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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Elizabeth Power

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Escapada griega, n.º 2319 - julio 2014

Título original: A Greek Escape

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4538-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Ahí lo tienes! ¿A qué esperas? ¡Saca la foto! El disparador de la cámara se accionó un segundo antes de que el ave alzase el vuelo desde las rocas y se pusiese a planear sobre las aguas cristalinas.

Kayla Young se pasó la mano por su larga cabellera rubia y miró a su alrededor, temerosa de que alguien pudiera estar espiándola en aquella colina rocosa junto a la playa y la viera hablando sola.

Hacía un día espléndido y el cielo estaba limpio y azul.

Había ido a aquella isla griega paradisíaca con la intención de recuperarse de su desengaño amoroso. Su prometido la había dejado plantada. A esas horas, se estaría casando con otra mujer en Inglaterra.

Las heridas de la traición podían curarse, pero las cicatrices quedarían para siempre, se dijo ella, volviendo a mirar por el visor de su cámara réflex, el hermoso paisaje que se abría a su alrededor. Montañas azules, aguas transparentes...

Bajó la cámara un instante para contemplar la costa con sus propios ojos y entonces lo vio.

Tenía el pelo negro y ondulado, y llevaba una camiseta negra y unos vaqueros azul pálido. Estaba sacando una caña de pescar de la barca que acababa de dejar varada en la arena. Pudo ver sus brazos atléticos y su pecho ancho y musculoso, marcándose bajo la camiseta.

Había una camioneta aparcada en la carretera, justo encima de la roca donde ella estaba. Lo vio dirigirse hacia allí, acercándose a ella, pero no fue capaz de apartar los ojos de él.

Llevada por un extraño impulso, alzo la cámara y lo enfocó con el teleobjetivo para verlo mejor. Era alto y tenía unos rasgos fuertes y varoniles, propios de un hombre curtido por la vida. No debía de tener mucho más de treinta años, pero parecía muy seguro de sí mismo. Por la forma en que se movía, aparentaba ser un hombre arrogante y orgulloso.

Acercó el zoom para ver su cara con más detalle. Tenía la frente bronceada y las cejas espesas en forma de ala de cuervo. Y tenía ahora el ceño fruncido en un gesto de...

¡Santo cielo! ¡La estaba mirando! ¡La había visto apuntándolo con la cámara!

Se puso tan nerviosa que apretó accidentalmente el disparador de la cámara.

El hombre se dio cuenta de que le había sacado una foto y se dirigió hacia ella con paso resuelto y cara de pocos amigos.

Kayla echó a correr por la cuesta de manera inconsciente, presa de una extraña mezcla de miedo y atracción por aquel desconocido.

Aceleró el paso al ver que el hombre le iba ganando terreno, pero tropezó con una piedra y cayó al suelo. Al alzar la vista, vio al hombre junto a ella, dirigiéndole unas palabras en su idioma, ininteligibles para ella, pero que, por el tono, no debían de ser muy amables.

–No le entiendo –replicó ella con su reducido vocabulario griego.

El hombre puso una mano sobre su hombro desnudo.

Kayla lo miró fijamente. De cerca, era aún más atractivo de lo que se había imaginado. Tenía unos pómulos altos y bien definidos bajo su piel aceitunada, y unas pestañas negras como el ébano, que enmarcaban sus ojos color azabache.

–¿Se ha hecho daño? –preguntó él, ahora en inglés.

–No, pero podría habérmelo hecho –replicó ella en tono acusatorio, levantándose del suelo y sacudiéndose el polvo de los shorts.

–¿Qué se supone que estaba haciendo?

–Sacando unas fotos.

–¿A mí?

Kayla tragó saliva y lo miró cautelosamente con sus ojos azules.

–No, a un ave. Pero le saqué a usted una foto sin querer. Se me disparó la cámara...

–¿Sin querer? –exclamó él con un tono de incredulidad y una mirada hostil–. ¿Cuántas fotos me ha sacado?

–Solo una –admitió ella, aún jadeando por la carrera–. Ya se lo he dicho, fue sin querer.

–Está bien, señorita, la creo. Pero dígame, ¿quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?

–Nada... Quiero decir que estoy de vacaciones.

–¿Y suele emplear sus vacaciones en ir por ahí metiendo la nariz en la vida de los demás?

Kayla observó atemorizada la forma en la que aquel hombre la miraba con sus inquietantes ojos de ébano. Tal vez se tratara de un prófugo al que la policía estuviese buscando. Eso explicaría su enfado por haberle sacado la foto.

–¡No lo estaba espiando! Solo estaba... ¡Mi cámara! Se me ha debido de caer. ¿Dónde está?

Kayla miró angustiada a su alrededor y vio su cámara fotográfica entre unos matorrales. Corrió hacia allí, como si le fuera la vida en ello, pero el hombre llegó antes que ella.

–¡No le haga nada a mi cámara!

La tenía como un tesoro. Era un regalo que ella misma se había hecho para tratar de olvidar a Craig, después de descubrir que la estaba engañando con otra. Algunas mujeres se atiborraban de chocolate para consolarse. Ella había usado su cámara como terapia y había estado sacando fotos por todos los lugares por los que había pasado en los tres últimos meses.

–Tal vez debería quedármela –dijo él, mirándole los pechos con bastante descaro.

–Si eso le hace feliz...

Kayla sintió un extraño calor por todo el cuerpo al ver la forma en que la miraba. Después de todo, ella no sabía quién era, ni si la policía estaría buscándolo realmente.

Se hallaba en un lugar solitario. Aparte de unas cuantas casas de pescadores, no había el menor signo de civilización. El pueblo más cercano estaba a más de cinco kilómetros.

El hombre le ofreció la mano para ayudarle a subir la cuesta.

Le sorprendió aquel arranque de galantería, después de la hostilidad que le había demostrado. Era una mano fuerte y ligeramente callosa. Pensó que debía de tener un oficio manual.

Sintió el poder de su masculinidad y el magnetismo que parecía irradiar de él.

Tragó saliva y alzó la barbilla. Apenas le llegaba al hombro, pero no estaba dispuesta a dejarse intimidar.

–No le tengo miedo.

–No se molestará entonces si le digo que no me gusta que nadie se inmiscuya en mi vida privada. Si quiere seguir disfrutando de sus «vacaciones» –añadió él con un tono irónico, devolviéndole la cámara–, le aconsejo que se aparte de mi camino. ¿Le ha quedado claro?

–Le prometo que no volveré a molestarle ni a acercarme a usted.

–Muy bien.

Tragándose su indignación, Kayla se dio la vuelta y siguió caminando por el sendero sin volver la vista atrás ni una sola vez.

Al cabo de unos minutos, divisó la villa blanca y moderna donde estaba alojada. Luego, oyó el sonido lejano del motor de un vehículo arrancando y supuso que se trataría de la camioneta que había visto aparcada junto a la playa.

 

 

La villa era magnífica. Pertenecía a Lorna y Josh, unos amigos que se la habían dejado para que descansara allí un par de semanas.

Era toda diáfana, respondiendo al concepto abierto. Tenía las vigas del techo al descubierto sobre una galería desde la que se divisaba una vista espléndida de la isla.

Mientras se preparaba la cena en el microondas, Kayla siguió pensando en el encuentro tan desagradable que había tenido esa mañana. Apenas había visto a nadie desde que el taxista la había dejado allí el día anterior. Había sido verdadera mala suerte que la primera persona con la que se había encontrado hubiera resultado ser un tipo tan desagradable.

Trató de olvidarse del incidente y pensó entonces en Craig Lymington. Con qué facilidad se había dejado llevar por sus promesas cuando se comprometió a compartir su vida con ella.

«Te romperá el corazón. Recuerda lo que te digo», le había dicho su madre cuando Kayla, radiante de felicidad, le había contado que el ejecutivo más brillante de su compañía, Cartwright Consolidated, le había pedido que se casara con él.

Pero, una noche, a los dos meses de prometerse, vio aquellos mensajes en su teléfono móvil y se dio cuenta de que ella no era la única mujer a la que susurraba palabras de amor...

«Todos los hombres son iguales. Y los ejecutivos, los peores de todos», le había advertido su madre en más de una ocasión.

Pero Kayla no la había escuchado. Había pensado que decía esas cosas porque estaba amargada por sus propias experiencias del pasado. Su marido, el padre de Kayla, había sido también un ejecutivo y la había abandonado hacía quince años, cuando Kayla tenía solo ocho.

Tratando de olvidarlo y rehacer su vida, había dejado la empresa, pero su madre, al enterarse de que Craig iba a casarse con otra mujer, la martirizaba todos los días con su odiosa frase: «Ya te lo dije».

Así que, cuando Lorna la llamó para ofrecerle la posibilidad de refugiarse por un par de semanas en aquella isla griega paradisíaca, no lo dudó ni un instante. Podría ser el lugar ideal para recobrar su autoestima perdida.

Pero, ahora, mientras sacaba la lasaña del microondas, no era Craig Lymington quien ocupaba sus pensamientos, sino aquel hombre extraño y grosero con el que había tenido la desgracia de cruzarse esa mañana.

 

 

Leonidas Vassalio estaba arreglando la persiana de una de las ventanas de la planta baja.

Sus facciones parecían tan duras como las piedras con las que estaba construida su casa, y tan sombrías como los nubarrones que se agarraban a la montaña, presagiando una tormenta inminente.

Tenía que acometer importantes reparaciones en la casa si no quería que se cayese a trozos. El tejado de terracota estaba en muy mal estado y las paredes de la fachada estaban descascarilladas, especialmente alrededor de las puertas y las ventanas, donde casi no se veía el verde de la pintura.

Le costaba creer que aquella modesta granja, aislada del mundo y a la que solo se podía acceder a través de una carretera llena de curvas, pudiera haber sido su hogar. Sin embargo, aquella isla, con su costa rocosa, sus aguas azules y sus agrestes montañas, formaba parte de su ser.

Había empezado a llover. Unas gruesas gotas de agua le salpicaban la cara y el cuello mientras trabajaba y pensaba en lo que había llegado a convertirse.

Llevaba una vida que podría parecer envidiable vista desde fuera, pero estaba cansado de los aduladores, las mujeres frívolas y el acoso de los paparazzi. Esa joven que le había sacado un foto en la playa por la mañana, podría ser uno de ellos. Seguramente estaría dispuesta a venderla a buen precio.

Él siempre había tratado de preservar su vida privada. Cualquier persona podría reconocerlo fácilmente, desde que su nombre había salido a la luz pública tras su breve romance con Esmeralda Leigh.

De nada le había servido irse a Londres a dirigir una de las delegaciones de su empresa. Un abogado sin escrúpulos había incumplido su compromiso de confidencialidad, revelando a la prensa su identidad como presidente del Grupo Vassalio.

Leonidas pensó con amargura en las personas que habían sido víctimas de las especulaciones inmobiliarias de su empresa con el fin de beneficiarse de los terrenos de sus casas para levantar complejos residenciales de lujo y conseguir negocios de varios millones de libras con los que incrementar los activos cada vez mayores del Grupo Vassalio. Todos los afectados habían recibido al final una generosa compensación económica, pero la prensa sensacionalista solo había reseñado esa noticia de forma escueta en las últimas páginas.

Había tenido que escapar y olvidar su identidad por un tiempo: Leonidas Vassalio, el empresario audaz y multimillonario. Había tratado de rehacer su vida, volviendo a sus raíces y ocultándose en el anonimato. Pocas personas conocían su paradero, pero, ahora, aquella rubia entrometida podría divulgarlo, echándolo todo a perder.

Sin duda, le había engañado diciéndole que estaba de vacaciones sacando fotos de aves marinas. ¿Por qué si no le había sacado una foto? ¿Pensaría acaso que era un campesino yendo a trabajar a su granja y quería sacar una instantánea del sabor local de la isla? También podría ser que se hubiera sentido atraída por él. En otras circunstancias, eso era lo que habría pensado. Había observado que la chica no llevaba ningún anillo en el dedo.

Pero acostarse con una atractiva jovencita no estaba en su agenda.

Sabía muy bien el éxito que tenía con el sexo femenino. Nunca había conocido a una mujer que no hubiera estado dispuesta a irse con él a la cama, pero no quería complicarse más la vida en la situación en la que estaba.

La joven tendría que estar alojada en una de esas villas modernas que se habían construido últimamente en la ladera de la colina. Esa era la dirección que había tomado cuando había salido huyendo de él.

Se preguntó si habría alguien con ella, o si estaría sola. En todo caso, tendría que estar allí por alguna razón. Tal vez, para perturbar su paz y su soledad...

Molesto por esa idea, terminó su trabajo y entró en la casa para refugiarse de la lluvia.

Estaba dispuesto a dar una lección a esa jovencita para que no se le ocurriera nunca más entrometerse en su vida.