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LA ENVIDIA
PASIÓN TRISTE

Traducción de
Juan Antonio Méndez

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Pecados capitales

Colección dirigida por:
Carlo Galli

VOLÚMENES:

La ira, Remo Bodei
La avaricia, Stefano Zamagni
La gula, Francesca Rigotti
La lujuria, Giulio Giorello
La envidia, Elena Pulcini
La pereza, Sergio Benvenuto
La soberbia, Laura Bazzicalupo

Elena Pulcini

La envidia
Pasión triste

Título original: Invidia. La passione triste
© 2010 by Società editrice il Mulino, Bologna
© de la traducción, Juan Antonio Méndez, 2017
© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.com
www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-199-0

Índice

I. Pasión triste

1. Miradas maliciosas

2. En comparación

3. Contra sí mismos

4. «Ressentiment»

5. La envidia pasa a la acción

II. Sabiduría griega

1. «Phthonos»

2. La envidia de los dioses

3. Poner freno a la «hybris»

III. Pecados medievales

1. Por obra del diablo

2. Segunda de siete: la envidia, pasión social

3. Vicio sin placer

IV. Pasiones modernas, patologías democráticas

1. El yo débil y competitivo

2. Capitalismo triunfante: el «homo œconomicus»

3. La riqueza y el prestigio

4. Los riesgos de la igualdad

5. Envidia y justicia

V. Envidiar o ser envidiados

1. ¿Quiénes son los envidiados?

2. Miedo y deseo de la envidia de los otros

3. Las mujeres, ¿envidiosas o envidiadas?

4. La envidia entre mujeres

VI. Ambivalencias postmodernas

1. En un mundo líquido

2. Pasiones tristes

3. Pasiones violentas

VII. ¿Un mundo sin envidia?

1. Combatir las pasiones con las pasiones

2. Amor y emulación

3. La estrategia de la autenticidad

Nota bibliográfica

I

La pasión triste

1. Miradas maliciosas

¿Es tan monstruosa la envidia? Por muy frecuentemente que los acusados confiesen horribles acciones con la esperanza de mitigar así el castigo al que se han hecho acreedores, ¿hay alguien que haya confesado seriamente ser envidioso? Hay algo en la envidia que la mayoría de los hombres siente más infamante que el peor de los delitos. Y no se trata solo de que se la niegue, sino que hasta los mejores dan muestras de incredulidad cuando la ven realmente atribuida a un hombre inteligente. Pero, dado que anida en el corazón, no en el cerebro, no existe grado alguno de inteligencia que sirva de protección contra ese mal.

Observador perspicaz de los más oscuros rincones del alma humana, Herman Melville no podía dejar de sorprenderse ante este mal oscuro, por esa monstruosidad que nadie está dispuesto a confesar. Así que digámoslo de inmediato: la envidia es el único de los siete pecados capitales que nadie está dispuesto a admitir, el más ambiguo y el más obsceno, entendiendo por obsceno, precisamente, lo que se considera indecente y que, por tanto, no puede mostrarse. Melville nos cuenta aquí una historia, una historia triste: la de Billy Budd, marinero enrolado en la marina británica que no dejará de estar en el punto de mira del suboficial John Claggart hasta que le condenen a muerte. Billy es guapo, generoso hasta el punto de superar la desconfianza de sus propios compañeros y hacerse con su simpatía; es inocente, tan privado de malicia como para negarse a reconocer la maldad de Claggart y las trampas que le tiende para hacerle quedar mal. Y son precisamente estas cualidades las que provocan el rencor del suboficial, del que, en realidad, apenas si sabemos que probablemente la vida le ha puesto duramente a prueba, robándole la inocencia, obligándole a una existencia huraña y oscura. Así es como la envidia por la luminosidad de Billy madura y crece en la sombra, sorda y silenciosa, tanto más insidiosa cuanto más oculta y disfrazada de falsa benevolencia.

«La envidia silenciosa crece en el silencio», observa Nietzsche en su Humano, demasiado humano, en alusión a la naturaleza huidiza y astuta de esta pasión, que es difícil de reconocer precisamente porque, a diferencia de las demás, parece que no se expresa con signos evidentes. Sin embargo, sí que hay una señal inequívoca que puede captarse en la mirada del otro. Dicho de otra manera, el único indicio evidente y reconocible es la mirada, una mirada oblicua, rencorosa y doliente.

Y continúa Melville: cuando la mirada de Claggart, sin que se diera cuenta, se posaba en Billy que zascandileaba por el puente superior […] aquellos ojos estaban repletos de contenidas lágrimas de fiebre. Entonces Claggart parecía un hombre que sufriese. Y a veces la expresión melancólica mostraba también una huella de tierna pasión, casi como si Claggart hubiera amado a Billy a pesar del obstáculo del destino. Pero solo era un instante y, rápidamente, como si se arrepintiera, se endurecía su mirada y se contraían los rasgos del rostro, adoptando el aspecto de una nuez perfectamente arrugada.

No es ninguna casualidad el hecho de que la mirada tenga tanto que ver con la envidia, tal y como confirma la misma etimología de la palabra: in-videre quiere decir, precisamente, mirar mal, mirar de reojo, de través. Irradia y golpea a través del ojo, un «ojo maléfico» que tiene el poder, más o menos intencionado, de instilar de vez en cuando la desventura en las víctimas seleccionadas. Evil eye, lo llama precisamente Bacon en sus Ensayos, remitiéndose a una larga tradición que cuenta con raíces muy lejanas, en cuanto que se remonta, al menos, hasta los griegos y que, como veremos, irá a instalarse en la superstición popular del «mal de ojo». Del ojo parten, dice Plutarco en sus Cuestiones, esos rayos envenenados y mortales cuyo origen encontramos en las regiones más profundas del alma. ¿Cuántas veces hemos podido captar en la mirada del otro ese relámpago torvo y oblicuo que, quizá solo fugazmente, se posa sobre nosotros provocándonos una inexplicable sensación de denso malestar? Si nos damos cuenta, si conseguimos captar esa la mirada, podemos, al menos, estar alerta, reconocer la señal y tomar conciencia de ello. Sin embargo, con frecuencia somos víctimas inconscientes de todo esto porque, como en el caso de Billy, el fogonazo envidioso es tan rápido e imprevisible que a una naturaleza ingenua y confiada le cuesta reconocerlo.

A veces, viendo que el joven gaviero se acercaba, Claggart se apartaba para dejarle pasar y se quedaba a su lado con el irónico centelleo de dientes de un Guisa. Y en caso de un choque imprevisto, un flujo de sangre enviaba chispas desde sus ojos como el yunque de una fragua negra. Era una luz fugaz ardiente y extraña que venía desde órbitas que hasta ese momento habían sido de un tinte violeta oscuro, una dulcísima sombra.

Cuanto más imperceptible es la mirada aviesa, más poderosa será y quien se constituya en su objeto se convertirá entonces en una víctima inerme. «Si la serpiente muerde sin silbido [dice el monje Giovanni Cassiano, con quien volveremos a encontrarnos más adelante] el encantador no tiene cura.»

Una representación magistral del ojo venenoso es la de la Mesa de los pecados capitales de Hyeronimus Bosch, en el Museo del Prado de Madrid, en el cuadrante dedicado, precisamente, a la envidia: unos cuantos personajes (hombres y mujeres) que están asomados a la ventana miran de reojo a un señor bien vestido y de rango evidentemente superior que, ignorante, está contemplando su halcón, mientras que en el extremo de la pintura un pobre hombre camina con la cabeza baja con un saco sobre los hombros mirando al suelo, demasiado humilde para participar en la dinámica envidiosa (véase en el encarte, fig. 10). ¿Qué se nos oculta entonces en esa mirada y, al mismo tiempo, qué se nos revela? Adentrándonos en una primera aproximación a la definición de la envidia, podríamos decir que en esa mirada se expresa un rencoroso disgusto, un malestar respecto del bien, respecto de las cualidades, respecto de la superioridad del otro; «el sentido de mortificación y hostilidad provocado por el hecho de constatar las superiores ventajas que otro posee», puntualiza, por ejemplo, el Oxford Dictionary. Sí, pero ¿por qué? Porque, y este es el punto fundamental, el bien del otro se percibe como una amenaza a la propia identidad, al propio valor y a la propia superioridad, incluso, como dice Schopenhauer, como una merma en la propia felicidad. «Dado que se sienten infelices, los hombres no soportan la visión de cualquier otro que les parece feliz […] un ser humano, a la vista del placer y de los bienes de otro, percibirá entonces sus carencias todavía con mayor amargura» (Parerga y paralipómena).

El «mordisco» de la envidia, como lo llama Francesco Alberoni en Los envidiosos, ese espasmo doloroso que a nuestro pesar nos atenaza, a la vista de alguien que tiene lo que nosotros no tenemos y que deseamos, es producto del vértigo de la carencia, de la pérdida: la belleza de la amiga que colecciona conquistas, la casa lujosa del vecino, la mayor popularidad del propio alumno, la promoción profesional de un colega, la riqueza de un pariente, se convierten en ataques dirigidos a nuestro propio ser, de los cuales, aunque solo sea por un instante, percibimos el fallo, la derrota, la caída. Es decir, lo que pasa es que alguien interrumpe nuestro deseo de expansión, de autoafirmación, de sobresalir, un deseo infinito, ontológicamente ilimitado, que de pronto choca con un límite insalvable, arrojándonos al abismo de nuestra impotencia. «La envidia en el sentido corriente de la palabra [dice Max Scheler, que ha indagado en los aspectos más destructivos de esta pasión] procede del sentimiento de impotencia, que se opone a la aspiración a un bien por estar este en posesión de otro» (El resentimiento en la moral). En evidente sintonía con la aguda observación de Scheler, Salvator Natoli, en su Diccionario de los vicios y de las virtudes, ha definido eficazmente la envidia como «el tormento de la impotencia».

Ahora bien, no está de más precisar que, de por sí, nada hay de malo en el deseo de expansión: forma parte de la naturaleza humana, es una necesidad imprescindible del ser, un impulso vital que tantas cosas buenas ha producido en la historia de la humanidad. Incluso cuando degenera en delirio de omnipotencia, en arrogante impulso por superar todos los límites, como en la hybris luciferina o fáustica, ese impulso conserva de hecho una especie de grandeur: la grandeur de la soberbia, de la que conocemos perfectamente sus consecuencias, pero que, a pesar de todo, de manera absolutamente secreta ejerce en nosotros la fascinación de la revuelta, de la transgresión, del poder. No por casualidad, contrariamente a la envidia, la soberbia gusta de mostrarse y de declararse. Se dice que la envidia es una especie de inversión especular de la soberbia: cuando nuestro ilimitado deseo sufre una frustración, cuando, como decíamos, choca con el límite, entonces se cae, se precipita como Lucifer en la degradación de la derrota: el poder se convierte en impotencia, la sensación de superioridad se convierte en sensación de inferioridad, el orgullo se transforma en rencor; la confianza en la propia valía, en fracaso; y de la impotencia nace inexorable el impulso envidioso. Todo esto es cierto y nos confirma esa compleja ambivalencia de las pasiones que con frecuencia somos incapaces de reconocer, paralizados como estamos, nosotros los modernos, por esquemáticos parámetros racionales. Sin embargo, todo esto no acaba de dar cuenta plenamente de la peculiaridad de la envidia. Porque aquí, a diferencia del resto de los vicios, tenemos que vérnoslas con una dinámica exquisitamente relacional. ¿Por qué él/ella sí y yo no? Esta y no otra es la pregunta que, en el fondo, duele y precisamente atormenta. Dado que la hybris del Yo no tolera parones ni límites ni intrusiones, el bien del otro aparece como un ataque al propio deseo, una disminución del propio ser: «diminutivum propriae gloriae vel excellentiae», precisa Santo Tomás en su Summa teológica. El otro irrumpe, en general sin intención, en el universo del sujeto interrumpiendo sus pretensiones, agrietando su autoestima, revelando su inferioridad. La excelencia del otro, cualquiera que sea su fuente, es percibida por el sujeto como una disminución de la propia. Se instaura así una especie de juego de suma cero en el que el Yo pierde lo que el otro gana, y viversa.

El que tiene talento [dice Kierkegaard en sus Discursos cristianos], tendrá cada vez más, pero en un sentido caracterizado por la envidia, es decir en el sentido de que él sacará directamente ventaja por el hecho de que los demás se vuelvan cada vez menos dotados en comparación con el crecimiento de su talento.

2. En comparación

Si un joven escritor escribe un libro que tiene más éxito que el mío o gana un premio literario al que yo secretamente aspiraba, eso supone para mí lo que los psicoanalistas llaman una herida narcisista. Este es el caso descrito por Muriel Spark en su cáustica novela Envidia, en la que un escritor frustrado e insatisfecho, Rowland, afectado por una especie de bloqueo creativo, se ve superado por su jovencísimo discípulo, Chris, reconocido por todos, poco importa si con razón o sin ella, como novelista de más talento y prometedor. Chris juega despreocupadamente con la envidia de Rowland y llega a convertirse para él en una obsesión capaz de agostar luego su vena creativa. La herida narcisista se hace más y más profunda en la medida en que uno se siente que hay alguien, otro, que le despoja de aquello que más aprecia. Encontramos la más excelente de sus representaciones en la historia del músico Salieri y de su joven rival Mozart, que se ha hecho célebre a partir de la película de Milos Forman Amadeus (brillante adaptación de la obra teatral de Peter Schaffer). En la Viena de finales del siglo XVIII, Mozart irrumpe en la escena con su genio y su impertinencia, oscureciendo inmediatamente la fama del compositor oficial de la corte. ¿Cómo puede este muchacho obsceno y vulgar –se pregunta Salieri rojo de desprecio– contener en sí la divina belleza de la música? ¿Cómo puede haberle seleccionado Dios, traicionando el pacto que el viejo músico había firmado con él ofreciéndole su castidad a cambio de la gloria? De nada ha servido el sacrificio de Salieri, que ahora, perfectamente consciente de su incapacidad para competir con Mozart, se va hundiendo cada vez más en la amargura y en el rencor.

Más adelante tendremos ocasión de ver que la envidia está directamente relacionada, sobre todo en la era postmoderna, con el narcisismo. Lo que sí podemos poner de relieve inmediatamente es que se trata de una pasión relacional y relativa: el propio bien o el propio valor, tanto si es material como espiritual o intelectual, se mide siempre a partir del bien o el valor del otro. Entre los filósofos, Kant había captado perfectamente este aspecto cuando afirmaba en su Metafísica de las costumbres, que la pasión envidiosa es «un resentimiento al ver que nuestra propia riqueza queda oculta o disminuida por la riqueza de los demás, dependiente del hecho de que nosotros sepamos apreciar nuestro bienestar no en función de su propio valor interior, sino solo según la comparación que hacemos con la riqueza de los demás». Dicho de otra manera, la envidia propone la comparación. Volviendo a la novela de Melville, la hostilidad de Claggart deriva del hecho de ver en Billy las cualidades de las que él carece, que ha perdido para siempre o que posiblemente no haya tenido nunca y de cuya carencia se deriva un sentimiento de inferioridad, evidentemente corrosivo para su identidad. Frente a la felicidad y a las riquezas del otro se advierten con mayor amargura nuestras carencias, nos dice Schopenhauer. Y esta es efectivamente la razón por la que la envidia, aunque a nuestro pesar pueda transparentarse, a través del carácter oblicuo de la mirada, nunca se declara, se oculta siempre en la sombra. En realidad existe otro pecado capital que comparte con la envidia esta tendencia a la simulación y es, tal y como nos recuerda Stefano Zamagni en su La avaricia. Pasión por tener, precisamente la avaricia, de la cual el avaro se avergüenza, tratando de hacerla pasar por la virtud de la moderación. Pero la diferencia estriba precisamente en la cualidad relacional de la envidia: manifestarla abiertamente significa admitir la propia derrota, la propia inferioridad en comparación con el otro. Esa es la razón por la que, con frecuencia, la cubrimos con una especie de patético acting out, debajo de hipócritas consideraciones: puesto que nadie debe sospechar que considero a mi amiga más atractiva que yo o a mi colega más inteligente que yo; delante de los demás me deshago en alabanzas puede que hasta exageradas, con el único fin de enmascarar mi rencor y mi sufrimiento.

En definitiva, en la comparación anida el germen de la envidia. Y esto es un buen problema porque la comparación es una estructura básica de la socialidad. Lo comprendió perfectamente Jean Jacques Rousseau cuando, en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres reconocía en la comparaison el inicio de la relación entre los hombres. Somos seres miméticos, naturalmente llevados a compararnos con los demás, inmersos en un tejido relacional en cuyo marco se forma nuestra propia identidad. Solo un ser solitario y carente de contactos humanos, como el Robinson de William Defoe, parece exento de comparación. Sin embargo, hasta en ese caso, como nos muestra con agudeza una versión cinematográfica de Robinson Crusoe, emerge poderosa la necesidad de relacionarse con el otro. Me estoy refiriendo a la película de Robert Zemeckis Cast Away (El náufrago), en la que al protagonista, Chuck Noland (Tom Hanks), naufragado a consecuencia de un accidente aéreo en una isla desierta, le resulta tan intolerable el peso de la soledad que se inventa un compañero, transformando un balón encontrado entre los restos del accidente, en el amigo imaginario Wilson, preciado interlocutor de sus peripecias.

Pero entonces, si la relación, la comparación son constitutivos de la condición humana, ¿quiere decir esto que estamos inevitablemente abocados a la envidia? Podemos contestar, al mismo tiempo, que sí y que no. No, porque no toda comparación es envidiosa, sino que puede ser –como veremos más adelante– simplemente competitiva, puede que incluso estimulante y hasta simpatética. Sí, porque en cualquier caso, el germen de la envidia siempre está al acecho. Y lo está sobre todo en dos casos. En primer lugar, cuando la comparación tiene lugar en un terreno que nos resulta caro y al que apuntamos en la construcción de nuestra identidad. Si soy una escritora, difícilmente envidiaré a una bailarina; si valoro en primer lugar la belleza, permaneceré indiferente a la inteligencia de mi amiga intelectual. A no ser que lo que la otra persona posee represente, por comparación, precisamente aquello que yo hubiera deseado pero que no he logrado obtener, resignándome a metas sustitutivas. En segundo lugar, la comparación envidiosa presupone la conmensurabilidad, es decir, la posibilidad realista de competir con alguien. El mordisco de la envidia no nos afecta, a nosotros ordinary people, cuando nos medimos con la riqueza de Bill Gates, la fama de Michael Jackson o el éxito de Sharon Stone, porque de todos ellos nos separa una insalvable distancia; estamos afectados, en cambio, frente al éxito de un pariente, de un colega de oficina, de un amigo, respecto de los cuales mal digerimos incluso la más pequeña diferencia. «Cuando uno de mis amigos tiene éxito [parece que ha declarado alguna vez el escritor Gore Vidal] algo se apaga dentro de mí.» Porque esa diferencia se convierte en un dolorosa señal que nos recuerda nuestras incapacidades y nuestros deseos frustrados. De manera que la comparación se aviva con la proximidad. Dice Bacon en sus Ensayos:

Los parientes cercanos y los compañeros de oficina, así como aquellos que han sido educados conjuntamente, son particularmente proclives a envidiar a sus pares cuando estos progresan. La razón hay que buscarla en el hecho de que esto constituye para ellos un reproche, porque ellos también tuvieron ocasiones favorables que ahora vuelven a su memoria.

En fin, que cuanto más iguales somos, es decir, cuanto más disponemos, al menos en principio, de las mismas posibilidades que el otro, más surge la comparación envidiosa: «El cesped del vecino siempre está más verde», reza un dicho popular. De manera que la igualdad, entendida como la posibilidad de disponer de idénticas oportunidades, es el presupuesto por excelencia de la envidia, en la medida en que autoriza la comparación, la hace mensurable y legítima, así que podemos volver a formular la pregunta planteada más arriba de la manera siguiente: si somos iguales ¿por qué él/ella sí y yo no? Veremos que, sobre todo a partir de la modernidad, esta interrogación, siempre latente y atormentadora, entrevera todo el tejido social. Por el momento, el hecho de poner el acento en la igualdad y la hostilidad respecto de cualquier diferencia nos permite iluminar más a fondo la estructura exquisitamente relacional de la envidia. Hasta ahora hemos dicho, efectivamente, que la comparación tiene lugar entre dos sujetos a partir del mismo deseo de un objeto (tanto si se trata de la riqueza, de la belleza, de la inteligencia o de cualquier otro); y esto es seguramente innegable. Pero existe también una forma que podríamos definir como pura de la envidia, en la que el objetivo no es tanto el objeto, ese singular, particular objeto, sino más bien el otro, es decir, el que posee el objeto. Como dice René Girard en Shakespeare. El teatro de la envidia, «subordina el objeto deseado a aquel que disfruta de una relación privilegiada con él». En otras palabras, puede envidiarse algo a alguien no porque se desee verdaderamente ese algo, sino sobre todo porque el otro la posee. Girard, como veremos, a partir de esta intuición fundamental, construye su teoría del «deseo mimético» como motor esencial de la dinámica envidiosa. Pero lo que Girard nos permite subrayar de inmediato es que el objeto, la posesión del objeto puede tener una relevancia menor que el deseo de sobresalir por encima del otro. Muriel Spark, en su Envidia, capta perfectamente este aspecto cuando afirma: «¿Qué es la envidia? ¿Decir que lo que tienes tú es mío, mío y mío? No precisamente. La envidia es decir: te odio porque tú tienes lo que yo no tengo y que deseo. Yo quiero ser yo, sí, pero en tu situación, con tus oportunidades, con tu encanto, tu belleza, tus capacidades y tu riqueza espiritual».

Pero esto no es todo. Esta dinámica, efectivamente, puede asumir una deriva negativa y perversa. De hecho sucede que podemos desear algo solo porque el otro disfruta de ella aunque, para nosotros, carezca de utilidad o satisfacción real. Inspirándose en un ejemplo sacado del san Agustín de Las confesiones, el psicoanalista Jacques Lacan comenta el caso del niño que mira mal a su hermano pequeño cuando bebe la leche del seno de la madre. Explica esta situación remitiéndola más a la envidia que a los celos y observa precisamente que, aun sin tener ninguna necesidad ni ninguna gana del seno materno, el niño no soporta que el otro disfrute de él (El Seminario, Libro XI). Digamos inmediatamente que, a pesar de que Lacan no tenga en cuenta este aspecto, aquí nos encontramos frente a uno de esos enredos emotivos en los que se mezclan envidia y celos, que son tan complicados de resolver. Es cierto que, de hecho, el objeto (la leche materna) aquí parece irrelevante respecto de la rivalidad con el otro, pero esa rivalidad está alimentada también por los celos hacia la madre, cuyo amor el niño desea conservar. En fin, el niño no está solo envidioso del hermano pequeño porque este disfruta de algo de lo que él carece, sino que también está celoso de él porque tiene miedo de perder el afecto (y la posesión) de la madre.

Detengámonos entonces, aunque sea brevemente, en la relación que existe entre la envidia y los celos – que requerirían un tratado aparte solo para destacar mejor las peculiaridades de la primera. En realidad, con frecuencia, sobre todo en el lenguaje cotidiano, ambas pasiones suelen confundirse y superponerse y no del todo en forma equivocada, añadiríamos nosotros, desde el momento en que tienen algunos aspectos en común. Ya lo había subrayado George Simmel cuando afirmaba, en un capítulo de su Sociología (El contraste, cap. 4), que en ambas «se trata de un valor cuya consecución o cuyo mantenimiento es impedido, real o simbólicamente, por una tercera persona». Es decir, que en ambos casos existen dos sujetos que establecen una relación de rivalidad entre sí respecto de un objeto o valor codiciado, y por tanto, en ambos casos puede hablarse de una estructura triangular. Sin embargo, la analogía acaba aquí, y no es casualidad que Simmel mismo insista en la necesidad de matizar:

Cuando se trata de consecución podremos más propiamente hablar de envidia, cuando se trata de mantenimiento podremos hablar de celos […] En el proceso que llamamos celos es característico el hecho de que el sujeto considere que tiene una pretensión jurídica a cierta posesión, mientras que la envidia no reclama el derecho, sino que simplemente exige el disfrute de lo que le es negado.

Simplificando el lenguaje de Simmel, podemos decir, por tanto, que la envidia nace del deseo de tener lo que no se posee, mientras que los celos tienen su origen en el miedo a perder lo que se tiene. Y sobre todo, aunque ambas tengan una estructura triádica, la envidia presupone una relación entre dos personas que rivalizan por una cosa (material o simbólica), mientras que los celos implican, como mucho, la relación entre el objeto y otras dos personas (el rival y el amado/a) (véase en el encarte, fig. 13). Lo ha puesto claramente de manifiesto Melanie Klein en Envidia y gratitud, donde, de hecho, no duda en identificar los celos con una pasión que tiene que ver esencialmente con la relación amorosa. Se puede estar, indudablemente, celoso de un bien (de la propia casa, de las propias colecciones artísticas, de un instrumento musical), pero los auténticos celos son los que se experimentan en relación con la persona que amamos. Esto quiere decir también que el objeto por el que se discute es completamente distinto: no solo porque para el envidioso ese objeto es una cosa y para el celoso es una persona, sino porque, a diferencia del primero, que de hecho considera el objeto irrelevante y lo desea por la mera razón de que el otro lo tiene, el celoso quiere esa persona a toda costa, esa y no otra, y está dispuesto a todo para no perderla. Por supuesto hablamos aquí de muchos tipos de amor posibles y no solo del amour-passion entre los sexos. Se puede estar celoso del amor de la madre, como el niño de Lacan, o del padre en la pelea entre hermanos, de una amiga que prefiere a otra amiga en vez de a nosotros, o del propio jefe que, después de habernos halagado, nos margina para favorecer a otro. Uno puede estar celoso hasta del mismo amor de Dios, como le sucedió a Caín, envidioso de Abel, pero también celoso de Dios, que prefiere al hermano; y como le sucedió a Salieri, que, como ya hemos visto, tenía envidia de Mozart, pero también estaba celoso de Dios. Sin embargo, es indudable que en el amor de pareja los celos se expresan en su quintaesencia y allí pueden desencadenarse en toda su locura y en toda su furia destructiva. Baste pensar en dos grandes figuras literarias: en la pasión loca de Orlando por Angélica en el Orlando furioso de Ariosto y, obviamente, en Otelo, que, en el homónimo drama shakespeariano, mata a su esposa Desdémona, de la que él, con engaño, ha sido inducido a sospechar de traición.

Pero aunque esa pasión muestre con frecuencia el odioso rostro de la voluntad de posesión y aunque pueda desembocar en resultados trágicos y hasta homicidas, indudablemente estamos dispuestos a mostrarnos más indulgentes con los celos que con la envidia. Como dice Rochefoucauld en sus Máximas: «En cierto sentido, los celos son algo justo y razonable, porque solo tienden a conservar un bien que nos pertenece o que creemos que nos pertenece; mientras que la envidia es una rabia a la que le resulta insoportable el bien de los demás.» Empatizamos con el sufrimiento de quien tiene miedo de perder el objeto amado porque nos identificamos con él/ella; y aunque condenamos las pretensiones de poseer, reconocemos en sus excesos una especie de fidelidad con el deseo y la pasión por el otro, por ese otro en particular que suscita en nosotros más complicidad que desprecio. Esta es la razón por la que, a pesar de todo, estamos dispuestos a justificar a Otelo, mientras que condenamos sin paliativos a Yago: es decir, a quien le traiciona por envidia, que no tolera verse desposeído por el joven Casio y urde el engaño que desembocará en el acto criminal del Moro. ¿Quién iba ahora a identificarse con Yago? Mientras que, tenemos que reconocerlo, no es difícil identificarse con Otelo. Preferimos el fuego disipador de los celos, que a veces induce incluso al suicidio y a morir por el objeto amado, tal y como se nos cuenta todos los días en las páginas de sucesos de los periódicos, al rumiante rencor de la envidia, que es indiferente al objeto y lo único que pretende es superar o dañar a quien supone un obstáculo para nuestros deseos de adquisición.

Finalmente, existe al menos otro aspecto que hace de la envidia algo más peligroso y devastador que los celos; un aspecto que, por obvio que resulte, raramente se tiene en cuenta y que, sin embargo, a mí ahora me interesa subrayar particularmente: los celos son una pasión exquisitamente privada que está siempre circunscrita a la relación íntima entre tres personas; mientras que la envidia, como tendremos ocasión de aclarar en las páginas que siguen, es (también) una pasión social que tiene un poder difuso e invasivo, capaz de incidir profundamente en el ámbito público, en la economía y en la política, en el tejido cultural, antropológico y moral de la sociedad.

3. Contra sí mismos

Tras esta breve digresión, volvamos ahora a Lacan. Lacan nos ha mostrado cómo la dinámica perversa de la envidia puede inducirnos a desear algo, no porque nos resulte útil, sino solo porque hay alguien que lo tiene. Dinámica desconcertante, que bastaría para poner a prueba nuestras convicciones racionales. Sin embargo, la cosa no acaba aquí, porque es tal la fuerza irracional de la envidia que empuja a las personas no solo a desear aquello que no tiene ninguna utilidad para ellas, sino también a ir en contra de sus propios intereses (este es el significado de lo que llamamos irracional), con tal de que el otro tenga daño. Estamos aquí en contacto con una de las «paradojas de la irracionalidad», como las llama el filósofo Donald Davidson, que asestan un duro y decisivo golpe a nuestra testaruda confianza en la razón, sobre todo en la medida en que ponen en cuestión ese presupuesto granítico de la modernidad que es el self-interest. Dicho de otra manera, esta peculiar forma de envidia nos hace dudar de la convicción ilustrada, universalmente compartida, de acuerdo con la cual los hombres actúan exclusivamente guiados por su propio interés, por preocupaciones utilitaristas y adquisitivas. A este propósito merece la pena traer a colación un jugosa historieta contada por Slavoj Zizek en La violencia invisible, acerca de un campesino esloveno que se encuentra frente a una alternativa que le propone un hada buena: el hada puede darle una vaca a él y dos a su vecino, o también puede quitarle una vaca a él y dos a su vecino. Sin dudarlo ni un segundo, el campesino elige la segunda opción. Pero también existe, añade Zizek, una versión más morbosa de la historieta, en la cual el hada le dice al campesino: «Haré por ti todo lo que me pidas, pero te advierto que haré el doble a tu vecino»; a lo que el campesino contesta con una sonrisa de listo: «¡Llévate uno de mis ojos!» Es decir, que estamos en definitiva dispuestos a autoinfligirnos un daño, y ¡no de poca monta!, con tal de impedir que otro disfrute de la posesión de algo. Preferimos la pérdida del otro a nuestro propio beneficio. Emerge aquí una vocación nihilista que nos empuja al propio sacrificio con el único objeto de no conceder nada al otro; o peor, si cabe, arrastrar a los otros, a todos los demás, al remolino de nuestra derrota, prefiriendo así una igualdad negativa, una igualdad en la aniquilación, al intolerable peso de la diferencia. Eso es lo que Nietzsche llamaba «el vórtice de la envidia»; si no logramos hacernos con algo, preferimos que el mundo entero se vaya al demonio: «dado que hay algo que yo no puedo tener, nada podrán tener los demás» (Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales).

Así que nos encontramos frente a una paradoja: ese movimiento de expansión que hemos dicho que es intrínseco a la dinámica misma del deseo ilimitado y que representa la matriz de la envidia, se invierte en una implosión, en una contracción del impulso vital que provoca una parada o, mejor dicho, una regresión, de la energía en las aguas fangosas de una rencorosa impotencia. La envidia es efectivamente una pasión implosiva, quizá la expresión más emblemática de las que el psicoanalista Miguel Benasayag definió, con un léxico alusivamente spinozista, las «pasiones tristes»: las que te arrastran hacia abajo, hacia la tristitia precisamente, hacia las zonas oscuras del fracaso, de la disgregación, de la depresión, características sobre todo, como nos muestra en La época de las pasiones tristes, de nuestra contemporaneidad. Pasiones, podemos añadir nosotros, que parecen carentes también de todo aspecto hedonista. Efectivamente, la envidia es algo que roe el alma y que corroe la identidad, una especie de implacable «gusano roedor», como dice Cervantes en su Don Quijote, que excluye cualquier forma de disfrute y cualquier momento de satisfacción, por muy fugaz que sea. Tal y como se confirma por todos lados, se trata de un vicio sin placer.

Se trata de otro aspecto que la distingue radicalmente del resto de los pecados capitales. Efectivamente, la soberbia se agota en la complacencia de la propia excelencia, la ira en el desahogo de la agresividad, la gula y la lujuria en los placeres de la carne, la avaricia en la posesión, la pereza en la beatitud del ocio. En cambio, la envidia no sabe de aplacamientos, es dolorosa, letal, en primer lugar para quien la prueba. La expresión «verde de envidia» alude evidentemente a la coloración biliosa de esta pasión que corroe el hígado y secreta veneno. La referencia al veneno es de hecho y no por casualidad evidente en la célebre transfiguración grotesca de la envidia (en la Capella degli Scrivegni en Padua): una vieja de manos rapaces está envuelta por el tormento del fuego que quema sus vestidos y de su boca sale una serpiente que se revuelve contra ella, inyectándole en los ojos (de los ojos, recordémoslo, parte la mirada maléfica) el suero mortal (véase en el encarte, fig. 7).

4. «Ressentiment»