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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Barbara Dunlop

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La novia secuestrada, n.º 141 - mayo 2017

Título original: His Stolen Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9743-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Una pesada puerta de metal se cerró con estrépito detrás de Jackson Rush, y el sonido reverberó en el pasillo de la cárcel de Riverway State, en el noreste de Illinois. Jackson echó a andar por el gastado linóleo mientras pensaba que la prisión sería un decorado perfecto para una película, con los barrotes de las celdas, los parpadeantes fluorescentes y los gritos procedentes de los pasillos.

Su padre, Colin Rush, llevaba casi diecisiete años encerrado allí por haber robado treinta y cinco millones de dólares a unos inversores mediante su particular esquema Ponzi. Lo habían arrestado el día en que Jackson cumplía trece años. La policía irrumpió en la fiesta, que se celebraba en la piscina. Jackson todavía veía en su imaginación la tarta de dos pisos cayendo de la mesa y estrellándose contra el suelo.

Al principio, su padre proclamó su inocencia. La madre de Jackson había llevado a su hijo al juicio todos los días. Pero pronto se hizo evidente la culpabilidad de Colin. No era un brillante inversor, sino un vulgar ladrón.

Cuando uno de sus antiguos clientes se suicidó, perdió el favor del público y fue condenado a veinte años. Jackson no lo había vuelto a ver.

Llegó a la zona de visitas pensando que encontraría bancos de madera, tabiques de plexiglás y auriculares telefónicos, pero se encontró con una habitación bien iluminada que parecía la cafetería de un instituto. Había doce mesas rojas con cuatro taburetes cada una. Algunos guardias deambulaban por ella. La mayoría de los visitantes parecían familiares de los presos.

Un hombre se levantó de una de las mesas y miró a Jackson. Este tardó unos segundos en reconocer a su padre. Había envejecido considerablemente y tenía el rostro surcado de arrugas, así como entradas en el cabello. Pero no había error posible: era él. Y le sonreía.

Jackson no le devolvió la sonrisa. Estaba allí contra su voluntad. No sabía por qué su padre había insistido en que fuera a verlo, cada vez con más urgencia. Al final, había cedido para que le dejara de enviar mensajes y correos electrónicos.

–Papá –lo saludó, tendiéndole la mano para no tener que abrazarlo.

–Hola, hijo –dijo Colin con los ojos brillantes de emoción mientras se la estrechaba.

Jackson vio a un segundo hombre sentado a la mesa, lo cual le molestó.

–Me alegro de verte –añadió Colin–. Jackson, te presento a Trent Corday. Somos compañeros de celda desde hace un año.

A Jackson le pareció muy raro que su padre hubiera llevado a un amigo a la reunión con su hijo, pero no iba a desperdiciar ni un minuto en pedirle aclaraciones.

–¿Qué quieres? –preguntó a su padre.

Suponía que lo iban a dejar en libertad bajo fianza. Si era así, no estaba dispuesto a ayudarle a salir antes de la cárcel. A su padre le quedaban tres años de condena y, en opinión de su hijo, merecía pasarlos allí.

Había perjudicado a decenas de personas, a su esposa entre ellas. Después del juicio se había dado a la bebida y al consumo excesivo de analgésicos. Había muerto cinco años después de un cáncer, justo cuando Jackson acababa el instituto.

–Siéntate, por favor –dijo su padre indicándole uno de los taburetes–. Trent tiene un problema –añadió al tiempo que él también tomaba asiento.

–Se trata de mi hija –explicó Trent–. Yo llevo aquí tres años. Se trata de un error…

–Ahórrese las explicaciones –le espetó Jackson.

Diecisiete años antes había oído las interminables protestas de su padre defendiendo su inocencia. No estaba dispuesto a escuchar las mentiras de un desconocido.

–Es una víctima –afirmó Trent al tiempo que se metía la mano en la camisa de algodón azul–. Se trata de la familia Gerhard. No sé si la conoce.

Jackson asintió.

–¿No es preciosa? –preguntó Trent mientras depositaba una foto en la mesa.

Jackson la miró. La mujer era, en efecto, muy guapa, de veintitantos años, pelo castaño rojizo, sonrisa franca y ojos verdes.

–Va a casarse con Vern Gerhard. A los Gerhard se les conoce bien aquí dentro. Vern es un timador y un sinvergüenza, al igual que su padre y su abuelo.

En su trabajo, Jackson había conocido a muchas mujeres que se habían casado con el hombre equivocado, y a más aún que no contaban con la aprobación paterna del esposo elegido. Pero aquello no tenía nada que ver con él.

–¿Qué es lo que quieres tú de mí? –preguntó mirando a su padre.

–Queremos que impidas la boda –contestó Colin.

–¿Y por qué iba a hacerlo?

–Porque Vern va detrás del dinero de mi hija.

–Su hija es una persona adulta –afirmó Jackson volviendo a mirar la foto.

Debía de tener veintiséis o veintisiete años. Con un rostro como el suyo y mucho dinero, ella tenía que saber que iba a atraer a algún perdedor. Y si aún no se había dado cuenta, no había nada que Jackson pudiera hacer.

–No sabe que la están engañando –apuntó Colin–. Es una mujer que valora mucho la sinceridad y la integridad. Si supiera la verdad, no querría volver a ver a ese tipo.

–Pues dígaselo –apuntó Jackson dirigiéndose a Trent.

–No quiere hablar conmigo –respondió este–. Y no me haría caso.

–¿Para esto me has hecho venir? –preguntó Jackson a su padre, al tiempo que se levantaba.

–Siéntate.

–Por favor –rogó Trent–. Hace años, puse a su nombre acciones de una mina de diamantes, pero ella no lo sabe.

Por primera vez desde que había entrado en la sala, a Jackson le picó la curiosidad.

–¿No sabe que es dueña de una mina de diamantes?

Ambos hombres negaron con la cabeza.

Jackson agarró la foto. La mujer no parecía ingenua, sino inteligente, pero era guapísima. En sus ocho años de detective privado, había comprobado mujeres con esa belleza se convertían en objetivo de indeseables.

–Escúchanos, por favor, hijo.

–No me llames así.

–De acuerdo, como quieras.

–Aquí dentro se oyen cosas –afirmó Trent–. Y los Gerhard son peligrosos.

–¿Más que vosotros dos?

–Sí.

Jackson vaciló durante unos segundos. Había comenzado a interesarle el asunto. Volvió a sentarse.

–Han averiguado lo de la mina –explicó Trent.

–¿Cómo lo sabe?

–Por un amigo de un amigo. Hace un año, en la mina Borezone se halló una prometedora veta. Unos días después, Vern Gerhard estableció contacto con mi hija. Está a punto de hacerse pública una valoración sobre lo descubierto en la mina, y el valor de las acciones se disparará.

–¿La mina la explota una empresa pública?

–No, una privada.

–Entonces, ¿cómo se ha enterado Vern Gerhard del descubrimiento?

–Por amigos, contactos dentro de la industria, rumores… No es tan difícil si sabes dónde preguntar.

–Podría tratarse de una coincidencia.

–No lo es –respondió Trent airado–. Los Gerhard se enteraron del descubrimiento y fueron a por mi hija. En cuanto se firme el certificado de matrimonio, le robarán todo.

–¿Tiene pruebas? ¿Está seguro de que él no está enamorado? –preguntó Jackson. Con esa sonrisa fresca y esos ojos inteligentes, muchos hombres se enamorarían de ella, tuviera o no dinero.

–Para eso te necesitamos –apuntó su padre.

–Para que saque a la luz el engaño –afirmó Trent–. Investigue y cuente a mi Crista lo que encuentre. Convénzala de que la están timando e impida la boda.

Crista. Se llamaba Crista.

A pesar de sí mismo, Jackson estaba empezando a pensar en cuánto tardaría en echar una ojeada a los negocios de los Gerhard. En aquel momento, no había mucho trabajo en la oficina de Chicago de Rush Investigations, por lo que tendría tiempo de hacerlo.

–¿Lo harás? –preguntó Colin.

–Le echaré una mirada por encima –contestó su hijo mientras se metía la foto en el bolsillo. Trent fue a protestar porque se la llevaba, pero se lo pensó mejor.

–¿Nos mantendrás informados? –preguntó su padre.

De pronto, a Jackson se le ocurrió que podría ser un ardid de su padre para que estuviera en contacto con él. Al fin y al cabo, era un excelente timador.

–La boda es el sábado –observó Trent.

–¿Este sábado? –preguntó Jackson. Solo faltaban tres días–. ¿Cómo no habéis empezado a actuar antes?

¿Qué esperaban que lograra en tres días?

–Lo hicimos –afirmó Colin.

Jackson apretó los dientes. Su padre llevaba un mes intentando que fuera a verle y él no le había hecho caso. Al fin y al cabo, no le debía nada.

–No es mucho tiempo –dijo al tiempo que se levantaba–.Veré lo que puedo hacer.

–No puede casarse con él –declaró Trent con vehemencia.

–Es una persona adulta –dijo Jackson.

Investigaría a los Gerhard, pero si Crista se había enamorado del hombre equivocado, no habría nada que su padre ni nadie pudiera hacer para que cambiara de idea.

 

 

Crista Corday se balanceó frente al espejo de cuerpo entero y el vestido de novia, de encaje y sin mangas, le rozó suavemente las piernas. Llevaba el pelo recogido formando rizos y trencitas e iba muy bien maquillada. Incluso la ropa interior era perfecta: de seda blanca.

Reprimió una carcajada ante lo absurdo de todo aquello. Era una diseñadora de joyas que se estaba abriendo camino y vivía en un sótano. No era de las que llevaban diamantes ni se casaban en la magnífica catedral de Saint Luke, ni de las que se enamoraban del soltero más codiciado de Chicago.

Sin embargo, todo eso le había sucedido. No tenía nada que envidiar a Cenicienta.

Llamaron a la puerta del dormitorio de invitados de la mansión de los Gerhard.

–¿Crista? –llamó una voz masculina. Era Hadley, primo de Vern y uno de los acompañantes del novio.

–Entra.

Le caía bien Hadley. Era unos años más joven que Vern. Era un muchacho divertido y simpático, más alto que la mayoría de los hombres de la familia, atlético, guapo y de cabello rubio, con un largo flequillo. Vivía en Boston, no en Chicago, pero visitaba la ciudad con frecuencia.

Hadley entró en el dormitorio. Crista había pasado la noche allí; Vern lo había hecho en su piso del centro. Tal vez fuera por influencia de Delores, la madre de Vern, una mujer religiosa y conservadora, pero Crista había insistido en que Vern y ella no se acostaran juntos hasta la luna de miel. Vern había aceptado de mala gana.

–Estás estupenda –dijo Hadley.

–Eso espero –contestó ella riéndose y extendiendo los brazos–. ¿Sabes lo que cuesta todo esto?

–La tía Delores no habría consentido que fueras vestida de otra manera.

–Me siento una impostora.

–¿Por qué? –preguntó él acercándose.

–Porque me crie en un barrio modesto.

–¿Crees que no formas parte de nuestro círculo?

Ella se volvió para mirarse en el espejo. La mujer reflejada en él era y no era ella a la vez.

–¿Tú crees que formo parte de él?

–Si lo deseas… –las miradas de ambos se encontraron en el espejo–. Pero aún no es tarde.

–¿Tarde para qué?

–Para volverte atrás –Hadley parecía hablar en serio, pero tenía que estar bromeando.

–Te equivocas –ella no quería volverse atrás; ni siquiera lo había pensado. No sabía por qué estaban hablando de eso.

–Pareces asustada.

–Lo estoy por la boda. Seguro que me tropiezo mientras recorro la nave. Pero no me asusta el matrimonio.

Se casaba con Vern, el inteligente, respetuoso y educado Vern; el hombre que había invertido en su empresa de diseño de joyas, que la había introducido en el mundo de la riqueza, que se la había llevado una semana a Nueva York y otra a París. Todo en él era fantástico.

–¿Y tus futuros suegros?

–Me intimidan, pero no me asustan –contestó ella sonriendo.

–¿Y a quién no? –Hadley sonrió a su vez.

Manfred Gerhard era un adicto al trabajo, exigente y sin sentido del humor, de voz cortante y modales bruscos. Su esposa, Delores, era remilgada y nerviosa, muy consciente de la jerarquía social, pero asustadiza en presencia de Manfred, cuyos caprichos siempre trataba de satisfacer, sumisa.

Si Vern se llegara a comportar como su padre, Crista lo despediría de una patada en el trasero. No soportaría algo así. Pero Vern no se parecía a su padre en absoluto.

–Vern está muy unido a ellos –apuntó Hadley.

–Me ha dicho que está pensando en comprar un piso en Nueva York –a ella le gustaba la idea de que Vern se alejara de sus padres, a los que quería mucho. Sin embargo, ella no se veía pasando todas las tardes de domingo en la mansión, que era lo que a Vern le gustaba.

–Me lo creeré cuando lo vea.

–Es para que yo pueda ampliar el negocio –aseguró ella.

–¿Tienes dudas sobre esta boda?

–No. ¿Por qué lo dices?

–Tal vez te quiera para mí.

–Muy gracioso.

–Yo tendría mis dudas si me fuera a casar con alguien de esta familia.

–Pues es una pena que ya formes parte de ella.

–Entonces, ¿estás segura? –Hadley la miró a los ojos.

–Sí. Lo quiero. Y me quiere. Con esa base, todo lo demás irá bien.

–De acuerdo. Entonces, si no puedo convencerte de que suspendas la boda, tendré que decirte que ya han llegado las limusinas.

–¿Ya es la hora? –los nervios se le agarraron al estómago. Se dijo que era normal, ya que iba a recorrer la nave de la catedral ante la mirada de cientos de personas, entre ellas sus futuros suegros y todas las personas importantes de Chicago.

–Te has puesto pálida.

–Ya te he dicho que me da miedo tropezar.

–¿Quieres que te acompañe?

–Eso no es lo que hemos ensayado.

El padre de Crista estaba en la cárcel, y ella no tenía un familiar varón cercano que la acompañase. Y en el tiempo en que vivían, era ridículo ponerse a buscar una figura decorativa que la «entregara» a Vern. Iba a hacer el recorrido ella sola, lo cual le parecía perfecto.

–Puedo hacerlo yo.

–No, ya que tienes que estar con Vern junto al altar porque, si no, habrá más damas de honor que acompañantes del novio. A Delores le daría un síncope.

–En eso tienes razón –concedió él mientras se estiraba las mangas del esmoquin.

–¿Han llegado los ramos de flores?

–Sí. Y abajo te buscan para hacerte fotos antes de que te vayas.

–Es la hora –dijo ella.

–Todavía podemos escaparnos por la rosaleda.

–Cállate.

–Me callo –aseguró él sonriéndole.

Crista se iba a casar. Tal vez hubiera ocurrido todo demasiado deprisa, la ceremonia fuera enorme y su nueva familia abrumadora, pero lo único que ella debía hacer era dar un paso tras otro, decir «sí, quiero» y sonreír cuando fuera oportuno.

Esa noche ya sería la señora Gerhard. Al día siguiente, a esa hora, estaría de luna de miel en el Mediterráneo. Un jet privado los llevaría a un yate para pasar unas vacaciones a tono con la familia Gerhard.

Hadley le ofreció el brazo y ella lo tomó y lo agarró con fuerza.

–Nos vemos en la iglesia –dijo él.

 

 

Vestido de esmoquin, recién afeitado y con el corto cabello meticulosamente peinado, Jackson se hallaba frente a la catedral de Saint Luke, al norte de Chicago, fingiendo que formaba parte de los invitados. Hacía un día de junio perfecto para una boda. Los invitados habían entrado en la catedral y los acompañantes del novio formaban un grupo en la escalera. Vern Gerhard no estaba. Probablemente se hallaría dentro, con el padrino, esperando a que llegara Crista Corday.

Jackson se había informado sobre ella en los tres días anteriores. Aparte de ser hermosa, era creativa y muy trabajadora. Se había criado en un barrio modesto con su madre. Trent, su padre, tenía derecho a visitarla y pasaba una pequeña pensión a la madre. Crista había ido a la universidad pública y se había licenciado en Bellas Artes. Fue en esa época cuando su madre murió en un accidente de coche.

Después de obtener la licenciatura, trabajó en unos grandes almacenes. Jackson suponía que se habría dedicado a diseñar joyas en sus horas libres.

Parecía una mujer normal, de clase trabajadora, que había llevado una vida corriente hasta conocer a su prometido. Lo más llamativo de ella era que su padre cumpliera condena por fraude, aunque tal vez no fuera tan llamativo, puesto que estaban en Chicago, y Jackson ya sabía lo que era tener a un criminal en la familia.

Le había resultado difícil emitir un juicio sobre Vern y su familia. Ejercían un enorme control sobre su presencia en los medios de comunicación. La empresa de la familia, Gerhard Incorporated, la había fundado el tatarabuelo de Vern durante la Depresión. Entonces era una ferretería, pero se había convertido en una compañía dedicada a negocios inmobiliarios. Jackson no había encontrado nada ilegal en su funcionamiento. Eso sí, eran muy oportunos a la hora de comprar propiedades, ya que solían hacerlo a precio de saldo meses antes de que una fusión de empresas, la mejora de equipamientos de un barrio o algún otro cambio dispararan su valor, lo cual había despertado la curiosidad de Jackson. Pero no había hallado nada sospechoso en ninguna compra ni podía demostrar que fueran a engañar a Crista.

A pesar de las sospechas de Trent, el idilio entre Vern y Crista parecía ser solo eso: un idilio.

–Yo diría que eso a él le va a ir muy bien –oyó que decía uno de los acompañantes del novio.

–He estado a punto de contárselo a ella en la casa –apuntó otro. Tenía los ojos castaños de los Gerhard, pero era más alto, y su llamativo peinado le hacía parecer miembro de un grupo musical.

–¿Por qué ibas a decírselo? –preguntó un tercero. Jackson lo reconoció: era el cuñado de Vern.

–¿No crees que merece saberlo? –preguntó el segundo, el más joven de los tres.

–¿A quién le importa? Ella está como un tren –comentó el tercero–. ¡Qué cuerpo!

–Y qué trasero –dijo el primero sonriendo.

Jackson pensó que los Gerhard tenían mucho dinero, pero muy poca clase.