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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una mujer de suerte, n.º 54 - octubre 2017

Título original: The Winning Hand

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-409-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los MacGregor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Los MacGregor

Capítulo 1

 

Cuando su coche petardeó y se detuvo agonizante a una milla de Las Vegas, Darcy Wallace consideró seriamente la posibilidad de quedarse donde estaba y de dejarse morir de insolación bajo el asfixiante sol del desierto. No le quedaban más que nueve dólares y treinta y siete centavos en el bolsillo y una larga carretera tras de sí que no conducía a ninguna parte.

Podía considerarse afortunada de tener esa ínfima cantidad de dinero encima, pues la noche anterior le habían robado el bolso frente a un restaurante en Utah. Lo último que había comido era un sándwich correoso de pollo, y pensó que aquel billete suelto de diez dólares que había encontrado en su bolsillo era el último milagro que podía esperar.

Su trabajo y su hogar en Kansas quedaban muy lejos. No tenía familia ni nadie por quien volver. Pensó que no le había quedado más remedio que meter algo de ropa en una maleta, y alejarse al volante de su coche de aquella vida que le hubiera tocado vivir de haberse quedado.

Se había encaminado hacia el oeste solo porque su coche estaba orientado en aquella dirección, lo que le había parecido una señal. Se prometió a sí misma una aventura, una odisea personal y una vida nueva y mejor.

Ya no le bastaba con leer sobre jóvenes intrépidas que desafiaban al mundo, se abrían camino, corrían riesgos y se enfrentaban a los desafíos sin pestañear. Eso se iba diciendo a sí misma mientras añadía kilómetros al cuentakilómetros de su viejo y destartalado coche. Había llegado la hora de hacer algo por sí misma o, al menos, de intentarlo.

Quedarse la hubiera arrastrado a una vida convencional. A plegarse a las exigencias de los demás. Y a vivir una existencia cargada de sueños y arrepentimiento.

En aquel momento, una semana después de escaparse furtivamente de la ciudad en mitad de la noche, como si de una ladrona se tratara, se preguntó si su destino no sería llevar una existencia corriente. Puede que hubiera nacido para acatar las normas. Quizá debería haberse contentado con lo que la vida le había dado y haber puesto freno a sus inquietudes, en lugar de esperar con impaciencia lo que el futuro podría depararle.

Gerald le hubiera procurado una buena vida que, bien lo sabía, hubiera sido la envidia de muchas mujeres. Con él hubiera podido tener una casa estupenda, perfectamente mantenida por leales empleados, armarios atiborrados de ropa elegante digna de la mujer de un alto ejecutivo, una residencia de verano en Bar Harbor y escapadas invernales a paraísos tropicales. Nunca pasaría hambre ni penalidades. Lo único que tenía que hacer a cambio era obedecerle ciegamente y enterrar todos sus sueños y sus deseos más íntimos.

No debería resultarle muy difícil; al fin y al cabo, llevaba haciéndolo toda la vida.

Pero lo era.

Cerrando los ojos, apoyó la frente en el volante. ¿Por qué la querría tanto Gerald?, se preguntó. Ella no tenía nada de especial. Su mente era despierta y su rostro, normal y corriente. Así la había descrito su propia madre más de una vez. No creía que para Gerald fuera una cuestión de atracción física, aunque sospechaba que a él le agradaba el hecho de que fuera menuda y delicada. Fácil de dominar.

Uf, aquel hombre la atemorizaba.

Recordó lo furioso que se había puesto el día que se cortó el cabello, una melena que le llegaba por los hombros, hasta dejárselo corto como el de un chiquillo. A ella le había gustado, se dijo, desafiante. Y se trataba de su pelo, por el amor de Dios, añadió pasándose los dedos por unos mechones desiguales de color castaño.

No habían llegado a casarse, gracias a Dios. Él no tenía ningún derecho a decirle qué aspecto debía presentar, ni a ordenarle cómo vestirse o cómo comportarse. Y, si seguía adelante con su plan, no lo tendría jamás.

Nunca debería haber aceptado su propuesta de matrimonio. Pero en aquel momento se había sentido asustada y confusa. A pesar de que había tenido dudas y se había arrepentido casi de inmediato, y de que sabía que debería haberle devuelto el anillo con una disculpa, había preferido aceptarlo antes de tener que aguantar la tormenta de su enfado y los rumores que acompañan a los compromisos rotos.

Pronto descubrió que él la había manipulado, y que era responsable de que hubiera perdido su trabajo y de que la estuvieran amenazando con desalojarla de su apartamento.

Él pretendía hacerla ceder. Y ella había estado a punto de complacerle, pensó mientras se enjugaba el sudor de su rostro con el dorso de la mano.

Al infierno con todo, decidió mientras salía trabajosamente del coche. Tenía menos de diez dólares en el bolsillo, una caminata de más de un kilómetro ante ella y un coche estropeado. Pero estaba fuera del alcance de Gerald. Por fin, a sus veintitrés años, se encontraba sola.

Abandonando la maleta en el coche, tomó la pesada bolsa de mano que contenía todo lo que realmente le importaba y echó a andar. Había cerrado la puerta del pasado. Era el momento de abrirse a lo que le deparaba el futuro.

Tardó una hora en llegar a su destino. No sabía por qué caminaba decidida por la carretera 15, alejándose de los moteles y las gasolineras, en dirección a la ciudad cuyo perfil se recortaba en el horizonte: Las Vegas. Lo único que sabía era que ansiaba estar allí, dentro de ese mundo de exóticos edificios y luces centelleantes como las de una feria.

El sol estaba comenzando a desaparecer detrás de las montañas rojizas que rodeaban aquel deslumbrante oasis. El hambre había dejado de ser una sensación incómoda para convertirse en un dolor sordo. Consideró la posibilidad de detenerse a comer, beber y descansar, pero había algo vagamente terapéutico en el mero hecho de poner un pie delante del otro, sin apartar la vista de los altísimos y espectaculares hoteles que refulgían en la distancia.

¿Cómo serían por dentro?, se preguntó. ¿Sería todo lustroso y elegante, llamativo hasta la ostentación?

Riéndose con picardía, visualizó un ambiente de sexo y juego, de triunfo y desesperación. Habría hombres de mirada dura y mujeres de risas estentóreas. Conseguiría un empleo en uno de aquellos antros de perdición y vería el espectáculo desde primera fila.

Tenía tantas ganas de vivir, de ver, experimentar cosas nuevas.

Ansiaba la multitud, el ruido, la sangre caliente, los nervios de acero. Deseaba todo aquello que se opusiera a lo que había sido su vida hasta entonces. Sobre todo, anhelaba experimentar emociones fuertes, placeres extremos, sensaciones intensas. Y escribiría sobre ello, decidió mientras cambiaba de posición la bolsa que, llena hasta los topes de cuadernos y hojas manuscritas, pesaba como una losa. Escribiría, sí, en una pequeña habitación desde la cual vería la vida pasar.

Tambaleándose de puro cansancio, tropezó con el bordillo de la acera, pero volvió a retomar su camino. Las calles estaban abarrotadas de gente; todo el mundo parecía saber adónde ir. Las brillantes luces de la ciudad parpadeaban a la luz del atardecer y parecían decir: «Entra, juega, arriésgate».

Vio a familias de turistas, padres en pantalones cortos de los que asomaban unas piernas a las que el sol castigador había dado un tinte rosado, niños con los ojos abiertos como platos, madres cuya ansiosa mirada reflejaba la sobrecarga de los sentidos.

Sus propios ojos, de color castaño claro teñidos de cansancio, estaban bien abiertos. A lo lejos, se oyó la erupción de un volcán artificial, a la que la muchedumbre allí congregada respondió con unos chillidos y aplausos que la dejaron boquiabierta. El ruido sofocó el zumbido de sus oídos mientras se abría paso entre la gente.

Aturdida y maravillada al mismo tiempo, deambuló sin rumbo fijo, admirando embobada las gigantescas estatuas de estilo romano, pestañeando ante las luces de neón y paseando alrededor de las fuentes que lanzaban chorros de diferentes colores. Era como el país de las maravillas, un mundo de fantasía, ruidoso, llamativo y decididamente adulto; y Darcy se sintió tan perdida y fascinada como la propia Alicia.

Se detuvo frente a dos torres gemelas blancas como la luna y unidas por un puente con arcos en el que había cientos de ventanas. Rodeaban el edificio un mar de flores, silvestres y exóticas, y pequeños estanques de aguas cristalinas procedentes de una cascada escalonada que caía desde lo alto de una montaña.

Custodiando la entrada al puente se erigía un gigantesco jefe indio a lomos de un caballo de color dorado. Tanto su rostro como su pecho desnudo eran de cobre reluciente y su penacho estaba adornado de rutilantes piedras rojas, verdes y azules. En su mano llevaba una lanza de cuya punta salía una refulgente llamarada.

Era hermoso, pensó, orgulloso y desafiante.

Habría jurado que los oscuros ojos de la estatua estaban vivos y la miraban fijamente, desafiándola a acercarse, a entrar, a correr riesgos.

Darcy entró en el Comanche desfallecida y se tambaleó al sentir una repentina corriente de aire frío. Las baldosas del inmenso vestíbulo formaban un diseño geométrico en forma de esmeraldas y zafiros que hizo que la cabeza le diera vueltas. Cactus y palmeras crecían en jarrones de cobre y cerámica. Las enormes mesas estaban adornadas con preciosos centros de flores y despedían una fragancia tan exquisita que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Siguió caminando, obnubilada ante la cascada que se precipitaba por una pared empedrada y caía en un estanque lleno de refulgentes carpas, y las luces resplandecientes que despedían las gigantescas arañas que pendían del techo. Aquel lugar bullía de luces y colores, y era más deslumbrante que cualquier otro que hubiera conocido o imaginado.

Las tiendas exhibían unos escaparates tan relucientes como las lámparas colgantes. Observó a una elegante rubia que se debatía entre dos collares de diamantes como si de dos tomates se tratara.

Darcy se llevó la mano a la boca tratando de reprimir la risa. No era ni el momento ni el lugar de hacerse notar, se dijo. Ella no pertenecía a un lugar tan lujoso.

Dobló una esquina y el inesperado ruido metálico del casino hizo que la cabeza le diera vueltas. Timbres, voces, el golpeteo metálico de las monedas chocando unas contra otras. Giros de ruleta, zumbidos, gritos. La energía que la rodeaba le provocó un subidón de adrenalina.

Había máquinas por todas partes, unas junto a otras, de todas las formas y colores. La multitud se arremolinaba en torno a ellas, de pie o sentada sobre taburetes, e introducía monedas que sacaba de unos cubiletes de plástico blanco.

Observó cómo una mujer oprimía un botón rojo, esperaba a que la pantalla dejara de dar vueltas, y lanzaba un grito de gozo cuando tres lingotes negros se alinearon en el centro. De la máquina manó un chorro de monedas que fue a caer ruidosamente en un recipiente plateado. Darcy no pudo evitar sonreír.

Aquel era un lugar divertido, alocado e impulsivo que ofrecía toda clase de posibilidades. La vida allí era estridente, confusa, impetuosa.

Ella no había jugado en su vida, por lo menos con dinero. El dinero era algo que había que ganar, ahorrar y gastar con moderación. Pero sus dedos se introdujeron en el bolsillo donde su último y arrugado billete parecía latir con vida propia contra su piel.

Era el momento de hacerlo, se dijo a sí misma tratando a duras penas de controlar otra risita. ¿De qué le iban a servir nueve dólares y treinta y siete centavos? Con ese dinero podría comprar algo de comer, reflexionó mientras se mordía el labio. Y luego ¿qué?

Caminó aturdida por los pasillos, al tiempo que oía un extraño zumbido en los oídos. Estudió a los jugadores con ojos parpadeantes; aquella gente parecía decidida a correr riesgos, pensó. Esa era la razón por la que estaban allí. ¿Acaso no era la razón por la que ella misma se encontraba en aquel lugar?

Entonces la vio. Estaba apartada de todas las demás; era grande y brillante. Se sintió fascinada por su tamaño y las estrellas y lunas que la recubrían. La manivela era casi tan gruesa como su brazo y estaba rematada por una bola roja y brillante. Se llamaba Magia comanche.

¡PREMIO GORDO!, proclamaban unas letras luminosas blancas como diamantes que parpadeaban vertiginosamente. Unos puntos de un rojo intenso se sucedían unos a otros sobre una línea negra. Darcy se quedó mirando fascinada la cifra que aparecía en números luminosos: 1.800.079,37 $.

Qué cantidad tan extraña. Y ella tenía nueve dólares y treinta y siete centavos, pensó mientras palpaba el dinero con los dedos. Quizá era una señal.

¿Cuánto costaría?, se preguntó. Se acercó a la máquina y guiñó los ojos para aclarar su mirada borrosa. Leyó las instrucciones con dificultad. Se trataba de una máquina progresiva, en la que el bote iba incrementándose a medida que los jugadores introducían más dinero.

Podía jugarse un dólar, pero según las instrucciones esto no sería suficiente para conseguir el premio gordo, por más que consiguiera la alineación perfecta de estrellas y lunas en las tres líneas. Para jugar de verdad, tenía que meter al menos tres dólares. Aquello era casi todo el dinero que le quedaba en el mundo.

«Arriésgate», susurraba una voz en su interior.

«No seas loca», le decía con desaprobación otra, más recatada y que le sonaba demasiado familiar. «No despilfarres el dinero».

«Vive un poco», la incitó de nuevo el susurro seductor. «¿A qué estás esperando?»

«No lo sé», murmuró. «Estoy cansada de esperar».

Con la mirada fija en el retador frontispicio de la máquina, Darcy metió lentamente la mano en el bolsillo.

 

 

Robert MacGregor Blade garabateó sus iniciales en una nota mientras recorría las mesas con la mirada. Le dio la sensación de que el hombre sentado en la silla tres de la mesa de cien dólares no estaba aceptando sus pérdidas con deportividad. Mac enarcó una ceja al ver que el hombre se plantaba con quince cuando el crupier estaba enseñando un rey. «Si vas a jugarte cien dólares por mano», se dijo mientras el crupier descubría un siete, «deberías saber jugar».

Mac alzó disimuladamente la mano para llamar a uno de los vigilantes vestidos de esmoquin.

–No lo pierdas de vista –murmuró–. Tiene ganas de armar jaleo.

–Sí, señor.

Mac estaba acostumbrado a detectar problemas y a solucionarlos. Formaba parte de la tercera generación de jugadores de su familia, y tenía un instinto muy desarrollado. Su abuelo, Daniel MacGregor, había amasado una fortuna a fuerza de correr riesgos. Su gran pasión era la inversión inmobiliaria y a sus noventa años, ya avanzados, seguía comprando y vendiendo propiedades.

Los padres de Mac se habían conocido en un casino, a bordo de un barco. Su madre, crupier de blackjack, y su padre, un experimentado jugador, habían conectado sin reparar en que era Daniel el que había planeado su encuentro con la idea de que se casaran y continuaran con el linaje MacGregor.

Justin Blade era el propietario del Comanche Vegas y de otro establecimiento en Atlantic City. Serena MacGregor se había convertido en su socia primero y, después, en su esposa. Su hijo mayor había nacido sabiendo cómo tirar los dados.

Ahora, a punto de cumplir los treinta, el Comanche Vegas era su criatura. Sus padres habían confiado en él lo suficiente como para dejarlo en sus manos, y él hacía lo posible para que no se arrepintieran de su decisión.

El Comanche funcionaba sin contratiempos porque él se encargaba de que así fuera. Siempre había sido un establecimiento honrado, y arrojaba beneficios como todas las empresas Blade-MacGregor.

A él le gustaba ganar, y hacerlo limpiamente.

Hizo una mueca de desagrado con los labios cuando una mujer sentada en una de las mesas de cinco dólares hizo veintiuna y empezó a aplaudirse a sí misma. Algunas personas abandonaban el lugar triunfalmente, pensó Mac, pero la mayoría no lo hacía. La vida era un juego de azar, y la casa siempre jugaba con ventaja.

De elevada estatura, se movía con facilidad entre las mesas ataviado con un traje oscuro hecho a medida, que cubría con elegancia un cuerpo recio y musculoso. La sangre comanche que corría por sus venas se manifestaba en la dorada y tersa piel que cubría sus pómulos y en el cabello negro como el azabache que enmarcaba un rostro enjuto y despierto.

Pero sus ojos, de herencia escocesa, tenían el color azul profundo de los lagos de este país, y eran igual de misteriosos e insondables.

Mientras avanzaba por las mesas, correspondía con una sonrisa encantadora a los clientes que lo saludaban, pero apenas se detenía. Tenía cosas que hacer en la oficina.

–¿Señor Blade?

Él se detuvo a mirar a una de las camareras del bar que se había acercado a él.

–¿Sí?

–Vengo de las máquinas tragaperras –explicó cambiando la bandeja de mano e intentando no suspirar mientras Mac la envolvía con la mirada de sus ojos azules–. Hay una mujer en la máquina progresiva que tiene una pinta desastrosa; va muy desarreglada y está bastante nerviosa. Creo que está drogada. No hace más que mirar la máquina fijamente y hablar entre dientes. Creo que debería llamar a los vigilantes.

–Iré a echar un vistazo.

–Tiene un aspecto lamentable. No tiene pinta de fulana –añadió–, pero parece enferma o drogada.

–Gracias, ya me ocupo yo.

Mac se encaminó en dirección opuesta, y atravesó el bosque de máquinas en lugar de dirigirse a su ascensor privado. Los vigilantes de sala podían encargarse de cualquier problema que amenazara el buen funcionamiento del casino. Pero aquel era su establecimiento, y le gustaba atenderlo personalmente.

A pocos metros de allí, Darcy estaba introduciendo en la ranura los tres últimos dólares que le quedaban. «Estás loca», se decía, acariciando uno de los billetes, que había sido rechazado por la máquina. «Has perdido la cabeza», parecía gritarle su corazón, que palpitaba a mil por hora mientras alisaba el billete y volvía a introducirlo en la máquina. Pero, por otro lado, hacer una locura le estaba sentando bien.

Cerró los ojos, respiró profundamente tres veces y, cuando volvió a abrirlos, agarró la bola roja de la manivela con una mano temblorosa y tiró de ella.

Las estrellas y las lunas empezaron a dar vueltas delante de sus ojos, los colores se hicieron borrosos y empezó a sonar una musiquilla de organillo. Sonrió ante lo absurdo de la situación mientras las figuras no dejaban de dar vueltas. Como su vida en ese momento, pensó distraídamente, dando vueltas y más vueltas. ¿Cuándo pararía? ¿Hacia dónde se dirigía?

Cuando las estrellas y las lunas empezaron a detenerse, su sonrisa se hizo aún más amplia. Eran preciosas. Había merecido la pena gastarse el dinero solo para verlas.

Clic, clic, clic, estrellas brillantes y lunas relucientes que aparecían borrosas. Darcy parpadeó frenéticamente; no quería perderse ni un solo movimiento, ni un solo sonido. Era bonito ver cómo se alineaban ordenadamente, pensó apoyándose en la máquina con una mano al sentir que empezaba a desfallecer.

Tan pronto como su mano entró en contacto con el frío metal, el movimiento cesó. De pronto el mundo explotó. Se produjo un estruendo de sirenas que la hicieron retroceder del susto. Las luces de colores de la máquina comenzaron a parpadear alocadamente y se oyó un redoble de tambores de guerra. A su alrededor, la gente comenzó a gritar y a dar empellones. ¿Qué demonios había hecho?

–¡Por Dios bendito, has ganado el premio gordo! –exclamó alguien al tiempo que la agarraba y comenzaba a bailar con ella.

Darcy, que apenas podía respirar, se agitó débilmente tratando de desasirse.

Todo el mundo la empujaba, tiraba de ella, gritaba palabras que no lograba entender. Una galería de rostros se sucedía delante de ella y su cuerpo quedó atrapado contra la máquina por otros cuerpos. En su cabeza se desató una tormenta y sintió un fuerte martilleo en el pecho.

Mac se abrió paso entre la muchedumbre, apartando a codazos a los que felicitaban a Darcy. La miró y le dio la impresión de que no era más que una chiquilla, quizá no lo suficientemente mayor como para estar en el casino. Llevaba el cabello rubio oscuro muy corto y a trasquilones, con un flequillo que casi cubría unos enormes ojos de color castaño claro. Tenía el rostro anguloso como el de un hada y estaba pálida como la cera.

Daba la impresión de que había dormido acurrucada en el desierto con los pantalones y la camisa de algodón que llevaba puestos. No parecía drogada, pensó al tomarla del brazo y sentir su temblor. Más bien estaba aterrorizada.

Darcy se encogió al tiempo que lo miraba. Vio al jefe de la tribu y sintió el poder, el desafío y el romanticismo que emanaba de él. Aquel hombre la salvaría, pensó aturdida, o acabaría con ella.

–Lo he hecho sin querer… Lo único que… ¿Qué es lo que he hecho?

Mac inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió brevemente. No parecía muy lista, pensó, pero era claramente inofensiva.

–Has ganado el premio gordo –la informó.

–Ah, muy bien.

Y sin más, se desmayó.

 

 

Sintió algo suave y maravilloso bajo su mejilla. Seda o satén, pensó Darcy vagamente. Siempre le había encantado el tacto de la seda. Una vez se había gastado casi todo el sueldo de un mes en una blusa de seda blanca con diminutos botones dorados en forma de corazón. Se había quedado sin dinero para el almuerzo durante dos semanas, pero cada vez que se ponía la blusa pensaba que había merecido la pena. Suspiró al recordarlo.

–Venga, vamos allá.

–¿Qué? –abrió los ojos parpadeando y fijó la vista en la luz que emitía una lujosa lámpara.

–Bebe un poco –Mac colocó una mano bajo su cabeza, la elevó y llevó un vaso de agua a sus labios.

–¿Qué?

–Te estás repitiendo. Bebe un poco de agua.

–Bueno –obediente, dio un sorbo mientras estudiaba la mano bronceada y de dedos largos que sostenía el vaso. Se acababa de dar cuenta de que estaba tumbada en una cama enorme cubierta por una colcha de seda.

–¡Dios mío! –exclamó mientras desplazaba débilmente la vista para verle la cara–. Pensé que eras el jefe de una tribu.

–Casi casi –dejó el vaso y se sentó en el borde de la cama. Advirtió, divertido, que ella se había deslizado ligeramente hacia atrás para mantener la distancia entre ellos–. Me llamo Mac Blade y soy el director de este lugar.

–Yo soy Darcy, Darcy Wallace. ¿Qué estoy haciendo aquí?

–Me pareció mejor traerte aquí que dejarte tirada en el suelo del casino. Te has desmayado.

–¿Ah, sí? –volvió a cerrar los ojos, avergonzada–. Sí, tienes razón. Lo siento mucho.

–No es una reacción habitual cuando se han ganado casi dos millones de dólares.

Darcy abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la garganta.

–Perdona, es que todavía estoy un poco confusa. ¿Has dicho que he ganado casi dos millones de dólares?

–Metiste el dinero, accionaste la manivela y ganaste.

Mac advirtió que se había quedado blanca como la cera y pensó que parecía un hada herida.

–Haremos el papeleo cuando te recuperes un poco. ¿Quieres que te vea un médico?

–No, estoy… Estoy bien. Estoy confusa; me da vueltas la cabeza.

–Tómate tu tiempo –sin pensarlo dos veces, ahuecó los cojines en los que estaba apoyada y la empujó con suavidad para que se tendiera–. ¿Hay alguien a quien pueda llamar para que venga a echarte una mano?

–¡No, no llame a nadie!

Mar enarcó una ceja ante aquella rápida y decidida negativa, pero se limitó a asentir.

–De acuerdo.

–No hay nadie a quien llamar –explicó ella, más calmada–. Estoy de viaje. Ayer me robaron el bolso en Utah. Mi coche se averió a una milla de aquí; creo que esta vez ha sido la bomba de la gasolina.

–Podría ser –murmuró él, escéptico–. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

–A pie. Acabo de llegar –o por lo menos, eso creía. Le resultaba difícil recordar cuánto tiempo había estado deambulando por allí, mirándolo todo con los ojos como platos–. Tenía nueve dólares y treinta y siete centavos.

–Ya veo –Mac no sabía si se trataba de una lunática o de una jugadora de primera–. Bueno, ahora tienes aproximadamente un millón ochocientos mil ochenta y nueve dólares y treinta y siete centavos.

–Oh… –deshecha, se cubrió el rostro con las manos y prorrumpió en sollozos.

Había demasiadas mujeres en su vida como para sentirse incomodado por unas lágrimas femeninas, pensó Mac, así que permaneció sentado y dejó que se desahogara.

Era una chica extraña, se dijo. Cuando la había tenido entre sus brazos, inconsciente, le había parecido débil y ligera como una pluma. Y ahora le contaba que había caminado más de una milla bajo el sol abrasador de la primavera y que había arriesgado el poco dinero que tenía en una máquina tragaperras.

Una de dos, o tenía una sangre fría increíble o estaba loca. Fuera lo que fuera, había ganado. Y ahora era rica y, durante un tiempo, su responsabilidad.

–Lo siento –ella se enjugó con las manos el rostro que, aunque sucio, tenía un aspecto encantador–. Yo no soy así normalmente. De verdad, no me hago a la idea –aceptó el pañuelo que él le tendía y se sonó la nariz–. No sé qué hacer.

–Empecemos por lo más importante. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?

–Anoche. Bueno, esta mañana me compré una chocolatina, pero se derritió antes de que pudiera terminarla, así que no cuenta.

–Te pediré algo de comida –dijo poniéndose en pie–. Les diré que preparen la mesa de la salita. Mientras tanto ¿por qué no te das un baño caliente y tratas de relajarte y de situarte?

Ella se mordió el labio.

–No tengo nada que ponerme. Me he dejado la maleta en el coche. Ay, mi bolsa; tenía una bolsa…

–La tengo yo –al ver que volvía a ponerse blanca como la cera, se agachó y recogió la sencilla bolsa de color marrón–. ¿Es esta?

–Sí, esta es, gracias –cerró los ojos, aliviada, y trató de recuperar la calma–. Pensé que la había perdido. No contiene ropa –añadió dejando escapar un largo suspiro–. Es mi trabajo.

–Está a salvo. Encontrarás un albornoz en el armario.

Ella se aclaró la garganta. Aquel hombre era muy amable, pero no se le quitaba de la cabeza que estaba a solas con un perfecto desconocido en una habitación opulenta y sensual.

–Gracias por todo, pero debería irme a una habitación. Si me pudiera adelantar un poco de dinero podría irme a un hotel.

–¿Qué tiene este de malo?

–¿Este qué?

–Este hotel –respondió él pacientemente–. Esta habitación.

–Nada… es preciosa.

–Entonces ponte cómoda. La habitación es gratuita…

–¿Cómo? ¿Qué ha dicho? –preguntó al tiempo que se incorporaba ligeramente–. ¿Me puedo quedar aquí, así sin más?

–Es lo que hacemos normalmente con los jugadores de grandes apuestas –volvió a sonreír haciendo que le latiera con fuerza el corazón–. Y tú perteneces a esa categoría.

–¿Yo?

–La dirección del hotel espera que gastes parte de tus ganancias aquí. En el casino, en las tiendas. Nosotros te ofrecemos la habitación y las comidas y bebidas.

Ella saltó de la cama.

–¿Me ofrecéis todo esto gratis porque he ganado vuestro dinero?

Esta vez su sonrisa fue breve y ligeramente pícara.

–Me gustaría tener la oportunidad de recuperar parte de ese dinero.

Cielos, qué atractivo era; parecía un héroe de novela, pensó atribulada.

–Es lógico. Muchísimas gracias, señor McBlade.

–No me llames señor McBlade –la corrigió al tiempo que estrechaba la mano que ella le ofrecía–. Me llamo Mac. Mac Blade.

–Lo siento; no estoy siendo muy coherente.

–Se sentirá mejor una vez haya comido y descansado.

–Creo que tiene razón.

–Podríamos hablar mañana por la mañana. ¿Qué le parece si nos vemos a las diez en mi oficina?

–Muy bien, por la mañana.

–Bienvenida a Las Vegas, señorita Wallace –dijo al tiempo que se dirigía hacia un tramo de escaleras que conducía al salón.

–Gracias –con piernas tambaleantes, trató a duras penas de levantarse y se quedó sin aliento al ver el amplio espacio adornado con exóticos ramos de flores tropicales. Vio cómo él caminaba sobre una enorme alfombra oriental.

–Señor Blade.

–¿Sí? –él se volvió para mirarla, y pensó que tenía el aspecto de una niña de doce años, desvalida como un corderillo.

–¿Qué voy a hacer con todo ese dinero?

Él volvió a sonreír.

–Ya se le ocurrirá algo.

Sin más, pulsó un botón y atravesó las puertas correderas de bronce que acababan de abrirse y que conducían, sin duda alguna, a un ascensor privado.

Una vez se hubieron cerrado las puertas, ella se sentó en el suelo, incapaz de mantenerse en pie por más tiempo. Rodeándose el cuerpo con los brazos, comenzó a mecerse. Si aquello era un sueño o una alucinación causada por el estrés o una insolación, esperaba no despertarse nunca.

No solo había escapado, pensó. Había conseguido la libertad.