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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Jennifer Orf

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Felices para siempre, n.º 1317 - julio 2015

Título original: To Catch a Latte

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7204-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Me obliga a vestir de morado –confesó Annie Talbot a su hermana.

Estaban sentadas junto a la ventana de la parte trasera del local de Annie, The Coffee Break.

–¿De morado? ¿Con tu pelo rojo? –preguntó Mary, asombrada–. ¿Vestido largo o corto?

–Largo –respondió–. Con faldas de aros y sombrilla. Creo que tiene complejo de Escarlata O’Hara. Cualquiera sabe.

–¿La plantación Tara aquí, en Phoenix, en Arizona? Pues te vas a parecer a Barney tras una operación de cambio de sexo.

–No tiene ninguna gracia –declaró Annie, mirando a su hermana mayor.

–Al contrario, es muy divertido –se burló–. Piensa que podrás dar vueltas a la sombrilla mientras avanzas por el pasillo central de la iglesia…

–No sigas.

Annie interrumpió a su hermana porque sabía que estaba a punto de referirse a la infernal canción infantil que iba a sonar en la iglesia. Quería a Mary con toda su alma, pero era capaz de cantar cualquier cosa y no le apetecía que todos los perros del barrio empezaran a hacerle el acompañamiento.

–Podías haberte negado –le recordó Mary.

–Demasiado tarde. La boda es este fin de semana. Además, Eve me mataría si no fuera.

–Es peor que te vean con ese vestido –afirmó, mientras tomaba un poco de café–. Dile que tienes miedo de la leyenda… ¿Cómo era? Ah, sí. Quien sea tres veces dama de honor, nunca será novia.

–Teniendo en cuenta que este será mi noveno trabajo como asistente de bodas, dudo que me creyera. Y por otra parte, todo el mundo sabe lo que pienso sobre el matrimonio.

–Sí, lo sé, que es un estado antinatural que inevitablemente acaba en una decepción y con el corazón roto –dijo Mary, repitiendo la conocida frase de su hermana–. Sin embargo, te recuerdo que yo llevo diez años felizmente casada.

–Ken y tú sois una aberración.

–Vaya, hermanita, eso es lo más bonito que me has dicho en toda tu vida.

–Ya sabes lo que quiero decir. Los seres humanos no estamos hechos para compromisos de por vida.

–Cierto, pero tampoco lo estamos para el celibato.

Mary negó con la cabeza y su cabello dorado acarició sus mejillas. Annie sintió envidia. Por mucho que lo intentaba, su pelo nunca parecía tan bonito.

–Piensa en mamá y en papá –dijo Annie.

–Esos sí que son una aberración.

–Papá ya está en su tercer matrimonio. Y mamá en el cuarto.

–¿Lo ves? A pesar de todo, no han renunciado a encontrar a su media naranja.

–Oh, vamos, son profesionales del matrimonio –dijo, mientras limpiaba la mesita con su servilleta.

–Veo que tienes un dilema más difícil que ese vestido morado.

–¿A qué te refieres?

–He visto a Stewart y sé que piensa ir a la boda con su nueva novia.

–Me alegro por él –dijo Annie con sinceridad.

Hacía meses que Annie había roto su relación con Stewart. Era un buen tipo, pero quería casarse, y eso no entraba en los planes de la mujer.

–No te alegres tanto. Tiene la ridícula idea de que te pondrás celosa y aceptarás casarte con él si lo ves con otra persona.

–¿Te lo ha dicho él?

–Sí.

–Nunca fue muy sutil. Entonces será mejor que vaya acompañada, para que comprenda que lo nuestro ha terminado.

–¿Hablas en serio?

–Sí. Cuando rompimos nuestra relación comprendí que nunca estuve enamorada de él. Es decir, lo quería, pero no tanto.

–¿Y dónde vas a encontrar un acompañante? Solo quedan tres días.

–No lo sé. ¿En el cementerio?

–No te lo recomiendo. Los cadáveres son terribles… resultan muy aburridos.

Annie rio y miró hacia la parte delantera del local. No le gustaba dejar el trabajo en mitad de la jornada, pero no veía a su hermana muy a menudo y, por otra parte, sus empleados sabían cuidar bien del negocio.

–¿Qué te parece Paul Lester, el de la empresa de papá? –sugirió Mary.

–Tiene pelos en las orejas. Muchos.

–¿Y Billy Winchester?

–Vive con su madre.

–¿Chuck Newton?

–Está en la cárcel.

–¿Por qué? –preguntó, sorprendida.

–Por robar un coche.

–¿Cómo?

–Al parecer, su esposa se quedó con el coche cuando se divorciaron. Pero él no estaba de acuerdo.

–Oh. Bueno, Ken tiene un amigo en el trabajo que…

En aquel momento se oyó un fuerte ruido procedente de la escalera que subía por el exterior del edificio al segundo piso. Las dos mujeres miraron hacia la ventana y se quedaron boquiabiertas. Justo frente a ellas pudieron ver un perfecto torso de hombre, de pectorales bien definidos y estómago liso y duro.

–Oh, Dios mío –alcanzó a decir Mary.

Segundos después pudieron ver la cara del individuo, de mandíbula cuadrada y pelo castaño oscuro.

–Hola, Annie –dijo el dueño de tan imponente cuerpo.

–Hola, Fisher.

–Siento lo del ruido –se disculpó.

El hombre recogió una caja de aspecto pesado, la cargó sobre un hombro y desapareció de la vista, sudoroso.

Mary se volvió hacia su hermana y arqueó una ceja.

–¿Fisher? ¿Es tu nuevo inquilino?

–En efecto –respondió.

–Dios mío…

–Deja de mencionar tanto a Dios. Tú estás pensando en otra cosa.

–Ah, ¿sí? ¿En qué estoy pensando?

–Piensas que le alquilé el piso porque está buenísimo.

–¿Y no es verdad?

–No. Tiene un trabajo y puede pagar el alquiler. Además, cuando vino a ver la casa llevaba puesto un traje.

–Oh, claro, y supongo que vestido se parece a Quasimodo.

–Te aseguro que no sabía que fuera tan atractivo sin ropa –protestó.

–Bueno, pues ahora ya lo sabes –comentó con ironía–. Y supongo que ha pagado el primer mes por adelantado, ¿verdad?

–Me dio un cheque.

–Espera a ver si tiene fondos.

–No seas aguafiestas.

–Si tiene fondos, sería perfecto.

–¿Perfecto para qué?

–Para la boda.

–No, no creo que sea…

–Si vas con él, Stewart sabrá que lo vuestro ha terminado.

–¿Tú crees?

–Claro. Es impresionante y tiene trabajo. Yo diría que es perfecto.

–Pero no veo cómo podría…

–Te reto –la interrumpió Mary.

–¿Me retas?

–Sí.

–Oh, vamos, ya no somos niñas y no voy a aceptar que me retes.

–Cobarde –dijo Mary entre carcajadas.

Annie notó que los clientes del local las estaban mirando y se ruborizó.

–Mary, basta ya, estás dando un espectáculo.

–Cobarde –repitió en voz más alta.

Annie no pudo evitarlo y comenzó a reír.

–Está bien, está bien, me rindo… –dijo, alzando las manos.

Mary tomó su taza de café y bebió un poco.

–Me alegro por ti. A fin de cuentas, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te diga que no? Si es así, no pasa nada.

–Sí, claro, no pasa nada –dijo Annie, alzando la vista al cielo.

 

 

Fisher oyó los pasos en la escalera antes de que se detuvieran en el descansillo. Eran pasos rápidos pero ligeros, así que supuso que sería su casera, Annie. Ya había notado que tenía la curiosa costumbre de andar siempre muy deprisa. En realidad no andaba, corría.

Segundos después asomó su pelirroja cabeza por la puerta y llamó.

–¿Fisher?

–Estoy aquí –respondió desde el salón.

La mujer entró en la casa, pero se llevó una buena sorpresa. Harpy, el loro de Fisher, se abalanzó sobre ella.

–Hola. Hola –dijo el loro.

Fisher se dirigió hacia la entrada y vio que Annie había retrocedido y que estaba apoyada en la barandilla de la escalera. Tenía cara de haberse llevado un buen susto y, al verla, Fisher tuvo que hacer un esfuerzo para no reír.

–Lo siento. Harpy se está acostumbrando a sus nuevos vecinos.

–¿Harpy?

–Ven aquí, Harpy, te voy a presentar a nuestra casera –dijo Fisher.

El inquilino extendió una mano y el pájaro se posó en ella.

–Hola –dijo el loro.

–Hola, Harpy. ¿Puedo acariciarlo?

–Claro, le encanta que le acaricien las plumas.

–Hola, precioso –dijo ella, mientras lo acariciaba.

Una vez más, Fisher se sorprendió por lo mucho que se parecía aquella mujer a otra Annie muy distinta. Tenía el mismo cabello rojo y las mismas pecas, pero su casera poseía una voz que habría vuelto loco a cualquier hombre. Entonces notó su aroma, ligeramente floral y muy atractivo, e imaginó a una niña pelirroja, de pie junto a un perro.

–¿Te ocurre algo, Fisher?

Fisher reaccionó y miró a su casera. Definitivamente, aquellos ojos azules, aquel olor y aquella voz no tenían nada que ver con el personaje ficticio que estaba imaginando.

–¿Estás bien? –preguntó de nuevo.

–Sí, perfectamente. ¿Puedo hacer algo por ti?

–Quería saber… si ya te has instalado y si estás bien.

Fisher entrecerró los ojos. Por su nerviosismo y su ligero rubor era obvio que sus intenciones eran otras. Así que apartó la mirada para darle un poco de espacio y animarla a decir lo que realmente quisiera decir.

–Sí, estoy bien. Y desde luego, Harpy se siente como en casa.

El loro había regresado a su percha y estaba colgado bocabajo, esperando que le dieran comida.

–¿Siempre se pone bocabajo? –preguntó ella.

–Siempre –respondió–. ¿Querías alguna otra cosa?

–Sí, bueno, hay otro asunto del que quiero hablarte –confesó.

–¿Y bien?

–Me preguntaba si te apetecería salir conmigo.

–¿Salir? –preguntó, asombrado.

–Sí, es que tengo que ir a una boda…

–¿Y?

–Que necesito un acompañante. Sé que acabas de llegar y que ni siquiera me conoces, pero podría ser una buena ocasión para que conozcas a más gente. Y no será una cita en el sentido estricto del término. Será más bien como si dos amigos fueran juntos a una boda.

–¿Y por qué necesitas que te acompañe alguien? –preguntó con curiosidad.

Era evidente que Annie se sentía incómoda con todo aquello, pero indudablemente demostraba valentía al atreverse. Y por otra parte, debía tener muy buenas razones para pedirle algo así a un desconocido.

–Es por mi ex novio.

–Ah –asintió.

–Es buena persona, pero no comprende que lo nuestro ha terminado.

–Comprendo. Así que has pensado que si vas con alguien, lo entenderá mejor.

–Esa es la idea –admitió.

–Solo tengo una pregunta que hacerte. ¿Por qué yo? ¿No conoces a otras personas que puedan acompañarte?

–Sinceramente, no. El restaurante no me deja mucho tiempo libre para conocer gente.

–¿De verdad? Si no hubieras dicho nada, habría pensado que tenías que librarte de los hombres a escobazos.

Annie rio y Fisher decidió no seguir torturándola por más tiempo, así que añadió:

–Me encantará acompañarte.

–¿En serio? –preguntó–. ¿Y podrás venir también a la cena de la noche anterior?

–Claro, no veo por qué no.

–De acuerdo. En ese caso te veré el viernes a las seis y media.

–Me parece bien.

–Magnífico. Entonces, hasta el viernes.

Annie dio un paso hacia atrás y tropezó, así que Fisher la tomó del brazo para evitar que cayera.

–Oh, vaya. Como ves, soy un poco patosa.

Fisher sonrió. Aquella mujer era un encanto.

–Gracias de nuevo, Fisher.

–Ha sido un placer.

 

 

–¿Qué aspecto tiene?

Fisher miró a su amigo por encima del escritorio y pensó que el aspecto de la mujer era magnífico. Tenía muchas pecas, un cabello rojo precioso y una risa contagiosa.

–¿Fish? ¿Me has oído? –preguntó Brian Phillips, el socio de Fisher.

–Sí, te he oído.

–¿Y bien? ¿Qué aspecto tiene?

–Es pelirroja.

–Vaya, vaya. Te recuerdo que nunca te han ido bien las pelirrojas. ¿Te acuerdas de aquella mujer de Tucson a la que atrapamos por fraude con los cheques? Te dio una buena patada en…

–Lo recuerdo –lo interrumpió–. Pero Annie no es así.

–¿Annie? Será mejor que tengas cuidado, agente especial McCoy. Ya sabes que no debes mantener relaciones personales con los sospechosos.

–No estamos seguros de que sea sospechosa.

Brian lo miró con seriedad.

–Lo es. Alguien de The Coffee Break está lavando grandes cantidades de dinero negro. Ella es la dueña, así que es la principal sospechosa. Y dado que los delincuentes que utilizan ese servicio son particularmente duros, será mejor que no la subestimes.

–Oh, vamos. Llevo en el FBI más de diez años. No permitiré que una pelirroja me engañe.

–Eso espero. No te acerques a ella, salvo que quieras utilizarla como parte de tu tapadera.

–Cállate ya o le hablaré a Susan sobre las islas Caimán.

–¿Cómo? Pero si me acosté todas las noches a las nueve, y solo…

–Bueno, sí, pero tal vez yo no cuente la historia de ese modo.

–Hazlo si quieres. Mi esposa me conoce bien y no te creerá.

–Eso es cierto. Siempre ha sido muy inteligente. En realidad, hay algo que no comprendo.

–¿Qué?

–No comprendo que se casara contigo.

–Oh, el amor es así –dijo Brian, llevándose una mano al corazón–. Bueno, el amor y mi gran…

En aquel instante apareció Paul Van Buren y los interrumpió.

–McCoy, Phillips… necesito un informe sobre la operación Coffee Break. ¿Qué habéis descubierto?

–Bueno, yo estaba a punto de descubrir los calzoncillos de Brian –respondió Fisher con ironía.

–¿Cómo? –preguntó Van Buren, frunciendo el ceño.

Van Buren era un hombre muy serio, poco dado a bromas. Llevaba más de treinta años en el FBI, pero, a pesar de su escaso sentido del humor y de su dureza, era un hombre justo y todos lo respetaban.

–No es nada –dijo Brian.

–¿Estás trabajando según el plan, McCoy? –preguntó Van Buren.

–Sí. Me mudé ayer.

–¿Has establecido algún contacto?

–Bueno…

–Suéltalo, McCoy –insistió Van Buren.

–Sí, dilo –intervino Brian.

–El sábado iré a una boda con ella. Y el viernes a una cena.

Van Buren arqueó una ceja, pero no dijo nada. Se limitó a esperar una explicación.