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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Susan Stephens

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una isla para amar, n.º 2555 - julio 2017

Título original: A Diamond for Del Rio’s Housekeeper

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9995-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ESTO es una playa privada…

Rosie tuvo que alzar la voz para que el hombre que estaba en una motora negra y se disponía a echar el ancla junto a la orilla la oyera. El hombre se detuvo un instante y ella interpretó que la había oído, pero que por algún motivo había decidido ignorarla. Agitar los brazos tampoco tuvo ningún efecto.

–«Malditos intrusos» –habría dicho doña Ana, la difunta anciana para la que Rosie había trabajado, si algún marinero se hubiera atrevido a fondear cerca de su isla privada–. «¡No podéis nadar aquí! ¡Esta es mi isla!» –habría exclamado poniendo las manos sobre sus caderas, hasta que los visitantes se percatasen de que no eran bienvenidos y se marchasen en busca de aguas más tranquilas.

Rosie siempre había pensado que los visitantes no podían causar mucho daño, si lo único que pretendían era disfrutar del agua cristalina y de la playa de arena blanca durante una hora o así.

Al ver que el hombre la miraba fijamente, Rosie se puso tensa. Su cuerpo reaccionó de una manera extraña, como si sintiera nostalgia y la fuerte personalidad de aquel hombre la hubiese cautivado. El efecto era tan poderoso que parecía que estuvieran mucho más cerca.

Al instante, Rosie supo que debía enfrentarse o huir. Gracias a lo que en el orfanato consideraban su maldita cabezonería, consiguió permanecer en el sitio. Quizá no había tenido los mejores comienzos en la vida, pero no era una víctima y nunca lo sería.

Y una promesa era una promesa… Le había prometido a doña Ana que mantendría a salvo la isla, y eso era sagrado. No obstante, por muy intimidante que pareciera aquel hombre, ella no permitiría que se acercara hasta que no supiera cuáles eran sus intenciones.

El hombre tenía otra idea.

Rosie sintió que se le aceleraba el corazón al ver que el hombre se asomaba por la barandilla dispuesto a echarse a nadar. Sospechaba que para mantener a salvo la isla necesitaría algo más que sus buenas intenciones.

El hombre se lanzó al agua y nadó hasta la orilla. Su aspecto de hombre duro y despiadado provocó que ella se pusiera nerviosa. Normalmente la tripulación de un barco nodriza vestía un uniforme con el nombre de la embarcación escrito en él. Y ese hombre no llevaba nada que lo identificara, solo un bañador corto. Además debía de tener unos treinta años, o era mayor que ella en cualquier caso.

Rosie tenía veintipocos años. Ni siquiera estaba segura de cuál era su fecha de nacimiento. No estaba registrada. Los datos de su vida habían desaparecido en un incendio que se produjo en el orfanato donde había crecido, al poco de su llegada. Su experiencia vital estaba limitada al mundo extraño y aislado de las instituciones y a la pequeña isla del sur de España.

Rosie había sido afortunada porque una asociación benéfica, que trabajaba con jóvenes en situación de exclusión social, le había ofrecido un trabajo en Isla del Rey. El trabajo consistía en ser la acompañante y ama de llaves de una anciana que previamente había echado a otras seis empleadas. No era una oportunidad prometedora, pero Rosie habría aprovechado cualquier cosa para escapar del ambiente opresivo de la institución, y la isla le ofrecía refugio frente a la dura realidad del mundo exterior.

Un mundo que la amenazaba de nuevo. Rosie se preparó para echar al hombre de allí. Doña Ana le había dado mucho más que un techo y ella debía mantener su isla a salvo.

Contra todo pronóstico, Rosie había tomado cariño a su jefa, pero nadie se habría imaginado jamás que, en un último acto de generosidad, doña Ana iba a dejarle en herencia la mitad de la Isla del Rey a la huérfana Rosie Clifton.

La herencia de Rosie se había convertido en un escándalo internacional. Ella no había sido bien recibida entre los terratenientes, sino más bien había sido rechazada por ellos. Incluso el abogado de doña Ana había puesto excusas para no recibirla y hasta su carta formal reflejaba resentimiento. ¿Cómo era posible que una simple ama de llaves huérfana pasara a formar parte de la aristocracia española? Al parecer, nadie comprendía que lo que Rosie había heredado era la confianza y el cariño de una anciana.

El generoso legado de doña Ana se había convertido en un arma de doble filo. Rosie había llegado a amar la isla, pero no tenía ni un céntimo a su nombre y no recibía ingresos, así que, si apenas podía mantenerse a sí misma, tampoco podría ayudar a los isleños a comercializar sus productos ecológicos en la península, tal y como había prometido que haría.

El hombre había llegado a la orilla. Llevaba el torso desnudo y el agua del mar resaltaba su piel bronceada. Era una imagen espectacular, y Rosie suponía que no estaba allí para ofrecerle un préstamo.

Rosie había fracasado en ese aspecto. La única respuesta que había recibido a todas las cartas que había enviado a posibles inversores para la isla, había sido el silencio o la burla: «¿Quién era ella aparte de una simple ama de llaves cuya experiencia se reducía a la vida en un orfanato?». Ni siquiera podía argumentar en contra de eso, porque era verdad.

Él la miró fijamente y ella se percató de que era un hombre capaz de abrir cualquier puerta. Aunque no aquella. Rosie cumpliría la promesa que le había hecho a doña Ana y continuaría luchando por conservar la isla. En el lenguaje de doña Ana, eso significaba que no entraran visitantes, y menos un hombre que miraba a Rosie como si fuera un pedazo de basura arrastrado por el mar. Lo echaría tal y como habría hecho doña Ana. Bueno, quizá no de la misma manera, Rosie era más persuasiva que gritona.

Al ver que él se acercaba, a Rosie se le aceleró el corazón. Estaba sola y se sentía vulnerable. Él había elegido el mejor momento del día para darle la sorpresa. Rosie solía ir a bañarse a primera hora del día, antes de que los demás se levantaran. Doña Ana la había animado a adquirir esa costumbre y solía decir que Rosie debía tomar un poco de aire fresco antes de pasarse todo el día en la casa.

Agarró la toalla de la roca donde la había extendido para que se secara y se cubrió. A pesar de ello, no iba vestida para recibir visitas. La casa estaba a media milla de distancia por una colina empinada y nadie la oiría si pedía ayuda…

No necesitaría pedir ayuda. Era la propietaria del cincuenta por ciento de la isla, y el otro cincuenta por ciento pertenecía a un Grande de España que siempre había estado ausente.

Don Xavier del Río era el sobrino de doña Ana, pero puesto que no se había molestado en visitar a su tía durante el tiempo que Rosie había estado en la isla, y ni siquiera había asistido al entierro, Rosie dudaba de que se molestara en hacerlo después. Según le había dicho doña Ana, él era un playboy que vivía la vida a tope. Y para Rosie, él era un hombre sin corazón que no se merecía una tía tan encantadora.

Al parecer, en lo que se refería a los negocios, era un hombre de éxito, pero, aunque fuera millonario, Rosie consideraba que debía haber hecho el esfuerzo de visitar a doña Ana… O quizá era demasiado importante como para preocuparse de los demás.

 

 

Él no se podía creer lo que sucedía. La chica que estaba en la playa lo estaba tratando como a un intruso.

–Tienes razón –contestó él–. Esta playa es privada. Entonces, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

–Yo soy… Quiero decir, vivo en la isla –dijo ella, alzando la barbilla para intentar mirarlo a los ojos.

Él se inclinó sobre ella. Era una mujer menuda, joven y ágil, con el cabello pelirrojo y expresión aparentemente cándida, pero sin duda desafiante y decidida. Estaba pálida, pero mantenía la compostura. Él sabía quién era ella. El abogado le había advertido que no se dejara engañar por su aspecto de mujer inocente.

–¿Lo ha enviado el abogado? –lo retó ella.

–No me envía nadie –contestó él, sin dejar de mirarla.

–Entonces, ¿a qué ha venido?

Sus puños cerrados eran la única señal de que estaba nerviosa. Ella tenía valor para enfrentarse a él, pero él no era un acosador y ella era una chica joven y estaba sola en la playa, así que trató de mantener la calma.

–He venido a verte.

–¿A mí? –colocó la mano sobre su pecho, justo encima del borde de la toalla.

En ese momento una suave brisa le revolvió el cabello y él sintió un fuerte deseo de sujetarle el cabello, echarle la cabeza hacia atrás y besarla en el cuello.

Era una mujer atractiva, pero cualquiera que fuera capaz de convencer a su tía para dejarle en herencia un lugar como aquel, debía de ser más confabuladora de lo que ella parecía.

–Tenemos que hablar de negocios –miró hacia la casa que estaba en la colina.

–Solo puede ser una persona –dijo ella–. Los abogados no mostraron ningún interés en mí, ni en la isla. Están dispuestos a permitir que Isla del Rey se vaya al infierno, y yo con ella. Me han cerrado en la cara cada puerta de la ciudad, pero supongo que eso ya lo sabe… don Xavier.

Él permaneció impasible. El día en que se comunicó el testamento que había dejado su tía, sus abogados contactaron con él para prometerle completa fidelidad. El gabinete había trabajado para la familia Del Río durante años, y los abogados le habían asegurado que había motivos para reclamar la herencia, sin duda, frotándose las manos al pensar que recibirían mayores honorarios al hacerlo. Xavier había rechazado la propuesta, decidiendo que él se encargaría de aquella situación, y de aquella chica.

–¿Usted es el responsable de que me hayan cerrado todas las puertas de la ciudad? –preguntó la chica.

–No –dijo él, con sinceridad. Su tía siempre había sido una mujer maquiavélica y se notaba en la manera que había redactado su herencia. Después de conocer a la chica con la que compartía la isla, sospechaba que doña Ana debió de disfrutar mucho poniéndole obstáculos en el camino a la ahora de reclamar una isla que debía pertenecerle por derecho–. Está claro que los hombres con dinero piensan como yo, que la responsabilidad de Isla del Rey no puede recaer en manos de una jovencita.

–Supongo que no le interesa mi opinión –contestó ella.

Él pensó que se la daría de todas formas. Y acertó.

–Cualquier persona que tenga la suerte de tener parientes debería cuidarlos, y no abandonarlos, por muy difíciles que sean.

–¿Te estás metiendo conmigo? –preguntó él, divertido–. ¿Sugieres que tengo tan poco derecho a reclamar la isla como tú?

–Tienes el nombre y la fama. ¿Por qué tu tía iba a dejarle la isla que adoraba más que nada en el mundo a un hombre tan famoso como tú?

La franqueza de su comentario hizo que él permaneciera en silencio un momento. Tanta franqueza era asombrosa, pero también agradable. Suponía que su carácter cortante se había forjado debido a una infancia difícil. Ella había tenido que buscar la manera de sobrevivir y había elegido la lógica y la cabezonería frente a la conformidad y la autocompasión. Era valiente. No había mucha gente dispuesta a enfrentarse a él.

–¿No va a contestar, don Xavier?

Él arqueó una ceja, pero lo que ella había dicho era verdad. Su reputación pendía de un hilo. Vivía deprisa y con el estilo de vida que le permitía un negocio exitoso. No estaba interesado en el amor y los cuidados. Solo le habían producido decepción en el pasado y ya no tenía tiempo para esas cosas. Ese era el motivo por el que había evitado a su tía y a la isla. No se sentía orgulloso de admitir que la idea de reavivar los sentimientos que había experimentado de niño hacia aquella mujer mayor lo había mantenido alejado. Sus padres habían conseguido que odiara todo lo relacionado con el amor. Y él había hecho lo que doña Ana le había pedido, ganar dinero para fundar las empresas de las que ella se habría sentido orgullosa, y con eso debía bastar.

Sin embargo, su maquiavélica tía había añadido una cláusula en su testamento que dificultaba que pudiera reclamar su herencia.

–Me imagino que has venido hasta aquí a causa de las condiciones que puso tu tía en el testamento –comentó la chica.

–Supongo que ambos estamos aquí por el mismo motivo –contestó él–. Para solucionar las condiciones del legado.

–Yo vivo aquí, tú no –dijo ella con una sonrisa retadora.

¿Estaba reclamando su propiedad? Si se había leído el testamento, sabría que él podría perder la herencia si no tenía un heredero en el plazo de dos años.

–Supongo que te sientes bajo presión –dijo la chica.

Al ver el brillo de su mirada, Xavier supuso que ella estaba disfrutando de aquella situación tanto como habría disfrutado su tía. Podía imaginárselas juntas. Y, por supuesto, la chica podía reírse puesto que era la propietaria del cincuenta por ciento de la isla. Lo único que tenía que hacer era esperar y confiar en que él no tuviera un heredero. Entonces, toda la isla pasaría a ser de su propiedad. El hecho de que ella no tuviera dinero ni para mantenerse, hacía que todo resultara incierto.

–Entonces, ¿conoces las condiciones del testamento de mi tía? –preguntó él, mirándola de arriba abajo.

–Sí –dijo ella–, aunque el abogado de tu tía me lo puso difícil y, en un principio, no quiso enseñarme nada, pero yo insistí.

«Estoy seguro de ello», pensó él.

–No pudo negarse. Si te soy sincera, yo solo quería ver el testamento con mis propios ojos para asegurarme de que había heredado la mitad de Isla del Rey, pero entonces… –se mordió el labio inferior y miró a otro lado.

–¿Sí? –preguntó él, percibiendo que a pesar de su aspecto calmado sentía preocupación. El peor error que podía cometer era tomarse a esa mujer a la ligera.

–Entonces leí la parte que se refería a ti –dijo ella, mirándolo directamente–. Así que comprendo que te sientas bajo presión –no pudo evitar sonreír antes de añadir–: Siempre supe que doña Ana tenía un extraño sentido del humor, pero he de admitir que esta vez se ha pasado. Quizá si no la hubieras ignorado durante tanto tiempo…

–He sido castigado –declaró él en tono cortante. No quería hablar de su tía con nadie, y menos con aquella joven.

–Lo que me resulta confuso –dijo ella–, es esto. Siempre pensé que doña Ana creía en la familia. Al menos, era la impresión que me daba, pero ahora veo que era un castigo –entornó los ojos al pensar en ello.

«Tiene unos ojos preciosos», pensó Xavier.

–Un castigo para mí, no para ti –apuntó él.

–Aun así… –lo miró con interés durante unos minutos–, debiste de hacerla enfadar mucho. Bueno, claro, manteniéndote alejado tanto tiempo.

Ella no tenía miedo de expresar sus pensamientos. Cuanto más la conocía, más lo intrigaba. Su primera intención había sido echarla de la isla navegando en una balsa hecha de dinero, sin embargo, después de conocerla dudaba de que aceptara algo así. Era inteligente, desafiante y extremadamente atractiva. Algo que podría entrometerse en su camino. Y Xavier no podía permitir que algo así lo distrajera. Tenía razón acerca de que aquel testamento podía provocar el caos. Estaba seguro de que doña Ana conocía sus limitaciones. Él era capaz de ganar mucho dinero, pero sería un padre terrible. ¿Qué necesidad había de que un niño tuviera un padre incapaz de sentir?

–Será mejor que vayamos a la casa –dijo él, volviéndose hacia allí.

–¿Qué? No –contestó ella.

–¿Disculpa? –se giró para mirarla y vio que hundía los dedos del pie en la arena.

–Deberías haber contactado conmigo de la manera habitual y concertar una reunión que no implicara un encuentro en la playa al amanecer –le explicó frunciendo el ceño.

Él inclinó la cabeza para ocultar su sonrisa. La gente solía tratar de sobornar a su secretaria personal para conseguir unos minutos de su tiempo y, sin embargo, a Rosie Clifton solo le faltaba mover el bastón de su tía frente a su cara para intentar echarlo de la isla.

–¡He dicho que no! –exclamó ella, tratando de bloquearle el paso–. No es conveniente –le explicó.

¿No era conveniente que él visitara su casa en su propia isla?

Quizá a Rosie Clifton se le habían abierto montones de puertas en un pasado reciente, pero a él nunca le habían cerrado una puerta en la cara. Visitaría su casa, y su isla. Y después decidiría qué hacer con aquella chica.

–¿Quizá en otro momento? –preguntó ella al ver la expresión de Xavier–. ¿Pronto? –sugirió con una media sonrisa.

–Ahora es el momento –insistió él, y pasó junto a ella.

Capítulo 2

 

EL DEBERÍA haberse imaginado que ella saldría corriendo tras él. Cuando lo agarró del brazo, sintió el poder de sus pequeños dedos con tanta claridad como si le estuviera acariciando el miembro. La idea de que esas manos pudieran llevarlo hasta la puerta de la pasión fue suficiente para hacer que se detuviera en seco. El contacto con ella era electrificante. Y también su carácter. Era posible que Rosie Clifton no tuviera ni una pizca de su riqueza o su poder, pero no tenía miedo a nada. Así que era imposible que él no la admirara al menos un poco.

–Puedes venir a la casa en otro momento –dijo ella sin soltarle el brazo y mirándolo a los ojos–. Haremos una cita formal. Lo prometo.

–¿La haremos? –preguntó él con ironía.

La miró y vio que sus ojos de color amatista se oscurecían, confirmando que la atracción entre ellos era mutua. E inconveniente, se recordó él. No había ido allí para seducirla. Tenía un asunto de negocios que resolver con Rosie Clifton.

–Ninguno de los dos vamos vestidos de manera adecuada para una reunión formal –señaló ella–. No nos sentiremos cómodos. Y puesto que hay tantas cosas importantes de las que hablar…

Él reconoció que ella tenía buenos argumentos.

–¿Y…? –preguntó ella, dejando los labios entreabiertos.

–Volveré –convino él.

–Gracias –exclamó aliviada.

Era un error por su parte. Le estaba dando la oportunidad de prepararse para la próxima vez. Su tía debía de estar riéndose en la tumba. Doña Ana no podía haberlo planificado mejor al reunir a dos personas con el mismo objetivo, una idealista y otra un magnate de los negocios, y con un enfrentamiento directo. Por dentro, Xavier sonreía de admiración.

–Antes de que te vayas… –ella se mordisqueó el labio inferior.

–¿Sí?

–Quiero que sepas que yo quería a tu tía de verdad.

Él se encogió de hombros. ¿Debía importarle? ¿Estaba esperando que hiciera algún comentario al respecto? Trató de analizar lo que sentía y no consiguió nada. Suponía que sus sentimientos estaban dormidos desde la niñez. No sabía qué era lo que sentía hacia su tía.

–Tu tía te crio, ¿verdad? –preguntó Rosie.

–Solo porque mis padres preferían los antros de perdición de Montecarlo –dijo él, mostrándose impaciente por dejar el tema.

–Eso debió de ser doloroso –comentó ella, como si lo dijera de verdad.

–Fue hace mucho tiempo –Xavier frunció el ceño, confiando en que abandonara el tema.

Ella no dijo nada más, pero lo miró con expresión de lástima, algo que lo molestó todavía más.

–Tu tía me dijo que te echó de casa cuando eras adolescente –ella se rio, como si fuera divertido–. Dijo que fue lo mejor que había hecho por ti, pero ella siempre estaba dando lecciones a la gente, incluida a mí.

–Aunque no te enseñó a morderte la lengua –murmuró él.

Ella lo ignoró y continuó.

–Doña Ana dijo que el dinero no dura para siempre, y que cada generación ha de ocuparse de buscar la suerte en la vida. Algo que tú has hecho, sin duda –lo miró con admiración.

«Solo tu inocencia y falta de sofisticación podía llevar a esto», pensó él mientras ella comenzaba a nombrar sus logros.

–Primero hiciste fortuna en el mundo de la tecnología y después a base de construir hoteles de seis estrellas y campos de golf por todo el mundo –frunció el ceño–. Me imagino que ese es el motivo por el que tu tía me dejó la mitad de la isla, para evitar que arrasaras con ella. Los rumores cuentan que eres multimillonario –añadió ella.

–No me importa demasiado.

–Eso también me lo contó –le dijo, mientras él comenzaba a caminar hacia la playa.

–¿Hay algo que no te haya contado? –inquirió él, parándose en seco.

–Oh, estoy segura de que hay muchas cosas que no me contó…

–¿Hablaba de mí a menudo? –preguntó. De pronto, necesitaba saberlo. Y enseguida se arrepintió de haber hecho la pregunta

–Hablaba bastante de ti –comentó Rosie–. Lo siento si te he disgustado –añadió.

–No me has disgustado –se detuvo junto a una de las rocas de la playa y se apoyó en ella. Le gustara o no, aquella chica había provocado que recordara su pasado.

–Debería regresar –dijo ella.

bondage.

Mañana a las tres –replicó–. Y sin helado.