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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Donna Alward

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Romance en la nieve, n.º 128 - septiembre 2015

Título original: Sleigh Ride with the Rancher

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6831-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL AIRE frío traspasó la ropa de Hope McKinnon cuando bajó del coche alquilado y miró la sede del Bighorn Therapeutic Riding. Estaba en Alberta, pero le pareció el Polo Norte; sobre todo, porque solo habían transcurrido unas horas desde que había salido de la cálida y soleada Sídney, muy a su pesar.

Se cerró el chaquetón y abrió el maletero para sacar la bolsa de viaje y la maleta, cuyas ruedas chirriaron y resbalaron en el camino lleno de nieve que llevaba a la enorme cabaña de madera. Antes de bajar del coche, le había parecido que el edificio tenía un aire muy romántico, como si fuera un chalet de alta montaña, y había sonreído al ver las luces de colores que brillaban entre las plantas del porche.

Pero eso había sido antes de salir del vehículo, donde aún disfrutaba de las ventajas de la calefacción. En ese momento, tenía tanto frío que la cabaña estaba perdiendo rápidamente su magia invernal.

Tiró de la maleta y la subió al porche con algunas dificultades, porque pesaba mucho. Y, cuando por fin llegó a la puerta, estaba tan enfadada que llamó tres veces al timbre.

Luego, se cerró un poco más el chaquetón y esperó. Para entonces, tenía las piernas heladas y casi no sentía los pies en el interior de sus elegantes botas de piel.

Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en la camioneta que estaba aparcada junto al granero. Su abuela había abusado de su sentimiento de culpabilidad y la había convencido para que viajara a Alberta y sacara unas cuantas fotografías del rancho, que dirigía un tal Blake Nelson, pero no le había hecho ninguna gracia. Se le ocurrían mil sitios más interesantes y agradables que aquel lugar helado.

Pero allí estaba, congelándose, así que dejó la maleta junto a la puerta y caminó hacia el granero, por una de cuyas ventanas brillaba una luz que ponía un contrapunto cálido a la penumbra gris de los últimos momentos de la tarde. Daba por sentado que dentro se estaría mejor que a la intemperie.

Apretó el paso para llegar cuanto antes a la puerta y, momentos después, tropezó con una masa de hielo que estaba oculta bajo la nieve.

–¡Ay! –gritó al caer al suelo.

Dolorida, cerró los ojos durante unos segundos; y, cuando los volvió a abrir, se encontró ante un par de botas que daban a unas largas piernas de hombre, enfundadas en unos pantalones vaqueros.

Hope se sintió tan humillada que se ruborizó. No se podía decir que caerse de culo fuera la mejor forma de dar una buena impresión a un desconocido.

–Tú debes de ser Hope –dijo el hombre con una voz ronca y algo sarcástica–. Permíteme que te ayude.

La sensual voz le produjo un estremecimiento que empeoró cuando alzó la vista y la clavó en Blake Nelson, aunque no estaba segura de que fuera él. Era sencillamente impresionante. Un alto y magnífico vaquero de los pies a la cabeza, con una chaqueta de piel de carnero y un sombrero marrón.

Su mirada de fotógrafa se lo imaginó al instante como un icono del Salvaje Oeste.

–Espero que no te hayas dado un golpe en la cabeza –continuó él, tendiéndole una mano.

Ella se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente, como si estuviera ante la octava maravilla del mundo, así que se obligó a reaccionar y aceptó su mano.

–Gracias.

Hope recuperó la verticalidad y se sacudió la nieve del chaquetón y de los pantalones, pero solo para ocultar su cara y, en consecuencia, su humillante rubor.

–Ten cuidado con los fragmentos de hielo. Pueden ser peligrosos... sobre todo, con botas como las que llevas. Espero que tengas algo mejor en el equipaje.

Hope se sintió tan avergonzada como una niña de cinco años ante un adulto que le estuviera recriminando una torpeza. Pero, mientras él contemplaba su calzado, ella aprovechó y admiró su perfil.

Sumando su altura y los altos tacones de las botas, Hope medía alrededor de un metro ochenta; pero, a pesar de ello, tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara, porque él superaba el metro noventa.

Hope, que estaba acostumbrada a sentirse una especie de giganta, pensó que, en otras circunstancias, se habría sentido agradablemente femenina en comparación con él. Pero las circunstancias no podían ser más desalentadoras, teniendo en cuenta que se acababa de pegar un buen golpe en las nalgas.

Entonces, él la miró de frente. Y ella soltó un gemido.

Durante unos momentos, Hope se sintió como si volviera a estar en el hospital, intentando animar a su mejor amiga, Julie; haciendo un esfuerzo por sonreír cuando tenía ganas de llorar, y diciéndole que la situación no era tan mala cuando, en realidad, las heridas que había sufrido eran terribles.

Aquel vaquero no era tan perfecto como le había parecido al principio. Tenía una cicatriz que le cruzaba un lado entero de la cara, desde la sien derecha hasta la mandíbula.

–Estás pálida. ¿Seguro que te encuentras bien?

Él lo preguntó con suma educación, pero ella supo que se había dado cuenta de que su cicatriz le parecía repulsiva.

Sin embargo, desconocía el verdadero motivo de su repulsión. No sabía por qué había reaccionado de esa forma. Y, en ese momento, se sentía demasiado frágil como para explicárselo.

Hope no había superado la muerte de su amiga, la mujer más bella por dentro y por fuera que había conocido. Ya habían pasado seis meses desde el entierro, pero la imagen de su cuerpo destrozado volvía una y otra vez a su cabeza.

La vida había sido terriblemente injusta con Julie. Y terriblemente injusta con ella, porque Julie era la única persona en la que Hope había confiado de verdad; la única que estaba al tanto de sus problemas familiares y de la desesperación que le causaban.

Pero no iba a permitir que sus sentimientos la dominaran, así que sacó fuerzas de flaqueza y dijo, con tanta naturalidad como le fue posible:

–Soy Hope.

Él asintió.

–Encantado de conocerte. Yo soy Blake. Pero supongo que te estarás muriendo de frío. Será mejor que vayamos a la casa.

Blake la tomó del brazo, en un gesto cortés sin más intención que asegurarse de que no se volviera a caer. Y Hope lo agradeció, pero también lo encontró inquietante.

Cuando llegaron a la casa, él abrió la puerta, se apartó para dejarle paso, levantó su maleta con tanta facilidad como si no pesara nada y la llevó dentro. Ella se sintió tan aliviada al notar el calor del interior que casi olvidó sus dudas sobre la perspectiva de alojarse en la casa de un desconocido.

–Te he preparado una habitación en el ala oeste –dijo él mientras subía la maleta por la escalera–. He pensado que te gustaría. Tendrás unas vistas magníficas de la cordillera, pero no te molestará el sol de la mañana.

La amabilidad de Blake Nelson hizo que Hope se sintiera aún más culpable por haber reaccionado mal al ver su cicatriz. No podía pedir disculpas sin mencionar el hecho, de modo que se limitó a ser cortés.

–Te lo agradezco mucho, porque estoy agotada.

Él la llevó al dormitorio y abrió la puerta.

–Si quieres, puedes descansar un rato –dijo–. De todas formas, yo tengo cosas que hacer en el granero.

Hope no se dejó engañar por el tono cordial de sus palabras; era obvio que estaba dolido con ella por lo de la cicatriz, y que ardía en deseos de quitársela de encima. Pero no quería echarse una siesta, porque sabía que, si se acostaba a una hora tan temprana, se despertaría en mitad de la noche.

–Creo que seguiré despierta. Tengo que acostumbrarme al cambio de horario.

Cuando entró en la habitación, estuvo a punto de cambiar de idea. Nunca le había gustado el estilo rústico, pero le pareció sorprendentemente cálida y agradable. La enorme cama, cubierta con un edredón de color encarnado, pedía a gritos que se acostaran en ella; y la chimenea eléctrica del fondo, que alguien pulsara su interruptor.

Blake dejó la maleta en el suelo mientras ella se acercaba a la ventana y miraba el exterior. Las gigantescas Rocosas se veían con tanta claridad como si estuvieran al alcance de la mano, aunque sospechó que estaban más lejos de lo que parecía.

Encantada, se dio la vuelta y dijo:

–Gracias, señor Nelson.

Él sacudió la cabeza.

–No, por favor... Llámame Blake. No me gustan las formalidades.

–Como quieras, Blake –replicó ella, que habría preferido mantener las distancias–. Pero ¿no te parece que esto es un poco extraño?

–¿A qué te refieres?

–A que una desconocida se aloje en tu casa.

Él la miró con sorpresa.

–Ah, la gente de ciudad... –dijo–. Las cosas son distintas en el campo, Hope. O por lo menos aquí, en el oeste.

Hope pensó que su anfitrión no era tan hospitalario como intentaba aparentar. Sus palabras habían sonado demasiado tensas, como si se sintiera tan incómodo con la situación como ella. Y, una vez más, se arrepintió de no haberse opuesto a los deseos de su abuela.

Desgraciadamente, nunca había sido capaz de negarle nada.

Al pensar en su abuela, se acordó de Beckett’s Run, la casa de campo donde vivía. Y consideró la posibilidad de decirle a Blake que se equivocaba al tomarla por una especie de urbanita. Había pasado mucho tiempo en aquel lugar, subiéndose a los árboles, recogiendo flores silvestres, manchándose la ropa con la hierba y hasta cayéndose de la bicicleta que usaba de niña para ir de un lado a otro.

Pero Beckett’s Run le causaba sentimientos encontrados. No todos sus recuerdos eran buenos. Así que se limitó a sonreír y a cerrar la boca.

–A decir verdad, estoy encantado de que te alojes en mi casa –continuó él–. Sobre todo, después de lo que Mary me dijo por teléfono.

Hope frunció el ceño. ¿De qué demonios estaba hablando? En principio, solo había ido a hacer fotografías.

Desconcertada, hizo un esfuerzo por recordar la conversación que había tenido con su abuela. Y recordó algo que la estremeció, algo que no le había parecido importante en su momento: la afirmación de que, estando allí, podría descansar y divertirse un poco.

¿Descansar y divertirse?

¿En la casa de un hombre soltero?

Hope tuvo la terrible sospecha de que su abuela pretendía que acabara en brazos de Blake Nelson. Pero la desestimó al instante, porque estaba convencida de que ni siquiera lo conocía en persona.

–¿Y qué te dijo, si no es indiscreción? –preguntó con interés.

Él ladeó la cabeza, la miró como si estuviera sopesando lo que debía decir y lo que debía callar y, a continuación, declaró:

–Tienes aspecto de estar agotada. Hablaremos más tarde, cuando hayas descansado y comido un poco. Yo tengo que volver al granero, pero prepararé café antes de salir.

–Gracias. Creo que necesito uno con urgencia –dijo ella.

Blake asintió y clavó la mirada en las piernas de Hope.

–Será mejor que te cambies de pantalones. La nieve que tenías encima se está empezando a derretir –observó.

Ella bajó la cabeza y vio el charquito de agua que se había formado a sus pies.

–Oh, vaya...

–Estaré aquí a la hora de cenar –le informó–. Anna preparó un asado esta mañana, así que podemos comer en cuanto vuelva.

Hope sintió un inmenso alivio. No sabía quién era Anna, pero se alegró al saber que no estaban solos. Incluso consideró la posibilidad de que su abuela estuviera equivocada y Blake tuviera esposa, o novia.

Mientras lo pensaba, se dijo que sus amigas se habrían reído de ella si hubieran sabido que tenía miedo de alojarse con un hombre que vivía solo. Al fin y al cabo, no estaban en la Edad Media, sino en el siglo XXI. Y, teóricamente, ella no era una mujer conservadora.

Entonces, ¿de qué tenía miedo?

Solo había una respuesta: de sí misma. Porque, a pesar de su cicatriz y de su actitud algo arrogante, Blake Nelson le parecía un hombre muy atractivo.

–¿Quién es Anna? ¿Tu esposa? ¿Tu compañera?

Él le dedicó una sonrisa tan bonita que la dejó sin aliento.

–Si supiera lo que has dicho, se moriría de risa. No, Anna Bearspaw no es mi compañera. Es mi ama de llaves –dijo–. Te la presentaré mañana.

Ella guardó silencio, sorprendida.

–En fin, siéntete como si estuvieras en tu propia casa. Estaré de vuelta dentro de unas horas. Y descansa un poco. Tienes aspecto de necesitarlo.

Él se marchó escaleras abajo y, momentos después, salió de la casa.

Hope se sentó entonces y se quitó las botas y los pantalones, que estaban tan mojados que se le pegaban a las piernas.

Por lo visto, Blake tenía razón. Sobre los pantalones, sobre su agotamiento, sobre todo.

Pero estaba tan cansada que no le importó.

Y estaba bien que no le importara, porque empezaba a pensar que los diez días que tenía por delante se le iban a hacer eternos.

Capítulo 2

 

BLAKE abrió la puerta del cercado y esperó a que los caballos entraran en sus respectivas cuadras, buscando calor, agua y heno. Sabía que se avecinaba una tormenta de nieve. Llevaba toda la vida a la sombra de las Rocosas, y había aprendido a reconocer los indicios. Lo notaba en la humedad del ambiente, en el color gris de las nubes y en el filo cortante de la brisa.

Las cosas se estaban poniendo feas. Pero, afortunadamente, Hope McKinnon había llegado antes de que se complicaran más.

Mientras encerraba a los caballos, frunció el ceño. Había aceptado que Hope se alojara en su casa, pero solo por una razón: porque Mary le había prometido que Hope haría fotografías para él, y que las podría usar en la página web de Bighorn y en los materiales publicitarios que enviaba a organizaciones de todo el oeste de Canadá. Era una oferta demasiado buena para rechazarla. Andaba corto de dinero, y la ayuda profesional le iría bien.

Sin embargo, Mary había añadido a continuación que Hope necesitaba desesperadamente unas vacaciones, y que su rancho era justo lo que le hacía falta.

Blake había preferido olvidar esa parte porque no sentía el menor deseo de involucrarse en los asuntos de aquella mujer. Ya estaba bastante incómodo con la idea de que se quedara en su casa. Pero ¿qué podía hacer? ¿Negarse y sugerir que se alojara en alguno de los hoteles de la zona? Su sentido de la hospitalidad se lo impedía, así que se resignó a tener una invitada y le preparó una habitación.

Desgraciadamente, no estaba preparado para enfrentarse a la alta, elegante y preciosa rubia de acento australiano y botas altas que se había presentado en Bighorn. Era de la clase de mujeres que lo habrían intimidado en su adolescencia. La clase de chica que vestía a la moda, salía con la gente que estaba de moda y miraba con desprecio a los chicos como él, que ni estaban de moda ni eran perfectos.

No le había extrañado que lo mirara con asco y disgusto cuando la ayudó a levantarse del suelo y vio su cicatriz por primera vez. Además, ya estaba acostumbrado a esa reacción. La gente no esperaba ver algo así, y le parecía que, hasta cierto punto, era una reacción natural. Pero, en ese caso, ¿por qué le había dolido?

Tal vez, porque Hope McKinnon había ido más allá de la sorpresa y el desconcierto habituales. Se había quedado blanca como la nieve. Había conseguido que se sintiera un monstruo. Le había recordado las burlas de sus compañeras de instituto, que se comportaban como si cada una de ellas fuera la bella del famoso cuento y él, la bestia.

No alcanzaban a imaginar lo que se sentía al estar desfigurado. Ni habrían comprendido que, por muy grande que fuera su angustia, palidecía ante el dolor de haber perdido a Brad, su hermano gemelo.

Con el paso del tiempo, las consecuencias de aquel maldito accidente se habían fundido hasta tal punto con su forma de ser que ya ni siquiera se acordaba. Pero Hope McKinnon le había refrescado la memoria. Se había presentado con toda su arrogancia, como para dejar claro que no era él quien no la quería en Bighorn, sino ella quien habría preferido estar en cualquier otro sitio.

Si no le hubiera hecho una promesa a su abuela, la habría echado de inmediato. Pero había hecho una promesa.

Cuando terminó con los caballos, entró en la zona del edificio que hacía las veces de almacén y pasó una mano por el trineo que había comprado a un ranchero, cerca de Nanton. Era viejo, pero sólido. Lo había decapado, había reforzado los patines y ya solo faltaba que le diera una capa de pintura. Siempre había querido tener un trineo como aquel. Uno bien grande, con pescante delantero para el conductor y espacio de sobra para un grupo de niños.

Niños que lo ayudaran a recrear los recuerdos navideños de su infancia. El chocolate caliente, las galletas, los regalos.

Pero, al pasar la mano por las suaves curvas de madera, su mente lo traicionó con otras curvas más interesantes: las de Hope McKinnon. Era muy atractiva. Alta, de piernas largas y piel perfecta. Tenía un cabello tan bonito que cualquiera habría sentido el deseo de acariciarlo, y se movía con una gracia tan natural como digna de admiración.

Blake sacudió la cabeza. Solo había estado con ella unos minutos y, no obstante, la podía describir como si la hubiera estado mirando un día entero. Al parecer, su trabajo con niños discapacitados había mejorado sus dotes de observación.

Pero su trabajo también le había enseñado a desconfiar de las apariencias. Muchos de los problemas de los chicos que llegaban al centro terapéutico Bighorn se encontraban ocultos detrás de sus cicatrices y de sus discapacidades. Para llegar a ellos, tenía que profundizar; mirar más allá de lo que había a simple vista. Y, si eso era válido en su trabajo, ¿por qué no lo era en lo relativo a Hope?

Apagó las luces del granero y cerró la puerta. Definitivamente, su invitada se merecía el beneficio de la duda. En primer lugar, porque, si no se lo concedía, sería tan injusto como todas las personas que lo habían despreciado a lo largo de los años y, en segundo, porque sería tanto como traicionar las ideas y los sueños de Brad, el verdadero motivo que lo había llevado a fundar el centro.

La casa estaba en silencio cuando llegó, y Blake dio por sentado que su invitada se estaría echando una siesta. ¿Qué debía hacer? ¿Despertarla para cenar? ¿O guardarle un plato y cenar sin ella?

Momentos después, su duda se resolvió sola. Hope no estaba durmiendo. Estaba sentada a la mesa de la cocina, mirando la pantalla de un ordenador portátil. Tenía el ceño fruncido, y se había puesto unas gafas de estilo tan moderno que, en lugar de parecer una necesidad, parecían un complemento de su ropa.

–Ah, estás aquí...

Ella se sobresaltó al oír su voz.

–¡Qué susto me has dado!

–¿Es que no has oído la puerta?

Hope se echó el cabello hacia atrás.

–Me temo que tiendo a encerrarme en mí misma cuando estoy editando.

–¿Editando?

–Por supuesto. Se trata de buscar las imperfecciones de las fotografías y de mejorarlas después. Echa un vistazo si quieres.

Hope giró la pantalla, para que la pudiera ver con más facilidad. Él se acercó y miró la imagen por encima de su hombro, desconcertado. Estaba dispuesto a pedirle disculpas por haber sido demasiado brusco con ella, pero se comportaba como si no hubiera pasado nada y no hubiera nada que disculpar.

–A mí me parece bien –dijo.

Blake no fue del todo sincero. Era la imagen de una modelo que llevaba zapatos de aguja, una gabardina blanca y una sombrilla. Tenía el pelo suelto, y parecía flotar en la brisa. Pero la modelo no estaba en la calle, sino en una especie de cubículo, donde no podía haber ni brisa ni necesidad alguna de llevar una sombrilla.

–Déjame que te enseñe la foto original –Hope abrió una segunda pantalla, para que pudiera comparar las dos imágenes–. ¿Lo ves?

Blake no encontró gran diferencia, pero contestó:

–Se nota que eres una profesional.

–Fíjate aquí, en la mandíbula de la modelo. Esa sombra ha desaparecido.

–Sí, ya lo veo.