Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Heidi Rice. Todos los derechos reservados.

LOS ASUNTOS DEL DUQUE, N.º 1855 - mayo 2012

Título original: Unfinished Business with the Duke

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0108-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Los tacones de las botas de Issy Helligan repiqueteaban como una ráfaga de disparos sobre el suelo de mármol del elegante club privado. El rítmico tableteo sonaba como un pelotón de fusilamiento haciendo prácticas mientras se acercaba a la puerta cerrada al final del pasillo.

«Qué apropiado».

Issy se detuvo, intentando calmarse. Los disparos habían terminado, pero su estómago se encogió y luego empezó a moverse como el péndulo del Big Ben.

Reconociendo los síntomas de su crónico miedo escénico, se llevó una mano al abdomen mientras miraba la elaborada placa de bronce en la puerta que anunciaba la sala común del ala este.

«Cálmate, puedes hacerlo». «Eres una profesional del teatro con siete años de experiencia».

Pero cuando tras la puerta escuchó un murmullo de risas masculinas le empezaron a temblar las piernas y notó que una gota de sudor le corría por la espalda, bajo el impermeable de Versace de segunda mano.

«Hay gente que depende de ti, gente que te importa ». «Dejar que un grupo de pomposos fósiles te mire es un precio muy pequeño por conseguir que esa gente no pierda su empleo».

Era un mantra que llevaba horas repitiéndose, aunque no servía de nada.

Se armó de valor para quitarse el impermeable y dejarlo sobre un sillón al lado de la puerta, pero cuando miró el vestido que llevaba debajo, el péndulo del Big Ben se le puso en la garganta.

El vestido rojo de lentejuelas se pegaba a sus amplias curvas, haciendo que su escote pareciese el de una estrella de cine porno.

Issy respiró profundamente y el corsé que llevaba debajo se clavó en las costillas.

Suspirando, se quitó la cinta que le sujetaba el pelo y dejó que la masa de rizos pelirrojos cayera sobre sus hombros desnudos mientras contaba hasta diez.

El vestido, de la última producción de The Rocky Horror Picture Show, no era exactamente sutil, pero en realidad no tenía mucho donde elegir y el hombre que la había contratado aquella mañana no quería nada sutil.

–Carnal, cielo. Eso es lo que estamos buscando –le había dicho–. Rodders piensa trasladarse a Dubái y queremos mostrarle lo que va a perderse. Así que no ahorres en el escote.

Issy había estado a punto de decirle que contratase mejor a una stripper, pero cuando mencionó la cifra astronómica que estaba dispuesto a pagar «si hacía un espectáculo decente» se había mordido la lengua.

Después de seis meses buscando un patrocinador, Issy estaba empezando a quedarse sin ideas y necesitaba treinta mil libras para que el café teatro Crown and Feathers siguiera abierto una temporada más.

La agencia de telegramas musicales Billet Doux había sido una de sus ideas para recaudar fondos, pero por el momento sólo había conseguido seis contratos y todos de amigos bienintencionados. Y después de trabajar sin descanso para pasar de ayudante a gerente en los últimos siete años, dependía de ella que el espectáculo siguiera adelante.

Issy suspiró, sentía el peso de la responsabilidad como una losa sobre sus hombros mientras las ballenas del corsé le constreñían los pulmones. El banco se quedaría con el teatro si no pagaba los intereses del préstamo, de modo que sus principios feministas eran un lujo que no podía permitirse.

Cuando aceptó el trabajo ocho horas antes había decidido que era una oportunidad de oro. Haría una interpretación elegante de Life is a Cabaret, enseñaría un poquito de escote y se marcharía con el dinero, mas la posibilidad de que volviesen a contratarla si lo hacía bien. Después de todo, aquel era uno de los clubs privados más exclusivos del mundo, al que acudían príncipes y aristócratas.

No podía ser tan difícil, pensó. Además, le había dejado bien claro al hombre que la contrató lo que hacía una cantante de telegramas y, sobre todo, lo que no hacía. Y Roderick Carstairs y sus amigos no podían ser un público tan difícil como los veinte niños de cinco años a los que había cantado «Cumpleaños Feliz» la semana anterior.

O eso esperaba.

Pero cuando abrió la pesada puerta de roble de la sala común del ala este y escuchó una andanada de risas y silbidos, esa esperanza murió de repente.

Parecían estar esperándola y no eran tan fósiles como había creído.

Y hacer un espectáculo decente ya no le parecía tan sencillo.

Estaba mirando las estanterías llenas de libros, intentando reunir valor para entrar en la guarida del león, cuando algo en uno de los balcones llamó su atención. Recortado a contraluz, un hombre alto hablaba por el móvil. Era imposible ver sus facciones desde allí, pero Issy experimentó una sensación de déjà vu que le erizó el vello de la nuca.

Momentáneamente transfigurada por los anchos hombros del extraño, que paseaba impaciente por el balcón, Issy sintió un escalofrío.

Pero dio un respingo cuando el coro de silbidos y gritos se volvió hacia ella.

«Concéntrate, Issy, concéntrate».

Irguiendo la espalda, dio un paso adelante… pero sus ojos fueron de nuevo hacia el balcón. El extraño había dejado de moverse y estaba mirándola. Ese pelo castaño, esos ojos…

–Gio –murmuró mientras el corsé se le apretaba como una prensa alrededor del torso.

Issy intentó respirar, pero no le llegaba oxígeno a los pulmones.

«No lo mires».

Se sentía mortificada al pensar que el simple recuerdo de Giovanni Hamilton pudiese afectarla de esa forma.

«No seas ridícula».

Aquel hombre no podía ser Gio. No podía tener tan mala suerte. Encontrarse cara a cara con el mayor desastre de su vida cuando estaba a punto de hacer aquello…

No, el estrés la estaba haciendo alucinar.

Issy irguió los hombros y respiró todo lo que el corsé le permitía.

«Ya está bien de nerviosismos. Empieza el espectáculo ».

Colocándose en el centro de la sala, se lanzó a cantar las primeras estrofas de la famosa canción de Liza Minnelli… y varios hombres, todos jóvenes y con ganas de juerga, se levantaron, silbando y dando gritos.

Issy se vio a sí misma como Caperucita Roja, siendo devorada por una manada de lobos borrachos y hambrientos de sexo mientras cantaba una canción prácticamente en ropa interior.

De repente, un pelotón de fusilamiento le parecía mucho más atractivo.

¿Qué demonios hacía Issy Helligan trabajando como stripper?

Gio Hamilton estaba en el balcón, atónito, sus ojos clavados en la joven que acababa de entrar en la sala con la seguridad de una cortesana, su figura voluptuosa envuelta en un vestido de lentejuelas que haría ruborizarse a una prostituta.

–¿Estás ahí, Gio? –escuchó la voz de su socio por el móvil.

–Sí, estoy aquí –dijo él, distraído–. Pero hablaremos mañana sobre el proyecto de Venecia… ya sabes que a las autoridades italianas les encanta la burocracia y seguramente sólo será una formalidad. Ciao.

Después de cortar la comunicación, miró a Issy, estupefacto.

Aquella no podía ser la dulce, impulsiva e increíblemente ingenua chica a la que conocía de toda la vida. ¿O sí?

Pero entonces se fijó en su pálida piel y en las pecas sobre los hombros y supo que era ella.

Se excitó al pensar en Issy la última vez que la vio, esa piel pálida enrojecida después de hacer el amor, los rizos pelirrojos cayendo sobre sus hombros desnudos…

Su voz ronca y seductora bajo el coro de silbidos y gritos hizo que volviera al presente. La voz aterciopelada de Issy era ahogada por los gritos de Carstairs, pidiéndole que se quitase el vestido.

El desprecio de Gio por aquel imbécil y sus amigos se convirtió en enfado cuando Issy dejó de cantar y se quedó inmóvil. De repente, ya no era la inexperta y tentadora joven que lo había seducido una noche de verano, sino la tímida chica que siempre iba tras él cuando era adolescente, sus preciosos ojos azules brillaban de ilusión.

Gio guardó el móvil en el bolsillo, furioso, excitado y algo más, no sabía bien qué.

Entonces Carstairs se lanzó hacia Issy para tomarla por la cintura y vio que ella apartaba la cara para evitar el beso del borracho.

Y, de repente, experimentó un incontrolable deseo de protegerla.

–¡Aparta tus sucias manos de ella, Carstairs!

Once pares de ojos se volvieron hacia él.

Issy dejó escapar una exclamación, mirándolo con los ojos como platos, mientras Carstairs levantaba la cabeza, su rubicundo rostro estaba desencajado por el alcohol.

–¿Qué pasa…?

Gio lanzó el puño hacia la mandíbula del borracho con todas sus fuerzas.

–Maldita sea –murmuró, tocando sus doloridos nudillos mientras Carstairs caía sobre la alfombra.

Issy dejó escapar un gemido, pero logró sujetarla antes de que cayese al suelo, desmayada. Gio la tomó en brazos, ignorando los gritos de los amigos de Carstairs.

Ninguno de ellos estaba lo bastante sobrio o tenía valor suficiente para causarle problemas.

–Eche a esa basura de aquí cuando recupere el conocimiento –le dijo a un empleado del club que acaba de entrar en el salón.

El hombre asintió con la cabeza.

–Sí, señor duque. ¿La señorita está bien?

–Se pondrá bien –respondió él–. Cuando haya echado de aquí a Carstairs, lleve agua mineral y coñac a mi suite.

Se dirigió al ascensor respirando la colonia de Issy y se dio cuenta de que le temblaban las piernas.

Ella se movió entonces y, por fin, pudo mirar su cara a la luz de un fluorescente.

Podía ver las encantadoras pecas en su nariz y los labios carnosos. A pesar del exagerado maquillaje y el carmín rojo en los labios, su rostro ovalado seguía teniendo esa mezcla de inocencia y sensualidad que le había provocado tantas noches de insomnio años antes.

Gio miró entonces su escote, apenas escondido por el vestido… pero apartó la mirada para subir al ascensor.

Incluso a los diecisiete años, Issy Helligan había sido una fuerza de la naturaleza, tan imposible de ignorar como de controlar. A él le encantaban los riesgos, pero Issy lo había dejado de piedra. Lo había sobrepasado.

Y, aparentemente, eso no había cambiado.

Abrió la puerta de la suite con una mano y se dirigió al dormitorio para dejarla sobre la cama, dando un paso atrás para mirarla.

¿Qué iba a hacer con ella?

No sabía de dónde había salido ese inesperado impulso de rescatarla, pero darle un puñetazo al idiota de Carstairs y dejarlo en el suelo era donde empezaba y terminaba su responsabilidad. Él no era ningún caballero andante.

Gio frunció el ceño, su irritación se mezcló con una oleada de deseo mientras la veía respirar entrecortadamente.

Aquel vestido era como una armadura. Era lógico que se hubiera desmayado.

Murmurando una imprecación, se sentó al borde de la cama y tiró del lazo del escote, sus ojos se clavaron en los pechos femeninos.

Era más exquisita de lo que recordaba, tanto que tenía que hacer un esfuerzo para controlar su excitación. Entonces vio unas marcas rojas en su pálida piel, donde las ballenas del corsé se le habían clavado en la carne…

–Por el amor de Dios, Issy –musitó.

¿Cómo se le había ocurrido ponerse aquella cosa? Y luego ponerse a cantar delante de un grupo de borrachos…

Issy Helligan siempre había necesitado que alguien cuidase de ella y tendría que echarle una seria regañina cuando recuperase el conocimiento.

Gio se sentó en un sillón al lado de la cama.

La razón para aquella desastrosa farsa tendría que ver con el dinero, estaba seguro. Issy siempre había sido obstinada y soñadora, pero nunca promiscua, de modo que le ofrecería el dinero que necesitase para que no tuviera que volver a hacer algo tan absurdo y podría olvidarse de ella.

Gio tuvo que apartar la mirada al ver un rosado pezón sobresaliendo por el borde del corsé.

Y si sabía lo que era mejor para ella, aceptaría el dinero sin protestar.

Issy parpadeó varias veces, respirando el aroma a… ¿sábanas limpias?

–Hola otra vez, Isadora –la voz ronca, masculina, hizo que sintiera un extraño calorcito en el estómago.

Intentó llevar aire a los pulmones… Aleluya. Podía respirar.

–¿Qué? –murmuró. Sentía como si estuviera flotando en una nube. Una nube blandita y ligera, hecha de algodón dulce.

–He desabrochado ese instrumento de tortura. Es lógico que te hayas desmayado, no podías respirar.

Era esa preciosa voz otra vez, con ligero acento mediterráneo… y evidente tono de censura.

Issy frunció el ceño. ¿No conocía esa voz?

Cuando abrió los ojos vio que había un hombre a su lado y su primer pensamiento fue que tenía un aspecto demasiado masculino para ese sillón de flores en el que estaba sentado. Pero luego se concentró en su cara y, al reconocerlo, la nube de algodón dulce desapareció.

–Vete –murmuró, tapándose los ojos con el brazo–. Eres una alucinación.

Pero era demasiado tarde. Incluso una breve mirada había sellado la imagen en sus retinas. Los altos pómulos, la mandíbula cuadrada con un hoyito en la barbilla, el pelo ondulado apartado de la cara, las cejas oscuras y esas largas pestañas rodeando unos ojos de color chocolate más tentadores que el pecado original.

Se le encogió el corazón al rememorar cómo la había mirado la última vez, sus ojos ensombrecidos de irritación…

Pero entonces recordó lo que había pasado unos minutos antes y dejó escapar un gemido de angustia.

Las sudorosas manos de Carstairs, el olor a whisky y a puro en su aliento, el miedo reemplazado por la sorpresa al ver que la cabeza de Carstairs caía hacia atrás ante la llegada de Gio… y a partir de ahí no recordaba nada.

«No puede ser. Esto no puede estar pasando. Tiene que ser un alucinación».

–Márchate y deja que muera en paz –murmuró.

–Siempre te han gustado los dramas, Isadora.

Ella bajó el brazo y, al ver los marcados bíceps bajo la manga del polo negro y el brillo burlón en sus ojos, tuvo que aceptar la verdad: no era una alucinación.

Esas arruguitas alrededor de los ojos no habían estado allí diez años antes, pero a los treinta y un años, Giovanni Hamilton era tan devastadoramente apuesto como lo había sido a los veintiuno.

¿Por qué no había podido engordar o quedarse calvo? Era lo mínimo que merecía.

–No me llames Isadora. Odio ese nombre –le espetó.

–¿Ah, sí? –murmuró él, enarcando una ceja–. ¿Desde cuándo?

«Desde que tú te fuiste».

Pero Issy aplastó ese pensamiento. Pensar que una vez había adorado que la llamase por su nombre original…. a menudo, ese sencillo gesto hacía que se sintiera feliz durante días.

«Qué patético».

Afortunadamente, ya no era esa adolescente necesitada de cariño y deseando complacer a toda costa.

–Desde que me hice mayor y decidí que no me pegaba –respondió.

La sonrisa de Gio se amplió mientras miraba su escote.

–Veo que te has hecho mayor, sí. Es imposible no darse cuenta.

Issy se levantó de un salto, sujetando el corsé, que se había deslizado hacia abajo.

–Estaba trabajando –se defendió, irritada porque el vestido le parecía ahora más revelador que delante de Carstairs y sus amigotes.

–¿Trabajando? ¿Es así como lo llamas? –replicó Gio, irónico–. ¿Qué clase de trabajo requiere que un idiota como Carstairs te asalte? ¿Qué crees que habría pasado si yo no hubiera estado allí?

Issy tuvo que contener el deseo de ponerse a gritar.

En realidad, nunca debería haber aceptado aquel trabajo. Y tal vez había sido un error entrar en la sala cuando supo que su público estaba borracho, pero llevaba tantos meses aguantando presiones…

Su medio de vida, y el de sus compañeros, estaba en juego, de modo que se había arriesgado… en vano, desde luego. Pero no iba a lamentarlo. Y, desde luego, no iba a permitir que la criticase un hombre a quien no le importaba absolutamente nadie más que él mismo.

–No te atrevas a dar a entender que yo tengo la culpa del repugnante comportamiento de Carstairs –le espetó, furiosa.

Y enseguida vio que Gio la miraba con cara de sorpresa.

Estupendo.

Tenía que saber que ya no era la patética admiradora que había sido una vez.

–Ese hombre estaba como una cuba –siguió–pero nadie te pidió que te involucrases. Si tú no hubieras estado allí no me habría pasado nada.

Probablemente.

Issy se levantó, sujetando el corsé. Daría cualquier cosa por llevar vaqueros y camiseta porque vestida como si se hubiera escapado del Molin Rouge, su discurso no tenía el mismo impacto.

–¿Dónde crees que vas? –le preguntó él.

–Me marchó –replicó Issy, poniendo la mano en el picaporte.

Pero cuando iba a abrir la puerta, dispuesta a hacer una salida triunfal, una mano morena la cerró de golpe.

–De eso nada.

Issy se dio la vuelta e inmediatamente se dio cuenta de su error. Gio estaba tan cerca que podía ver los puntitos dorados en los iris de sus ojos, respirar el aroma de su colonia y sentir el calor de su cuerpo.

–¿Qué? –exclamó, sintiéndose acorralada.

La última vez que estuvo tan cerca de Gio había perdido la virginidad…

–No quiero que te marches enfadada –dijo él, bajando el brazo–. Me has malinterpretado.

–¿Qué he malinterpretado exactamente? –replicó Issy levantando la cara para mirarlo.

«Qué irritante».

Midiendo metro sesenta y siete y con esos tacones de aguja debería poder mirarlo a los ojos, pero no tuvo esa suerte. Gio siempre había sido muy alto.

Alto y delgado. ¿Pero cuándo se había vuelto tan… sólido?

Intentó parecer aburrida, pero dada su limitada capacidad interpretativa, no resultó fácil. De modo que decidió verlo por lo que era: el mayor error de su vida. Pensar que una vez había creído que esa expresión vacía era enigmática cuando sólo era la prueba de que Gio Hamilton no tenía corazón…

–Carstairs merecía ese puñetazo y yo he disfrutado dándoselo –estaba diciendo él–. No te estoy culpando a ti, estoy culpando a la situación.

Sus ojos se encontraron entonces y en los de Gio le pareció ver un brillo de preocupación.

–Si necesitabas dinero, deberías haber acudido a mí –añadió, con tono dictatorial.

Issy supo entonces que había cometido un error; no era preocupación lo que había en sus ojos, era desprecio.

–No había necesidad de convertirte en stripper –siguió.

El corazón de Issy se detuvo por un momento.

¿Había dicho stripper?

Gio le puso una mano en la mejilla y el inesperado contacto hizo que la airada réplica se quedase en su garganta.

stripper