intr55a.jpg

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Rickey R. Mallory. Todos los derechos reservados.

RECUERDOS SECRETOS, Nº 55 - julio 2017

Título original: Heir to Secret Memories

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-000-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Verano, siete años atrás

 

Paige Reynolds se despertó igual que el día en que murió su madre: sola, temerosa, rezando para que todo hubiese sido un sueño y su madre estuviera en aquel momento en la cocina, preparando el café. Pero no. No olía a café. Y le dolía terriblemente el corazón.

A través de la neblina del sueño, escuchó entonces el leve y reconfortante roce del lápiz contra el papel. Johnny.

Estaba a salvo. Segura. Amada. Johnny estaba allí, haciendo lo que tenía por costumbre: dibujarla mientras dormía. Abrió los ojos para encontrarse con su mirada azul.

—Buenos días, Tiger —susurró.

Llevaba unos viejos vaqueros. Estaba sin camisa, y despeinado. Mirándolo, el corazón se le desbordó de amor. Jamás, en los diecisiete años de su corta vida, había sido tan feliz como durante aquel último mes y medio.

—Te has despertado temprano.

Todavía no quería levantarse. Habían pasado la mayor parte de la noche haciendo el amor. Johnny había estado más callado y a la vez más apasionado que lo normal. Le había cubierto todo el cuerpo de besos, venerándola como si fuera el más precioso tesoro del mundo. La había amado como queriendo memorizarla en cuerpo y alma, para no olvidarla jamás.

Su fiera pasión le había resultado incluso algo inquietante. Pero él le había susurrado «te quiero» un millar de veces, y finalmente, con las primeras luces del alba, se había quedado dormida, acurrucada en sus brazos.

Se excitaba solo de pensar en aquella noche. Sentándose en la cama, dejó que la sábana resbalara sensualmente por su espalda.

—¿Seguro que quieres seguir levantado? —le preguntó, mirándolo con expresión maliciosa por encima de un hombro.

Johnny soltó un ronco gruñido, lanzó el cuaderno a un lado y se reunió con ella en la cama.

Una hora después, Paige descansaba con la cabeza apoyada en su hombro, mientras él le acariciaba tiernamente el pelo.

—¿Paige?

—¿Mmmm?

—¿Has pensado ya en lo que vas a hacer?

—¿Qué quieres decir?

—Han pasado tres meses desde que murió tu madre. ¿Qué planes tienes? ¿Piensas continuar tus estudios en septiembre?

Su pregunta le aceleró el corazón. Sintió una nueva punzada de pánico, algo habitual desde que su madre falleció de cáncer… y ella tuvo que rezar cada semana para poder pagar la renta con las propinas que sacaba como camarera. Se sentó bruscamente en la cama, cubriéndose con las sábanas.

—Yo creía que… —empezó a decir, pero tan pronto como lo miró a los ojos, lo comprendió todo—. Te marchas —añadió con voz quebrada.

—Paige, no. Espera —Johnny se sentó también, agarrándola de los brazos—. Escúchame.

Pero ya se estaba escondiendo de nuevo detrás de su caparazón. Así habían sido siempre las cosas entre su madre y ella. Luego, cuando murió Maxine, tuvo que concentrarse únicamente en su propia supervivencia.

Eso fue, sin embargo, antes de que Johnny la abordara en Jackson Square y le preguntara si podía dibujarla. Antes de que llevara el amor y la luz a su vida.

Había creído en las palabras de amor de Johnny, al igual que su madre había creído en las de su padre. Pero cuando se quedó embarazada, su padre le reveló que tenía mujer y una familia. La abandonó cuando más lo necesitaba. Y ahora Johnny la estaba abandonando a ella. Se le escapó un sollozo.

—¡Paige! —la sacudió por los hombros, suave pero firmemente—. Yo te amo. ¿No me escuchaste anoche? Te amo. Espera un momento —saltó de la cama, desnudo. Sacó algo de su mochila y se apresuró a reunirse con ella—. Dame tu mano izquierda.

Vacilando, Paige extendió la mano. Le temblaba. «No me dejes», le suplicaba en silencio.

Johnny la miró a los ojos.

—Dios mío, estás temblando —murmuró—. Yo no quería asustarte… Lo he estropeado todo.

Le puso algo en la mano y luego se la acercó a su corazón. Paige podía sentir su rápido latido.

—Este anillo es de mi madre. Mi padre lo encargó especialmente para ella. Y lo llevó hasta el día de su muerte. Quiero que ahora lo lleves tú —la miró con expresión solemne—. Te amo. Siempre te amaré. ¿Quieres casarte conmigo?

—¿Ca… casarnos?

—Sí. Yo también tengo que volver a la universidad, ya que han terminado las vacaciones de verano. Vente conmigo a Boston. Podremos vivir juntos. Nos casaremos. Tú podrás estudiar allí en la universidad.

—¿Ca… casarnos?

Johnny se echó a reír y le dio otro beso.

—Sí, ca… casarnos —se burló—. Ahora deja de balbucear y dime que sí.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando murió su madre, se vio obligada a enfrentarse con un mundo para el que no estaba preparada. Durante las primeras semanas, tuvo que aprender a la fuerza el verdadero significado de la palabra «soledad».

—Oh, Johnny. Yo creía que ibas a dejarme…

Una sombra cruzó por su expresión.

—Nunca te dejaré. Te amo. Solo hay un problema. Mi padre no se va a poner muy contento —esbozó una mueca—. Y últimamente no está contento con nada de lo que hago —saltó de nuevo de la cama y se puso los vaqueros—. Así que lo que tengo que hacer es ir cuanto antes a casa y hablar con él. Quiero que te conozca. Seguro que le gustarás.

Paige se sentía ebria de alegría. La cabeza le daba vueltas. Johnny quería casarse con ella. ¡Casarse con ella! Tenía diecisiete años y estaba sola en el mundo. Él debía de tener unos veinte y… De pronto se dio cuenta de que no sabía casi nada sobre él, excepto que quería ser pintor, pero que su padre lo desaprobaba.

Pero él la amaba. Quería casarse con ella.

—¿Cuánto tiempo llevas pensando en hacer… esto? —le preguntó mientras se ponía una de las camisetas blancas de Johnny. Todas llevaban su monograma. Se subió las mangas y empezó a abrocharse los botones.

Johnny estaba haciendo ya su mochila.

—Desde la primera vez que te vi en Jackson Square. Eras la criatura más hermosa que había visto en mi vida. Sabía que tenía que dibujar ese rostro tan clásico tuyo —se volvió hacia ella, abriendo los brazos—. De repente me sonreíste, y me robaste el corazón.

—No sabía que estudiaras en la universidad —le comentó ella, recordando lo que le había dicho antes—. ¿En cuál estás?

—En Harvard.

Paige dio un respingo. ¿Harvard? Llevaban juntos un mes y medio y no se había enterado de que estudiaba en Harvard. Experimentó una ligera inquietud.

—¿Harvard? ¿Acaso eres millonario?

—Algo así —masculló él mientras guardaba su cuaderno de dibujo en un bolsillo lateral de la mochila.

Estaba evitando mirarla. Paige quiso detenerlo, obligarlo a que la mirara, a que le prometiera que todo iba a salir bien. Que la amaría para siempre, y que jamás la abandonaría.

Después de concentrarse en cerrar todas las cremalleras de su macuto, se volvió de repente hacia ella y le acunó el rostro entre las manos.

—Vamos, Tiger, no pongas esa cara de susto. Vamos a ser muy felices, te lo prometo.

Y la besó con pasión. Paige se derritió de nuevo entre sus brazos. Lo amaba tanto…

Soltando un gemido de frustración, Johnny se apartó, reacio.

—Tengo que irme.

Paige se mordió el labio, esforzándose por pensar con claridad. Johnny se marchaba, y eso la asustaba. Pero volvería.

—¿Dónde vive tu padre?

—En la costa de Mississippi. No muy lejos de aquí —dejó la mochila en la puerta.

—Johnny, espera un momento… ¿cómo vas a ir hasta allí?

—En mi coche.

—¿Tienes un coche?

—Claro —sonrió—. Un Mustang Cobra. Ahora escucha. Pasaré la noche en casa de mis padres, y para mañana ya habré convencido al viejo. Se morirá de ganas de conocerte. Así que tú espérame aquí.

Pero la inquietud persistía, evocándole el recuerdo de su madre sola en su habitación, noche tras noche, llorando por un hombre que jamás la había amado.

—Quizá debería acompañarte… —le sugirió.

Su expresión se ensombreció de pronto.

—Creo que no sería una buena idea —se pasó una mano por el pelo—. Mi padre es un tipo difícil de convencer. Y, créeme, no te gustaría nada la primera reacción de mi madrastra. Mañana antes de las tres de la tarde, estaré aquí de vuelta. Te lo prometo —volvió a besarla con arrebatadora pasión—. Te quiero, Paige Reynolds. Muy pronto serás la señora Yarbrough.

—Yo también te quiero —esbozó una temblorosa sonrisa—. Más de lo que te imaginas. Bueno, no quiero retrasarte más. Te esperaré. Aquí mismo.

Johhny le tomó la mano izquierda y le besó la palma.

—No te quites el anillo. No te lo quites por nada del mundo —sonrió. Un brillo de emoción asomó a sus ojos azules—. Él me traerá de vuelta hasta ti.

Agarró su mochila y se marchó, cerrando la puerta a su espalda.

Paige se quedó mirando la puerta por un instante, acercándose el anillo a los labios. Luego, corrió a la ventana.

Abajo, en la acera, Johnny se colgó el macuto del hombro y alzó la mirada hacia ella. Después de saludarla por última vez, echó a andar.

Paige lo observó hasta que desapareció detrás de una esquina. Volvió a sentir una punzada de pánico, pero procuró reponerse.

—Voy a casarme —susurró emocionada, sentándose en la cama. Abrió los brazos y se dejó caer de espaldas—. La señora Yarbrough.

Acarició una vez más el anillo. A partir de ese momento, su vida ya no volvería a ser la misma.

1

 

Hoy

 

Mientras paseaba por la suntuosa casa de Sally McGowan, en Garden District, Paige no pudo menos que sonreírse ante la ironía de la situación. Siete años atrás había sido una adolescente asustada, huérfana, embarazada… obligada a aceptar la mezquina caridad de su tía.

Y ahora era una respetable trabajadora social. El camino había sido duro. Horas de estudio y de trabajo compaginado con el cuidado de su hija. Pero había hecho lo que su madre jamás había sido capaz de hacer. Había superado su desengaño para concentrar toda su energía y todo su amor en su carrera profesional y en Kate, su adorada hijita.

Esa noche se encontraba rodeada de una multitud de tipos ricos y snobs que estarían dispuestos a gastarse el dinero en unas cuantas obras de arte mediocres, en beneficio de unas niñas tan desgraciadas como lo había sido ella. Y, por el mismo precio, comprarían su buena conciencia.

Paige sonrió a un joven que la estaba mirando con curiosidad. Varias personas la habían mirado así durante la velada. ¿Llevaría mal el pelo, o el maquillaje?

Alguien tropezó con ella. Era un hombre bajo y rechoncho, con pajarita blanca y un monóculo que colgaba de su cadena de plata.

—Disculpe —se excusó Paige.

Tuvo que contener una carcajada: aquel hombre parecía realmente un pingüino. El tipo rezongó algo y se alejó. ¿Eran imaginaciones suyas, o todas aquella personas eran como personajes de dibujos animados? Poco antes se había cruzado con una mujer de cara larga y pelo oscuro, con un mechón blanco en el centro, terriblemente parecida a la mala de la película 101 Dálmatas. Además, llevaba un abrigo blanco moteado de manchas negras. Le habría gustado que Katie estuviera allí. Juntas habrían podido jugar a reconocer a aquellos personajes…

Miró su reloj. Katie se había enfadado mucho cuando Sally la llamó para hacerle aquella invitación de última hora. Esa noche se suponía que deberían estar comiendo pizza. Paige le había prometido que volvería a casa sobre las once, y ya eran las once y media.

Echándose su larga trenza rubia sobre un hombro, empezó a abrirse paso entre la multitud con intención de avisar a Sally de que se marchaba, y a punto estuvo de chocar con la mujer del mechón blanco. Inmediatamente se disculpó. Pero aquella mujer no solamente se parecía a la villana de la película, sino que además se comportaba como tal. Haciendo caso omiso de la disculpa de Paige, dio una larga chupada a su cigarrillo mientras contemplaba desdeñosamente su blusa plateada y su falda negra, antes de girar sobre sus talones.

Algo en aquella mujer le resultaba vagamente familiar. Quizá la había visto en alguna otra velada benéfica. Justo en aquel momento Sally entró en la sala, luciendo un largo vestido tan elegante como llamativo.

—¿Y bien? —se detuvo delante de Paige, con una copa de champán en la mano—. ¿Lo has visto?

—¿Si he visto qué? —inquirió Paige.

—Mi último descubrimiento. ¿No te has preguntado por qué te mira la gente con tanta curiosidad? Acuérdate de que te prometí traerte a una velada que nunca olvidarías.

Paige experimentó una punzada de inquietud mientras su amiga la guiaba hacia el otro extremo de la sala. Las sorpresas de Sally solían terminar mal.

—Ya he visto la escultura de hielo

—Oh, no es eso. Se trata de mi último artista-revelación.

Todo en Sally era teatral, desde sus famosas veladas benéficas hasta su afición de cazatalentos. Paige sonrió, indulgente.

—¿Has estado husmeando otra vez por las tiendas de trastos viejos?

—Por supuesto. Es la mejor manera de descubrir a los nuevos valores. Encontré esta pieza en una diminuta tienda de artículos vudú, cerca de los muelles. Es la sorpresa que te prometí…

Paige se quedó paralizada de asombro cuando vio el cuadro. Era un pequeño dibujo al carboncillo, una figura esbozada con unos pocos trazos, absolutamente perfectos. No le costó mucho trabajo reconocerse: era ella misma, mucho más joven, mirando por encima de su hombro desnudo con una seductora expresión de malicia.

—¡Voilà!

Oyó la divertida exclamación de Sally. Podía sentir las miradas de los presentes fijas en ella.

—¿No es impresionante? El parecido es asombroso.

La voz de Sally resonó en su cerebro como una música distante, irreconocible. Se había transportado en el tiempo. Recordaba perfectamente aquel día. El día en que Johnny le había pedido que se casara con él. El día en que le había regalado el anillo de su madre, prometiéndole que la amaría por siempre. La última vez que lo había visto.

Cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes. Aquello había ocurrido en otra vida. Johnny estaba muerto. Procurando relajarse, forzó una sonrisa.

—No soy yo —pronunció, tensa—. Es una simple causalidad. ¿Dónde lo has conseguido? Deberías haberme avisado.

—Lo compré para ti. Lo que pasa es que quería exhibirlo antes. ¿Conoces al artista?

Paige negó con la cabeza y se dispuso a volverse, pero Sally le señaló en aquel instante algo en el dibujo. La firma del autor. Tres simples letras seguidas de un ancla con la figura de una «Y». Un monograma que Paige jamás olvidaría.

Todavía conservaba una camiseta estampada con aquel monograma, en una caja, junto con otros recuerdos de un pasado que ahora le parecía un sueño lejano, casi olvidado.

Por un instante ansió acariciar aquellas letras, delinearlas con la punta de los dedos, al igual que había hecho años atrás, cuando todavía creía en los sueños. Alzó una mano, y tuvo que contenerse en el último segundo para no tocar el cristal que protegía el dibujo. No podía ser. Los muertos no volvían a la vida.

—¡Paige! ¿No te irás a desmayar, verdad? ¡Estás blanca como la cera!

Paige negó con la cabeza.

—¿Dónde dijiste que lo habías encontrado? —le preguntó, procurando adoptar un tono ligero.

Sally la miró con expresión triunfal, resplandeciente.

—En una de esas pequeñas tiendas cerca de los muelles. ¿No es increíble el parecido? Es casi como si hubieras posado para el artista.

Paige frunció el ceño. Las palabras de Sally le habían desgarrado el corazón.

—Bueno, pues eso es imposible —replicó, rotunda. Luego, consciente de la atención que estaban suscitando entre los invitados, forzó una sonrisa—. De todas formas… muchas gracias. El dibujo es precioso. Vas a tener que disculparme, Sally… debo irme ya. He dejado a Katie con una nueva niñera. No quiero volver tarde.

—¿Una nueva niñera? Claro, por eso pareces tan preocupada. A ver si traes pronto a Katie. Un día podríamos hacer una exhibición de obras infantiles. Es tan bonita, con esos ojos tan azules que tiene…

—En mayo hizo seis años —repuso Paige, tensa—. Bueno, debo irme. Estaremos en contacto.

—Llámame mañana. Comeremos juntas y luego podrás llevarte tu dibujo.

Paige se retiró con un nudo en la garganta. Antes de marcharse, se volvió para contemplar el dibujo por última vez.

La mujer del mechón blanco se encontraba al lado, observándola con ojos entrecerrados a través del humo de su cigarrillo.

 

 

Serena Yarbrough exhaló el humo por la nariz. Había escuchado la conversación que había mantenido la tal Paige Reynolds con Sally McGowan. Cerró los puños, rabiosa.

Se volvió una vez más hacia el dibujo, observando la firma del autor: las tres letras mayúsculas «JAY» más el antiguo monograma de los Yarbrough.

Aquel ancla había sido el logotipo de la naviera Yarbrough hasta hacía dos años, cuando Serena adquirió varias y diversas empresas, convirtiéndola en Industrias Yarbrough. Había tenido que sustituirlo por otro más apropiado.

Alzando su copa de champán, tomó un sorbo. Ardía de furia por dentro. Aquel monograma era inconfundible. Pero era la fecha del dibujo el principal motivo de su rabia, de su frustración… La obra databa de… aquel mismo año.

¡Johnny Yarbrough estaba vivo! Su hijastro, el verdadero heredero de la fortuna de los Yarbrough, se las había arreglado para sobrevivir. Su hermano Leonard le había asegurado que Johnny estaba muerto cuando sus matones lanzaron su cuerpo al Mississippi. El muy estúpido no había previsto un detalle fundamental: que cuando drenasen el río, era posible que el cadáver no apareciera jamás, en caso de que las corrientes lo arrastrasen al interior del Golfo de México.

Tal y como había temido, el cuerpo jamás apareció. Solo se encontró el coche robado, con la cartera de Johnny, manchada de sangre, en el maletero. Al menos los secuestradores fueron lo suficientemente cuidadosos como para no dejar ninguna prueba incriminatoria en el vehículo.

Una vez que un tribunal declaró a Johnny legalmente muerto, a partir de los análisis de la sangre encontrada en el coche, Brandon, el hijo que Madison había tenido con Serena, quedó como único heredero. Y ella pasó a controlar la fortuna de los Yarbrough.

Pero en aquel momento, sus planes se habían venido abajo. La prueba de que Johnny seguía vivo estaba allí, ante sus ojos. Y luego estaba aquella mujer, que evidentemente había sido la modelo de aquel retrato. Sally había tenido razón. No podía tratarse de una casualidad, por mucho que Paige Reynolds se hubiera empeñado en negarlo. Y a Serena no le había pasado desapercibida su repentina palidez cuando descubrió el dibujo.

Por si todo eso no fuera suficiente, aquella mujer llevaba el anillo de la madre de Johnny. Era un anillo barato, pero inconfundible, con la silueta de un ancla, dibujada con zafiros. Madison se lo había regalado a su primera mujer. Luego, cuando murió, pasó a manos de su hijo mayor.

Serena fue analizando todos los datos uno a uno, como las piezas de un puzzle. Johnny estaba vivo. Y, a juzgar por la conversación que había escuchado, Paige Reynolds tenía una hija. Tenía los ojos azules, al igual que Johnny, y había cumplido seis años en mayo. Lo que significaba que había sido concebida por las mismas fechas en que se produjo el estallido de rebelión de Johnny. Cuando se escapó de casa durante un verano entero, poco después de que Serena se casara con su padre.

Dio otra chupada a su cigarrillo. Eso quería decir que la niña de Johnny era mayor que su hijo Brandon. Otra heredera que podría arrebatarle la fortuna que solo a ella le correspondía. Seguía odiando a Madison por haberse negado a cambiar su testamento, en el que Johnny y sus descendientes habían figurado como herederos prioritarios. Pero ya había destrozado una vez las barreras que se habían interpuesto entre la fortuna de los Yarbrough y ella, y lo haría cuantas veces fuera necesario.

Una vez resuelto aquel pequeño problema, había quedado al mando de la situación. Y pensaba seguir así.

Observó a la mujer mientras se dirigía hacia la salida. Era un molesto contratiempo que su hijastro hubiera burlado a la muerte. Apuró la copa de champán y sacó un móvil del bolso.

—Tengo un encargo urgente para ti. Levántate de la cama y baja a la oficina. Quiero saber si tus nuevas técnicas de localización por satélite son tan buenas como dices.

Tan pronto como cortó la comunicación, fue a buscar a Sally. Necesitaba todos los datos que pudiera conseguir sobre el autor del dibujo y sobre la propia Paige Reynolds.

Todavía tenía muy presente la promesa que la pequeña Sue Ann Lynch se había hecho a sí misma el día en que se fugó de aquel sucio remolque y se cambió de nombre. Nunca más volvería a ser pobre. El dinero era suyo. En ese momento, tres personas se interponían en su camino: Johnny, Paige Reynolds y la hija de ambos. Todos tendrían que morir.

 

 

Durante el trayecto de vuelta a casa en el taxi, un doloroso nudo de emoción le atenazó la garganta. Habían transcurrido siete años desde que Johnny salió de su apartamento y de su vida, y cerca de tres desde que lo declararon oficialmente muerto. Todavía lo echaba de menos.

Se echó la gruesa trenza sobre un hombro y se puso a juguetear con las puntas, mirando sin ver las bulliciosas calles de Nueva Orleans. Cuando vio el dibujo, por un instante se sintió transportada al pasado, a aquella etapa de su vida en que creyó que Johnny la amaba y que regresaría a buscarla. Cuando estuvo segura de que jamás sería una madre sola y abandonada, como lo había sido la suya.

El día en que descubrió que estaba embarazada, se prometió que conservaría a su hija. A cualquier precio. Conocía bien el dolor del abandono: el terrible miedo de no contar con nadie a su lado. No dejaría que a Katie le sucediera lo mismo. No podía evitarlo, pero su mente continuaba anclada en el pasado. Recordaba perfectamente aquel día de hacía seis años, cuando se le ocurrió hojear por casualidad las páginas de sociedad de una revista… y descubrió quién era realmente Johnny.

El hijo de un magnate naviero, Madison Yarbrough, heredero de una fortuna inconmensurable. Contemplando la foto de Johnny y de Madison, con la leyenda «El hijo sigue los pasos de su padre», no tuvo más remedio que convencerse de que su peor pesadilla se había hecho realidad. Johnny jamás había tenido la menor intención de casarse con ella. Toda su relación había sido una colosal mentira. Paige se había imaginado todo tipo de horribles razones por las que no había vuelto con ella, pero jamás se había planteado la más sencilla: que simplemente no había querido volver.

Tres años después, había vuelto a ver su fotografía en el periódico. Esa vez era la sensacional historia de su secuestro. Durante varios días, el acontecimiento fue primera plana en prensa y televisión. Hasta que la policía encontró el coche con manchas de sangre suya, y concluyó que John Andrew Yarbrough había sido asesinado.

Ahora su hija tenía seis años, y Paige se había esforzado y sacrificado por salir adelante. Para que ambas pudieran disfrutar de una vida segura, feliz. Ninguna extraña casualidad de un dibujo con una firma familiar podía cambiar eso. Tenía que haber alguna otra explicación.

Quizá alguien había desenterrado alguno de los dibujos de Johnny y, de manera inconsciente o deliberada, había copiado el estilo y la firma. Eso podría explicar lo actual de la fecha. Por muy descabellado que fuera, eso era más fácil de creer que… que Johnny no había muerto. Que estaba vivo, disfrutando de su vida privilegiada y vendiendo dibujos de los íntimos momentos que habían compartido.

El taxi se detuvo entonces frente a su apartamento, sacándola de sus reflexiones. Mientras pagaba al taxista, vio a una chica menuda, vestida con vaqueros y una camiseta muy corta, bajar de un coche que estaba aparcado cerca. Era la niñera de Katie.

—Oh, señora Reynolds… —exclamó nada más verla, abriendo mucho los ojos.