaba en un club pequeño y el diplomático al que protegía Troy quería tomar una copa.

Miró su reloj, vio que eran las siete cuarenta y cinco y calculó mentalmente lo que tardaría en llegar a su reunión de la mañana en la embajada de Bulgaria. Confió en que el problema de ella fuera de solución rápida y pudiera seguir con su trabajo.

–Pues dile que suba –pidió.

Se secó la cara, guardó la cuchilla y la crema de afeitar en el armario, aclaró el lavabo, se puso una camiseta blanca y unos pantalones negros y a continuación fue a la cocina, se sirvió una taza de café y se la bebió de un trago para despertar sus neuronas.

Su apartamento y el de Vegas, situados lado a lado, ocupaban el último piso de la Compañía de Seguridad Pinion, en el noreste de Washington. Las dos primeras plantas albergaban la recepción y las zonas de reunión de la empresa. Del piso tres al siete contenían despachos y almacenamiento de equipo electrónico. El centro de control informático estaba muy protegido y se hallaba directamente debajo de los apartamentos. El sótano y el subsótano se usaban para aparcar, para practicar tiro al blanco y para almacenar una cámara acorazada con armas.

El edificio, muy moderno, había sido construido después de que Troy vendiera sus intereses en un programa informático innovador de seguridad y Vegas tuviera un golpe de suerte en un casino. Desde entonces, la empresa había crecido exponencialmente.

Cuando sonó el timbre, cruzó la sala de estar, abrió la puerta el apartamento y vio a Vegas, un gigante de un metro noventa y pecho muy ancho, detrás de su hermana Kassidy, quien, incluso con tacones de quince centímetros, aparentaba la mitad del tamaño de él. Su cabello rubio tenía mechas de color púrpura y llevaba tres pendientes en cada oreja. Un top colorido de estilo túnica terminaba en un dobladillo deshilachado en mitad del muslo, sobre unos pantalones negros ajustados.

–Hola, Kassidy –dijo Troy con voz neutra.

–Hola, Troy.

–Estaré abajo –dijo Vegas.

Troy hizo un gesto de asentimiento.

–¿Va todo bien? –preguntó, cuando Kassidy entró en el vestíbulo del ático.

–No exactamente –contestó ella. Se recolocó el bolso enorme que llevaba al hombro–. Tengo un problema. ¿Tienes café?

–Sí. –Troy cruzó la sala de estar de techo de cúpula en dirección a la cocina.

Los tacones de su hermana resonaban en el suelo de parqué.

–He pensado mucho en esto y siento molestarte, pero no sé qué hacer.

–¿Qué ha pasado? –preguntó él–. ¿Qué has hecho?

Ella apretó los labios.

–Yo no he hecho nada. Y le dije a mi mánager que ocurriría esto.

–¿Tienes mánager?

–Sí.

–¿Para tu carrera de cantante?

–Sí.

A Troy le sorprendió aquello. Kassidy cantaba bien, pero en lugares pequeños. Al instante pensó en el tipo de fraudes que explotaban a jóvenes soñadoras.

–¿Cómo se llama? –preguntó con recelo.

–No seas tan machista. Se llama Eileen Renard.

Troy se sintió aliviado. Estadísticamente, las mujeres eran menos propensas que los hombres a explotar a jóvenes vulnerables del mundo del espectáculo convirtiéndolas en bailarinas de striptease o volviéndolas adictas a las drogas.

Miró a su hermana a la cara. Tenía un aspecto sano, aunque parecía cansada. A Dios gracias, probablemente no tomaba drogas.

Sacó una taza de un armario de la cocina.

–¿Por qué pensaste que necesitabas una mánager? –preguntó.

–Se ofreció ella –repuso Kassidy. Se instaló en un taburete de madera de arce en la isla de la cocina y dejó caer el bolso al suelo con un golpe sordo.

–¿Te pide dinero?

–No. Le gusta como canto y cree que tengo potencial. Vino a verme después de una actuación en Miami Beach. Representa a gente importante.

–¿Qué hacías en Miami Beach? –La última vez que había visto a Kassidy, ella casi no podía pagarse el metro.

–Cantaba en un club.

–¿Cómo llegaste allí?

–En avión, como todo el mundo.

–Eso está lejos de Nueva Jersey.

–Tengo diecinueve años, Troy.

Él le puso una taza de café delante.

–Ahora me va mejor económicamente –comentó ella.

–¿No necesitas dinero? –preguntó él, que había asumido que el dinero sería, como mínimo, parte de la solución del problema de su hermana.

–No.

–¿Y puedes decirme cuál es el problema?

Ella tardó unos momentos en contestar.

–Son unos tipos. –Metió la mano en su bolso–. Al menos, asumo que son varones. –Sacó unos papeles del bolso–. Dicen que son seguidores, pero me dan miedo.

Troy tomó los emails impresos que le tendía Kassidy y empezó a leerlos. Eran de seis direcciones distintas, cada una con un apodo diferente y un estilo de letra diferente. En su mayor parte, contenían elogios, entrelazados con ofertas de sexo y matices de posesividad. Nada muy amenazador, pero cualquiera de ellos podría ser el comienzo de algo siniestro.

–¿Reconoces alguna de las direcciones? –preguntó–. ¿O los apodos?

Ella negó con la cabeza.

–Si los he visto, no lo recuerdo. Pero yo veo a mucha gente. Y muchos más me ven en el escenario o leen mi blog y creen que somos amigos.

–¿Escribes un blog?

–Todos los cantantes escribimos blogs.

–Pues mal hecho.

–Sí, bueno, no somos tan paranoicos como tú.

–Yo no soy paranoico.

–Tú no te fías de la gente.

–Porque la mayoría no son de fiar. Le daré esto a un experto en amenazas a ver si hay motivos para preocuparse. –Troy miró su reloj. Si no terminaba pronto, Vegas tendría que ocuparse de la reunión con los búlgaros.

Terminó su café con la esperanza de que ella hiciera lo mismo, pero no fue así.

–No son solos los emails –dijo ella–. La gente ha empezado a quedarse en la puerta después de mi actuación y a pedir autógrafos y fotos.

–¿Cuánta gente?

–Cincuenta o más.

–¿Cincuenta personas esperan para pedirte un autógrafo? –preguntó Troy, sorprendido.

–Esto va muy deprisa –repuso ella–. Descargan mis canciones, compran entradas, me ofrecen conciertos. La semana pasada me siguió un motorista hasta mi hotel en Chicago. Fue terrorífico.

–¿Estabas sola? –preguntó Troy.

–Iba con los músicos que tocan conmigo –repuso ella. Lo miró. Sus ojos azules eran grandes y su rostro parecía pálido y delicado–. ¿Crees que podría quedarme unos días contigo? Esto es muy seguro y en mi apartamento me cuesta mucho dormir.

–¿Aquí?

–Solo unos días –repitió ella, esperanzada.

Troy deseaba negarse. Buscó en su mente el mejor modo de hacerlo.

Eran hijos del mismo padre, pero este había muerto años atrás. Y la madre de Kassidy era una mujer excéntrica que vivía con un escultor hippie en las montañas de Oregón.

A todos los efectos, él era el único pariente de la chica. Desde luego, el único sensato. No podía rechazarla.

–¿Cuánto tiempo? –preguntó.

Ella sonrió y se bajó del taburete.

–Eres el mejor.

Lo abrazó con fuerza.

–Gracias, hermano.

Troy sintió una sensación cálida en el corazón.

–De nada –contestó.

Ella se apartó.

–Te encantará Drake.

–Un momento. ¿Vas a traer un novio aquí?

–Drake no es mi novio –respondió ella, con ojos todavía brillantes de alegría–. Es mi hijo.

 

 

Mila Stern tenía una misión.

A veces parecía un caso perdido, pero no se iba a rendir porque los Stern nunca se rendían, como probaban todos los días sus tres hermanos y sus padres.

Cerca del mediodía se acercó a la puerta principal del edificio de Seguridad Pinion, enderezó los hombros, respiró hondo y ensayó mentalmente sus frases.

«Cinco minutos», le diría a Troy Keiser. Solo tenía que escucharla durante cinco minutos. Eso apenas era tiempo y, a cambio, podía incrementar su negocio un diez por ciento. ¿O sería mejor decir un quince?

Mila, que vestía pantalones gris claro, un suéter azul y botas fuertes de cuero, abrió la puerta de cristal esmerilado de la entrada. La zona de la recepción de Pinion era compacta, decorada en tonos grises, con un mostrador curvo de acero y cristal ahumado. Detrás de él había un hombre vestido de negro, con el pelo corto, la mandíbula cuadrada y hombros y brazos fuertes.

–¿Qué desea? –preguntó el hombre.

–Busco a Troy Keiser –respondió ella con una sonrisa.

Él pulsó un par de teclas en el ordenador portátil que tenía delante.

–¿Tiene una cita? –preguntó.

–No para hoy –repuso ella–. Llevamos varias semanas escribiéndonos –comentó, con la esperanza de que él sacara la conclusión de que Troy Keiser estaría dispuesto a verla.

–¿Su nombre? –preguntó el hombre.

–Mila Stern –respondió ella de mala gana.

Sabía que Troy Keiser, y probablemente todo el Departamento de Recursos Humanos de Seguridad Pinion, reconocerían ese nombre como el de la mujer cuya solicitud de trabajo habían rechazado tres veces.

El hombre pulsó un botón en sus auriculares compactos y Mila se esforzó por seguir sonriendo. Estaba plenamente cualificada para ser agente de seguridad en Pinion. Tenía una licenciatura en Criminología y era cinturón negro en Krav Maga, además de contar con entrenamiento en vigilancia técnica y armas tácticas.

–¿Vegas? –dijo el hombre por teléfono–. Hay una mujer que pregunta por Troy. No, no tiene cita. Mila Stern. –Esperó un momento–. De acuerdo.

Cortó la llamada.

–Puede ver a Hugh Fielding en el segundo piso –dijo.

Mila respiró aliviada. Al menos saldría del vestíbulo.

–¿Está Troy aquí? –preguntó.

–Está ocupado, pero Vegas podrá ayudarla.

El hombre pulsó un botón y una luz en el ascensor que había detrás de él pasó de rojo a verde.

–Gracias –musitó Mila. Echó a andar hacia el ascensor.

Sabía que Hugh Fielding, el tal Vegas, era socio de Troy, pero sabía también que Troy Keiser llevaba casi todas las funciones de dirección, incluida la decisión de contratar personal. Al parecer, Vegas Fielding era el experto técnico.

Entró en el ascensor. El número dos estaba ya encendido en el panel. Decidió arriesgarse y pulsó el nueve. Para empezar a buscar a Troy, haría bien en alejarse lo más posible de Vegas. El círculo blanco se iluminó.

Se cerraron las puertas y ella se situó en un rincón, pegada a la pared. Si tenía suerte, Hugh Fielding asumiría que el ascensor iba vacío y pensaría que subiría en el siguiente.

El ascensor paró en el segundo piso y se abrieron las puertas.

Mila contuvo el aliento. Fuera se oían teléfonos y voces. No se acercaron pasos al ascensor y no se alzó ninguna voz con tono de alarma.

Las puertas volvieron a cerrarse y ella respiró hondo.

Cuando se abrieron de nuevo las puertas en el noveno piso, el propio Troy estaba fuera. Tenía los brazos cruzados y los pies separados. Era obvio que la esperaba.

Ella salió rápidamente del ascensor.

–Hola, señor Keiser.

–Se ha colado usted en mi edificio.

–No. El señor Fielding me ha invitado a entrar. Estoy segura de que nadie podría colarse aquí.

–Vegas la ha invitado al segundo piso.

–Pero la persona a la que quiero ver es usted.

–¿Y por eso ha secuestrado el ascensor hasta el piso privado?

Mila miró el corto vestíbulo que terminaba en dos puertas.

–No sabía que era un piso privado. –No estaba dispuesta a admitir que había planeado registrar el edificio de arriba abajo en su busca.

–¿En qué puedo ayudarla, señorita Stern? Y no, no la voy a contratar. Que haya conseguido confundir al recepcionista no prueba nada.

–Esa no era mi intención. Yo solo quería hablar con usted en persona.

–Pues adelante.

Mila pensó en las frases que había ensayado.

–No sé si lo sabe, pero el número de mujeres ejecutivas, políticas y famosas que necesitan protección sube todos los años. Los cálculos muestran que las compañías que se centran en ese grupo demográfico pueden incrementar su negocio un quince por ciento. Ofrecer unos servicios centrados específicamente en…

–Eso se lo ha inventado.

–No es verdad.

–Lo del quince por ciento sí.

–Es más anecdótico que científico –admitió ella–. Pero el punto fundamental…

–Ya protegemos a mujeres –repuso Troy–. A cientos de ellas, con una tasa de éxitos de más del noventa y nueve por ciento.

Había algo extraño en su expresión. Mila sospechaba que mentía. ¿Pero por qué? Y entonces se dio cuenta. Se inventaba lo del noventa y nueve por ciento para burlarse de ella.

–Se ha inventado esa cifra –dijo con suavidad.

–Es mi compañía.

–Se nota cuando miente.

–No es cierto.

Ella alzó la barbilla.

–Justo ahí. Al lado de la oreja izquierda. Hay un músculo que se mueve cuando miente.

–Eso es absurdo.

–Diga otra mentira.

–Le diré la verdad –repuso él–. No la voy a contratar ni ahora ni nunca.

–Porque soy mujer.

–Porque es mujer.

–Y cree que eso significa que no puedo luchar cuerpo a cuerpo.

–No es que lo crea. Es un hecho.

–Soy muy buena –repuso ella, con tono retador–. ¿Quiere probarme?

Él soltó una risita.

–Además de débil, padece delirios.

–No espero ganarle.

–¿Y por qué me reta?

–Espero hacerlo bien, sorprenderle y superar sus expectativas.

–Le haré daño.

Mila se encogió de hombro.

–Un poco, supongo.

–O mucho.

–Deseo de verdad ese trabajo.

–La creo. Pero no se lo voy a dar porque sea tan tonta como para retarme en un combate cuerpo a cuerpo.

–Pruébeme.

El teléfono móvil de él sonó en su bolsillo.

–No –dijo antes de contestar la llamada. Se giró hacia un lado–. ¿Sí?

Mila consideró atacarlo. Él tendría que defenderse y vería de lo que ella era capaz. En aquel momento estaba distraído, vuelto a medias.

La miró y se apartó al instante con expresión de sorpresa.

–Tengo que dejarte –dijo en el teléfono–. Ni se le ocurra –le advirtió a Mila.

Ya no habría sorpresa. Pero aun así, la táctica de ella tenía unas probabilidades razonables de tener éxito.

El ascensor hizo ruido a sus espaldas.

La distracción bastó para que Troy pudiera agarrarle la muñeca izquierda. Intentó hacer lo mismo con la derecha, pero ella fue muy rápida.

Se disponía a darle en el plexo solar cuando oyó llorar a un bebé en la puerta del ascensor y se volvió a mirar.

Troy le agarró la otra muñeca, desarmándola.

–Eso no es justo –gruñó ella.

Él la soltó.

–En este trabajo no hay nada justo –declaró.

Se abrió el ascensor y apareció una joven atractiva con el pelo de color púrpura, un bolso grande al hombro y un bebé en un cochecito.

–Tiene hambre –dijo la joven a Troy.

Este parecía horrorizado. Mila sabía que no estaba casado. Quizá la joven era su novia.

–Pues dale de comer –repuso él con impaciencia.

–Eso haré. –La joven golpeó el marco de la puerta con las ruedas del cochecito.

Mila, que no quería que aquello pusiera punto final a su conversación con Troy, se inclinó en un impulso sobre el bebé.

–¡Oh, es adorable! –musitó–. Ven aquí, precioso. –Sacó del carrito al niño, que seguía llorando–. ¿Qué te pasa, eh? ¿Tienes hambre? –preguntó, imitando el tono de voz sensiblero que usaba su tía Nancy con los bebés.

Se sentía ridícula hablando así, pero no se le ocurría otro modo de seguir con Troy. Y estaba decidida a seguir con él.

Reprimió una mueca cuando acercó la cara llorosa del bebé a su hombro y le dio unas palmaditas en la espalda, sorprendida por el calor y la suavidad de su cuerpecito.

Los alaridos del niño se convirtieron en sollozos intermitentes.

–Vamos –dijo la madre–. Esto no durará mucho.

Mila pasó delante de Troy sin mirarlo y entró con el niño en el apartamento.