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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Reglas de compromiso, n.º1923 - mayo 2017

Título original: Rules of Engagement

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9674-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Nate Leeman estaba de pie junto a la ventana de su despacho, observando la nieve que caía en abundancia.

No entendía por qué la gente hablaba de lo bonito que estaba Boston en enero. Para él aquel tiempo sólo acarreaba molestias y más horas de transporte.

Por eso, algunas veces prefería quedarse a dormir en su ostentoso despacho de vicepresidente del departamento de tecnología. Contaba con un pequeño bar que raramente usaba, una televisión y un DVD que nunca había tocado y un sofá cama que no extendía.

Lo único que realmente le importaba era su ordenador. Era su vida.

Pero, a pesar del empeño que ponía en proteger el sistema y la información que albergaba, alguien había accedido a sus ficheros.

En aquella heladora noche, Nate había colocado otro teclado y otra pantalla próximos a los suyos. Su visión no hacía sino encender aún más su ya caldeado ánimo.

Alguien llamó a la puerta.

–Adelante –dijo él, apartándose de la ventana.

Emily Winters, vicepresidenta del departamento de ventas e hija del director general, entró en el despacho.

–El pronóstico del tiempo dice que habrá unos diez centímetros de espesor a eso de la medianoche.

–¿A qué hora llega su avión? –preguntó él, refiriéndose al vuelo en el que viajaba Kathryn Sanderson. Aquella investigadora especializada en crímenes tecnológicos era parte de un pasado que Nate prefería olvidar.

–Dentro de una hora –dijo Emily.

–Entonces no debería haber problema –respondió Nate.

Esperaba que sus sentimientos personales no interfirieran en su trabajo.

Él no era el jefe, ni tampoco el que había decidido pedir ayuda externa. Se la habían impuesto. Por desgracia, habían tenido que contactar a una de las pocas mujeres que se movían en aquel sector y alguien con quien Nate había tenido una historia dolorosa.

–Le he reservado una habitación en el hotel Brisbain, para que esté cerca de la oficina –dijo Emily y lo miró preocupada–. Tenemos que solucionar esto cuanto antes, Nate. Hemos invertido demasiado tiempo y dinero en este proyecto y no podemos dejar que nuestros competidores nos lo roben.

–Créeme, estoy tan preocupado como tú –respondió él.

–Mi padre y yo confiamos plenamente en que Kathryn y tú lo resolveréis. Sois los mejores en vuestro campo –Emily se volvió hacia la puerta–. En cuanto llegue, te la enviaré.

Dicho aquello, se marchó.

Nate se hundió en su sillón sin dejar de mirar la pantalla. El intruso no era un pirata cualquiera. Debía de saber mucho, pues había podido acceder sin dejar pistas sobre cómo ni por dónde.

Abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó dos revistas de informática. En ambas había artículos sobre la sobresaliente Kathryn Sanderson. Aquella mujer que había trabajado toda su vida en Silicon Valley, durante los últimos cinco años se había dedicado a investigar y capturar a muchos criminales informáticos. No sólo había trabajado para grandes empresas, sino también para varios departamentos de policía.

Miró la borrosa foto que acompañaba a uno de los artículos. No le hacía justicia. Su rostro fino y sus grandes ojos no reflejaban la vivacidad de su expresión. Recordaba su siempre entusiasta mirada, con aquellas brillantes pupilas color miel que cambiaban de tono.

Llevaba, como siempre, el pelo corto y lleno de mechas que iluminaban su cabello castaño.

Cerró la revista con energía y la volvió a meter en el cajón.

Había dicho adiós a Kathryn cinco años atrás y había asumido que no volvería a verla. Habría deseado que eso hubiera sido así. Aquella mujer era el único riesgo sentimental que se había atrevido a asumir y no quería volver a pasar por nada semejante.

Frunció el ceño y se masajeó el cuello para librarse de parte de la tensión que sentía.

Sólo necesitaba un poco de tiempo para poder averiguar quién se había metido en los archivos.

Quizás pudiera tener el asunto resuelto antes de que Kathryn bajara del avión.

Nate trató de concentrarse. Pero no habían pasado ni dos minutos cuando unos golpes en la puerta anunciaron otra visita.

–Adelante –dijo él, frustrado.

Carmella López, secretaria del director de la compañía, Lloyd Winters, entró con una cesta de fruta.

Al sonreír, su calidez natural templó la gélida estancia.

–El señor Winters ha pensado que estará bien ofrecerle esta cesta a la señorita Sanderson cuando llegue –dejó la cesta en la mesa donde se encontraba la cafetera.

–Bien –dijo Nate, tratando de controlar la irritación que el gesto le provocaba. Estaba claro que toda la empresa estaba ansiosa por darle la bienvenida a la visitante–. Seguro que se lo agradece.

–Nosotros agradecemos que venga a ayudarnos –respondió Carmella.

Nate sabía que su actitud era infantil y poco profesional, pero no podía evitarla. Utopía era su creación y Lloyd Winters le estaba pidiendo que se la cediera a otra persona. Por supuesto, nadie conocía la relación personal que había entre Kathryn y él. Tampoco pensaba hacerla pública.

Carmella miró por la ventana. La nieve cada vez caía con más fuerza.

–Han cambiado la previsión del tiempo. Puede que para medianoche ya haya veinte centímetros de nieve. Espero que la señorita Sanderson se haya traído la ropa adecuada.

Era muy típico de Carmella preocuparse por cosas así. Sin duda, no eran temas que a Nate le importaran en exceso.

–La nieve es hermosa, pero traicionera –aseguró Carmella–. Bueno, me voy y te dejo trabajar.

En cuanto la mujer cerró la puerta, Nate miró a la cesta de fruta que había quedado voluptuosamente posada sobre la mesa. Quizás los empleados de Wintersoft estuvieran deseosos de darle a Kathryn Sanderson la bienvenida, pero ninguno de ellos tendría que trabajar con ella. Él, sí.

Pensó en las palabras de Carmella: «hermosa, pero traicionera». Dos adjetivos perfectos para aplicárselos a Kathryn.

Se levantó y volvió a la ventana. Respiró profundamente y trató de prepararse para la dolorosa experiencia de volver a verla.

 

 

Emily Wintersoft estaba esperando a Carmella cuando ésta salió del despacho. La tomó del brazo y la llevó a la sala de conferencias.

–¿Qué sucede? –preguntó Carmella.

–Creo que vamos a tener que dejar de mirar en los archivos personales de la compañía. Con Nate y Kathryn investigando sobre el intruso que ha accedido a nuestro sistema, no podemos arriesgarnos a que nos descubran.

–Lo que tú consideres mejor –dijo Carmella–. Al fin al cabo, sólo nos quedan dos solteros.

–Y las posibilidades de que Nate Leeman o Jack Devon se casen en breve son casi nulas –respondió Emily.

Nate Leeman parecía no reparar en la presencia de mujeres en el planeta. Jack Devon, por el contrario, debía de salir con todas.

Las dos mujeres salieron de la sala y se encaminaron a sus respectivos despachos.

Emily se sentó ante su mesa y pensó en el plan que Carmella y ella habían empezado a poner en práctica hacía unos meses.

Había sido Carmella la que había oído una conversación telefónica de Lloyd Winters. El dueño de la compañía, hablaba sobre su ilusión de una posible relación entre alguno de los altos ejecutivos y su hija, Emily Winters.

Emily se había quedado desolada al enterarse. Ya había vivido una situación parecida en su anterior matrimonio. Se había casado con un ejecutivo de la empresa para satisfacer los deseos de su padre. Pero la unión había acabado en divorcio. Habían pasado ya cuatro años del desastre y Emily, renovada y con su vida rehecha, no estaba dispuesta a repetir sus errores.

Para frustrar los planes de Lloyd, Carmella había sugerido otro alternativo. Tras revisar la información personal de cada soltero, sólo tenían que encontrar la pareja perfecta.

Hasta aquel momento, la idea había funcionado sin que apenas tuvieran que intervenir.

Ya sólo quedaban el solitario Nate y el distante Jack.

Pero sus problemas habían cambiado. No se trataba ya de su vida personal, sino de la profesional. No podía permitir que nadie descubriera que ella y Carmella habían accedido a los archivos personales de los empleados. Cualquiera con una mínima capacidad de asociación podría deducir que los empleados espiados eran aquéllos que se habían casado recientemente. Estaba en juego su reputación.

Por otro lado, sabía la importancia que el trabajo de Nate y Kathryn tenía para la compañía. Debían encontrar cuanto antes al pirata que amenazaba con poner en peligro el futuro de Utopía, un revolucionario software financiero que Nate había creado para Wintersoft.

A pesar de sus temores, esperaba que lograran, cuanto antes, cazar al delincuente y destruirlo, antes de que hiciera más daño.

 

 

Kathryn Sanderson se detuvo ante la puerta del enorme edificio que albergaba a la compañía Wintersoft.

Sabía que la estaban esperando, pero no estaba segura de estar preparada para entrar.

Levantó la vista hacia el cielo y dejó que la nieve le cayera sobre el rostro. Era una extraña y maravillosa sensación sentir los copos fríos, sobre todo para una mujer que nunca antes había salido de California.

No obstante, sabía que no era sólo la nieve lo que le provocaba aquella extraña e intensa excitación. También iba a verlo a él.

Nate.

Habían pasado más de cinco años desde su «adiós» definitivo. Kathryn había cumplido los veintiséis años cuando Nate había llegado a Silicon Valley para recibir unos cursos de informática. Ella también se había inscrito y allí se conocieron.

Después de cuatro meses de relación, habían roto. Él había regresado a su vida en Boston y ella se había quedado en California.

Miró a la parte superior del edificio.

Le habían dicho que Nate estaba en la planta cuarenta y nueve. Era el vicepresidente del Departamento de Tecnología. Sin duda había logrado alcanzar su sueño de convertirse en el gran ejecutivo de una gran empresa.

Se preguntó si ya tendría una mujer que lo hubiera acompañado en su ascenso.

Se cambió de mano la maleta y decidió que ya era hora de enfrentarse a él.

Entró en el edificio y tomó el ascensor.

Al salir, una eficiente secretaria, Mary Sharpe, la saludó y la acompañó hasta el despachó de Nate.

Kathryn se quedó en la puerta durante unos segundos antes de atreverse a entrar. A pesar de lo absurdo que resultara, estaba nerviosa. Sabía que no tenía sentido tener aquella sensación por un hombre al que no había visto en años. Pero su relación había sido muy intensa, había sido la promesa truncada del futuro que ella ansiaba.

Pero, ¿qué decía? Nate no había sido el futuro, sino sólo un sueño que había acabado por convertirse en una pesadilla.

En aquel instante estaba a punto de entrar en el santuario de trabajo de aquel mismo hombre para compartir una labor profesional.

Respiró profundamente y llamó a la puerta.

Cuando él abrió, ella no pudo evitar un cosquilleo inquietante en el estómago.

Fue como retroceder en el tiempo. Su pelo seguía siendo igualmente denso y negro que antaño. Sus ojos verdes brillaban con la misma intensidad. El traje gris que vestía no hacía sino enfatizar la perfección de su cuerpo. No había cambiado nada.

–Hola, Nate.

Él asintió, con un gesto helador.

–Hola, Kathryn.

Dijo «Kathryn» y no el más coloquial y cercano «Kat» con que solía nombrarla.

–¿Puedo pasar?

–Por supuesto.

–¡Estupendo despacho! –exclamó ella al entrar. Dejó la maleta en el suelo, se quitó el abrigo y lo puso sobre el sofá.

Se encaminó hacia la enorme ventana. La espesa nieve impedía la visión de la ciudad.

–No me puedo creer que esté en Boston –dijo ella.

–Yo tampoco –respondió él, dejando notar cierto reproche en su tono.

Ella se volvió. Pero el gesto impávido de él no le dio clave alguna sobre sus sentimientos.

–La fruta es para ti –dijo él, indicando la cesta que estaba sobre la mesa.

–¡Muchas gracias! –dijo ella

–No me las des a mí, sino al señor Winters –dijo él secamente.