Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Michelle Willingham. Todos los derechos reservados.
RENDIDA AL GUERRERO, Nº 478 - abril 2011
Título original: Surrender to an Irish Warrior
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-9000-277-3
Editor responsable: Luis Pugni

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Portadilla

Uno

Irlanda, 1180

El viento de otoño era gélido, como una advertencia sombría de que tenía que encontrar cobijo. Aun así, Trahern MacEgan no sentía casi frío. Llevaba un tiempo sin sentir nada en absoluto porque sus sentimientos eran tan gélidos como el aire que lo azotaba.

La venganza y la necesidad imperiosa de encontrar a los hombres que habían matado a Ciara lo dominaban. Había abandonado a su familia y su hogar para volver a suroeste de Irlanda, a Glen Omright, donde vivía el clan de los O'Reilly.

Sus hermanos no sabían que quería encontrar a los agresores, creían que se había ido otra vez a visitar a sus amigos para contarles sus historias. Era un bardo y nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo sitio, por eso no sospecharon. Sin embargo, quería estar solo en ese viaje. Sus hermanos tenían esposa e hijos y nunca los pondría en peligro. Él no tenía a nadie y lo prefería.

La tierra era más montañosa allí y las verdes colinas se elevaban sobre la niebla. Un camino estrecho serpenteaba a través del valle y su caballo dejaba escapar nubes de vapor por las fosas nasales. Esa soledad era la misma que sentía en su corazón porque nunca había esperado perder a Ciara.

A principios de verano, Áron, el hermano de Ciara, había enviando un mensajero para decirles que unos invasores vikingos habían atacado el poblado amurallado donde vivían, habían atrapado a Ciara y la habían matado cuando intentó escapar. La devastadora noticia lo tuvo meses alejado de Glen Omright. No quería ver la tumba de Ciara ni oír las condolencias de los amigos. Sobre todo, tenía que olvidar.

Sin embargo, el tiempo no mitigó el dolor, sólo lo aumentó. No debería haberla dejado allí. El remordimiento lo consumía y el odio corría por sus venas sofocando el dolor por la pérdida. El desconsuelo dio paso a la ira. Encontraría a esos invasores y acabarían como había acabado Ciara.

Cuando el sol se acercó al horizonte, encendió una fogata y sacó la tienda de campaña. Podría haber llegado a Glen Omrigh, pero siguió cabalgando unas horas, prefería pasar la noche solo. El naranja resplandeciente de las llamas contrastaba con la oscuridad de la noche. Al día siguiente, llegaría al poblado amurallado y empezaría a buscar el rastro de sus enemigos.

Trahern se tumbó sobre el capote, observó el fuego y escuchó los sonidos del atardecer mientras comía. Oyó el crujido de unas hojas caídas a lo lejos, seguramente, sería algún animal, pero agarró su espada. Era demasiado ruido para ser una ardilla o un zorro. No era un animal, era una persona. Blandió la espada y esperó a que esa persona se acercara.

La figura surgió repentinamente de entre los árboles. Era una joven doncella, de unos trece años, llevaba un vestido verde y una camisola blanca, sucios y harapientos. Tenía la cara igual de sucia y extendió los brazos para calentarse las manos con la fogata. Estaba tan delgada que parecía como si no hubiera comido bien desde hacía semanas. El pelo castaño le llegaba hasta la cintura e iba descalza. ¡Tenía que estar helada!

—¿Quién eres? —le preguntó él con delicadeza.

Ella no lo miró ni contestó, pero se ruborizó.

—Acércate para calentarte. También tengo comida si tienes hambre —le ofreció él.

Ella se acercó un paso y sacudió la cabeza señalando los árboles que tenía detrás. Trahern miró con detenimiento, pero no vio nada. Aunque la niña levantó las manos para calentárselas, su expresión reflejó más miedo todavía y volvió a señalar hacia los árboles.

—¿Qué pasa? —le preguntó él.

Ella tosió y movió la boca como si llevara mucho tiempo sin hablar.

—Mi hermana.

Trahern se levantó.

—Tráela. También puede calentarse y comer. Tengo comida para las dos.

No era verdad, pero no le importaba que acabaran con sus víveres. Prefería que saciaran su hambre porque él siempre podría cazar.

La niña negó con la cabeza.

—Está herida.

—¿Gravemente?

Ella no contestó, pero le hizo una señal para que lo siguiera mientras volvía hacia el bosque. Él miró a su caballo y a la ladera arbolada. Aunque era más rápido ir a caballo, los árboles estaban demasiado cerca unos de otros. No quería adentrarse en el bosque, sobre todo, cuando anochecería enseguida, pero tampoco podía permitir que la niña se fuera sola. Hizo una mueca de disgusto, pero encendió una antorcha con una rama caída y se echó los víveres al hombro para no dejarlos abandonados.

La niña lo llevó ladera arriba durante más de medio kilómetro. El suelo estaba lleno de hojas muertas y mantuvo la antorcha en alto. Cruzaron un riachuelo y enseguida pudo ver un refugio muy elemental hecho con los restos de una cabaña. Cuando llegaron, siguió a la niña adentro.

—¿Qué es esto?

Era un sitio muy aislado y no podía entender por qué estaba allí.

—Es un refugio de cazadores —contestó la niña—. Morren lo encontró hace unos años.

La chimenea estaba apagada y el interior oscuro. Entonces, oyó los lamentos de una mujer.

—Enciende un fuego —le ordenó a la niña entregándole la antorcha.

Él se agachó para examinar a la mujer que estaba tumbada en la cama. Estaba tiritando y agarraba las sábanas por encima del pecho. Le tocó la frente y comprobó que estaba ardiendo. Soltó una maldición porque no era curandera. Podía curar heridas de espada o moratones, pero no sabía nada de las enfermedades que asolaban el interior del cuerpo. Esa mujer estaba sufriendo mucho y no sabía qué hacer. Miró a la niña pequeña, que estaba ocupada con el fuego.

—Tu hermana necesita una curandera.

—No hay ninguna —replicó ella sacudiendo la cabeza.

Trahern se sentó y se quitó los zapatos. Aunque no le quedarían bien, eran mejor que nada.

—Póntelos. Átatelos todo lo que haga falta.

Ella vaciló y él se dirigió a ella con más delicadeza.

—Vuelve a mi campamento y toma mi caballo. Si cabalgas deprisa un par de horas, puedes llegar a Glen Omrigh. Llévate mi antorcha.

En circunstancias normales, no se le habría pasado por la imaginación mandar a una niña tan pequeña sola, pero, de ellos dos, él tenía más posibilidades de mantener viva a esa mujer hasta que llegara la ayuda. Si ella conseguía llegar, Trahern estaba seguro de que los O'Reilly volverían con la niña y una curandera.

—Si no puedes llegar tan lejos, busca ayuda en la abadía de St. Michael.

La niña empezó a negarse, pero él la miró con mucha firmeza.

—No puedo salvarla yo solo.

Trahern se preguntó qué habría pasado con su familia. ¿Los habrían matado en la incursión? La niña no había hablado de nadie y él había dado por supuesto que estaban solas.

El rostro de la niña reflejaba su resistencia, pero acabó asintiendo con la cabeza.

—Encontraré a alguien.

Se ató los zapatos con trozos de tela, agarró la antorcha y se marchó sin decir una palabra. Tardaría horas en volver y él esperó que Dios no los abandonara. Intentó recordar qué haría Aileen, la esposa de su hermano, para curar a una persona y se acordó de que la examinaba de pies a cabeza. Decía que algunas veces podías encontrarte una herida en el sitio más inesperado.

Se acercó a la mujer, que tenía los ojos cerrados y se estremeció cuando él le tocó la mano, como si tuviera los dedos helados.

—No pasa nada —le dijo con suavidad—. Ya estás a salvo.

La miró con atención. Tenía la cara delgada por el hambre, pero sus labios eran carnosos y el pelo largo y rubio le tapaba la mejilla. Notó fortaleza bajo esos rasgos delicados y aunque la fiebre le atacaba el cuerpo, ella la combatía. Llevaba una camisola harapienta que le cubría el torso, pero esa tela tan fina no podía calentar a nadie. Le pasó las manos suavemente por el rostro, por el cuello y por los brazos para intentar encontrar el motivo de la fiebre.

—No…

Ella intentó apartarle las manos, pero desistió. Tenía los ojos cerrados y él no pudo saber si le había hecho daño con las manos o estaba soñando. Paró y esperó a ver si ella recuperaba la consciencia. Sin embargo, no se despertó y la destapó. Entonces, vio el motivo de su sufrimiento. Tenía el vestido manchado de sangre por debajo de la cintura, el vientre levemente abultado por un embarazo incipiente y juntaba las rodillas con todas sus fuerzas como si quisiera detener un parto malogrado.

Él elevó una plegaria silenciosa porque, evidentemente, había llegado demasiado tarde. No sólo iba a perder ese hijo, sino que también podía perder la vida. Su conciencia le dijo que tenía que ayudarla, que no podía ser un cobarde en ese momento sólo por su ignorancia. Nada de lo que pudiera hacer iba a ser peor que el sufrimiento que estaba padeciendo. Le levantó la camisola aunque deseó poder preservar su pudor de alguna manera.

—Todo saldrá bien. Haré todo lo que pueda para ayudarte.

Morren O'Reilly abrió los ojos y dio un grito. No sólo por el dolor que estaba desgarrándola por dentro, también por el hombre que estaba sentado a su lado tomándole la mano. Era Trahern MacEgan. El pánico por su contacto la dejó sin respiración. Retiró la mano bruscamente y, afortunadamente, él la soltó. La fiebre todavía le nublaba la mente y no se acordaba de lo que había pasado el día anterior. ¡Por todos los santos! ¿Qué estaba haciendo Trahern allí? Su rostro no reflejaba la más mínima delicadeza. Seguía siendo el hombre más alto que había visto, pero estaba muy cambiado. Se había rasurado la cabeza y la barba, lo que hacía que sus rasgos fuesen duros y fríos. Unos ojos grises como una roca la miraban fijamente, pero estaban vacíos, no furiosos. Bajo la túnica, los músculos se perfilaban a lo largo de las mangas y revelaban la inmensa fuerza de un guerrero. A Morren se le aceleró el pulso y clavó las manos en el colchón mientras se preguntaba si Jilleen lo habría llevado allí. No veía a su hermana por ningún lado.

—Lo peor ya ha pasado —comentó él en un tono grave e inexpresivo.

Sin embargo, no era verdad, ni mucho menos. Morren se hizo un ovillo por el dolor. Su vientre abultado estaba plano y, a juzgar por el montón de harapos manchados de sangre que vio a su lado, había perdido a su hijo. Era un castigo por todo lo que había pasado. Sus ojos se llenaron de lágrimas abrasadoras. No había deseado a ese hijo, un recordatorio eterno de aquella noche atroz, sin embargo, en ese momento, cuando lo había perdido, se sintió vacía. Sintió la pérdida de esa vida inocente que nunca había pedido nacer por un momento de barbarie. Pensó que nunca lo habría amado.

Se tapó la cara con la sábana al darse cuenta, súbitamente, de que estaba desnuda salvó por la tela que tenía entre las piernas. Las mejillas le abrasaron por la humillación.

—¿Qué has hecho? —preguntó ella—. Quiero mi ropa.

—Estaba empapada de sangre. He tenido que quitártela para poder ayudarte —su voz parecía lastrada por el peso de un montón de piedras—. Lamento no haber podido salvar a tu hijo.

Esas palabras la atravesaron como un cuchillo y lloró por la pérdida. Una mano cálida le acarició el pelo y ocultó la cara. Aunque suponía que había querido consolarla, no podía soportar que nadie la tocara.

—No…

Se apartó de Trahern y se cubrió la piel con las sábanas. Él levantó las manos para indicarle que no quería hacerla nada.

—He mandado a tu hermana para que vaya a buscar ayuda. Hasta que vuelva, buscaré algo que puedas ponerte —añadió él mirándola detenidamente.

Rebuscó entre las cosas de ella y aunque Morren quiso protestar, se mordió la lengua. Sintió otro dolor desgarrador y no pudo evitar el quejido. La habitación le dio vueltas y volvió a bajar la cabeza para evitar el mareo.

—Te he visto antes, pero no me acuerdo de tu nombre —reconoció él mientras sacaba una camisola de color crema—. Yo me llamo Trahern MacEgan —añadió entregándole la prenda y dándose la vuelta para que se la pusiera.

A Morren le defraudó que él no se acordara. Sin embargo, entonces, su atención se había centrado en Ciara y en casi nadie más. Ella conocía muy bien a Trahern. Durante el tiempo que vivió en su clan, escuchó las infinitas historias que contó. No era habitual que un bardo cautivara o hechizara al público sólo con las palabras, pero Trahern era un maestro.

—Me llamo Morren O'Reilly —contestó ella al cabo de un rato.

Él no hizo nada que indicara que eso significara algo para él y ella lo aceptó. Otro dolor agudo la atenazó y casi se dobló por la mitad.

—¿Tu marido está vivo? —preguntó él un instante después, como si supiera la respuesta.

—No tengo marido.

Nunca lo tendría. Su hermana Jilleen era la única familia que le quedaba y la única que necesitaba.

Trahern la miró a los ojos, pero sin juzgarla. Ella tampoco dio ninguna explicación.

—¿Cuándo comiste la última vez?

—No me acuerdo. No tengo hambre.

La comida no le importó absolutamente nada cuando le llegaron los dolores. La simple idea de comer algo le revolvía el estómago.

—Podría sentarte bien.

—No —ella se tapó la cara con el capote harapiento que su hermana había empleado de sábana—. Déjame. Mi hermana volverá.

Él acercó un taburete y se sentó.

—Puedo ver que estás pasándolo mal. Dime qué puedo hacer por ti.

—Nada.

Ella se mordió el labio inferior y deseó que se marchara para no tener que aguantar penosamente el dolor. Trahern se cruzó de brazos.

—Tu hermana volverá pronto con la curandera.

—No —Morren no pudo contener el quejido cuando sintió otra oleada de dolor—. Nuestra madre era la curandera, pero murió el año pasado.

Trahern se inclinó sin poder disimular la impotencia.

—Entonces, irá a la abadía y vendrá con alguien.

—No sé si alguien querrá venir —replicó ella con sinceridad.

Los monjes atenderían a cualquiera que fuese a la abadía, pero no creía que ninguno de los ancianos hermanos hiciera el trayecto hasta allí.

Los ojos grises de él se tornaron casi negros y apretó los labios con enojo. Morren nunca lo había visto furioso e intentó alejarse todo lo posible de él. Cerró los ojos y se concentró en respirar despacio.

—No se lo reproches a Jilleen. Es posible que, aun así, traiga a alguien —siguió ella.

Sin embargo, sospechaba que eso no sería cierto. Su hermana se había marchado y era imposible saber si volvería. Jilleen no había sido la misma desde la noche del ataque. Ella, tampoco. Se abrazó con fuerza para no pensar en eso otra vez. Tenía que olvidarse, había sido un sacrificio necesario.

—¿Han quedado muchos supervivientes en Glen Omrigh? —preguntó él.

Morren sacudió la cabeza porque no sabía la respuesta.

—No lo sé. Nos marchamos y no sé a dónde huyeron los demás. Seguramente, a otros clanes.

—¿Cuántos vikingos atacaron aquella noche?

Morren no contestó porque el miedo se había apoderado de ella. Apretó los dientes para intentar dominarse. Sin embargo, Trahern no iba a ceder.

—¿Cuántos, Morren? ¿Los viste?

—Sé… exactamente cuántos hombres había —contestó ella mirándolo fijamente a los ojos.

Ella se dio cuenta, por la expresión de su rostro, de que él había entendido lo que quería decir. Trahern dejó escapar una maldición y miró el cuerpo desgarrado de ella. Morren no dijo nada más, no hizo falta.

Cuando él extendió el brazo para tocarla, ella se apartó. Esa vez, cuando las tinieblas se adueñaron de ella, sucumbió.

Empezó a sangrar otra vez. A Trahern le apuraba tener que cuidarla de una manera tan íntima. Era una desconocida y no sabía cómo luchar contra la enfermedad. Aunque hacía todo lo posible, no sabía si sería suficiente. Seguía ardiendo por la fiebre. Él le dio sorbos de agua, pero no quiso tomarle la mano ni tocarla, no le serviría de consuelo.

Su furia contra los vikingos se hizo más intensa. Habían hecho eso a Morren y, peor aún, temía que hubieran violado a Ciara. Pagarían por lo que habían hecho. Si era verdad lo que le había contado Morren, si el clan se había dispersado, ella era la única esperanza que tenía para saber algo más de esos agresores.

Las horas pasaron y Trahern veló a Morren. Ella empezó a temblar en medio de la noche. El espanto le desencajó el rostro y a él le habría gustado poder hacer algo para mitigar el dolor. Sin embargo, no sabía nada de plantas ni remedios y tampoco quería dejarla sola cuando había perdido tanta sangre. Se sintió impotente y se preguntó si Ciara habría sufrido igual o habría muerto al instante. ¿Habría cuidado alguien a su prometida durante sus últimos momentos? Se miró las manos sin saber qué hacer. Sólo podía ofrecerle una cosa: sus historias. Aunque había sido un bardo toda su vida, no había contado una sola historia desde la muerte de Ciara. Ya no había podido encontrar las palabras. Era como si las historias se hubiesen secado dentro de él. Le parecía mal que los demás se rieran y se lo pasaran bien cuando la mujer que amaba ya no estaba y nunca podría oír sus fábulas.

Sin embargo, en ese momento, mientras Morren luchaba por su vida, le pareció una manera de tranquilizarla sin tener que tocarla. La historia de Dagda y Eithne le brotó como la había contado año tras año. Morren dejó de temblar un poco cuando la alivió con sus palabras.

—Dagda era un dios que invocaba el bien entre la tierra y los campos. Sin embargo, un día vio a una mujer muy hermosa y la deseó como no había deseado a otra. Se llamaba Eithne.

Trahern sacó un paño y lo puso sobre la frente de Morren con mucho cuidado para no tocarla. Le contó la historia y empleó todos los matices de su voz para captar su atención. Habló del dios que sedujo a Eithne y le dio un hijo. Trahern siguió hasta que se quedó casi ronco y acabó justo antes del amanecer.

Morren se estremeció presa de la fiebre. Estaba extenuada sobre el pequeño camastro y con el rostro en tensión por el dolor.

—No —le ordenó él—, no vas a darte por vencida ahora.

—No quiero morir. Tengo que cuidar a mi hermana —susurró ella inclinándose un poco para beber un sorbo de agua.

Levantó los ojos para mirarlo. Era azules como el mar y él captó una fuerza inflexible comparable a la suya.

—Vas a vivir —insistió él.

Ella tenía la expresión desvaída por la fiebre, pero el notó la súplica.

—Trahern, cuando vuelva mi hermana, no le digas nada del bebé.

Él había esperado que dijera cualquier cosa menos eso y apretó los labios.

—¿Cómo es posible que no lo sepa ya?

—Yo… se lo he ocultado. Jilleen sabe lo que me pasó la noche del ataque. No hace falta que sepa lo del hijo… sólo tiene trece años.

—Ya es bastante mayor. Además, se dará cuenta cuando te cuide.

Él no podía quedarse con ella indefinidamente.

—Por favor, no se lo digas —susurró ella.

—No puedo prometerlo —replicó él apretando los puños.

Dos

La mañana y tarde del día siguiente pasaron sin saber nada de su hermana. Las preocupaciones la atenazaron e intentó convencer a Trahern para que se marchara.

—Jilleen es una niña. No debería viajar sola. Tienes que traerla de vuelta —le pidió temerosa de todo lo que podía pasarle a su hermana.

—Un día más —Trahern se cruzó de brazos—. No voy a dejarte cuando sigues enferma.

—Tengo miedo por ella. Trahern, por favor.

—No me iré hasta que estés más fuerte. Intenta comer.

Le entregó un plato con comida, pero Morren no podía comer el venado seco o las manzanas ácidas que había llevado él. Sin embargo, tomó un trozo de venado. Estaba insípido e hizo un esfuerzo para masticarlo.

—¿Por qué has vuelto? —le preguntó ella.

—Para vengar la muerte de ella.

Morren supo que se refería a Ciara.

—¿Cómo te enteraste?

—Su hermano me mandó un mensaje. Quiero saber el resto.

Ella vio la espantosa expresión de su rostro y no dijo nada. Había cosas que era preferible no recordar.

—Cuéntamelo —le ordenó él—. Tú estabas allí.

—No.

No había motivos para atormentarlo ni eso cambiaría el destino de Ciara.

—Tengo derecho a saber qué le pasó. Estábamos prometidos —argumentó él con enojo.

Ella se quedó en silencio y lo miró a los ojos con obstinación.

—Quiero saberlo todo —insistió él—. Además, mis enemigos recibirán lo mismo multiplicado por diez.

La ferocidad de su mirada le dejó muy claro que lo decía de verdad.

—Mañana —murmuró ella—. Llévame otra vez a Glen Omrigh y ayúdame a encontrar a Jilleen. Entonces, te contaré lo que quieres saber.

—Cuéntamelo ahora.

—¿Si no?

Él no podía amenazarla. Lo peor ya le había sucedido. Trahern, con expresión de furia, se marchó afuera y cerró de un portazo. Una vez sola, Morren levantó las rodillas. El dolor había remitido, pero seguía mareada. Tomó otro trozo de carne y e hizo un esfuerzo para tragárselo. Tenía que vivir por Jilleen. Volvió a llevarse las manos al vientre. Después de haber sangrado tanto, no sabía si podría volver a quedarse embarazada. Sin embargo, daba igual. Ningún hombre la querría después de lo que había pasado y ella no quería que nadie volviera a tocarla.

Lentamente, bajó los pies de la cama y se preguntó si tendría fuerzas para levantarse.

La puerta se abrió y Trahern se paró en seco.

—Ni se te ocurra. Estás muy débil.

Se acercó a Morren y ella, instintivamente, se acobardó y volvió a meter las piernas en la cama.

—No voy a hacerte nada, pero nunca volverás a Glen Omrigh si te precipitas.

Trahern echó unos leños al fuego. Sus hombros se flexionaron casi sin hacer ningún esfuerzo mientras colocaba los leños de roble en un montón.

—Sólo es fiebre —replicó ella—. Se me pasará dentro de unos días.

Él la miró, agachado, desde la chimenea.

—Dijiste que tu madre era curandera. ¿Qué habría hecho para ti?

—Una infusión con hojas de frambuesa o con corteza de sauce si la fiebre es muy alta.

—No he visto ninguna de las dos cosas cuando fui a por agua. Lo siento.

—No importa.

Lo encontraría ella si seguía sangrando, pero parecía que estaba remitiendo.

Trahern dejó de ordenar la leña un momento. La cabeza le resplandeció con las llamas y ella se preguntó por qué se habría rasurado el pelo y la barba. La ropa que llevaba era más propia de un esclavo, como si no le importara nada su aspecto. Comprendió que estaba desconsolado por Ciara, que la había amado. Lo miró con detenimiento y no entendió que un hombre tan impulsivo y despiadado hubiese podido pasar toda la noche a su lado contándole historias. Había oído su voz profunda entre el aturdimiento por la fiebre y le había dado algo a lo que agarrarse. Se fijó en su cara y vio las arrugas por el cansancio. No había dormido nada y había utilizado esa historia cautivadora para aliviarle el dolor a ella. Algo en su interior se lo agradecía.

—¿Dónde están los demás? ¿Tu familia? —preguntó él.

—Jilleen y yo estamos solas. Nuestros padres están muertos.

Él volvió junto a la cama y le dio más comida.

—¿Cuánto tiempo lleváis viviendo aquí?

Ella tomó una manzana sin intención de comérsela.

—Desde el ataque, desde principios del verano.

—¿Habéis estado solas desde entonces?

—Sí —contestó Morren mirándolo fijamente—. No sé cuántos O'Reilly quedan.

Desde aquella noche, sólo había querido tener cerca a Jilleen. No había vuelto al poblado fortificado ni a la abadía de St. Michael. No había querido que nadie supiera su vergüenza.

—Cuando hayamos encontrado a tu hermana, deberías quedarte en Glen Omrigh —comentó Trahern con calma—. No es conveniente que las dos estéis solas.

Ella dio vueltas a la manzana entre las manos sin querer pensar en el futuro. Sólo podía soportar las horas a medida que pasaban.

—Encontraré un sitio para las dos en alguna parte.

Él la miró con atención, como si quisiera determinar su valía.

—¿Sabes algo de curaciones como tu madre? Podría ser muy valioso para otro clan.

—No. Conozco las plantas y los árboles y para qué sirven, pero no soy curandera.

Sus familiares le habían pedido consejos cuando la cosecha no era buena. Su talento estaba en conseguir que las cosas crecieran.

Fuera, el viento agitaba los árboles. Morren se tapó con la manta al notar lo que se avecinaba. El tiempo iba a cambiar enseguida.

—Deberías ponerte el capote —le aconsejó ella—. Va a llover.

Como si quisieran confirmar su predicción, se oyeron las gotas al caer y, poco después, la tierra del suelo se había convertido en barro por las goteras. Trahern hizo una mueca de disgusto y se tapó la cabeza con el capote. La lluvia refrescaba el rostro de ella y sofocaba la fiebre.

—Toma el otro extremo de esto —le dijo Trahern dándole el capote—. Nos cubriremos juntos hasta que pase.

Ella no hizo ningún gesto para agarrarlo.

—Ne me importa mojarme.

—No te conviene. Te enfriarás y empeorarás.

Él se sentó en la cama al lado de ella y le ofreció el extremo del capote. Morren se alejó todo lo que pudo.

—No voy a tocarte —le aseguró él malhumorado—. No tiene nada de malo que nos tapemos con el mismo capote.

Sin esperar réplica, le tapó la cabeza con el extremo del capote. Ella se lo apartó de la cara y se protegió la cabeza de la lluvia. El pesado capote olía a él, a hombre y seguridad. También podía notar el calor de su cuerpo y las mejillas le abrasaron por algo más que la fiebre.

Trahern no estaba mirándola, estaba mirando fijamente al fuego. La lluvia le mojaba el rostro y pudo notar la ligera barba incipiente. Ya le parecía apuesto antes, cuando el pelo oscuro le llegaba a los hombros y la barba le cubría los rasgos de la cara. En ese momento, había eliminado cualquier rastro de aquel hombre. Frío y granítico, no era el mismo en absoluto. Aun así, había pasado toda la noche a su lado. No la había abandonado ni un instante. No era el comportamiento de un monstruo, sino el de un hombre al que no comprendía. Se estremeció al pensar en la devoción que sentía por Ciara. Era como si no hubiese existido otra mujer en el mundo. Desde luego, no se había fijado en ella.

—Recuerdo cuando viniste el año pasado por primera vez a nuestro poblado —comentó ella—. Te quedaste despierto toda la noche contándonos historias.

Se quedó pensativo y ella se preguntó si no debería haberlo dicho.

—Sí, era bardo.

—Te quedaste con nosotros todo el invierno. ¿Fue por Ciara?

Él asintió con la cabeza, se quitó el capote y se levantó. Ella se fijo en que estaba descalzo y se preguntó qué habría pasado con sus zapatos.

—Duerme un poco, Morren. Si mañana estás bien, buscaremos a Jilleen.

Volvió a tumbarse y tapó a los dos con el capote. Ella captó el cansancio en su mirada. Llevaba dos días sin dormir.

—Te prometo que no voy a tocarte —añadió él al ver que estaba mirándolo.

Ella, asombrosamente, lo creyó. No tenía el más mínimo interés en ella y se sentía tranquila a su lado.

—Tú también deberías dormir. Anoche no dormiste por mi culpa.

—Alguien tiene que cuidarte —la miró con cautela—. Te prometo que no soy una amenaza para ti.

Cuando se dio la vuelta hacia el otro lado de la cama con el capote cubriéndole el pelo, la angustia que la había atenazado se disipó. Quizá él pudiera mantenerla a salvo.

Unas horas antes del amanecer, Trahern oyó unos gemidos. Morren seguía de espaldas a él y tapada por el capote. Los hombros le temblaron y tenía el cuerpo en tensión.

—Morren —susurró él—. ¿Te pasa algo?

Ella no se dio la vuelta, pero siguió gimiendo.

—Ha sido una pesadilla, nada más.

Él no supo qué decir. Las palabras no servían para nada después de lo que había padecido. No le extrañó que tuviera pesadillas.

—¿Tienes fiebre?

Ella se dio la vuelta para mirarlo. Tenía el pelo trigueño pegado a la cara y parecía como si hubiese pasado una noche espantosa.

—Menos.

Él no la creyó y fue a tocarle la frente. Ella se apartó y la mano se quedó a mitad de camino. Sintió una opresión por dentro porque ella era incapaz de soportar el contacto más leve.

—Estoy bien —insistió—. Tenemos que encontrar a Jilleen hoy.

Aunque tenía mejor color, él quería que se quedara en la cama al menos un día más. Podía empeorar si hacía esfuerzos.

—Sé que te sientes mejor, pero preferiría que te quedaras aquí. Te dejaré con comida, bebida y leña e iré a buscar a tu hermana.

—Si te marchas sin mí, te seguiré en cuanto hayas salido —ella lo miró con firmeza—. Es mi hermana y tengo que saber que está bien —Morren empezó a sentarse con obstinación—. Voy a buscarla contigo o sin ti.

Trahern se sentó en su lado de la cama y se dio cuenta de que ella, en medio de la noche, le había tapado los pies. No había esperado tanta amabilidad. Se levantó y volvió al montón de ropa que había encontrado antes. Rebuscó y encontró un vestido. Era de un color anodino y de lana tosca y áspera, pero la abrigaría. Cuando la hubiera ayudado a encontrar a su hermana, las llevaría a algún sitio seguro. Quizá con otro clan, si los O'Reilly no habían reconstruido su poblado. Volvió a sentir un arrebato de furia al imaginarse el devastador ataque a los O'Reilly. No podía entender por qué los vikingos habían querido destrozar a un clan entero. Una cosa era una incursión para robar ganado, pero esa matanza era algo muy distinto. Tenía que entenderlo y cuando hubiese encontrado a sus enemigos, vengaría la muerte de Ciara y dejaría a salvo a Morren y Jilleen.

Agarró su zurrón de víveres y lo recortó con el cuchillo. Se hizo unos zapatos elementales y los aisló con paja. Dio unos a Morren y le ofreció los cordones de su túnica para que se los atara. También le señaló su capote con la cabeza.

—Úsalo, tienes que abrigarte.

—Hace demasiado frío —replicó ella—. Vas a necesitarlo tú. Yo puedo usar el que estaba sobre la cama.

—Ponte los dos. Tú necesitas abrigarte más que yo —Trahern lo agarró y se lo lanzó cuando ella iba a protestar—. La abadía está a unos kilómetros de aquí. Pararemos a descansar.

—No hace falta que paremos por mí.

Morren se levantó de la cama. El camisón de lana le cubría el delgado cuerpo y él supo que nunca llegaría a Glen Omrigh. Por eso quería que llegara a la abadía sin desmoronarse. Se temía que ella acabara agotada por encontrar a su hermana y no podía reprochárselo. Él haría lo mismo por sus hermanos. Le daría igual lo agotado que estuviera o lo lejos que estuvieran ellos, si alguien de su familia lo necesitaba, arrastraría su cuerpo por toda Irlanda.

—Conseguiré que los monjes nos presten unos caballos —comentó él disimulando su enojo por haber pedido su montura, Barra—. Eso te facilitará las cosas.

Ella pareció aceptarlo y se dirigió hacia la puerta, pero él la detuvo ofreciéndole un vaso de agua y comida.

—No te marcharás hasta que no lo hayas terminado.

Aunque la carne seca no fuera apetecible, era más que nada. A partir de ese momento, tendría que cazar para los dos. Morren bebió y mordisqueó el venado. No comió suficiente, en opinión de él, pero había sido un buen principio. Cuando terminaron, empezaron a caminar juntos.

—Si te cansas, dímelo. Pararemos para que descanses.

—No me pasará nada —replicó Morren.

Trahern quiso tomarle la mano para ayudarla, pero sabía que ella la rechazaría. Bajaron la ladera y él pudo ver su aliento condensado en el frío otoñal. Caminaba con cuidado por las hojas caídas y se agarraba a los troncos para mantener el equilibrio. Su palidez era como el cielo gris y se tropezó más de una vez. Cuando llegaron al borde del bosque, donde él había hecho su campamento hacía unas noches, ella parecía a punto de caerse.

—¿Quieres seguir? —le preguntó él.

—No puedo hacer otra cosa.

La respuesta no le convenció lo más mínimo y la tomó en brazos sin preguntárselo. Ella pareció aterrada e intentó zafarse de él.

—¡Bájame!

—Si te dejo en el suelo, te derrumbarás. Además, así iremos más deprisa.

Tendrían que parar en la abadía. Él ya había renunciado a la idea de llegar a Glen Omrigh. Morren no podía llegar hasta allí. Dejó de andar al notar la tensión en el cuerpo de ella.

—Ya sé que no quieres que te lleve en brazos, pero si lo aguantas una hora más, llegaremos a la abadía.

Ella no lo miró, pero tampoco volvió a protestar. Su postura, su manera de intentar alejarse de él, reflejaba el miedo que tenía. Pesaba muy poco y a él no le costaba llevarla en brazos.

No podía entender que un hombre hubiese podido atacar a una mujer tan vulnerable como ella. Tenía una cara que habría pasado desapercibida a la mayoría de los hombres. Era delicada y sin rasgos destacables, pero sus ojos azules lo habían sorprendido. Aunque estaban cansados y débiles, transmitían fuerza y decisión.

—¿Los vikingos atacaron la abadía? —preguntó él.

Si había más amenazas, tenía que saberlas.

—Que yo sepa, nuestro poblado fue la única víctima —contestó ella mirando hacia el horizonte—. Sigo sin entender por qué nos atacaron. Hemos vivido mucho tiempo en paz entre los vikingos. Algunas de nuestras mujeres se casaron con escandinavos.

Trahern se abrió paso entre la hierba crecida estrechándola contra sí, pero ella no se relajaba aunque no hubiera hecho nada que fuese una amenaza.

—El dios Dagda quiso dar un trozo de tierra a Oengus cuando fuese adulto, pero la tierra que quería ofrecerle era de un hombre llamado Elemar. Oengus no quería matarlo y por eso él y sus hombres atacaron durante la celebración del Samhain. Cuando Oengus venció a Elemar, le pidió gobernar esa tierra durante un día y una noche. Luego, los dos acudirían a Dagda para preguntarle quién debería poseer la tierra.

Aunque Morren seguía en silencio, él vio que su rostro se serenaba mientras contaba la historia y sonrió levemente cuando le contó la artimaña de Oengus.

—Cuando los dos hombres fueron a ver a Dagda, el dios proclamó que la tierra pertenecía a Oengus porque Samhain es una fiesta donde el tiempo no significa nada y gobernarla durante un día y una noche durante la celebración significaba gobernarla eternamente.

Cuando terminó de contar la historia, los muros de la abadía aparecieron a menos de un kilómetro y medio. Trahern dejó a Morren en el suelo.

—¿Quieres andar el resto del trayecto o prefieres que te lleve?

Él se imaginó que no querría parecer una inválida ante los monjes, pero si no tenía fuerzas no le importaba llevarla el resto del camino.

—Iré andando —contestó ella.

La abadía de piedra se elevaba en medio del paisaje. Tenía una torre y ventanas en forma de arco tan altas como un hombre normal, pero no pudo ver a ningún monje. Al final de la ladera había un riachuelo plateado que se abría paso por los campos.

Morren se tapó bien con el capote para abrigarse.

—Piensas dejarme en la abadía, ¿verdad?

—No tienes fuerzas para llegar hasta el poblado —era preferible dejarla sana y salva y protegida por la Iglesia—. Encontraré a tu hermana y volveré con ella.

—Quiero creerte, pero no puedo.

—¿Crees que la dejaría abandonada? —preguntó él con rabia—. Yo la mandé para que fuera a buscar ayuda y tengo la obligación de devolvértela.

—Jilleen sólo es una niña desconocida para ti —ella resopló sin confiar en él—. ¿Qué pasará si la han encontrado los vikingos?

—Deja de pensar eso. No sabemos por qué no ha vuelto, pero te prometo que la encontraré.

—Eres un bardo, no un guerrero.

Trahern se acercó un paso para impresionarla con su estatura y agarró la empuñadura de la espada.

—Te aseguro, Morren, que sé pelear.

Había pasado varios años ejercitándose con sus hermanos y si bien era algo mayor, no había perdido destreza, si acaso, sus instintos estaban más aguzados.

Los ojos azules de Morren vacilaron y miró hacia otro lado. Él se alegró porque no estaba acostumbrado a que las mujeres dudaran de él.

—Si hubiera estado allí aquella noche —siguió él—, todos y cada uno de los vikingos estarían muertos. No os habrían tocado ni a ti ni a Ciara.

—Seguro.

Morren no lo miró, pero él comprendió que no la convencería con palabras. Ella levantó el borde del capote y siguió andando. Siguieron en silencio hasta que llegaron a la iglesia de piedra. Trahern estaba a punto de entrar cuando olió algo. El olor a humo impregnó súbitamente el aire.

Morren subió a lo alto de la colina y él vio columnas de humo que se elevaban a lo lejos. Además, también pudo ver las llamas que envolvían el poblado arrasado.

—Han vuelto —dijo Morren tapándose la cara con las manos.

Trahern casi empujó a Morren hacia la iglesia y, una vez dentro, pudieron oír los cánticos de los monjes.

—Quédate aquí con los monjes. Voy a perseguirlos.

—No tienes caballo —replicó ella—. Te partirán por la mitad.

—No me tocarán —Trahern comprobó sus armas y la miró—. Voy a descubrir por qué han vuelto y qué quieren.

—Te cuidado —le pidió ella.

—Espérame, Morren —él le tomó una mano—. Volveré al anochecer.

Tres

Los restos de Glen Omrigh tenían un aire espectral con la hierba calcinada alrededor del poblado. La empalizada que la protegía estaba quemada y derruida en algunas zonas. Trahern se agachó entre unas hierbas crecidas y observó a dos jinetes. Había tardado casi una hora en llegar y el sol estaba empezando a descender.

Los invasores iban vestidos como vikingos. Llevaban capotes largos sujetos con grandes broches de bronce y si bien el más alto no llevaba coraza, a Trahern le pareció que sería un oponente temible. El otro era más bajo y con el pelo rubio más oscuro. Agarró la empuñadura de la espada preguntándose si podría derrotarlos. Sería peligroso.

Una de las cabañas seguía ardiendo y todo el poblado estaba envuelto en humo. Trahern observó a los dos hombres que recorrían los restos de las cabañas para ver lo que quedaba dentro. No vio a nadie más. Los O'Reilly que hubiesen sobrevivido habrían abandonado el poblado. Los hombres se acercaron y él no soltó la espada. Sus rostros reflejaban disgusto y los oyó discutir en su idioma. No habían ido a atacar ni a robar los valiosos víveres del clan, pero su expresión era sombría, como si no les gustara lo que veían.

Trahern se acercó un poco más con el cuerpo pegado al suelo húmedo y gélido. Cuando llegó a la empalizada exterior, se protegió con la parte quemada para ver mejor. Uno de los jinetes iba montado en un caballo que conocía; era Barra, el enorme caballo de guerra que le había costado una fortuna. Estaba nervioso por el humo y coceaba el suelo. Si el vikingo no lo dominaba, acabaría tirándolo.

Aunque quiso atacarlos y recuperar su caballo, el sentido común lo contuvo. Quería respuestas y esos hombres lo llevarían a ellas.

Unos minutos después, los vikingos dejaron el poblado y se dirigieron hacia el oeste. Trahern se debatió entre seguirlos o entrar en el poblado para buscar a Jilleen. Aunque creía que la habían apresado, no estaba seguro. Volvió a mirar hacia los hombres antes de entrar corriendo en el poblado. Se atragantó con el humo y el calor abrasador de la cabaña. Sólo podía perder unos momentos antes de seguir a aquellos hombres. Tuvo suerte porque vio uno de los zapatos que había dado a Jilleen. Le dio igual si ella lo había dejado intencionadamente o se le había caído. Confirmaba que estaba allí y quién la había atrapado.

Los vikingos pagarían por eso. Recogió el zapato y volvió al camino para correr detrás de los hombres. Encontró el otro zapato un kilómetro después, en el mismo camino que habían tomado los jinetes.

Cuando llegó a lo alto de la siguiente colina, se tumbó para observar a los hombres. Se dirigían hacia el asentamiento vikingo de la costa. Ya lo había visto antes, pero sabía que no podría llegar antes del anochecer sin un caballo. Soltó una maldición porque la única alternativa que tenía era volver para que los monjes le prestaran una montura. Impotente e impaciente, empezó a desandar el camino hacia la abadía. Volvió a ponerse sus zapatos mientras se imaginaba exactamente cómo se abriría paso entre los guerreros vikingos.

El abad acogió a Morren y un monje mayor, el hermano Chrysoganus, la llevó a la hospedería, contigua al monasterio. Le sonrió con amabilidad y empezó a llenar una palangana de agua. Cuando ella comprendió que pensaba lavarle los pies como gesto de bienvenida, lo detuvo.

—Perdonadme, hermano Chrysoganus, pero preferiría lavármelos yo.

No podía soportar la idea de que alguien la tocara aunque fuese una tradición. El anciano pareció sorprenderse, pero no insistió.