jaz1990.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Liz Fielding

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ganar el amor, n.º1990 - mayo 2017

Título original: A Nanny for Keeps

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9677-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Jacqui Moore escudriñaba el tortuoso camino a través de la niebla, intentando conducir su preciado vehículo entre los amenazantes muros de piedras y lamentándose por centésima vez por haber aceptado aquel trabajo.

–Sólo es un trabajo ocasional de niñera, Jacqui –le había dicho Vickie Campbell–. Es pan comido para alguien tan experimentada como tú.

–Yo ya no soy niñera. Ni siquiera ocasional.

–Sólo serán un par de horas, como mucho –continuó Vickie, como si Jacqui no hubiera hablado–. No te lo pediría si no fuera una emergencia. Y Selina Talbot es una clienta muy especial.

–¿Selina Talbot?

–Vaya, veo que he captado tu atención. ¿Sabes que ha adoptado a una niña refugiada?

–Sí, he visto su foto en Celebrity

–Nosotros le suministramos su personal.

–¿En serio? Entonces, ¿por qué no tiene a una de tus fantásticas niñeras para cuidar de su hija?

–La tiene. O al menos la tendrá. Ya tengo a alguien preparada, pero está de vacaciones.

–¡De vacaciones! Qué casualidad. Recuerda que me pediste que me pasara de camino al aeropuerto… –recalcó la última palabra con un énfasis especial–. Dijiste que tenías algo para mí.

–Oh, por supuesto –dijo Vickie. Abrió el cajón de su escritorio y sacó un sobre con el matasellos de Hong Kong–. Lo han mandado los Gilchrist.

Con el pulso acelerado, Jacqui tomó el sobre y lo abrió. Un brazalete de plata le cayó sobre la palma, y una tarjeta cayó al suelo.

Aterrada, recogió la tarjeta y leyó el mensaje.

–¿Jacqui?

Jacqui sacudió la cabeza y parpadeó frenéticamente mientras se apresuraba a guardar la tarjeta en el bolso.

–¿Qué es? ¿Los Gilchrist te han mandado un recuerdo?

–Algo así –respondió, incapaz de definir lo que habían hecho los Gilchrist.

Vickie agarró la pulsera de su mano.

–Oh, es preciosa. Han empezado tu colección con un pequeño corazón… Parece que tiene algo grabado –dijo, acercándola a la luz–. Tengo que graduarme la vista, pero creo que dice… «Olvida y sonríe» –frunció el ceño–. ¿Qué significa?

–Es una cita de Christina Rossetti –explicó Jacqui, anonadada–. «Es mejor olvidarse y sonreír que recordar y estremecerse».

–Oh. Entiendo… Bueno, tal vez sea un buen consejo.

–Sí –se limitó a decir Jacqui.

–Sé lo doloroso que es perderla, Jacqui. Ella nunca te olvidará. Ni todo lo que hiciste por ella.

Jacqui sabía exactamente lo que había hecho. Por eso mismo nunca volvería a correr el riesgo.

–¿Quieres que te la ponga? –le sugirió Vickie.

Jacqui permitió que le abrochara la cadena alrededor de la muñeca, porque habría parecido muy extraño que rechazara la pulsera junto a la tarjeta.

–Bueno –dijo, carraspeando–. Si eso es todo, será mejor que me vaya.

–No tan deprisa. Tu vuelo no sale hasta dentro de unas horas –replicó Vickie con una sonrisa alentadora–. Y viendo con qué clase de compañía barata vas a volar y de qué aeropuerto perdido vas a salir, no hay duda de que necesitas el dinero. Hace meses que no trabajas.

–Hace meses que no trabajo para ti –corrigió Jacqui–. He estado trabajando como secretaria en una oficina muy agradable. Con un horario normal y un sueldo decente.

Vickie puso los ojos en blanco. Su expresión era de absoluta incredulidad.

De acuerdo, tal vez «agradable» fuera decir demasiado.

–Me han pedido que me quede –siguió Jacqui–. Como empleada fija.

–No tendrás ni que molestarte –dijo Vickie, ignorando el comentario por completo.

Jacqui se desenvolvía muy bien en los empleos temporales, haciendo los trabajos aburridos y rutinarios que nadie quería. A ella tampoco le gustaban, pero era su penitencia particular. Sin embargo, sus seis meses de autoflagelación no habían ayudado. Iba a tener que intentar otra cosa, y tal vez su familia tuviera razón: un par de semanas en soledad, sin ninguna presión, le dieran tiempo para decidir lo que quería hacer con el resto de su vida.

–Vas a pasar por la casa –insistió Vickie, obligándola a concentrarse en el problema inmediato. Era una mujer muy pertinaz, pero por algo había conseguido atraer a una clientela exclusiva.

–¿La carretera cruza Little Hinton?

–Bueno, no la cruza exactamente –admitió Vickie–. Pero es sólo un pequeño desvío. El pueblo está a menos de nueve kilómetros de la salida más cercana.

–¿Nueve kilómetros? ¿En línea recta?

–Diez como mucho. Puedo mostrártelo en el mapa si quieres.

–Gracias, pero no.

–Está bien, está bien. Seré sincera contigo. Selina Talbot llegará en cualquier momento, y pueden pasar horas hasta que pueda encontrar a alguien que haga este trabajo.

–Si te metes en el juego de las mentiras, Vickie, deberías tener siempre un plan de emergencia.

–Por favor. Sólo es un trabajo de nada, y seguro que no querrás dejar a una niña pequeña llorando en mi oficina, ¿verdad?

Jacqui se apretó la cadena hasta clavársela dolorosamente en la muñeca.

–Podría vivir con ello –dijo–. Que tú puedas o no es otro asunto.

–Por favor, Jacqui. Tengo mucho que hacer. Reuniones, entrevistas…

–Y una oficina llena de tu propio personal.

–Todos están ocupados en labores esenciales. Sólo tienes que dejar a Maisie en casa de su abuela y luego podrás pasar tus dos semanas al sol, sin pensar en cómo los demás nos quedamos trabajando como esclavos con frío y lluvia.

–¿Crees que puedes hacerme sentir culpable? –le preguntó Jacqui.

Las vacaciones no habían sido idea suya. Había sido su familia la que había insistido en que necesitaba un descanso. Y ella no tenía más que mirarse al espejo cada mañana para reconocerlo.

–Te pagaré el doble…

–Eso sí que es estar desesperada.

–Y cuando vuelvas podemos hablar de tu futuro.

–No tengo futuro –declaró Jacqui enérgicamente, antes de que la situación se le fuera de las manos.

Sólo había accedido a ir a ver a Vickie de camino al aeropuerto porque así podría decirle cara a cara que la borrara de sus archivos. Irrevocablemente. Se acabaron para siempre las ofertas de trabajo temporales que Vickie seguía dejándole en el contestador automático.

En España estaría a salvo de esas tentaciones.

–No como niñera –añadió mientras se dirigía hacia la puerta–. Te mandaré una postal…

Vickie se levantó de un salto, pero antes de que pudiera interponerse entre Jacqui y la puerta, entró Selina Talbot. Alta, rubia y claramente merecedora de los millones de dólares que había ganado como supermodelo y siendo el rostro de una famosa marca de cosméticos.

Maisie, su hija adoptada de seis años, conocida en la sociedad por las revistas del corazón, estaba a su lado.

La pequeña no llevaba la ropa sencilla con la que cualquier niñera sensata la hubiese vestido para viajar. Su atuendo era el propio de una princesita: un vestido blanco de gasa con una faja de satén malva, medias blancas opacas y zapatos de raso. El perfecto contraste con su hermosa piel negra. Una tiara reluciente sobre sus rizos completaba la imagen. Sólo faltaban las alas.

Una de sus manos estaba en leve contacto con la de su madre, y de la otra colgaba una bolsa blanca de lino en la que habían sido bordadas las palabras «Cosas de Maisie» en el mismo color malva que la faja.

El logotipo del diseñador sugería que el vestido era una creación exclusiva para la hija de su modelo favorita.

Casi todas las niñas que Jacqui conocía, y había conocido a demasiadas, habrían arrugado y manchado una ropa así a los cinco minutos de tenerla puesta. Pero Maisie Talbot no. Parecía una muñeca exquisita. Una de esas piezas de coleccionista que se guardaban en vitrinas de cristal para no ser ensuciadas por dedos pegajosos.

Casi todas las niñas se habrían echado a llorar ante la perspectiva de que su madre las dejara a cargo de una desconocida. Pero Maisie permaneció callada y tranquila mientras Selina Talbot la besaba ligeramente en la cabeza y, tras dejar una bolsa blanca de viaje, salía del despacho sin ofrecer la menor muestra de angustia maternal.

Una punzada de compasión por la pequeña traspasó las defensas de Jacqui, seguida por un peligroso impulso de darle un abrazo. Pero entonces los oscuros ojos de Maisie se encontraron con los suyos y, con toda la arrogancia que su madre desplegaba en las pasarelas de París, le advirtieron que no se le ocurriera hacer tal cosa.

–Quiero irme ya, Jacqui –dijo Maisie, habiendo establecido un cordón de seguridad en torno a su persona. Se dirigió hacia la puerta y esperó a que alguien se la abriera.

Vickie Campbell articuló «por favor» con los labios mientras Maisie pisaba el suelo con impaciencia. Jacqui estuvo a punto de marcharse, pero algo la retuvo. No fue la súplica silenciosa de Vickie, sino la imposibilidad de rechazar a una niña que, a pesar de su fría fachada, parecía sentirse muy sola.

–Me debes una, Vickie –dijo, rindiéndose al fin.

–Ya lo verás –respondió Vickie con una sonrisa de puro alivio–. Cuando vuelvas, tendrás esperándote el trabajo de tus sueños.

–Pensándolo bien, no me debes nada –replicó Jacqui, y se volvió hacia la niña–. Muy bien, Maisie. Vámonos antes de que le pongan un cepo a mi coche.

–¿Es éste? –preguntó Maisie, nada impresionada, cuando salieron a la calle y vio un Escarabajo VW.

–Sí, éste es mi coche –afirmó Jacqui, abriendo la puerta. El coche no era precisamente nuevo, pero le tenía mucho cariño.

–Yo siempre viajo en un Mercedes.

Jacqui empezó a entender los apuros de Vickie por no quedarse sola con Maisie Talbot.

–Esto es un Mercedes –dijo alegremente.

–No se parece a un Mercedes.

–¿No? Bueno, hoy es uno de esos días en los que puedes ir cómodo al trabajo. Llevar vaqueros en vez de traje y cosas así.

–¿Y eso para qué?

–¿Qué tal por diversión? –sugirió Jacqui, pero enseguida comprendió que para Maisie la diversión consistía era engalanarse, no lo contrario–. Oh, está bien. A veces, para recaudar dinero para obras de caridad, las personas mayores pagan por el placer de llevar la ropa que quieren al trabajo. ¿No te gustaría llevar tu vestido de princesa al colegio en vez de tu uniforme y recaudar dinero para una buena causa?

–Yo no voy al colegio.

–¿No?

–Tengo un profesor particular. ¿Por eso no llevas uniforme? ¿Por caridad?

Jacqui, que nunca había llevado uniforme de ningún tipo, fingió que no la había oído mientras limpiaba el asiento trasero.

–Vamos, Maisie, sube y te abrocharé el cinturón.

Maisie se subió como una princesa entrando en un Rolls-Royce y extendió la falda con cuidado sobre el asiento. Sólo cuando estuvo satisfecha con el resultado, permitió que Jacqui le abrochara el cinturón.

–Bueno –dijo Jacqui, intentando entablar conversación–. ¿Cuando seas mayor serás modelo, como mamá?

–¡Bah! –espetó Maisie con una mueca de desprecio–. Ya lo he hecho, y es muy aburrido.

–Eso había oído –dijo Jacqui, sentándose al volante y arrancando el motor.

–Cuando yo sea mayor, seré médico como… –dejó la frase sin terminar.

–¿Como quién? –la animó Jacqui, saliendo a la carretera. Pero Maisie no respondió. Sacó su reproductor de CD de su bolsa y se colocó los auriculares en los oídos, dejando claro que no tenía interés en seguir hablando.

Estupendo, se dijo Jacqui. Por fin se había acostumbrado a pasar los días sin la interminable cháchara de los niños. Estaba harta de improvisar nuevas versiones sobre los mismos cuentos.

–Ya estamos muy cerca, Maisie –dijo un rato después, al tomar la salida con el cartel de Little Hinton.

–No, no estamos cerca –replicó Maisie, sin molestarse en levantar la mirada. Al menos era un cambio agradable al habitual: «¿Hemos llegado ya? ¿Hemos llegado ya? ¿Hemos llegado ya?».

Pero no había nada habitual en Maisie Talbot.

Por desgracia, la niña no se equivocaba.

El pueblo quedaba a bastante más de diez kilómetros de la carretera, pero fue bastante fácil encontrarlo. Era una aldea minúscula, con una tienda, una oficina de correos, un pub, un garaje y una pequeña escuela en cuyo patio había un grupo de niñas saltando a la comba. Unas cuantas casas se apretaban en torno a una extensión de hierba que hacía las veces de terreno comunal. En menos de cinco minutos Jacqui había comprobado que High Tops no estaba entre ellas.

El pueblo estaba situado en un pequeño valle, tras el cual se elevaba una sierra casi oculta por las nubes bajas. No hacía falta ser un genio para imaginarse dónde estaría una casa llamada High Tops.

–Un pequeño desvío… –masculló Jacqui–. Olvídate de la postal, Vickie Campbell.

–Te dije que no estábamos cerca –le recordó Maisie.

–Cierto, me lo dijiste.

–Está a muchos kilómetros. Allí arriba –añadió la niña, apuntando en dirección a las colinas cubiertas de niebla.

–Gracias, Maisie. Por favor, no te muevas mientras salgo a preguntar.

–Yo conozco el camino. Te lo he dicho. Está allí arriba.

–Estupendo. Enseguida vuelvo.

La niña se encogió de hombros y volvió a colocarse los auriculares mientras Jacqui salía del coche.

–¿High Tops? ¿Se dirige usted a High Tops? –le preguntó la dependienta de la tienda, con una expresión de incertidumbre nada reconfortante.

–¿Podría indicarme el camino? –insistió Jacqui.

–¿La están esperando?

Como buena chica de ciudad, Jacqui estuvo a punto de preguntarle qué demonios le importaba eso, pero se contuvo. En los pueblos todo el mundo se consideraba con derecho de conocer los asuntos ajenos. Y además, necesitaba las indicaciones.

–Sí, me están esperando.

–Oh, bueno, entonces no hay problema. ¿Podría llevarles el correo por mí?

Sin esperar respuesta, la mujer le tendió una bolsa llena de cartas.

–De acuerdo –aceptó Jacqui–. Y ahora, si puede indicarme el camino, por favor… Tengo un poco de prisa.

–La gente de ciudad siempre con tantas prisas… Pero no puede correr por esos caminos. Nunca se sabe lo que se puede encontrar ahí arriba. Una vez vi una llama… –la sacó de la tienda y apuntó hacia la derecha–. Es muy fácil. Siga recto por ahí, tome el primer desvío a la izquierda pasando la escuela y siga el camino hasta alcanzar la cima. Es la única casa que hay. No tiene pérdida.

–Muchas gracias. Me ha sido de gran ayuda.

–Tenga cuidado. Hoy hay mucha niebla y ese camino está lleno de baches –miró dubitativa el VW y vio a Maisie sentada en el asiento trasero–. ¿Ésa es…? Oh, sí. Su madre era igual a su edad. Siempre iba vestida como una princesita oliendo a rosas.

–Gracias por las indicaciones y sus consejos –dijo Jacqui–. Tendré cuidado con los baches y con las llamas.

El consejo de la mujer no era para ser desoído. Con los dientes apretados y aferrando con fuerza el volante, Jacqui se esforzaba por avanzar lentamente entre la niebla y los peligrosos baches del camino ascendente.

–Ya casi estamos –se murmuró a sí misma para darse ánimos. Maisie parecía ajena a los tumbos y sacudidas, imperturbable como una duquesa.

Mucho más tranquila que Jacqui cuando el coche pasó por un profundo bache lleno de agua, derramándola a ambos lados del camino. Genial. Un tubo de escape roto era lo último que necesitaba.

El suplicio continuó durante un kilómetro, aumentando la tensión en sus hombros. Finalmente, cuando empezaba a pensar que había dejado atrás la casa o que se había desviado del camino correcto, una vieja verja le bloqueó el paso. Parecía que no había sido abierta en años. Sobre ella había dos letreros. Uno era tan viejo que apenas podía leerse «High Tops», pero el otro era bastante nuevo y su mensaje estaba muy claro: «Prohibido el paso».

Jacqui salió del coche y, evitando los charcos y el fango, levantó el pesado cierre metálico y se puso debajo para oponer una previsible resistencia. Pero casi cayó de bruces, pues el cierre se deslizó fácilmente sobre unas bisagras bien engrasadas.

Maisie no dijo nada mientras Jacqui se limpiaba el barro de los zapatos y volvía a sentarse tras el volante. Aparentemente seguía absorta con su CD, pero su sonrisa de autosatisfacción revelaba lo que estaba pensando.

Princesita, 1. Adulta estúpida, 0.

Jacqui condujo durante unos cien metros más, hasta que vio surgir de entre la niebla una impresionante mansión recubierta de hiedra, con torres en cada esquina y tejados con almenas, que le conferían un aspecto más parecido al de una fortaleza que al hogar de una abuela.

A pesar de que nunca se había acercado antes a High Tops, el lugar le resultó vagamente familiar y le provocó una extraña sensación de miedo. Sin duda sería por la combinación de niebla y lodo.

Tal vez no estuviera totalmente de humor para el sol, la arena y la sangría, pero sabía muy bien qué opción habría elegido de tener oportunidad. Casi sentía lástima por Maisie.

Qué tontería, se recriminó a sí misma. En cualquier momento la puerta se abriría y la niña sería acogida por su querida abuela.

Sin embargo, la puerta permaneció cerrada.

–Será mejor que esperes aquí mientras voy a llamar –le dijo a Maisie, antes de que la niña se manchara innecesariamente sus preciosos zapatos de satén.

Maisie pareció a punto de decir algo, pero se limitó a suspirar.

Envuelta en el aire frío y húmedo, Jacqui subió corriendo los escalones hasta las puertas tachonadas de hierro. No había timbre. Sólo una vieja campana.

Al levantar el brazo, el brazalete de plata se le deslizó hacia abajo y el corazón destelló al reflejar la luz. Por un momento Jacqui se quedó helada, pero enseguida tiró del badajo con fuerza, produciendo un tintineo largo y reverberante.

De alguna parte se elevó el largo y lastimero aullido de un perro.