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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Elizabeth Power

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Culpas del pasado, n.º 2379 - abril 2015

Título original: Sins of the Past

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6276-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

No se lo podía creer. Era ella.

Damiano respondió a la mujer del otro lado de la mesa, que le acababa de decir algo; pero sus ojos negros siguieron clavados en la joven que se había parado en el pasillo, detrás de la mampara de cristal.

Su pelo era tan rojo como siempre, aunque ahora lo llevaba corto; y no había perdido la expresión traviesa que le hacía parecer una especie de duende. Sin embargo, Damiano se recordó que esa expresión no era más que la máscara de su oportunismo y su avaricia.

–¿Señor D’Amico?

Impecablemente vestido con un traje oscuro que no ocultaba su cuerpo perfecto, de hombre en plenas facultades, Damiano se giró hacia la mujer de la mesa. A fin de cuentas, había cosas más importantes que mirar a un fantasma del pasado. Empezando por su reunión con la directora de Redwood Interiors, que iba a decorar sus instalaciones del Reino Unido. Pero la curiosidad pudo más.

–Esa chica… –empezó a decir.

La mujer, de cabello negro y labios pintados de rojo, siguió la mirada de Damiano y dijo:

–¿Se refiere a la señorita Singleman?

Él asintió e intentó fingir una indiferencia que estaba lejos de sentir.

–Sí.

–Riva es uno de nuestros nuevos fichajes –explicó la mujer–. Es joven y entusiasta. A veces, resulta poco convencional, pero tiene muchísimo talento.

Damiano pensó que, además de tener talento, Riva Singleman era una mentirosa sin escrúpulos. De hecho, estuvo a punto de suspender la reunión y marcharse de allí, porque le pareció que una empresa que contrataba a personas como ella no podía ser digna de confianza. Pero se contuvo. En parte, por el recuerdo de sus besos y, en parte, porque quería saber cómo se las había arreglado para conseguir un empleo en Redwood Interiors.

La directora de la compañía, una ejecutiva de cincuenta y tantos años, cambió de conversación y le aseguró que todo iba según lo previsto y que su equipo de diseñadores se encargaría de que quedara satisfecho al cien por cien.

Damiano la miró y le dedicó una de sus devastadoras sonrisas, que tantos éxitos le habían dado con las mujeres a lo largo de sus treinta y dos años de vida. El destino le había ofrecido la oportunidad de vengarse de Riva Singleman. Y no la iba a desaprovechar.

Capítulo 1

 

Riva detuvo el coche en la entrada de lo que parecía haber sido una finca próspera en otros tiempos. Podía ver la vieja y deshabitada mansión que se encontraba al final del camino, pero no le interesó tanto como el edificio de las antiguas caballerizas, la Old Coach House, que habían transformado en casa. Aquel iba a ser su primer encargo importante. Y le habían dado carta blanca para hacer lo que quisiera.

Entró en la finca, pasó por delante del utilitario y del reluciente deportivo negro que estaban aparcados a poca distancia y llamó al timbre, tan contenta como nerviosa. Su trabajo debía de haber llamado la atención de alguien, porque el dueño de la casa había preguntado específicamente por ella en Redwood Interiors. Era la oportunidad que necesitaba. Si todo salía bien, daría un gran paso hacia su sueño de tener su propio estudio.

La puerta se abrió y apareció una distinguida mujer rubia, vestida con un traje de color gris oscuro.

–¿Madame Duval? –preguntó Riva.

–No, me temo que madame Duval ha salido. ¿Qué deseaba?

–Soy la señorita Singleman, la diseñadora.

–Ah, sí, pase. La están esperando.

Riva asintió y la siguió al interior de la casa, algo cohibida por la elegancia y la altura de la mujer, que superaba con mucho su metro sesenta. Al cabo de unos momentos, la mujer abrió una puerta y dijo:

–Si tiene la amabilidad de esperar aquí…

–Por supuesto.

Riva se quedó sola en una sala grande y soleada que daba al jardín. No sabía quién la había decorado, pero le pareció impecable y de muy buen gusto, tanto en la elección de los muebles como en los colores.

–Vaya, vaya. Pero si es la señorita Singleman.

Ella se puso tan nerviosa al reconocer la voz que se dio la vuelta demasiado deprisa y su bolso golpeó una mesita de estilo georgiano. Afortunadamente, el jarrón que estaba encima no se llegó a caer.

–No me digas que eres propensa a los accidentes, Riva. Has estado a punto de romper ese jarrón.

Riva miró al hombre alto, de cabello negro y piel morena, que había entrado en la habitación. No parecía sorprendido de verla allí. Sus penetrantes ojos oscuros se clavaron en ella con un humor que también afloraba a sus labios.

–¡Damiano!

Desconcertada, se llevó una mano al collar que asomaba por el cuello del vestido, encima de sus pequeños senos, y jugueteó con él. ¿Qué estaría haciendo allí? Según la prensa, su domicilio se encontraba en uno de los barrios más elegantes de Londres, no en una casa de campo, alejada de todo.

–No lo entiendo –continuó ella–. La mujer que ha abierto la puerta…

–La mujer que te ha abierto es mi secretaria –le informó él.

Riva pensó que seguramente era algo más. Al fin y al cabo, Damiano D’Amico tenía fama de ser un gran mujeriego. Su nombre aparecía con frecuencia en la prensa del corazón, casi siempre asociado a algún escándalo amoroso. De hecho, acababa de leer un artículo sobre la ruptura de su relación con Magenta Boweringham, una millonaria que, en su despecho, lo había acusado de acostarse con cualquiera.

–Pero madame Duval…

Madame Duval es mi abuela. ¿No sabías que no estaba en casa?

–No, no tenía ni idea –respondió Riva–. ¿Y tú? ¿Sabías que Redwood Interiors me ha encargado el trabajo?

Él se encogió de hombros.

–Sí, por supuesto. Aunque no sé cómo es posible que una chica con tan poca experiencia haya llegado tan alto.

Ella se ruborizó, enfadada.

–¿Que cómo he llegado tan alto? Trabajando, Damiano –replicó–. Pero no te preocupes por eso. No pienso trabajar para ti. Hablaré con la señora Redwood y le diré que ha sido un error. Y ahora, si no te importa, será mejor que me vaya.

Riva salió de la habitación, profundamente decepcionada. Sin embargo, se detuvo al oír la voz de Damiano.

–Si yo estuviera en tu lugar, no le diría eso a la señora Redwood.

Riva se giró y lo volvió a mirar. Tenía una cara perfecta, de nariz arrogante, pómulos bien marcados y frente ancha.

–¿Por qué?

–Porque te han enviado a hacer un trabajo, y espero que cumplas con tu deber. De lo contrario, hablaré con tu poco tolerante jefa y le diré que he cambiado de opinión y que voy a contratar los servicios de otra empresa de diseñadores.

En ese momento, se oyó un coche que se alejaba de la casa. Riva supo que era la secretaria de Damiano y se estremeció al pensar que se había quedado a solas con él.

–¿Serías capaz de hacer que me despidan?

Él clavó la mirada en sus ojos verdes.

–No me hagas responsable de tus propias decisiones. Si rechazas este trabajo, te despedirás tú sola.

Riva se dijo que estaba hablando en serio. Era perfectamente capaz de destruirla. Como había destruido a su querida madre; porque no olvidaba que, si él no hubiera intervenido, Chelsea Singleman no habría muerto.

–Vuelve a la sala –ordenó él.

Riva regresó al interior de la sala. Se había esforzado mucho por conseguir aquel trabajo, y no lo quería perder. Pero, orgullosa como era, le dio con el hombro al pasar a su lado.

–Si me tocas de nuevo, llegaré a la conclusión de que me estás ofreciendo algo más que tus dotes de diseñadora –le advirtió Damiano–. Y ambos sabemos lo que pasó la última vez, ¿verdad?

Ella no necesitaba que se lo recordaran. Damiano se había aprovechado de su ingenuidad y su falta de experiencia.

–Yo no te estoy ofreciendo nada. Me quedo porque me obligas a ello.

–Sí, claro –dijo él con ironía–. Y supongo que también pensarás que lo que pasó hace cinco años fue una imposición mía.

Riva se volvió a ruborizar, pero de vergüenza. Su mente se llenó de imágenes tórridas que creía olvidadas, imágenes de una relación amorosa que la había destrozado por completo.

–No, no fue una imposición tuya –admitió–. Fue por culpa de mi propia estupidez.

Él ladeó la cabeza y sonrió sin humor.

–Bueno, no me puedes culpar por querer saber la verdad.

–¿La verdad? ¡No habrías reconocido la verdad aunque hubiera tomado forma y te hubiera agarrado del cuello!

–Es posible, pero no fue necesario. Las pruebas hablaban por sí mismas.

Riva no lo pudo negar. Le había mentido; le había ocultado hechos importantes, pero solo porque se sentía terriblemente avergonzada. Y, en cualquier caso, eso no era nada en comparación con lo que él le había hecho a Chelsea.

–Destrozaste la vida de mi madre –lo acusó.

–¿Por qué? ¿Porque impedí que se casara con mi tío? Habría faltado a mis obligaciones si no lo hubiera hecho. Además, estoy seguro de que lo superó. Las mujeres como Chelsea y como tú no lloran mucho tiempo por una oportunidad perdida. No tengo la menor duda de que, si aún no ha encontrado a un hombre rico al que echarle el lazo, lo encontrará pronto.

Riva se sintió como si le hubieran dado una puñalada.

–¡Mi madre está muerta! –bramó.

Él la miró con sorpresa y, tras unos segundos de silencio, dijo:

–Lo siento mucho.

–No, no lo sientes nada.

–¿Qué pasó?

–No es asunto tuyo.

Él respiró hondo.

–Dímelo.

Riva no tenía ganas de hablar de su madre, pero sabía que Damiano iba a insistir, así que accedió a su deseo.

–Está bien, si tanto te interesa… Murió por una sobredosis accidental. Por las pastillas contra la depresión que estaba tomando.

–¿Hace mucho?

–Hace poco más de un año.

Él asintió.

–Lo lamento, Riva.

Ella soltó una carcajada.

–No mientas, Damiano. No lo lamentas. Al fin y al cabo, fuiste tú quien la empujó a la depresión, tú quien rompió su relación con el hombre del que estaba enamorada.

–¿Me crees culpable de su muerte? –preguntó él con asombro.

–Te creo culpable porque lo eres.

Damiano sacudió la cabeza.

–¿Quién está mintiendo ahora, Riva? Sabes perfectamente que Marcello rompió el compromiso con tu madre porque os investigó a ella y a ti y descubrió vuestras mentiras.

–Si tú no hubieras intervenido, él no habría investigado nada –le recordó–. Fue culpa tuya.

–Yo solo soy culpable de haber contribuido a que abriera los ojos. Estaba tan cegado con la bonita cara y los ojos azules de tu madre que no se dio cuenta de lo que pasaba.

–Pero tú sí, claro.

–En efecto –dijo él–. Además, mi tío podría haber pasado por alto las mentiras de tu madre, pero las tuyas eran tan grandes que no se podían perdonar.

Riva no dijo nada, porque Damiano tenía razón. Se había inventado una historia absolutamente increíble sobre su origen, y había sido tan ingenua como para creer que no la descubrirían. Sin embargo, el mal ya estaba hecho. Ya no podía cambiar lo sucedido. Y no quería dar explicaciones al respecto.

–Y ahora, ¿qué te parece si volvemos al asunto que te ha traído a esta casa? –continuó él–. Acompáñame, por favor.

Riva no se hizo de rogar. Cualquier cosa le parecía preferible a seguir hablando del pasado.

 

 

Damiano la observó con detenimiento mientras la acompañaba a la habitación que quería redecorar. Caminaba con la espalda bien recta y la barbilla alzada, en un gesto orgulloso. Indudablemente, tenía carácter.

Entonces, notó el fresco aroma floral de su colonia y la deseó a pesar de todo. Riva no encajaba en el tipo de mujeres que le gustaban. No era ni rubia ni alta ni espectacular en sus formas, pero se había sentido atraído por ella desde que la vio por primera vez en casa de Marcello, hermano de su difunto padre.

Cuando su tío le informó de que iba a contraer matrimonio, Damiano se alegró; llevaba diez años viudo, y pensó que sería bueno para él. Sin embargo, se llevó una sorpresa cuando llegó a la casa y descubrió que Chelsea Singleman era mucho más joven que Marcello y que, además, tenía una hija adulta.

Al principio, pensó que eran hermanas. Se parecían tanto que, a primera vista, solo se distinguían por el color del pelo: rubio platino en el caso de Chelsea y rojo, en el de Riva.

Damiano desconfió de inmediato. ¿De dónde habían salido? No se podía creer que una mujer de treinta y tantos años se quisiera casar con un hombre que le doblaba la edad, por atractivo que fuera. Y llegó a la conclusión de que no estaba enamorada de Marcello, sino de su posición social y de su dinero. Al fin y al cabo, su tío era el patriarca de una de las familias más ricas y poderosas de Italia.

Cuando Marcello le contó que las había conocido en la costa, donde las dos mujeres se dedicaban a vender joyas hechas a mano, él se sintió en la necesidad de saber más y se puso en contacto con unos detectives privados.

Según Riva, su madre era una mujer educada y de buena familia y su padre, un oficial de la Marina británica, condecorado por sus servicios al país, que había fallecido en un desgraciado accidente de tráfico y que les había dejado una pequeña fortuna y una casa preciosa, aunque la habían vendido después de su muerte porque era demasiado grande para ellas.

En su afán por descubrir la verdad, Damiano llegó al extremo de acostarse con Riva y quitarle la virginidad. No se sentía precisamente orgulloso al respecto, pero la investigación de los detectives confirmó sus temores.

En primer lugar, la madre de Riva era una mujer soltera y sin estudios que sobrevivía con trabajos mal pagados y que apenas tenía para pagar el alquiler. En segundo lugar, su padre no había sido oficial de la Marina británica, sino un delincuente que había pasado varios años en prisión tras ser condenado por un delito de fraude.

Su historia solo era cierta en lo tocante al accidente.

Damiano se maldijo para sus adentros al recordarlo. Naturalmente, lamentaba que Chelsea Singleman hubiera fallecido, pero no se arrepentía de nada. Si Marcello se hubiera casado con ella, toda su fortuna habría terminado en manos de una oportunista como Riva.

–¿Y bien? ¿Qué te parece? –preguntó al llegar a la sala que quería redecorar–. Supongo que ya te habrán informado de que a mi abuela le gustaría convertirla en un estudio. ¿Te crees capaz de afrontar la tarea?

Riva echó un vistazo a la habitación, cuyos muebles estaban tapados con sábanas para que no acumularan polvo. Desde su punto de vista, lo único que merecía ser salvado eran las puertas del balcón, que daba a un pequeño patio.

–¿Por qué me lo preguntas? –dijo ella–. No tengo elección. Si no acepto el encargo, perderé mi empleo.

–Lo sé, pero necesito saber si estarás a la altura.

A regañadientes, Riva caminó hasta el centro de la sala y la observó con detenimiento.

–¿A qué se dedica tu abuela?

–¿Mi abuela?

Ella lo miró y frunció el ceño.

–¿Quién si no? Si el estudio es para ella, necesito saber a qué se dedica.

Él se encogió de hombros.

–Bueno… Lee mucho, y también cose.

–Ah, comprendo. Quiere una sala para coser.

Riva le dio la espalda, huyendo de su intensa mirada y de la sexualidad que rezumaba. A pesar de todo, se sentía atraída por él.

–Veo que la habitación da al Norte. Tiene poca luz, así que habría que dar un tono alegre a las paredes –dijo, mientras sopesaba las posibilidades del lugar–. Supongo que tu abuela será de gustos clásicos…

–En efecto.