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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Julianne Randolph Moore

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una investigación ardiente, n.º 197 - julio 2018

Título original: The Sex Files

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-853-6

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

—Vamos, Kate —dijo Oliver Vargo al adelantarse en la silla blanca—. No puedo aceptar el mérito de aportar el conocimiento psicológico a la ejecución de la ley. En realidad, no se trata de nada nuevo.

—Por favor, no sea modesto, señor Vargo —replicó Kate Olsen, la entrevistadora pelirroja del programa Vidas brillantes de la NBC y presentadora de las noticias de la noche—. Los perfiles psicológicos que ha producido para el FBI han conducido al arresto de innumerables delincuentes, incluidos muchos que con anterioridad habían cometido crímenes hasta entonces considerados irresolubles.

—Analizar al malvado es tan antiguo como el crimen mismo —respondió agradablemente.

—Sin embargo, algunos expertos menosprecian la creación de perfiles criminales, aduciendo que no es una ciencia exacta —antes de que pudiera responder, Kate se volvió hacia la cámara para comenzar una transición lenta hacia la publicidad—. Para aquellos que sintonicen ahora, nuestro invitado de hoy es el agente del FBI, Oliver Vargo, cuyo primer libro, Cómo piensa el mal, fue uno de los éxitos de ventas más prolongados en la sección de Ensayo de la lista del New York Times —alzó una edición en tapa dura de la mesita que tenía delante para sostenerlo ante la cámara—. Su último libro, Capturar criminales a la antigua usanza, promete lograr un éxito similar.

»Dentro de un momento tendremos que realizar una pausa comercial —continuó, centrándose en Oliver—, pero antes de ello, ¿qué puede decirnos de su fascinante libro?

Él esbozó una sonrisa irónica.

—¿En diez o menos palabras? —bromeó.

—No se preocupe —animó Kate con una sonrisa—. ¡Dispondremos de más tiempo después del corte publicitario!

—Mi libro defiende el trazado de perfiles criminales —respondió Oliver, poniéndose serio—. Algo que, como usted bien ha señalado, Kate, ha sido menospreciado por muchos como una ocupación absurda.

—¿Aun cuando los métodos demuestran tener éxito?

—Sí —continuó con voz profunda—. Los detractores arguyen que realizar perfiles es un método nuevo para solventar crímenes, aunque en realidad es más riguroso que las pruebas científicas que con tanta facilidad aceptamos, como las huellas dactilares, el análisis del cabello o de fibras.

—Fascinante —murmuró Kate con ojos encendidos—. En beneficio de aquellos que acaben de incorporarse al programa, ¿qué es exactamente el trazado de un perfil?

—El modo de solventar crímenes a la antigua usanza —explicó.

—¿Y qué hace falta para convertirse en un especialista en dicho campo?

—Muchos estudios —bromeó—. Los expertos poseen titulaciones en la aplicación de la ley y en psicología. Algunos, como yo, continuamos para sacar diplomas de postgrado. Técnicamente, yo soy un psicólogo licenciado.

—Vaya —comentó ella.

—Sí —convino Oliver—, es estimulante. Cuando realizamos perfiles, jugamos a ser detectives de salón, como solía hacer Sherlock Holmes. Lentamente recorremos el escenario de un crimen, fingiendo ser el criminal, para meternos en su mente...

Con cada palabra, Oliver proyectaba más intensidad; las cejas fruncidas acentuaban una frente alta, desde la cual un pelo negro y ondulado caía hacia atrás.

—Intentamos pensar, ver y sentir como el criminal.

Por primera vez en los tres años que llevaba emitiéndose Vidas brillantes, Kate daba la impresión de no haber oído ni una palabra pronunciada por su entrevistado. Parecía hipnotizada por el rostro de Oliver.

Él parpadeó, como si hablar del trabajo lo hubiera transportado a un planeta alienígena del que en ese momento regresara.

—¿Sí?

—Sabemos que trata con el lado más oscuro de la naturaleza humana, señor Vargo, pero ¿qué me dice del más luminoso?

—¿El lado más luminoso? —pareció inseguro.

Ella sonrió con expresión indulgente.

—Sí, el más luminoso. ¿Qué hace para divertirse? —al dar la impresión de que aún parecía un poco desconcertado, continuó—: De acuerdo con su biografía, está soltero y reside en Quantico, Virginia, cerca del cuartel general del FBI.

—Cierto, pero este año he viajado, Kate, y durante las siguientes seis semanas, estaré destinado aquí, en Nueva York. Desde el Día de Acción de Gracias hasta la Navidad.

—A pesar de todo el trabajo que realiza, ¿piensa tomarse unos días libres para estas fiestas?

—Claro. Aunque mis padres pasarán la Navidad fuera del país y mi hermana se va de vacaciones con una amiga. Supongo que... —pareció perplejo.

—¿Quiere decir que no hay nadie especial?

 

 

Durante la pausa que siguió, la rubia alta que miraba el programa cambió de postura. Hizo una mueca de incomodidad por el tanga que llevaba. Al acomodarse contra el cabecero forrado de satén de la cama enorme del Plaza Hotel, gimió cuando los movimientos hicieron que sus pechos se salieran del pronunciado escote, y luego sintió que las lágrimas le aguijoneaban los ojos. Deseó poder llorar, pero no lo hacía desde...

Desterró el pensamiento. Tenía una mano sobre el mando a distancia y la otra sobre la tapa del último libro de Oliver Vargo.

—Vamos —susurró, al tiempo que movía la cabeza para apartar un mechón de su pelo color miel que caía sobre uno de sus ojos castaños, oscureciéndole la visión—. ¿Hay alguien especial? —si Oliver tenía una amante, podría interferir con sus planes de ponerse en contacto con él.

Kate Olsen volvió a girar hacia la cámara.

—Lo siento, pero tendremos que esperar hasta después de la publicidad para conocer la respuesta. Así que no se vayan. Cuando volvamos, el agente y escritor Oliver Vargo nos contará si su vida privada es tan aventurera como su vida profesional.

La espectadora bajó la vista y miró su fotografía.

—Lo reconocería a un millón de kilómetros —murmuró y contuvo el aliento. Después de todo, hacía tiempo que era una admiradora de su trabajo, y toda la tarde lo había estado siguiendo por Manhattan, preguntándose cuál sería la mejor manera de abordarlo.

Deseó poder llorar, pero aún seguía conmocionada. El día anterior una bala casi le había quitado la vida, y en ese momento necesitaba desesperadamente la ayuda de Oliver Vargo. Ya había tenido un día duro cuando a última hora de la tarde había ido a la casa de su novio, para encontrarlo con otra mujer en la cama, una mujer a la que había reconocido de un cartel que proclamaba que se la buscaba como ladrona de bancos. A pesar de lo increíbles que parecían los acontecimientos, eran verdaderos. El nombre de la mujer era Susan Jones. Y peor aún, el hombre en cuestión, Miles McLaughlin, su novio, era un agente del FBI.

En cuanto entró en el dormitorio, Susan Jones se había apartado de Miles, sacado el revólver de él de la mesilla de noche y apuntado a su corazón. Ella se había quedado paralizada, de pie como un ciervo atrapado por los focos de un vehículo, preguntándose qué hacía su novio con esa mujer. La conmoción, la traición y el terror la habían invadido al oír la voz de Susan al volverse hacia Mike y preguntarle: «¿Qué hace ella aquí?»

Entonces la bala había estallado, astillando la madera del marco de la puerta cerca de su cabeza. Aterrada, había girado para correr primero por el pasillo y luego por las escaleras. Se hallaba ante la puerta de la planta baja cuando oyó un segundo disparo. No había mirado atrás. Con el corazón desbocado, había seguido a la carrera. Y desde entonces no había parado de huir.

Se había sentido tan conmocionada y asustada, que había transcurrido una hora antes de asimilar por completo lo visto. Ya resultaba asombroso encontrar a un agente del FBI en la cama con una ladrona de bancos. Devastador, si se tenía en cuenta que había sido su prometido. Pero al calmarse, había recordado la maleta abierta que había visto bajo la cama. A rebosar de dinero, sin duda del atraco por el que se la buscaba. ¿Estaría su prometido, ex prometido, involucrado en los delitos de esa mujer?

Con un escalofrío, en ese momento pensó que odiaba a los hombres. Sí, esa traición era la gota que colmaba el vaso. Era cierto que quien había intentado matarla había sido una mujer. Pero, en última instancia, el responsable de lo sucedido era un hombre... e iba a hacer que pagara. Asimismo, Oliver Vargo era el hombre perfecto al que adjudicarle el papel de ángel vengador.

A pesar de su terror, cada vez que miraba a Oliver Vargo, algo en su interior se derretía y la impulsaba a recapacitar sobre su venganza jurada sobre los hombres en general. Volvió a temblar. De no ser por su profesión, nada de eso habría sucedido. ¿Acaso su madre no se había espantado, diciendo que se ganaba la vida de una forma muy peligrosa? Pero ¿quién habría podido prever que mientras trabajaba iba a encontrarse con un agente del FBI corrupto?

—Tengo que localizar un sitio seguro en el que esconderme cuando deje la habitación —musitó.

¿Dónde? Pasarían horas hasta que Oliver Vargo saliera de trabajar y pudiera solicitar su ayuda. No disponía de tiempo para vestirse y alcanzarlo al abandonar el estudio de televisión. No estaba segura de confiar en él, pero necesitaba ayuda de alguien inteligente dentro del FBI que supiera usar un arma y no le importara proteger a una mujer. Oliver parecía honesto, aunque las apariencias podían engañar. No obstante, como conocía su trabajo, y porque Miles era un agente, se sentía más segura recurriendo a él antes que a la policía...

Según los datos que figuraban en la contraportada del libro, estaba soltero y vivía solo, tal como había dicho Kate Olsen, pero la foto lo mostraba tendido en una hamaca delante de un hogar familiar. Leía un libro.

—¡Ya estamos de vuelta de la publicidad! —interrumpió la voz de Kate Olsen—. Nos encontramos con el agente del FBI, Oliver Vargo, autor de Cómo piensa el mal y Capturar criminales a la antigua usanza. Bueno, Oliver —prosiguió—. Sabemos que ha estado recorriendo el país para entrenar a otros agentes del FBI en la tarea de trazar perfiles de criminales, a la vez que promocionaba su libro. Pero ¿por qué ha venido a Nueva York?

—Para ayudar en los últimos toques de un nuevo software del departamento —explicó.

—¿Podría contarnos más?

—Claro. Nuestro nuevo software se llama Combinación rápida. Como ya he mencionado, los que trazamos perfiles reunimos hechos sobre posibles sospechosos, imaginando cómo piensa y siente el criminal. Ahora bien, con Combinación rápida el FBI podrá introducir la información en los ordenadores y generar fotos de sospechosos.

—¿Fotos?

—Muy parecidas a las fotos de verdad —asintió—. Sabremos el aspecto que podría tener ese criminal. A medida que trabajamos, deducimos hechos sobre el sospechoso... cosas como el género o la raza. Altura y peso. Color de pelo y ojos. Al introducir esos datos en Combinación rápida, el ordenador generará una foto.

—¿Como el retrato trazado por los dibujantes de la policía?

—Exacto, Kate. Salvo que esto es más sofisticado. La imagen es más precisa y con calidad fotográfica.

—Sorprendente —musitó Kate, como cautivada—. ¿De verdad cree que la fotografía de un sospechoso, una generada por la introducción de datos sobre un delito, podría ser idéntica a la del verdadero criminal cuando lo capturen?

—Sí. Absolutamente. Nuestras imágenes generadas por ordenador se parecerán a los delincuentes cuando los arrestemos. Suena asombroso, pero las nuevas tecnologías no paran de desarrollarse.

Kate frunció el ceño.

—Pero ¿cómo encaja la utilización de la tecnología punta en la captura de los criminales a la antigua usanza?

Oliver rio entre dientes, como concediéndole un punto.

—No encaja, Kate. Yo soy de la vieja escuela. Y he venido a Nueva York para desempeñar el papel de abogado del diablo con el equipo creador de Combinación rápida. Mi trabajo consiste en señalar todos los puntos que la tecnología pase por alto.

—¿Y entonces?

—Me vuelvo a Quantico, a casa —sonó aliviado.

—¿Donde su vida personal es tan fascinante como su vida profesional?

Oliver movió la cabeza.

—Créame —bromeó—, me vale con el estímulo que recibo en el trabajo. Es la vida de mi hermana menor, Anna, la que echa humo. Vive aquí en Nueva York y trabaja como estadística para... —hizo una pausa teatral—. Los expedientes del sexo.

¿Los expedientes del sexo? —murmuró la telespectadora.

El informe anual de las divertidas estadísticas sobre el comportamiento erótico de los estadounidenses estaba siendo anunciado por todo Manhattan, en los autobuses y en las estaciones del metro.

—¿Puede ofrecerle a nuestra audiencia un adelanto? —instó Kate.

—Es alto secreto. Solo puedo decir que son los mejores expedientes de sexo que se han publicado hasta ahora, y no debería olvidarse de comprar su ejemplar.

Al ver cómo alababa el trabajo de su hermana en vez del propio, la telespectadora se emocionó.

—Tiene valores familiares —susurró—. Una buena señal —quizá lo obsesionara el trabajo, pero daba la impresión de poseer integridad.

—Bueno —concluyó Kate—, la próxima vez que venga a este programa, quiero que nos haga un gran favor.

—Lo que quiera, Kate.

La presentadora sonrió.

—Quiero que extraiga las estadísticas de Los expedientes del sexo, todos los hechos acerca de las conductas más eróticas de Estados Unidos, y pase la información por el nuevo software del FBI, Combinación rápida.

Oliver rio entre dientes.

—Comprendo. Quiere que genere fotografías que muestren el aspecto que tendrían el hombre y la mujer más sexys... si es que existen —antes de que ella pudiera responder, continuó—: Encantado, Kate, pero antes de despedirnos de nuestro público, me gustaría añadir que por lo general encuentro a las mujeres igual que resuelvo los crímenes.

Cuando Oliver Vargo miró a la cámara, la mujer rubia volvió a temblar, y por primera vez desde la noche anterior, no fue por miedo, sino por la mirada oscura y penetrante de ese hombre. Sintió un nudo en el estómago y el cuerpo le hormigueó.

—Me gustaría ver el efecto que tienes sobre las mujeres en la vida real —murmuró.

Durante un segundo, dio rienda suelta a sus sensaciones y olvidó sus problemas. Nadie había intentado matarla. Podía ir a casa y al trabajo, usar sus tarjetas de crédito y del banco. También llevaba puesta ropa de su medida. Ropa que imaginaba que Oliver Vargo le quitaba...

—Encuentro mujeres del mismo modo que resuelvo los crímenes —repitió él, antes de añadir—: A la antigua usanza.

Ella movió la cabeza para aclararse los pensamientos. No cabía duda de que cualquier acto sexual con ese hombre sería estupendo, pero en ese momento tenía otras necesidades. Aunque no confiara plenamente en él, iba a tener que solicitarle ayuda.

 

 

—Vamos, Gran Hermano —suplicó Anna Vargo al día siguiente al mediodía, mientras se sentaba en el escritorio de Oliver y sacaba dos sándwiches de una bolsa de papel—. ¡La idea de Kate Olsen fue inspirada! Lo único que quiero es que introduzcas las estadísticas de Los expedientes del sexo en tu software especial.

Oliver gimió con la vista fija en el monitor, que listaba a los criminales más buscados del país.

—Estoy trabajando.

—Vamos —instó impasible—. Te he traído uno de jamón y queso Gouda, de pan integral y con mostaza —movió el sándwich delante de él—. Tu favorito. Además, si no me ayudas, llamaré a mamá y a papá.

—Están en Utah. Y no olvides que el soborno es ilegal —replicó, aceptando el sándwich—. Parece que olvidas que hablas con un agente del FBI.

—Claro. Pero al que he visto con pantuflas.

Mientras él le daba un bocado al sándwich, ella le sonrió con dientes igual de blancos y rectos que los de su hermano. También tenía el pelo negro y ondulado, aunque vestía con más elegancia, con unas gafas negras de montura gruesa, una cazadora negra de piel y unos vaqueros negros. Oliver llevaba unos pantalones de pana gruesa y una camisa blanca.

—No tengo pantuflas, Anna.

—Hablaba metafóricamente —dio un bocado a su propio sándwich y lo ayudó a bajar con un sorbo de café—. Ese es el problema con los agentes de la ley —reprendió—. Carecéis de imaginación. Sois demasiado literales. Vamos, Ollie, solo te llevará un minuto —se terminó la primera mitad del almuerzo—. Todo el mundo en la oficina quiere saber qué aspecto tiene el hombre más erótico de Estados Unidos. Y tú eres el único que nos lo puede mostrar.

Con una sonrisa, él abrió los brazos.

Ella puso los ojos en blanco.

—Oh, por favor —sacó un CD del bolsillo de la cazadora—. Toma. Introduce esto en el CDROM.

Le costaba negarle algo a Anna. Era la única mujer en el mundo que podía llamarlo Ollie.

—¿Son los nuevos expedientes de sexo? —preguntó mientras seguía comiendo—. ¿Sabes?, vas a conseguir que me despidan.

—No —sonrió—. Eres demasiado bueno en tu trabajo.

—El orgullo antecede a la caída.

—Oh, no te pongas puritano —gimió—. Por las chispas que volaban en Vidas brillantes, imaginaba, junto con todo el mundo, cómo habríais terminado la velada Kate Olsen y tú después del programa.

—No lo hicimos —repuso.

No era que Kate Olsen no lo hubiera intentado. Había entrado en su camerino sin llamar, y al descubrir que solo se estaba cambiando la camisa y no los pantalones, se mostró desilusionada.

Y Oliver no sabía por qué no había aceptado la invitación de la presentadora. Pero desde que había terminado la construcción de su casa soñada cerca de Quantico, las mujeres no habían tenido la misma atracción. Suponía que se debía a que empezaba a buscar algo más que sexo. Alguien que lo intrigara lo suficiente como para compartir la vida con ella. O quizá solo había estado demasiado cansado.

Entre las conferencias de trabajo, los viajes a escenarios de crímenes no resueltos por todo el país y la promoción de su nuevo libro, en los últimos veinticinco días había estado en cincuenta ciudades. Y el ruido de Nueva York hacía que le costara dormir.

Por lo menos Anna se marchaba al día siguiente. Quería a su hermana y lamentaba que apenas pudieran verse durante su estancia, pero ella lo visitaba en Quantico los fines de semana. Por desgracia, su presencia en Nueva York había coincidido con unas vacaciones que ella había planeado con Vic, fotógrafo de Los expedientes del sexo y novio de ella. En cuanto se marcharan a las Islas Vírgenes, Oliver podría trasladarse del hotel al pequeño pero silencioso apartamento que tenían en el West Village.

Miró alrededor de su despacho, y decidió que lo único peor que los hoteles era el nuevo FBI sin papeles.

Como cualquier otra empresa grande, el FBI había llegado a la conclusión de que las copias físicas ocupaban demasiado espacio. Los datos se empezaban a transferir a ordenadores y luego se destruían. El problema radicaba en que había un margen de error grande al depender de la información electrónica. Por ejemplo, cuando el billete electrónico que había encargado de Los Ángeles a Nueva York no apareció en el mostrador del aeropuerto, tuvo que comprar otro billete que le costó a la agencia, y en última instancia al contribuyente, el doble del precio inicial.

—¿Sigues aquí, Oliver? —antes de que pudiera responder, su hermana añadió—: Sabes que solo trabajo y nada de juego te vuelve aburrido, ¿no? —con la cabeza indicó a un hombre rubio enfundado en un traje caro que avanzaba entre los cubículos. Una marca de nacimiento le manchaba la mejilla izquierda—. Es Miles McLaughlin, ¿cierto? Se parece a Don Johnson en Corrupción en Miami —hizo una pausa—. Y tienes razón. También parece un imbécil.

Oliver observó al jefe del Departamento de Información de Sistemas, padre del proyecto de un FBI sin papeles y creador del software Combinación rápida.

—¿Qué te lo ha indicado? ¿Que lleva gafas de sol dentro del edificio?

Anna rio y observó a un hombre negro y de complexión ancha, con la cabeza afeitada e igual de peripuesto que Miles.

—Sí. Su compañero parece un Bruce Willis afroamericano.

—Kevin Hall —era la otra mitad del equipo de Combinación rápida—. En su honor, mi siguiente libro lo llamaré Desaparición de pruebas. O tal vez FBI virtual...

—¿Por qué no FBI.com?

—Inteligente.

—Suenas cínico. Creía que respaldabas en todo al FBI.

Públicamente eso había hecho, pero por cada criminal atrapado gracias a los métodos nuevos, otros vagaban libres, y en lo que a él concernía, destruir los registros físicos era una locura.

—Deberías ver lo que sucede abajo.

—¿Tan mal está?

El sótano era un caos. En la primera planta, los ficheros estaban siendo escaneados y guardados en una base de datos central. Arriba, Miles y Kevin mantenían reuniones y anunciaban que en la nueva economía global, las pruebas iban a volverse superfluas.

—Probablemente J. Edgar Hoover se está revolviendo en su tumba —musitó Oliver, consternado.

—Hermano —Anna movió la cabeza—, se te ve sombrío. Creo que Kate Olsen dio en el clavo —riendo y con ojos chispeantes, repitió sus palabras—: «Sabemos que trata con el lado más oscuro de la naturaleza humana, señor Vargo, pero ¿qué me dice del más luminoso?» —guardó silencio un momento y luego se mofó de él—: ¿Lado más luminoso? ¿Divertido? ¿Qué es eso?

Oliver no pudo evitar esbozar una sonrisa.

—Lo que me recuerda algo —prosiguió ella—. Mientras esté en las Islas Vírgenes, prométeme que conocerás a gente. Te dejo números de teléfono de todas las amigas que se quedaron prendadas de ti al verte en la tele. Todas te desean de la más lujuriosa de las maneras.

—De modo que fuiste tú quien guardó todos esos preservativos en mi cartera.

—¿Quién creías que había sido? ¿El hada de los preservativos? —rio entre dientes—. Pareces tenso y extenuado, y necesitado de unas vacaciones. Como fue hace tanto tiempo que ya lo debes haber olvidado, el sexo es lo más parecido a unas vacaciones cuando no tienes tiempo de salir de la ciudad.

—No fue hace tanto.

Anna le clavó una mirada penetrante.

—¿Lo hiciste con Kate Olsen?

—No es asunto tuyo.

—Lo suponía —respondió ella—. Diviértete en mi ausencia. Trabajas todo el tiempo, Ollie.

Igual que ella. Y eran afortunados de que les gustaran sus trabajos. El novio de Anna, Vic, era igual de apasionado y podía estar hablando horas sobre las distintas maneras que tenían los fotógrafos de manipular imágenes. A Kate Olsen también le gustaba el trabajo que realizaba, y era una pena que no le hubiera hecho oír campanas. La verdad era que últimamente había rechazado a la mayoría de las mujeres. Era como si en lo más hondo, hubiera trazado una imagen de lo que realmente buscaba y en ese momento solo esperara que su mujer soñada se materializara.

—He cambiado de idea —anunció Anna, sacándolo de sus reflexiones al tiempo que introducía el CD de Los expedientes del sexo en el CDROM del ordenador de su hermano—. Primero obtendremos la foto de la mujer más sexy. Eso te pondrá en marcha, así estarás dispuesto a llamar a todas mis amigas, que se mueren por conocerte.

Desde luego, era más interesante que conseguir una impresión del hombre más sexy.

.

 

Oliver quedó sorprendido por la facilidad con la que se adentraba en la fantasía. Se enorgullecía de no ser sexista y de que una mujer le gustara por su mente, aunque también disfrutaba plenamente del resto.

—Desde luego, si yo fuera mujer —comentó, mesándose el pelo— odiaría este tipo de cosas.

—Pero eres un hombre —rio Anna.

Y como tal, debía reconocer que esa mujer de fantasía le resultaba atractiva.

—Entendido.

—Ahí hay un vínculo —apretó el botón del ratón y la pantalla se llenó con la imagen de la mujer más sexy de América—. De modo que este es el aspecto que tendría Cameron si fuera real.

Oliver sintió como si alguien le hubiera dado un puñetazo. Tenía el pelo de un rubio oscuro, de una tonalidad que la mayoría llamaría «miel». Con un aspecto tan suave como la seda, colgaba en oleadas suaves más allá de los hombros, para rizarse allí donde los extremos descansaban sobre un jersey de cachemira.

Bajó la vista a los pechos. Unos pezones levemente excitados se endurecían bajo la blusa. En contraste con lo que había sentido con Kate Olsen, imaginó que coronaba esas cimas y pasaba la lengua sobre las cumbres estimuladas y satinadas. Cuando subió la vista hacia la cara, no fue capaz de apartar los ojos. Tenía un cuello hermoso, redondeado y blanco. Y el rostro...

—Me recuerda a las estrellas de cine de los años cuarenta.

—Verónica Lake, quizá —convino Anna.

El pelo, dividido en una línea irregular, le enmarcaba la cara, ondulándose sobre unos ojos grandes y separados, lo cual le proporcionaba un aire de misterio. Miles McLaughlin no bromeaba cuando alabó la calidad fotográfica de las fotos generadas por Combinación rápida. Desde luego, Cameron parecía real. Y extrañamente familiar.

Oliver juraría que la había visto en alguna parte, pero sin duda se debía a que era una mujer cliché, rubia, con los ojos oscuros y un cuerpo perfecto. Mientras seguía examinándola, tuvo que recordarse que en realidad no existía.

El rostro estaba más próximo a ser redondo que ovalado; tenía los pómulos altos y sesgados. Unas cejas claras se enarcaban sobre una piel sin poros y de tonalidad rosada. Desde luego, la boca exigía un beso, con los labios rojos y brillantes entreabiertos, que revelaban la punta aterciopelada de una lengua.

—Antes de dejarte llevar, Oliver —murmuró Anna, que estudiaba su expresión—, por favor, recuerda que no es real.

Apenas la oyó.

—Volveré cuando no estés tan deslumbrado —continuó antes de plantarle un beso en la mejilla—. Sigo queriendo ver al chico más sexy. Pero ahora se me hace tarde. He de ir a comprar otro bañador para llevarme a las islas. ¿Nos vemos en la cena? Después del trabajo, Vic y yo queremos invitarte a La Pequeña Italia. Queremos que conozcas a una amiga. Si os caéis bien, podéis pasar juntos el Día de Acción de Gracias o la Navidad. Su familia...

—Se va fuera, igual que Vic y tú, y que mamá y papá. Vamos, deja de preocuparte por mí. Estaré bien durante las fiestas. Y conseguiré mis propias citas.

—¿Cuándo?

Se encogió de hombros y volvió a clavar la vista en la pantalla. Cuando alzó la cabeza, Anna se había ido. Instintivamente, giró la cara hacia la ventana, justo en el momento en que un relámpago surcaba el cielo e iluminaba la entrada de Grand Central Station.

El fulgor duró lo que un latido, pero el tiempo suficiente para quedarse boquiabierto. Estaba seguro de que se había vuelto loco. Pero la había visto allí de pie. Movió la cabeza con incredulidad, aunque habría jurado que acababa de ver a la misma mujer cuya imagen llenaba la pantalla del monitor.

—Cameron —murmuró. Era imposible. No era ella. No podía ser.

No, había sido un truco del relámpago y de la distancia. Además, Cameron ni siquiera era real. Solo se trataba de una imagen generada por ordenador que habían obtenido al cruzar Los expedientes del sexo con Combinación rápida.

Y, sin embargo, habría jurado que la había visto de pie bajo un toldo, mirándolo. Era exactamente igual a la imagen, en cada detalle, alta y con un cuerpo curvilíneo, el pelo ondulado que le caía sobre un ojo. Había llevado una gabardina verde. Se le resecó la boca al acercarse a la ventana. Hombre poco dado a los vuelos de la imaginación, los labios formaron una línea sombría al bajar la vista a la calle, atravesando la lluvia y la oscuridad.

Sin embargo, cuando otro relámpago atravesó el cielo, la mujer ya no estaba.