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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Louise Fuller

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Noche de bodas reclamada, n.º 2558 - julio 2017

Título original: Claiming His Wedding Night

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9998-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

DEBIERA estar contenta. Una buena publicidad era lo que hacía que organizaciones benéficas como la suya sobrevivieran. Pero la suya había hecho algo más que sobrevivir, pensó Addie Farrell sonriendo con satisfacción mientras miraba el periódico. Hacía justo cinco años que el centro había abierto las puertas para ofrecer música a los niños desfavorecidos de la ciudad y, tal como iban las cosas, pronto podrían inaugurar otro.

Addie frunció el ceño. El artículo era totalmente elogioso. Entonces, ¿por qué se sentía tan desanimada? Se le borró la sonrisa. Probablemente porque la foto del artículo, en que se la veía con sus melena rizada y pelirroja y sus ojos azules que manifestaban nerviosismo, representaba a otra Addie, la que había sido hacía mucho tiempo durante unos cuantos meses llenos de dicha; la que podría seguir siendo si Malachi King no le hubiera robado el corazón para destrozárselo después.

«No sigas por ahí», se dijo. El artículo hablaba de su duro trabajo y su determinación. No tenía nada que ver con el desgraciado de su marido ni con su insensato y desgraciado matrimonio.

Todo eso era agua pasada.

Su presente y su futuro se hallaban muy lejos de ese agujero oscuro en que había caído después de que Malachi le partiera el corazón. Y había sufrido cosas peores que su abandono. Se puso tensa al recordar el accidente de coche que había hecho añicos su sueño de convertirse en concertista de piano. La había destrozado, pero no se dio por vencida. Y ahora tenía el mejor trabajo del mundo: llevar la música a los niños que luchaban diariamente contra la pobreza y el abandono.

Suspiró y abrió el portátil para consultar el correo electrónico. Veinte minutos después, agarró un montón de sobres que había en el escritorio. Miró el primero y se quedó sin respiración al tiempo que se le aceleraba el pulso.

King Industries era el logotipo que se veía en el sobre, una empresa propiedad de Malachi, su riquísimo y guapísimo esposo. Pensó en romper la carta y lanzar los pedazos al cálido aire de Miami, pero, con manos levemente temblorosas, la abrió y la leyó.

Tuvo que hacerlo tres veces antes de entenderla, y no porque estuviera mal escrita. Todo lo contrario. La informaba, breve y educadamente, de que, después de cinco años de haber patrocinado el Miami Music Project, King Industries le retiraba el apoyo económico. La carta estaba firmada por su marido.

Llena de furia, pensó que se trataba de una broma cruel. Malachi llevaba cinco años sin dar señales de vida. ¡Cinco años! Ni llamadas, ni correos ni mensajes. Nada.

Era la primera vez que se ponía en contacto con ella desde el día de su boda y lo hacía para decirle que iba a dejar de financiar el centro. Y era tan cobarde que ni siquiera se había atrevido a hablar con ella, y mucho menos a decírselo a la cara.

Addie se puso a temblar. ¿No había tenido Malachi bastante con haber destrozado sus sueños románticos? Que apoyara económicamente su organización benéfica era lo único bueno que había sobrevivido de su matrimonio. Pero él quería acabar también con eso.

¿Qué hombre haría algo semejante a su esposa?

A Addie se le contrajo el estómago al recordar el día de su boda, cuando Malachi había prometido amarla mirándola a los ojos con deseo. Y ella se lo había creído.

«¿Cómo te creíste que te quería?», se preguntó.

Conocía su fama de mujeriego, de jugar con los corazones al igual que a las cartas, pero le había creído. ¿Quién no lo hubiera hecho? Era lo que mejor se le daba a Malachi: mirarte a los ojos, esbozar su irresistible sonrisa y hacer que le creyeras.

Pero no la quería, sino que la había utilizado y había explotado su relación para incrementar su imagen de chico malo. La boda solo había sido la maniobra de un hombre que había creado una empresa multimillonaria y al que le gustaba jugar tanto como ganar.

Pero tal vez fuera hora de que aprendiera en qué consistía perder.

Addie levantó la carta y la miró con expresión sombría. Si Malachi creía que esa carta sería la última palabra con respecto a su matrimonio, podía esperar sentado. En los cinco años que llevaban separados habían cambiado muchas cosas. Ella ya no era la joven locamente enamorada con la que se había casado.

Agarró el móvil y tecleó rápidamente el número que aparecía al principio de la carta.

–Buenos días. Ha llamado usted a King Industries. ¿Qué desea?

–Quisiera hablar con el señor King.

–¿Su nombre, por favor?

Addie tensó los hombros y se mordió el labio inferior. Era su última oportunidad de cambiar de opinión. Estuvo a punto de colgar, pero, con la boca seca, cerró los ojos y dijo:

–Addie Farrell.

–Lo siento, señorita Farrell, pero no veo que tenga usted una cita.

–No la tengo. Pero es de vital importancia que habla con él.

–Entiendo –la mujer parecía joven y un poco nerviosa–. Voy a intentarlo, pero el señor King no habla con nadie que no tenga cita previa.

Addie maldijo para sí. Malachi era el consejero delegado de la empresa, por lo que solo le pasarían las llamadas más importantes. Pero ¿quién podía ser más importante que su esposa?

En un rincón de su cerebro, una voz la aconsejó que colgara, pero la acallaron los airados latidos de su corazón.

–Hablará conmigo. Dígale mi nombre.

–No puedo hacerlo, señorita Farrell. Pero si quiere dejar un mensaje…

–Muy bien. Dígale que le llama su esposa. Solo quería recordarle que mañana es nuestro aniversario.

Se produjo un silencio glacial al otro lado de la línea que llenó a Addie de satisfacción.

–¿Le importa transmitirle el mensaje? No me importa esperar –añadió con voz dulce.

 

 

Al otro lado de la ventanilla de su jet privado, el cielo de un azul etéreo se extendía hasta el horizonte. Pero Malachi King hacía caso omiso de la vista, ya que miraba fijamente la pantalla que tenía frente a él. Sus ojos grises se desplazaban rápidamente por las columnas de cifras que llenaban la página.

–¿Qué ha pasado en la mesa veinticinco? –preguntó, levantando bruscamente la cabeza, al hombre de mediana edad sentado frente a él.

–Se produjo un incidente con un grupo de tipos que celebraban una despedida de soltero. Pero lo solucioné sin problemas, señor King.

–Para eso te pago, Mike, para que todo vaya como la seda.

Malachi sonrió levemente al observar el mensaje que le acababa de llegar en la pantalla del móvil. Ojalá pudiera solucionar la problemática vida de sus padres con la misma facilidad. Pero, por desgracia, Henry y Serena Malachi no estaban dispuestos a abandonar sus decadentes costumbres, por lo que, como él era su único hijo, no le quedaba más remedio que ir reparando los destrozos que iban dejando a su paso.

Llamaron a la puerta de la cabina y los dos hombres observaron con admiración a la mujer morena que entró con el uniforme de la línea privada de King Industries.

–Aquí tiene su café, señor King. ¿Desea algo más?

Malachi contempló la curva de su trasero con una sonrisa. ¿Habría algo más?

¿No era una de las ventajas de ser dueño de un avión tener sexo con una mujer hermosa a mucho metros de altitud? La contempló de arriba abajo. Era muy guapa y deseable. Pero no iba a acostarse con ella. Y no solo porque trabajara para él, sino porque estaba demasiado disponible. No había emoción ni le suponía un reto acostarse con una mujer como aquella.

–No, gracias, Victoria –contestó en tono cortés y neutro.

Se volvió hacia su jefe de seguridad.

–Voy a descansar, Mike, así que disfruta del resto del viaje –se recostó en el asiento y oyó que la puerta se cerraba–. No me pases más llamadas, Chrissie –pidió por teléfono a su secretaria. Cerró el portátil, soltó el aire lentamente y se dispuso a disfrutar de la vista. No sabía por qué le gustaba tanto mirar el cielo. ¿Podía deberse a los colores? Tal vez. Pero quizá fuera porque aquella calma y serenidad eran muy distintas de la caótica vida que había llevado con sus padres.

Se removió en el asiento al recordar unos ojos de color similar al del cielo, lo cual hizo que saltara la alarma en su cerebro. Apretó los dientes. Siempre intentaba no pensar en Addie, pero ese mes, el día siguiente de hecho, le creaba mucha tensión.

Sonó el teléfono y se echó bruscamente hacia delante. Lo miró con incredulidad y contestó.

–Más te vale que sea importante para haberme molestado…

–Lo siento, señor King –respondió su secretaria–. No quería importunarlo, pero ella me ha dicho que era importante.

¿Ella? Eso significaba que era su madre. Malachi, muy enojado, pensó que no podía echarle la culpa a su secretaria. Serena King siempre conseguía lo que quería.

«Por favor», se dijo, «que no sea nada excesivamente sórdido ni ilegal».

–Está bien, Chrissie. Hablaré con ella.

–Muy bien –la mujer titubeó–. Y feliz aniversario mañana, señor King.

Todo su cuerpo se puso en estado de alerta. Solo había otra persona, aparte de él, que supiera que al día siguiente era su aniversario de boda. Y no era su madre. Ya se había asegurado él de que sus padres no se enteraran de su boda.

–¿Quién está esperando para hablar conmigo, Chrissie?

Ella carraspeó y contestó con nerviosismo.

–Perdone, señor King, pero creí que me había entendido. Es su esposa.

Malachi miró por la ventanilla. El cielo se había nublado y tenía el color de la nieve, el mismo blanco puro del vestido de novia de Addie. Sintió la garganta seca. Sus motivos para casarse con ella habían sido algo egoístas e incluso manipuladores. Sin embargo, ella había prometido amarlo y respetarlo, pero sus promesas habían sido tan frágiles y tenues como las nubes que se rasgaban al otro lado de la ventanilla.

«¿Por qué ahora?», se preguntó. ¿Por qué, después de tanto tiempo, había elegido ese momento para comunicarse con él?

–¡Qué agradable sorpresa! –exclamó–. Pásamela.

Se le contrajo el estómago al oír, por primera vez desde el día de su boda, la voz de su esposa.

–¿Malachi? Soy Addie.

–Eso parece –dijo él.

Habían pasado cinco años, pero nada reveló la inquietud que sentía al oírla de nuevo. Los años que llevaba apostando fuerte al póker le habían enseñado el valor de no delatarse. Hizo una mueca. Eso y el hecho de ser hijo de Henry y Selena.

–Cuánto tiempo, cariño –murmuró–. ¿A qué debo el honor?

Addie creyó que las paredes del despacho comenzaban a moverse. Debido a su prisa por llamarlo, no había pensado cómo reaccionaría él. Al oír su voz, se sintió confusa, ya que parecía que Malachi se comportaba como siempre: con frialdad y autocontrol. Casi como si no hubieran transcurrido cinco años.

De pronto se le humedecieron las manos, por lo que agarró el teléfono con más fuerza. Aunque no le gustara, la verdad era que Malachi necesitaba algo más que oír la voz de su esposa para perder la calma. Al fin y al cabo, incluso cuando el matrimonio se deshizo, él se mostró tranquilo y distante.

Pero todo eso formaba parte del pasado. Y su llamada tenía que ver con el despreciable comportamiento de su esposo en aquel momento y su influencia en el futuro de unos niños.

–¿Cómo te atreves a pronunciar la palabra honor después de lo que has hecho? Y no finjas que te sorprende oírme. Hace diez minutos que te he mandado un correo electrónico…

Se interrumpió bruscamente porque la ira no la dejaba hablar y volvía a sentir el mismo dolor que cinco años antes. ¿Cómo era posible? En realidad, no había superado que la hubiera engañado. Y nada, ni siquiera su trabajo, había conseguido llenar el vacío que Malachi le había dejado. Pero no iba a dejar que su voz la traicionara y él se diera cuenta.

–Sé que la empatía no es tu fuerte, Malachi, y que tienes la moral de un tiburón, pero no pensé que ni siquiera tú pudieras caer tan bajo.

El avión comenzó a descender. Malachi frunció el ceño y abrió el portátil para consultar el correo.

–Desearía ayudarte, cariño. Pero no sé qué crees que he hecho.

A pesar del tono neutro de sus palabras, sentía la ira de ella en la piel. Cinco años de silencio y, de pronto, lo llamaba para sermonearlo sobre su moral y su falta de empatía. Pero se le olvidó la sorpresa al descubrir por qué estaba tan enfadada. Podía pasar el asunto a departamento de responsabilidad social, pero eso no sería divertido.

–¿Por qué no me explicas qué crees que he hecho?

Addie se impacientó. Primero le retiraba los fondos y, después, fingía no saber nada al respecto.

–¡Por favor! ¿Te crees que soy idiota? No vas a librarte de esta con engaños, Malachi. No es un juego de cartas.

–Desde luego que no. Las cartas tienen reglas y los jugadores no se dedican a acusarse mutuamente a voz en grito y sin fundamento.

–No estoy gritando y mi acusación está fundada.

¡Maldito fuera! La sacaba de sus casillas. Como no se concentrara, conseguiría que olvidase para qué lo había llamado y acabaría diciendo o cometiendo una estupidez. Aunque no tan grande como la de haberse casado con él.

–Has firmado la carta, Malachi. La tengo frente a mis ojos.

–Firmo muchas cartas y muchas otras cosas.

Addie apretó los dientes. A pesar de que ella llevaba razón, Malachi hacía que pareciera que su furia estaba fuera de lugar. De pronto, le costó respirar. La invadieron los recuerdos del hombre al que había querido, no solo por lo guapo que era, sino porque era divertido, atractivo y le gustaba flirtear. Hasta las palabras más prosaicas sonaban cálidas y dulces en su voz. Durante unos segundos, se imaginó su hermoso rostro, el brillo travieso de sus ojos oscuros, la curva de su maravillosa boca…

El corazón se le desbocó.

«Recuerda las mentiras que salieron de esa maravillosa boca», se dijo con frialdad. Sobre todo las que había pronunciado ante el altar. Cuando volviera a recordar el encanto de su marido, debía acordarse de esas mentiras y del estado en que la habían dejado, sin ganas siquiera de levantarse por la mañana.

–Como ya sabes, se trata del centro. Así que deja de fingir que no tienes nada que ver con la retirada del apoyo económico.

Mientras miraba la pantalla frente a él, Malachi pensó que, hasta dos minutos antes, esa carta solo era una de las muchas que le presentaban todas las semanas. Y, sí, la había firmado. Pero, ¿ella creía que lo había hecho por malicia? Probablemente, y sabía que tenía motivos para pensar así, aunque no le gustaba que tuviera tan mala opinión de él.

–Tienes razón: firmé la carta. Pero ya te he dicho que firmo cientos todas las semanas. No las leo todas ni las escribo, salvo si son personales.

–¿Como una dirigida a tu esposa? –preguntó Addie en tono ácido.

–Supongo que me merezco tus reproches –respondió él, dolido por sus palabras.

–Sí, te los mereces.

Si al menos no hubiera sabido nada de la carta… Pero ¿cómo no había reparado en su nombre? ¿Cómo no se había acordado de su centro benéfico? Estuvo a punto de preguntárselo, pero su orgullo le impidió revelarle el agudo dolor que sentía en el pecho. Además, ¿para qué? Ya había pasado mucho tiempo para que le importara.

Lo oyó suspirar.

–Sé lo que te ha parecido, pero, en realidad, es muy sencillo. Ofrecemos ayuda económica a organizaciones benéficas emergentes durante un periodo de tiempo fijo; cinco años, en tu caso. Cuando el plazo se agota, la ayuda se anula. Firmar la carta fue una mera formalidad.

¡Una formalidad! ¡Qué perfecta nota a pie de página para un matrimonio que solo había sido una estrategia económica, al menos para Malachi!

–Así que –dijo él con voz suave– ¿estamos de acuerdo o quieres hablar de alguna otra cosa?

¿A qué se refería con eso? ¿Intentaba ser educado? Ella sabía que no, ya que había percibido el reto en su voz, el desafío que se agitaba entre ambos como una cinta al viento.

Si Malachi quería hablar de su relación, que lo planteara él. Hablar con él había sido un mal necesario, por lo que no iba a darle conversación en aras de la cortesía. Y, desde luego, no quería hablar de su matrimonio.

¿O sí?

Comenzó a sentir calor en las mejillas. Haber llamado a Malachi había sido producto de un impulso. Pero, mientras la ira iba disipándose, reconoció de mala gana la verdad: podía no haber hecho caso de la carta o pedir a su abogado que se pusiera en contacto con King Industries. O haber hablado con alguien que no fuera él.

Pero no lo había hecho porque, en el fondo, a pesar del resentimiento, el dolor y la pena, deseaba hablar con él. Había sido una estupidez, un momento de debilidad que podía perdonarse. Al fin y al cabo, ¿no se aferraba todo amante despechado a la fantasía del amor con una leve esperanza?

Sin embargo, eso no implicaba que estuviera dispuesta a hablar de su matrimonio, del mismo modo que, cinco años antes, no lo había estado a contarle el accidente que le había cambiado la vida. Para eso hubiera sido necesaria una confianza que no existía.

–No, no estamos de acuerdo. Acepto que no hayas decidido personalmente retirar la ayuda al centro, pero la ayuda ha cesado.

La ira no iba a convencer a Malachi para que reconsiderara la decisión. Necesitaba un tono más conciliador. Addie se pasó la lengua por los labios. «Adopta un tono neutro y atente a los hechos», se dijo. La ayuda era vital para el centro y su generosidad sería muy apreciada. Pero, en primer lugar, debía sondearlo.

–Por eso, quiero que cambies de idea –añadió con firmeza.

Malachi se recostó en el asiento sonriendo como un depredador. Era una petición razonable que él tenía el poder de aprobar.

O no.

–Como te he dicho, recibo numerosas peticiones de ayuda financiera. Tú ya conoces muchos centros benéficos en Miami que la merecen.

–En efecto. Pero el trabajo que hacemos con los niños es muy valioso y único en esta ciudad.