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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Alison Hart. Todos los derechos reservados.

RAPTADA POR UN MILLONARIO, Nº 1922 - enero 2012

Título original: The Billionaire’s Handler

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-418-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

MAGUIRE subió a bordo, se quitó los zapatos y se dejó caer sobre el asiento de cuero blanco. Aunque tuviera que soportar una ópera de Puccini aquella noche, tenía la ventaja de viajar en su avión privado y al menos podría descansar durante el largo vuelo a Nueva York.

Desafortunadamente, en lugar de oír que se cerraba la puerta y arrancaba el motor, le llegaron desde la pista los gritos de un chico con el uniforme de una compañía de transporte, que entró en la cabina jadeante.

—¡Señor Cochran, señor Cochran! Traigo un paquete urgente para usted, señor.

—Gracias —Maguire le dio una propina y el chico se fue.

El piloto se asomó para ver si había algún problema y Maguire le pidió que esperara a que viera qué contenía el sobre manila que pudiera ser tan importante.

La dirección del remitente lo puso sobre aviso, pero la fotografía que salió al abrirlo hizo que frunciera el ceño con preocupación.

Ya había visto aquella fotografía con anterioridad. La joven estaba sentada en una alfombra rodeada de media docena de niños que parecían sufrir distintos grados de discapacidad. Daban palmas al unísono, como si jugaran o cantaran. La mujer tenía el cabello rubio y ojos risueños, y transmitía una enorme fragilidad.

La situación se ha deteriorado. Era la primera frase del informe del detective.

Maguire siguió leyendo. Parte de la información ya la conocía. El puesto de trabajo que tanto amaba estaba en peligro; había cambiado de número de teléfono sin resultado alguno; y finalmente había recurrido a una compañía de seguridad personal, pero sus conocimientos al respecto eran nulos.

En otra fotografía se la veía exhausta, con grandes ojeras y muy pálida.

Las últimas noticias explicaban la situación:

La policía está investigando, continuaba el informe, pero puede que ésta sea la gota que colme el vaso. Anoche la visitó su hermano y llamó a una ambulancia. Hasta el momento, no he logrado averiguar cuál fue la causa ni cómo se encuentra.

Maguire dejó el sobre a un lado pensando a toda velocidad. Aunque no tenía por qué sentirse implicado puesto que no era responsable de la crisis por la que pasaba aquella mujer a la que ni siquiera conocía, sentía la responsabilidad de resolver los problemas que había causado su padre al morir.

—¿Señor? —el piloto permaneció en la puerta de la cabina esperando instrucciones.

—Comprueba cuánto tiempo necesitamos para cambiar el plan de vuelo. Cancelamos el viaje a Nueva York para ir a South Bend, en Indiana.

En cuestión de minutos había organizado todo como si hubiera estado preparado por si aquella situación se presentara… que era lo que había hecho. Había intuido que aquello sucedería, que tendría que implicarse finalmente.

Determinadas circunstancias sólo podían ser resueltas por un millonario, aun cuando el dinero no tuviera ninguna relación en ello.

Capítulo 1

CUANDO Caroline Daniels abrió los ojos y no reconoció nada de lo que la rodeaba, pensó que había despertado a una vida ajena.

La manta azul que la cubría hasta la barbilla, la almohada fina sobre la que apoyaba la cabeza y las paredes azules que la rodeaban no tenían nada que ver con su dormitorio. Además, la habitación no estaba sólo ordenada, sino que no había ni un objeto a la vista: ni libros abiertos, ni zapatos, ni jerseys sobre los respaldos de las sillas, ni paquetes de Oreo abiertos en la mesilla.

La ausencia de oreos fue la prueba definitiva. O había recibido un trasplante de personalidad o estaba viviendo una vida que no le pertenecía.

Ese pensamiento le pareció tan divertido que se habría reído de no habérselo impedido el estado de pesadez de su cabeza, que sólo podía justificar por haber recibido algún medicamento fuerte. Aun así, no se inquietó. La habitación estaba tranquila y silenciosa; la cama era muy cómoda y se sentía a gusto envuelta en la cálida manta. Lo único molesto era que sintiera una niebla en la mente que le impedía recordar dónde o por qué estaba en aquel lugar.

Fue en ese momento cuando vio al hombre y el corazón le dio un salto mortal. El extraño sueño sufrió al instante un giro dramático, aunque no estuvo segura de si adquiriría tintes eróticos o si se transformaría en una pesadilla.

Probó a cerrar los ojos y volverlos a abrir.

El desconocido seguía allí, recorriendo la habitación como un tigre enjaulado mientras hablaba por teléfono. Carolina no lo conocía. Llevaba un traje gris oscuro que parecía de corte europeo, y una impecable camisa blanca y corbata de rayas negras, ambas aflojadas.

Estaba tan elegante como para ir a la ópera de París. Pero no fue su indumentaria lo que hizo que el corazón de Carolina se acelerara como un pájaro enjaulado, sino algo en el hombre en sí mismo. O todo.

Sin dejar de hablar, se giró como para mirarla y Carolina cerró los ojos instintivamente, simulando que continuaba durmiendo. Pero aunque sólo lo vio fugazmente, su mente captó sus rasgos faciales.

La tenue luz que se filtraba por la ventana, bastó para que se diera cuenta de que debía tener unos cinco años más que sus veintiocho. Aunque fuera vestido tan formalmente, tenía el cabello rubio despeinado, la barbilla oscurecida por una barba incipiente y sus ojos azules rodeados de unas profundas ojeras que le hacían parecer preocupado.

Era alto, al menos un metro ochenta y cinco comparados con su metro cincuenta y cinco centímetros; y sus hombros eran tan anchos como para bloquear el vano de una puerta.

No tenía nada de corriente, sino que daba la impresión de ser alguien acostumbrado a mandar y a cuyo cargo tenía grandes proyectos; alguien ante quien la gente se inclinaba y que lograba que sucedieran cosas. El aire a su alrededor estaba cargado de energía y fuerza según se movía y tensaba los músculos o apretaba la firme mandíbula mientras hablaba. En definitiva, Carolina pensó que era el tipo de persona con la que era preferible no discutir.

Todo ello le confirmó que no lo conocía, puesto que nadie en su círculo de amigos, ni sus compañeros maestros de educación especial ni sus vecinos de South Bend, se correspondían con ese perfil ni era probable que tuvieran un amigo como aquél.

Aunque aturdida, continuó procesando la información que le proporcionaba su entorno. Los monitores y el equipo que tenía a su derecha indicaban que se encontraba en un hospital, pero ni las paredes azules, ni el sofá, ni la televisión de plasma se correspondían con la decoración habitual de un hospital. Una vez más, hizo el esfuerzo de recordar qué hacía allí, pero su mente parecía atrapada tras una puerta que no podía abrir. A un lado de ésta había un peso tan enorme, desestabilizador y angustioso, que no se sentía con fuerzas para abrirla. En aquel lugar mental se abrazaba a las rodillas, que tenía apretadas contra la barbilla tal y como hacía de pequeña en la oscuridad, cuando intentaba esconderse de los aterradores caimanes invisibles que se escondían bajo su cama.

Pero ya no era una niña, ni creía en caimanes. Con ella sólo estaba aquel desconocido cuya presencia era tan ilógica como podría serlo un sueño.

Súbitamente él se giró, mirando en su dirección como si lanzara un rayo láser, y descubrió que tenía los ojos abiertos. Al instante cerró el teléfono y fue hacia ella, moviendo la boca frenéticamente como si diera órdenes a alguien, aunque ella no pudiera oír ni una palabra de lo que decía.

Fragmentos de la realidad empezaron a filtrarse en su cerebro. Ninguno de los cuales explicaba la presencia de aquel hombre, pero sí la crisis que había precedido a su pérdida auditiva.

Las semanas previas pasaron por su mente de una manera difusa. La sorpresa y alegría al recibir la noticia de su fabulosa herencia. La incredulidad. La emoción. Los saltos y gritos de felicidad en su apartamento, las llamadas a todos sus conocidos. La llamada al abogado para asegurarse de que no era un sueño.

Pero en cuanto llegó el cheque, las consecuencias que no había anticipado y para las que no había estado preparada.

Dos días atrás o quizá tres… Recordó la expresión del rostro de su hermano cuando la encontró. Gregg parecía asustado. Ella se había encerrado en el cuarto de baño, acurrucada en una esquina bajo una manta y tapándose los oídos, escondiéndose, como si creyera que no la encontrarían. Había desconectado el teléfono fijo y había tirado el móvil por el retrete aunque ya ni siquiera podía oírlos.

El médico lo había llamado «sordera histérica». No tenía nada orgánico y aunque había evitado decirle que estaba loca, a Carolina siempre le había gustado llamar a las cosas por su nombre. Y por más que se enfadó consigo misma por ser tan débil, no consiguió recuperar la audición.

Aun así, nada de todo eso explicaba qué hacía en aquel hospital con un desconocido tan… atractivo.

Maguire había dudado entre dos de sus aviones, pero finalmente, se alegró de haber elegido el Gulfstream, un poco más viejo que los demás, pero con un gran sofá que se convirtió en una cómoda cama para Carolina.

Para el final de la tarde, había sobrevolado las lluviosas tierras de las llanuras y el sol se ponía tras las montañas a las que se aproximaban. En cualquier otra circunstancia, Maguire habría disfrutado del vuelo, pero aquel día estaba demasiado intranquilo como para relajarse, y se levantaba constantemente para comprobar qué tal estaba la menuda mujer rubia que ocupaba la parte de atrás. Y no tanto porque Carolina necesitara que la vigilara, puesto que dormía profundamente, sino porque no podía resistir la tentación de ir a verla.

Maguire no quería pensar que la estaba raptando, sino que la salvaba. En cualquier caso, la maniobra no había sido nada sencilla. Como de costumbre, el dinero resolvía muchos problemas. Era raro que actuara impulsivamente. Llevaba dos meses monitorizando la vida de Carolina, pero en ningún momento había pensado que fuera a llegar un día en el que se conocieran personalmente porque se viera obligado a intervenir.

—¿Señor Cochran?

Maguire alzó la mirada hacia el piloto.

—¿Algún problema?

—Vamos a entrar en una zona de turbulencias. Preferiría que se atara el cinturón de seguridad.

Maguire conocía demasiado bien a Henry como para no saber que le preocupaban distintos tipos de «turbulencias», que le inquietaba la pasajera que transportaban y las decisiones que había tomado su jefe.

—Enseguida voy —dijo, aunque permaneció junto a Carolina.

Hacía un rato la había cubierto con una sábana de seda y una manta ligera. En todas las horas que habían transcurrido desde que la subieran en una camilla al avión, ni siquiera se había movido.

Él no sólo no había querido sedarla, sino que se había opuesto rotundamente. Se había peleado con el médico del hospital sobre todos los aspectos de su tratamiento y éste había insistido en que no tenía ningún derecho a llevársela sin permiso del hospital o sin ayuda médica. Bla-bla-bla.

Nada de eso tenía ya la menor importancia. Se aseguró de que el cinturón estaba atado firmemente para que no fuera zarandeada y la tapó bien con la manta para que no se enfriara.

El leve contacto de sus dedos contra su cuello, aunque no fue particularmente íntimo, hizo que lo sacudiera una corriente de deseo. ¡Qué extraña mujer! No tenía nada especial para explicar aquella súbita excitación sexual. Era completamente vulgar. Sus facciones eran más graciosas que atractivas: tenía una diminuta nariz algo respingona, suaves pómulos, una boca casi demasiado menuda como para ser besada. Tenía el cabello rubio claro, casi pajizo, y aunque parecía llegarle a los hombros era difícil saberlo porque era una maraña rizada. Dudaba de que llegara a pesar cincuenta kilos, tal y como había podido calcular al subirla en brazos al avión. Tampoco recordaba haber apreciado que tuviera trasero o pecho dignos de interés. Por otro lado, le había sorprendido ver que tenía las uñas de los pies pintadas de un llamativo morado.

Aparte de esa pequeña señal de rebeldía, parecía extremadamente frágil y vulnerable; como si un soplo de viento pudiera tumbarla.

El padre de Maguire no la había tumbado. En su lecho de muerte, Gerald Cochran le había dejado diez millones de dólares. Lo que debía haber sido un increíble regalo se había transformado en un castigo. Ése era el problema. Los médicos no lo entendían. Y los abogados todavía menos. Sus familiares nunca habían soñado con una oportunidad como ésa y la acosaban. El dinero podía acabar destruyéndola como él sabía muy bien. De hecho, casi lo había hecho en menos de dos meses.

—Señor Cochran.

Era Henry de nuevo. Maguire fue hasta la cabina del piloto y ocupó el asiento del copiloto.

Había contratado a Henry hacía cuatro años. Aunque apenas tenía treinta, aparentaba muchos más. Numerosas arrugas surcaban su frente y tenía bolsas bajo los ojos. Maguire siempre pensaba que Henry había nacido viejo, que no había disfrutado de su infancia, que nunca había hecho una travesura. Pero ésas no eran malas características para un piloto y hombre de confianza. Por eso Henry se había convertido en uno de sus mayores apoyos.

—¿Va todo bien? —preguntó al tiempo que se ajustaba el cinturón de seguridad.

—Aterrizaremos sobre las ocho. Parece que tendremos buenas condiciones climáticas.

Aunque volar era su vida, Henry estaba de un humor sombrío.

—¿Pero? —Maguire sabía que había algún problema.

Henry le lanzó una mirada de reojo.

—Incluso para usted, señor, esto es un tanto extraño.

—Ya lo sé.

—Sabe que no cuestiono lo que hace. Es sólo que lo encuentro…

—Extraño —repitió Maguire por Henry.

—Así es —Henry sacudió la cabeza—. No sé cómo vamos a comunicarnos con la señora si no puede oír.

—Ya encontraremos la manera.

—¿No cree que llevárnosla sin su permiso es… ilegal?

—Henry, ha sufrido un colapso nervioso a consecuencia de lo que hizo mi padre. Nadie en su círculo habitual tiene ni idea de lo que está soportando. ¿De verdad crees que debía haberla abandonado?

—No me atrevería a opinar, señor.

—No me quedaba otra opción. No había nadie más que pudiera ocuparse de ella. Esto ha alterado mis planes tanto como los de ella. Intenta relajarte, Henry. Si me detienen, me aseguraré de que no te veas implicado.

—Eso no es lo que me preocupa, señor.

—Mañana, ya descansado, quiero que vuelvas a South Bend para que me ayudes con unas cuantas cosas. Quiero que establezcamos una base de comunicación con sus amigos y familiares y que le creemos una dirección de correo; así como que tenga un móvil nuevo para posibles llamadas. Yo me ocuparé personalmente de cualquier relación con los abogados. Pero hay que ir a su casa porque va a ausentarse varias semanas.

—¿Varias semanas? —preguntó Henry, tirándose del cuello del uniforme.

—Como mucho. Espero que no más de dos, pero puede que tengan que ser tres. Por eso mismo necesito que vuelvas a su casa por si hay que regarle las plantas, vaciar el frigorífico y ese tipo de cosas. También quiero que me llames con la lista de las medicinas que tenga en el botiquín, cosméticos y demás.

—Muy bien.

—Revisa el correo que haya recibido, y si hay facturas quiero que me las envíes. El correo personal, se lo reenvías a ella. Cualquier otra cosa, lo dejas allí. Ya sé que son muchas cosas para recordar, pero te haré una lista.

—¿No necesita que me quede en el refugio con usted?

—Probablemente sí, pero cuando despierte, lo primero que le va a preocupar son todos los asuntos personales que haya dejado pendientes, por eso quiero ocuparme de ellos en primer lugar. Del resto, que no tengo ni idea de qué pueda ser, nos ocuparemos cuando despierte y empiece a hablar.

—¿Señor?

—Henry, deja de llamarme «señor». Sea lo que sea lo que te preocupa, dilo de una vez.

—Sí, señor. ¿Y si se despierta y quiere volver a su casa? ¿Y si no quiere quedarse con usted?

—Henry.

—¿Sí, señor?

—Por supuesto que no querrá quedarse conmigo puesto que no me conoce de nada. Por eso mismo tengo que ganarme su confianza. Pero eso me corresponde a mí, no a ti.

—Sí, señor.

Maguire suspiró.

—¿Cuál es ahora el «pero»?

—Pues… que es muy joven y, bueno, bonita. Muy bonita.

—Henry.

—¿Sí, señor?

—¿Me consideras capaz de aprovecharme de una mujer debilitada?

—No, señor.

—¿Crees que mi vida se caracteriza por la ausencia de mujeres atractivas?

—No, señor.

—Por último, Henry, puesto que la he raptado y ocupo una posición de poder, no le tocaría un pelo. ¿Comprendes?

—Sí, señor.

—Ni aunque estuviera ardiendo en el infierno y ella me suplicara, Henry; ni en el caso de que fuera la única oportunidad que me quedara en el mundo de tener sexo. Mientras esté bajo muy cuidado, está a salvo de todo eso.

—Entendido, señor.

—¿Hay alguna otra pregunta que quieras hacerme o puedo volver atrás y echar una cabezada?

—Ninguna pregunta más, señor.

Ocasionalmente Henry demostraba tener algo de sentido del humor, pero el resto del tiempo era como tener cerca a una tía anticuada siempre a su disposición y siempre atenta a que llevara un paraguas si llovía, pendiente de que comiera y de que no pasara ni calor ni frío. Un excelente empleado, aunque a veces, agotador.

Maguire volvió a la cabina de pasajeros, se sentó en el asiento más próximo a Carolina y se cubrió con una manta. Podía haber encendido el ordenador o leído unos documentos, pero descubrió que prefería observarla.

Todo en ella resultaba suave. La piel, el cabello, los labios. No trasmitía la mínima señal de dureza. A Maguire no le costaba creer que hubiera sido capaz de arriesgar su vida por salvar a su hermano pequeño, Tommy, aunque apenas lo conociera. De hecho no le costaba imaginar que ni siquiera titubeara antes de lanzarse a salvar a cualquiera. Por eso era inconcebible imaginar que tuviera la capacidad de lidiar con el tipo de presión que había caído sobre ella en los dos últimos meses, cuando ni la vida ni las circunstancias la habían preparado para ello.

Típicamente, su padre le había regalado el dinero en lo que creía una muestra de generosidad. A Gerald jamás se le habría pasado por la cabeza que con ello estaba sumiendo a aquella joven mujer en un mar de dificultades para las que no tenía herramientas de defensa.

Por eso Maguire sentía la responsabilidad de convertirse en su salvador. Y eso significaba lo que le había dicho a Henry. Daba lo mismo que su piel y su cabello fueran delicados, o que sus labios fueran tan menudos y perfectos como para tentar a cualquier hombre a comprobar la pasión de la que eran capaces. Era una mujer dulce y generosa. Eso era lo que sabía de ella por el momento.

Si detrás de esa superficie había algo más, ya lo averiguaría, pero sin tocarla ni hacerle el menor daño. Por más que le costara.

Capítulo 2

CAROLINA abrió los ojos y frunció el ceño al instante. Teniendo en cuenta el número de camas distintas en las que había despertado los últimos días, cualquiera habría pensado que tenía una vida sexual hiperactiva. Y aunque despertar en camas desconocidas tenía cierta gracia, la sensación de estar mareada y drogada empezaba a resultarle molesta.

Fue recordando escenas aisladas de los dos días previos. Por ejemplo, una pelea entre el misterioso desconocido y el médico del hospital. Aunque no podía oírlos, los vio hacer aspavientos y gestos de indignación. Después de eso… No tenía ningún recuerdo de cómo había salido del hospital, pero sí de haber despertado en una avión de lujo sobre un sofá de cuero extremadamente cómodo. También recordaba a su secuestrador asomándose a verla en varias ocasiones. En una de ellas le había acariciado la mejilla y el cabello.

Después, el aterrizaje por la noche en un pequeño aeropuerto privado. En cierto momento había cenado algo: pollo con cilantro y arroz. Un cilantro maravilloso. También una tortilla. ¿O la tortilla había sido antes? ¿Y no había además otro hombre? Un hombre menudo, joven aunque con cara de persona mayor y expresión preocupada.

Todo era tan confuso. Tenía la sensación de haber dormido durante días. Pero si era así, ¿por qué estaba agotada?

Cuando miró a su alrededor el pulso se le ralentizó. La vista que se divisaba por la ventana podía tranquilizar a cualquiera. También le sirvió para confirmar que no estaba en su casa. En South Bend no había montañas, ni mucho menos la preciosa cordillera con las cumbres nevadas que se veía en la distancia. En South Bend los bosques se habían tornado rojos y dorados para aquella época de octubre, pero no tenían la dramática gama de tonalidades de los pinos y los álamos que contemplaba en aquel momento.

Tampoco el dormitorio era el suyo. Una cosa era que su tendencia al desorden siempre le diera cierto aire caótico y otra que aquél en el que se encontrara fuera espectacular desde cualquier punto de vista.

Una pila de carbón crepitaba en la chimenea de mármol blanco que ocupaba una de las esquinas, delante de la cual había una preciosa alfombra persa en tonos negros, cremas y mostaza. Éste era también el color de la sábana de seda que la cubría, de las paredes y del sofá de cuero situado delante del gigantesco ventanal.

Y fue entonces cuando volvió a ver a su secuestrador.

Estaba sentado en el sofá, mirando por la ventana. Cruzaba las manos bajo la nuca.

Carolina observó lo poco que podía atisbar: la mata de cabello rubio despeinado, liso y fuerte; las uñas recortadas. Al contrario que en la primera ocasión, vestía informalmente. Llevaba las mangas de la camisa subidas hasta los codos, dejando expuestos los antebrazos en las que se veía la cantidad exacta de vello como para que resultara extremadamente masculino.

Carolina asumió que se sentiría aterrorizada. Aquel hombre la había sacado del hospital sin consultar con ella; era fuerte y muy masculino, y no tenía ni idea de lo que pretendía hacerle. Lo lógico era que se sintiera atemorizada, que sintiera pánico. Pero en lugar de eso…

El pulso se le aceleró pero no de miedo. Ni siquiera cuando, como si percibiera que estaba despierta, él giró la cabeza súbitamente y la descubrió mirándolo.

Se puso en pie de un salto y fue hacia ella alzando las manos en un gesto de apaciguamiento para que estuviera tranquila. Se inclinó para agarrar un netbook rojo y le mostró la pantalla, en la que había escrito un mensaje:

Me llamo Maguire. Puedes hablar, pero sé que no puedes oír, así que ésta es la forma de poder comunicarnos. ¿Te parece bien?

Al terminar de leer, Carolina alzó la mirada. Tenía que estar bromeando. ¿Cómo podía parecerle bien nada de lo que estaba pasando? Sin esperar respuesta, Maguire se sentó al pie de la cama y escribió algo más antes de pasarle el ordenador:

Pero no puedes castigarme si cometo muchos errores o si soy demasiado lento.

Se quedó mirándola como si esperara respuesta, pero Carolina se limitó a parpadear. Dudaba de que Alicia en el País de las Maravillas se hubiera sentido más desconcertada que ella. Un desconocido estaba sentado en su cama en un lugar al que la había conducido después de raptarla y pensaba que podía bromear.

—Te quedarás sin recreo si cometes faltas de ortografía —dijo ella.

Aunque no pudo oír su propia voz, evidentemente él sí pudo porque fingió estremecerse y volvió a escribir:

Está bien. Sé tan severa como quieras, pero no olvides que yo tengo el chocolate.

Carolina leyó y lo miró.

—¿Crees que puedes comprarme?

Él escribió: ¿Puedo?