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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Elizabeth Power.

Todos los derechos reservados.

ORGULLO Y PLACER, N.º 2097 - agosto 2011

Título original: For Revenge or Redemption?

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-690-0

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Promoción

Capítulo 1

LAS INAUGURACIONES son siempre enervantes, señorita Tayler –le dijo a Grace la chica pelirroja de la carpeta para tranquilizarla mientras ajustaba un micrófono a la solapa gris de su chaqueta–. Pero a esta galería le irá bien. ¡Estoy segura! –recorrió con los ojos una pared llena de obras de arte contemporáneo, serigrafías firmadas y cerámicas que había tras la enorme vitrina de cristal situada justo a espaldas de Grace–. Grabaremos primero el exterior, así que todavía pasará un rato hasta que entre en plano –le estiró suavemente la solapa y con dedos hábiles le retiró un pelo–. ¡Lista! ¡La cámara le va a adorar!

«¡Pues ya será más de lo que ha hecho la prensa escrita!», pensó Grace, recordando lo mal que la habían tratado después de romper cuatro meses antes con su prometido Paul Harringdale, hijo de un próspero banquero. Los calificativos que le dedicaron entonces las publicaciones sensacionalistas fueron desde «frívola» y «veleidosa», hasta «la rubia alta y sensual que no era capaz de tomar la decisión correcta aunque su vida dependiese de ello». Había sido todo de muy mal gusto, y el hecho de que la última frase procediese de un periodista que la había pretendido sin éxito hacía que no le mereciese la pena perder el sueño, pero le había dolido de todas formas.

–Buena suerte –le dijo alguien al pasar cuando se abrieron las puertas y los invitados, los críticos y distintas personalidades del mundo del arte empezaron a entrar en la galería.

–Gracias. La voy a necesitar –rió Grace por encima del hombro, reconociendo a su amiga Beth Wilson, una morena escultural y «verticalmente desfavorecida», como a ella le gustaba definirse. Medía poco más de metro y medio y aseguraba a todo el mundo que para ella la vida consistía en mirar siempre hacia arriba. Leal y eficiente además, era la mujer a la que Grace había contratado para dirigir la pequeña galería de Londres mientras se dedicaba a su principal objetivo en la vida, que consistía en intentar reflotar la empresa textil que su abuelo había fundado y que atravesaba serias vicisitudes desde su fallecimiento hacía justo un año. Y todo sin el apoyo moral de Corinne.

Desde que heredó de su marido su parte de la empresa, Corinne Culverwell había dejado claro que no tenía ningún interés en implicarse en el negocio. Y aquel día en que le llovían las felicitaciones y los buenos deseos desde todos los ángulos, Grace lanzó una mirada rápida a su alrededor preguntándose por qué su madrastra, nombre que siempre le pareció inadecuado para una mujer apenas tres años mayor que ella, había alegado a última hora que tenía un compromiso previo que le impedía acudir esa noche.

Cuando guiaba a dos invitados que le dieron la enhorabuena a la mesa donde se servía el champán, Grace vio que el equipo de televisión estaba recogiendo fuera. Se dijo que debía mantenerse centrada y se armó de valor para la inminente entrevista. «Tranquila. Relájate».

–Hola, Grace.

Una punzada le tensó la espalda al escuchar aquellas dos palabras susurradas que la hicieron girarse hacia el hombre que las había pronunciado.

¡Seth Mason! No pudo hablar, ni siquiera pudo respirar durante un instante.

Aquella voz debía de haberle bastado para reconocerlo, una voz grave sin acento alguno. Además, sus rasgos masculinos, más acentuados si cabe por la madurez, eran imposibles de olvidar. ¿Cuántas veces había soñado con aquella cara angulosa, con aquellos ojos grises sobre la imponente nariz? Su cabello negro y abundante, ligeramente ondulado, se curvaba en la nuca y unas cuantas mechas caían despreocupadamente sobre su frente.

–Seth... –su voz se fue apagando por la sorpresa. Con los años, había añorado y temido en la misma medida volver a verle, pero nunca había esperado que ocurriese algo así. Sobre todo allí. Aquella noche. ¡Justo cuando necesitaba que todo le saliese bien!

Desde su mayor altura, la miró con ojos penetrantes y su boca, la misma que la había vuelto loca por él cuando le había besado, se torció en un gesto un tanto burlón al ver que ella se turbaba.

–¿Cuánto tiempo ha pasado, Grace? ¿Ocho... nueve años?

–No... no me acuerdo –balbuceó. Pero sí se acordaba. Los pocos y aciagos encuentros que había tenido con él seguían grabados en su memoria. Había sido hacía ocho años, justo después de su decimonoveno cumpleaños, cuando creía que todo en la vida era blanco o negro, que la vida estaba diseñada a la medida de sus deseos y que podía obtener todo aquello que se propusiera. Pero desde entonces había aprendido duras lecciones y ninguna más dolorosa que la derivada de su breve relación con aquel hombre, ya que había descubierto que las cosas no se obtienen sin pagar antes un precio, y que éste puede ser muy alto.

–¿No lo recuerdas, o no quieres recordarlo? –le retó él cortésmente.

Resistiéndose a recordar cosas en las que no quería ni pensar, se consoló al ver que la vitrina de las cerámicas los separaba del resto de los invitados. Ignoró aquella pulla disfrazada y dijo con una risilla nerviosa:

–Bueno... ¡Qué casualidad encontrarte aquí!

–Casualidad.

–¡Menuda sorpresa!

–No lo dudo.

Le estaba sonriendo, pero no había calidez en sus ojos grises. Su mirada era más perspicaz y exigente, si eso era posible que, cuando tenía... ¿cuántos?, ¿veintitrés?, ¿veinticuatro años? En un cálculo rápido adivinó que debía de tener unos treinta y pocos años.

La tensión entre ambos se hacía cada vez más mayor, y en un esfuerzo por aliviarla señaló con la barbilla un grupo de acuarelas de un artista prometedor y preguntó:

–¿Te interesa el arte moderno?

–Entre otras cosas.

Ella no mordió el anzuelo. Estaba segura de que él tramaba algo y no estaba dispuesta a plantearse siquiera qué podría ser.

–¿Pasabas por aquí? –su nombre no estaba en la lista. De ser así, enseguida se habría dado cuenta. No iba elegantemente vestido, como muchos de los demás invitados. Llevaba una camisa blanca abierta bajo una chaqueta de piel que no ocultaba la anchura de sus hombros, y sus largas piernas enfundadas en unos vaqueros negros que marcaban una delgada cintura y unas caderas estrechas, indicio de que entrenaba duro con regularidad.

–Eso sería demasiada coincidencia, ¿no crees? –respondió en voz baja. Pero no le aportó más información sobre cómo había conseguido cruzar el umbral de la pequeña galería y justo en aquel momento Grace estaba demasiado nerviosa como para interesarse.

Miró a su alrededor con mayor intención y preguntó:

–¿No ves nada que te guste? –y deseó vapulearse por no escoger sus palabras con más cuidado al ver la forma en que él sonreía.

–Una pregunta un tanto directa, ¿no te parece? –ella se sonrojó mientras imágenes, olores y sensaciones invadían cara rincón de su mente–. Pero creo que la respuesta debería ser algo así como «el gato escaldado del agua fría huye».

¡Así que todavía le guardaba rencor por la forma en que lo había tratado! No le ayudó pensar que seguramente ella también lo estaría si estuviera en su lugar.

–¿Has venido a echar un vistazo, o sólo a pegar tiros?

–Haces que parezca un francotirador –rió él.

–¿Sí?

«Me pregunto por qué», pensó Grace con ironía, percibiendo una mortífera determinación tras aquella serena apariencia e incapaz de adivinar exactamente en qué consistía.

Él la miró de soslayo y unos oscuros mechones le cayeron sobre la frente. Con eso y con todo, en los dedos de Grace ardió el deseo absurdo de apartárselos de la cara.

–¿Sigues respondiendo a las preguntas con otra pregunta?

–Eso parece –le sorprendió que él se acordara de eso, incluso aunque ella no hubiese olvidado ni un solo momento de las tórridas horas que habían compartido. Le miró directamente a los ojos–: ¿Y tú? –él trabajaba entonces como peón en un varadero y resultaba mucho más atrayente que cualquiera de los jóvenes que ella hubiese conocido en su misma esfera social–. ¿Sigues viviendo en el West Country? –él asintió de forma apenas discernible–. ¿Y sigues entreteniéndote con los barcos?

Era el nerviosismo lo que la hacía parecer tan insultante, pero por la forma en que Seth frunció sus ojos grises, obviamente se lo estaba tomando de la peor forma.

–Eso parece –dijo, arrastrando las palabras para lanzárselas de vuelta–. Pero ¿qué esperabas de un joven con demasiadas ideas que están por encima de sus posibilidades?

Ella se estremeció al recordar las cosas que había hecho siendo joven.

–Eso fue hace mucho tiempo.

–¿Y eso disculpa tu comportamiento?

«No, porque nada podría disculparlo», pensó ella avergonzada, lo que le hizo responder en tono cortante: –No te estaba ofreciendo mis disculpas. –¿Entonces qué es lo que ofreces, Grace? –¿Crees que estoy en deuda contigo? –¿No es así? –¡Fue hace ocho años, por Dios bendito! –Y tú sigues siendo la misma persona. Rica, consentida y totalmente indulgente contigo misma –esta última observación vino acompañada de una rápida y calculadora mirada a la galería recién reformada, llena de obras caras, buena porcelana y muebles de buen gusto, que se debían más a la afición de Grace por el diseño que a un gasto excesivo–. Y yo sigo siendo el chico pobre del lado equivocado de la ciudad.

–¿Y eso de quién es la culpa? –la actitud hostil de Seth desataba espirales de temor en su interior–. ¡Mía no! Y sigues empeñado en... en...

–¿Diseccionar tu personalidad? –él sonrió, disfrutando al verla perder la compostura. –Tendré que hacer que te echen –dijo ella en voz baja, esperando que nadie pudiese oírle.

La forma en que él alzó la ceja le recordó lo ridículo de aquella amenaza. Su enorme envergadura le otorgaba una fuerza y un estado físico que lo situaba a años luz de cualquiera de los que pululaban por la galería. De nuevo volvió mostrar la misma sonrisa desafiante.

–¿Lo vas a hacer tú personalmente?

Una inoportuna sensación la recorrió al imaginarse agarrándolo y recordar el modo en que había sentido su cuerpo, firme y cálido, la fuerza de sus músculos, la suavidad de su piel húmeda.

–Ya decía yo –dijo él.

Parecía tan confiado, tan seguro de sí mismo, que Grace quedó asombrada y se preguntó qué le hacía pensar que podía ir allí a insultarla y, al mismo tiempo, por qué no había progresado. Parecía tan ambicioso, tan lleno de expectativas, tan dispuesto. Y era aquella determinación por obtener lo que deseaba lo que lo hacía tan atractivo a sus ojos...

–¿A qué viene esa sonrisa de Mona Lisa? –preguntó él–. ¿Te provoca algún tipo de retorcida satisfacción saber que la vida no acabó siendo del modo en que los dos pensábamos que sería... ni para ti ni para mí?

Grace bajó la vista para no ver la petulancia que había en sus ojos. Si pensaba, equivocadamente, que ella se había estado burlando de él por no ser gran cosa, estaría disfrutando sin duda al recordarle un futuro que ella había dado por hecho siendo joven y estúpidamente ingenua.

–No tanta satisfacción como parece provocarte a ti.

Él inclinó la cabeza en un gesto galante.

–Entonces, estamos empatados.

–¿De veras? –agarró una copa de champán de la bandeja que se les ofrecía, aunque había decidido con anterioridad mantener la cabeza despejada aquella noche. Vio que Seth lo rechazaba, negando con la cabeza–. No me había dado cuenta de que nos estábamos anotando tantos.

–Ni yo –su boca sensual se curvó expresando una especie de regocijo interior–. ¿Es así? –la pregunta la pilló desprevenida y él continuó antes de que pudiese pensar en una respuesta apropiada–. He dejado de envidiarte, Grace. Y a la gente como tú. Nunca conseguí dominar el arte de utilizar a los demás en mi afán por obtener las cosas que deseaba, pero estoy aprendiendo. Ni jamás me pareció necesario hacer lo que se esperaba de mí para impresionar a mi selecto círculo de amigos.

El entrevistador había acabado fuera con el equipo de rodaje y estaba hablando en la calle con el productor. En cualquier momento, éste se acercaría a hablar con ella.

Se preguntó asustada qué aspecto tendría, sintiéndose totalmente angustiada después de encontrarse cara a cara con Seth Mason.

–Si lo que quieres es arrojar sobre mí tus frustraciones y tus decepciones porque las cosas no te han ido del modo en que pensabas –sonrojada e incómodamente sudorosa, inspiró profundamente intentando mantener la calma y el control–, podrías haber elegido un momento más oportuno. ¿O tu intención al presentarte aquí era simplemente la de violentarme?

Él sonrió, y su rostro mostró de pronto una inocencia burlona.

–¿Y por qué querría hacer algo así?

Él sabía por qué, ambos lo sabían. Grace había querido olvidarlo, pero era obvio que él nunca lo había hecho. Y se dio cuenta, desesperada, de que nunca iba a hacerlo.

–Sólo estaba interesado en ver por mí mismo el nuevo negocio de Grace Tyler, aunque veo que no es nuevo del todo. Sé que heredaste esta tienda hace unos años y que has transformado un negocio venido a menos y apenas viable en el templo de las bellas artes que hoy tengo ante mí.

Grace sabía que era una información que podía haber extraído de cualquier revista del corazón, pero seguía sin gustarle la sensación de que él, o cualquier otra persona, supieran tanto sobre ella.

–Una actividad muy diferente a la del mundo de la industria textil –comentó él–. Pero es cierto que prometías... en lo que respecta al arte... –aquel titubeo intencionado indicó exactamente lo que pensaba de los demás rasgos de su carácter– Hace ocho años. Esperemos que tengas más éxito con esto –apuntó con la barbilla– que la que has tenido como directora de Culverwell... o en cualquiera de tus relaciones, en realidad.

Herida en lo más profundo por las obvias referencias a su reciente ruptura y a los problemas de su empresa,

Grace levantó la vista con el rostro desencajado.

¿Acaso había ido allí a regodearse?

–Mi vida sentimental no es asunto tuyo –decidió que el único modo de tratar con Seth era pagándole con la misma moneda, porque estaba claro que un hombre tan resentido como él no iba a perdonarle el modo en que lo había tratado ni aunque se arrodillara en el suelo para pedirle perdón, cosa que no tenía ninguna intención de hacer–. Y en cuanto a mi vida profesional, creo que tampoco es asunto de tu incumbencia.

Él se encogió de hombros despreocupadamente.

–Incumbe a todo el mundo –declaró, ignorando su arranque de ira–. Tu vida sentimental y profesional es del dominio público. Sólo hay que echar un vistazo al periódico para saber que tu empresa va mal.

Los medios se habían cebado con ese tema y la habían acusado a ella y al equipo de dirección de Culverwell de ser los principales causantes del descalabro, cuando todo el que no tuviese una opinión negativa de Grace sabía que la empresa no había sido sino una víctima más de la recesión económica.

–Dudo que un peón de... de la Conchinchina esté en posición de aconsejarme sobre la forma de manejar mis asuntos –no quería decirle aquellas cosas, ni ser tan cáustica en lo referente al modo en que él se ganaba la vida, pero no pudo evitarlo debido a su actitud autoritaria y petulante.

–Tienes razón, no es asunto de mi incumbencia –dedicó una sonrisa encantadora a la pelirroja que esperaba con la directora de la galería a pocos metros, indicándole a Grace que estaban preparados para entrevistarla–. Bueno, como dije antes, espero que tengas mucho éxito.

–Gracias –respondió Grace de forma mordaz, consciente de que el trasfondo de su voz indicaba que los deseos de aquel hombre no eran sinceros. Aun así, forzó una sonrisa y se marchó para reunirse con el entrevistador, deseando que tuviera que hacer de todo menos enfrentarse a una cámara tras pasar por aquel reencuentro inesperadamente duro con Seth Mason.

Fuera, en el aire frío de noviembre, Seth se detuvo y la observó a través del escaparate plagado de cuadros. Grace estaba frente a un periodista famoso por hacer sudar a sus entrevistados, pero esbozaba una sonrisa suave y aparente, y se mostraba tranquila y relajada. Era ella, y no al contrario, la que desconcertaba al entrevistador con sus ojos azules.

Seth pensó que seguía siendo una sílfide, que estaba igual de hermosa. No le costó recorrer con la mirada aquel rostro encantador, realzado por el cabello claro y rizado, y las suaves curvas que se insinuaban bajo el traje tan favorecedor que llevaba. Pero al notar la excitación que le provocaba se dijo que Grace no había cambiado y se advirtió que debía recordar el tipo de mujer que era, capaz de jugar con los sentimientos de un hombre hasta que se cansara de hacerlo. La forma en que lo había dejado y el último pobre desgraciado, su prometido, eran la prueba. Seguía siendo una esnob.

Lo que necesitaba era alguien que le hiciese entender que no podía salirse siempre con la suya, alguien que le exigiera respeto y lo obtuviese. En resumen, lo que necesitaba era alguien que le bajase los humos, y él se iba a conceder la enorme satisfacción de hacerlo.

Capítulo 2

LA ENTREVISTA había terminado y la fiesta también. Grace exhaló un suspiro de alivio.

La noche había ido muy bien. De hecho, Beth había reservado varios cuadros y vendido una o dos piezas de cerámica. La entrevista también había sido satisfactoria y Grace no había tenido que enfrentarse a ninguna de las incómodas preguntas que temía que le hiciesen. Debía estar contenta y se dijo a sí misma que lo estaba, excepto por el encuentro con Seth Mason.

No quería pensar en ello. Pero conforme ascendía por las escaleras del apartamento que tenía sobre la galería después cerrar el establecimiento, empezaron a fluir recuerdos hacía tiempo enterrados y no pudo evitar que la asediasen por mucho que intentara evitarlo.

Conoció a Seth en una pequeña localidad costera del West Country poco después de cumplir diecinueve años, en el lapso de las pocas semanas que transcurrieron entre el final de sus estudios en el instituto y su ingreso en la universidad.

Había llegado desde Londres para pasar un tiempo con sus abuelos, que eran quienes la habían criado y tenían allí una residencia de verano, una casa moderna en las montañas boscosas que dominaban aquel pequeño centro vacacional.

Aquel día aciago que quedaría para siempre grabado en su memoria, había salido con su abuelo porque éste quiso acercarse al pequeño varadero que había al final del pueblo, ella no recordaba exactamente por qué razón. Pero, mientras Lance Culverwell se internaba en la destartalada oficina, vio a Seth trabajando en el casco de una vieja embarcación. Se había fijado en el modo en que su ancha espalda se movía bajo la basta tela vaquera de su camisa y en cómo las mangas enrolladas dejaban al descubierto unos brazos fuertes y bronceados que se afanaban en remachar el blando metal. De forma inconsciente, se apartaba de la cara el pelo negro e indomable y, mientras trabajaba, unas mechas le caían hacia delante de modo tentador.

Entonces se giró y ella apartó rápidamente la vista, pero no lo suficientemente rápido como para que él no se diera cuenta de que Grace estaba contemplando los marcados ángulos de sus caderas, enfundadas en un pantalón vaquero.

Él no dijo nada. Ni siquiera respondió a su presencia con una sonrisa. Pero hubo algo tan perturbador en aquellos ojos grises cuando ella volvió a mirar hacia donde él estaba, que se sintió inundada de sensaciones que jamás había experimentando antes al ser contemplada por otros hombres. Era como si pudiese ver a través del top rojo y los pantalones blancos el fino encaje que sujetaba sus pechos, de pronto extremadamente sensibles, y su pequeño tanga, el triángulo de satén que había empezado a humedecerse por algo más que el calor del día.

Una leve sonrisa asomó a la comisura de sus labios y ella decidió al instante que tenía una boca atractiva, tanto como sus ojos y su arrogante mandíbula. Ella no reconoció su presencia, aunque empezó a preguntarse si debía hacerlo, pero entonces Lance Culverwell salió de la oficina con el dueño del varadero y fue a ellos a quienes sonrió.

No miró hacia atrás mientras se dirigían al largo Mercedes descapotable, cuyo brillo plateado sobre la grava anunciaba la posición de su familia comparada con los vehículos más viejos y modestos allí aparcados. Pero, de forma instintiva, ella supo que él la miraba conforme se marchaba, siguiendo con los ojos el pelo que le caía por la espalda como una cascada dorada y el balanceo no del todo involuntario de sus caderas mientras rogaba durante todo el trayecto hacia el coche que las sandalias de tacón no le hicieran dar un traspié. Incluso pidió a Culverwell que le dejara conducir y salió de aquel viejo y gastado varadero con la cabeza alta y el pelo flotando en la brisa, con una risa un poco forzada ante un comentario de su abuelo, queriendo hacerse notar, queriendo que él se fijase y la deseara.

Por supuesto, él no era bueno para ella. Al fin y al cabo, no era más que un peón, en absoluto el tipo de profesión propia de los chicos con los que solía salir. Pero algo había pasado entre ella y aquel monumento con el que había intercambiado miradas aquel día, algo que desafiaba las diferencias culturales y económicas entre ambos y los límites de clase y estatus social. Era algo primigenio y totalmente animal que le hizo volver del pueblo enfervorizada por la excitación, imaginando que Lance Culverwell quedaría horrorizado si supiese lo que estaba pensando, lo que estaba sintiendo: un irresistible deseo de volver a ver a aquel dechado de masculinidad que le había hecho sentirse tan consciente de sí misma, y cuanto antes.

Y no tuvo que esperar demasiado. Fue a la semana siguiente, después de hacer unas compras en el pueblo.

Cargada con las compras para una fiesta que celebraban sus abuelos, empezaba a ascender por la colina deseando no haber decidido bajar caminando aquella mañana en lugar de hacerlo en coche, cuando una de las bolsas resbaló de sus manos justo cuando cruzaba la calle.

Al intentar recuperarla, otra bolsa cayó al suelo y a ella se le cortó la respiración al ver que de pronto una motocicleta se detenía frente a ella y un pie enfundado en una bota negra apartaba suavemente la primera bolsa errante a un lado de la calzada.

–Hola otra vez –la atractiva curvatura de la boca de aquel personaje vestido de cuero era inconfundible: Seth Mason. Se acordó de cómo su abuelo pronunció su nombre de modo informal cuando volvían a casa la semana anterior y lo había guardado como un secreto culpable. Cuando él le habló, el corazón se le cayó a los pies y luego empezó a latir de forma descontrolada.

–Intentas abarcar más de lo que puedes –parecía divertirle encontrarla en ese apuro, pero ella se enamoró de su voz profunda y cálida justo allí, en aquella carretera rural, mientras él se agachaba para agarrar la bolsa que aún no había recuperado y la restituía a sus brazos temblorosos–. Parece que necesitas que te lleven.

Su instinto de supervivencia le gritó que no aceptara la propuesta, que escuchara la sabia vocecilla que le advertía que relacionarse con aquel hombre sería abarcar más de lo que podía. Pero todo en él le parecía excitante, desde sus rasgos oscuros y enigmáticos a su cuerpo fuerte y esbelto, así como el sonido del motor de la motocicleta entre aquellas poderosas piernas enfundadas en cuero.

–Me llamo Seth Mason... por si te lo estabas preguntando –dijo con sequedad una vez hubo ella colocado las bolsas en las alforjas y subido a la moto.

–Lo sé –dijo ella, bajándose la minifalda, que se le había subido y mostraba más muslo del que ella deseaba que él viese.

–¿No me vas a decir tu nombre? ¿O crees que debería saberlo?

A Grace aquello le hizo gracia.

–¿No lo sabes? –preguntó descaradamente.