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LA LUJURIA
PASIÓN POR EL CONOCIMIENTO

Traducción de
Juan Antonio Méndez

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Pecados capitales

Colección dirigida por:
Carlo Galli

VOLÚMENES:

La ira, Remo Bodei
La avaricia, Stefano Zamagni
La gula, Francesca Rigotti
La lujuria, Giulio Giorello
La envidia, Elena Pulcini
La pereza, Sergio Benvenuto
La soberbia, Laura Bazzicalupo

Giulio Giorello

La lujuria
Pasión por el conocimiento

Título original: Lussuria. La passione della conoscenza
© 2010 by Società editrice il Mulino, Bologna
© de la traducción, Juan Antonio Méndez, 2016
© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.com
www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-200-3

Índice

Prólogo

La «casta» Susannah

Eva futurista

Oscuridad a mediodía. Lujo, lujuria, luxación

Eunucos y sementales

Esquema de este libro

I.Las diosas «falsas y mentirosas». Lujuria como (im)potencia

«Ishtar de las estrellas»

Innana, el árbol y el templo

Lujuria, muerte, conocimiento

La planta del desasosiego

El desnudo de Inanna

Nacida de la espuma del mar

«Para nosotros, esta es Venus»

Demasiados dioses en el dormitorio

Desnudo para desayunar

II.Cleopatra y las demás. Lujuria como (contra)poder

Dos veces veces el sol

La nube purpúrea

Al viento

Nebulosas en el cielo y serpientes en Egipto

Dido abandonada (y nunca retomada)

La belle Hélène

«La naturaleza me ha dado un cuerpo de mujer»

III.Miseria y esplendor de las damas galantes. Lujuria como placer (y dolor)

Máquinas y lujuria

El «misal culabrés»

Fuego de amor

Puta y soberana

Paradoja de la «mansedumbre» cristiana

El guion de Anna Bolena...

«Pero las piernas...»

IV.Setecientas mujeres concubinas. Lujuria como filosofía

El «pecado» de Salomón

... y el de Giordano

Santa y madrastra

Vínculo de los vínculos

El vuelo de la mariposa

La zampoña de Pan

«Por todas partes y en ningún sitio»

V.Reinas de la noche. Lujuria como engaño

Y así hasta el delito

Deseo y traición

Envenenar el alma

Engaños sevillanos

Agonías

«La hermosa religión de la aritmética»

El artista y su musa

VI.Juegos de espejos. Lujuria como subversión

El consejo de Bouvard, o los modos de la imaginación

La seguían llamando Trinidad

«Un pequeño esfuerzo todavía...»

Destruirse a sí mismos

Epílogo

«Perfume de mujer»

Cerebro y lenguaje

Leones, libertinos y libertarios

Despedida

Bibliografía

Agradecimientos

Créditos iconográficos

Oh lujuria, nuestro refugio, nuestra fuerza.

James Joyce

Prólogo

La «casta» Susannah

Una noche de carnaval, rodeado de hermosas damas enmascaradas, el narrador de El convidado de las últimas fiestas, un cuento incluido en los Cuentos crueles (1883) de Jean-Marie-Mathieu-Philippe-Auguste, conde de Villiers de l’Isle-Adam, autor de la famosísima Eva futura (1886), se siente atraído por una tal «Annah, o más bien Susannah Jackson, la Circe escocesa de cabellos tan negros como la noche», que «resplandecía indolente en su terciopelo rojo». Como dice uno de los personajes, «ha venido al mundo […] con el único fin de recordarnos que la nieve quema». A este «alambicado cumplido», formulado al final de la fiesta, hay que añadir la presentación de la «fría Susannah» por parte del narrador:

¡Con esta procurad no encontraros, joven extranjero! De ella se dice que es como las arenas movedizas: desequilibra el sistema nervioso. Destila deseo. Una larga crisis enfermiza, irritante y loca sería vuestra suerte. Entre sus recuerdos cuenta con diversos duelos. Su tipo de belleza, del que tan segura está, enfebrece a los simples mortales hasta el frenesí.

Nosotros, por el contrario, invitamos a nuestras lectoras y a nuestros lectores, en estas páginas, a salir al encuentro de tan casta personificación de la lujuria. Que nadie se deje desviar por las admoniciones que el narrador dirige a los jóvenes de cuerpo no precisamente robusto y de pensamiento débil.

Por muy refinado que te consideres (¡en una edad quizás aún tierna, joven extranjero!), si vuestra mala estrella permite que os encontréis en el camino de Susannah Jackson, para tener vuestro retrato a la quincena siguiente, solo tendremos que ima-ginarnos a un joven que, después de haberse alimentado durante veinte años consecutivos de huevos y leche, se ve sometido, de golpe, sin vanos preámbulos, a un régimen exasperante (¡continuado!) de especias muy picantes y de condimentos cuyo sabor ardiente y fino le astraga el gusto, lo rompe y lo enloquece.

No estamos aquí, bajo el título de «Lujuria», hablando de otro pecado. La metáfora culinaria de Villiers de l’Isle-Adam dará paso en las páginas de nuestro texto a una glorificación de la potencia femenina de medida completamente distinta. «Basta ya de mujeres sanguijuelas de la tierra que consumen la sangre de los hombres y convierten en anémicos a los jóvenes»: más bien, lo que habrá serán mujeres «bestialmente tiernas, que liquidan en el deseo incluso su propia fuerza de renovación».

Eva futurista

Esta última cita no es de Villiers de l’Isle-Adam. Está sacada del Manifiesto de la Mujer Futurista, impreso en 1912 en forma de panfleto en París y en Milán por una señora que, por lo que al nombre y apellido se refiere, puede competir perfectamente con el autor de Eva futura: Anne-Jeanne-Valentine-Marianne Desglans de Cessiat-Vercell, más conocida como Valentine de Saint-Point. De ilustre ascendencia (lyonesa, bisnieta de Lamartine), cuenta en su haber con una trilogía (Un amour, 1906; Un inceste, 1907; Une mort, 1910); también dio muestra de su talento en la pintura, en el Salon des Indépendants. No la to-méis como una especie de alternativa feminista de Marinetti (ya que Valentine, en relación con el feminismo de su tiempo, nu-tría no pocas perplejidades):

Dejemos a un lado el Feminismo. El Feminismo es un error político. El Feminismo es un error cerebral de la mujer, un error que su instinto acabará reconociendo. No hace falta darle a lamujer ninguno de los derechos reclamados por el Feminismo. La concesión de esos derechos no produciría ninguno de los desórdenes augurados por los futuristas, sino que determinaría, en cambio, un exceso de orden.

Así se lee en el Manifiesto. El error «cerebral» es también «político», porque la exigencia de los derechos para las mujeres equivale a imponerles deberes, lo cual significa relegar todavía más a «la fémina» al gueto del que se pretende sacarla. Si las palabras de Valentine pueden funcionar a modo de navaja de Occam (o de Un chien andalou de Buñuel y Dalí, 1929: estamos pensando en la escena en la que una afilada navaja de afeitar rasga el ojo excesivamente curioso de una mujer) contra la proliferación de ideologías feministas, dejemos juzgar a las lectoras (y también a los lectores). En cualquier caso, el énfasis de Valentine sobre los peligros del exceso de orden pone en evidencia su distancia de la «casta Susannah» de Villiers de l’Isle-Adam: en aquel caso el orden era destruido por la lujuria, pero lo que el noctámbulo narrador añoraba era el orden; aquí lo que «auspicia» el futurista es el desorden prescindiendo (con permiso de Marinetti) de que su origen sea femenino o masculino, casi como si se tratara de subversión programada. La lujuria es fuerza, proclama Valentine en un segundo panfleto, el Manifiesto futurista de la lujuria (1913, siempre en Milán y en París):

La lujuria es la expresión de un ser proyectado más allá de sí mismo; es la dolorosa alegría de una carne agradecida, el alegre dolor del surgimiento; es la unión carnal, cualesquiera sean los secretos que unen a los seres; es la síntesis sensorial y sensual de un ser para mayor liberación de su propio espíritu; es la comunión de una pequeña parte de la humanidad con toda la sensualidad de la tierra; es el asustado temblor de una pequeña parte de la tierra.

Lejos de ser «pecado capital», la lujuria sería «virtud iniciadora». Mejor dicho,

solo la moral cristiana, al suceder a la moral pagana, fue forzosamente llevada a considerar la lujuria como una debilidad. De aquella alegría sana que es la explosión de una carne poderosa, la moral cristiana ha hecho una vergüenza que hay que esconder, un vicio del que renegar. La ha cubierto de hipocresía y la ha convertido en un pecado.

Oscuridad a mediodía. Lujo, lujuria, luxación

Esta doble inversión (la lujuria, transformada de fuerza vital en vicio y de vicio en pecado) es, sin embargo, para no pocos, más imputable a Pablo de Tarso, es decir, a San Pablo que a Jesús. «Y será una sorpresa para las asambleas / escuchar de tu boca de matarife discursos puros», dice «el Espíritu del Cielo» a Saulo, «judío, fariseo, ciudadano romano» y «más tarde […] santo apóstol» –en la reconstrucción del conocido episodio de la «conversión» (para el cual véase Hch 9, 3-9) ofrecida por el «misterio» escenificado por Milosz (Saulo de Tarso, compuesto en 1914, pero publicado póstumo; más adelante, en el capítulo V, en el apartado sobre « la bella religión de la aritmética», volveremos sobre Milosz)–. El perseguidor de los cristianos en nombre de un judaísmo ortodoxo que quizá exista solo en su mente, narrará él mismo el episodio: «Pero yendo yo de camino, cerca de Damasco, hacia el mediodía, de repente me envolvió una gran luz venida del cielo... y caí al suelo…» (Hch 22, 6-7). La voz que Saulo oye, y no el resto del séquito, le ordenará «predicar el Evangelio a los Gentiles»; Giovanni Diodati, traductor de la Biblia nacido en Lucca (1607) insiste en que se trataba de una «llamada divina» que imponía «la renuncia a toda prescripción de sabiduría, convertirse en adolescente y loco». En la versión dramática de Milosz, Saulo (luego, Pablo) de Tarso dice retóricamente «¿Y qué hago ahora con el pensamiento?» (Saulo, cuadro IV). Ahora, una renuncia como esta a la inteligencia es –al menos para quien considere que había para el Cristianismo otro camino además «del de Damasco»– inequívoco signo de la degradación de la lujuria. Por ejemplo, Michel Onfray en su reivindicación de un Cristianismo hedonista contrapone a la «gno-sis ascética» de Pablo la de los primeros «gnósticos licenciosos»: en fin, «¿que arde en deseo vuestro cuerpo? Apagadlo, dice el de Tarso; ¡consumidlo, encarece Simón el Mago!»

En Los hechos, el Apóstol de los Gentiles queda ciego durante tres días (incluso sin beber ni comer): la oscuridad del mediodía producida por la luz celeste es explícitamente un oscurecimiento de la voluntad del saber, un rechazo de esa «arquitectura del ser» (Onfray) que es la lujuria («magnífica quimera», en palabras de Valentine de Saint-Point: indomable potencia que condena a la impotencia a aquellos que pretenden sojuzgarla). En la fenomenología de los diferentes modos de pecar (Confesiones, II, 6) será Agustín de Hipona quien recoja la herencia paulina: «las seducciones de las personas lascivas […] procuran suscitar amor»; pero verdaderamente «no hay nada más seductor» que la «caridad» divina, es decir, ¡que el amor gratuito de Dios por sus criaturas!

Unas líneas más abajo, Agustín la emprende con el lujo: «pretende llamarse satisfacción y copiosidad de medios»; pero solo en el Señor se encuentra la genuina exuberancia de «incorruptibles bellezas». El término agustiniano es el latino luxuria; por lo que parece, la palabra originalmente indicaba una abundancia de vegetación (de donde, según nos dicen los expertos en etimologías, proviene el término lujurioso) o la anómala rareza de alguna forma animal; relativamente más tarde habría asumido la acepción general de exceso, hasta llegar finalmente a denotar el desordenado afán de disfrute carnal: el hombre «de lujos» es también «lujurioso». Además, los estudiosos apuntan a una posible conexión del sustantivo lujuria con el adjetivo luxum en el sentido de «luxado, colocado de través» después de haber sido «empujado en exceso». Lo cual se adapta perfectamente a la caída de Saulo, antes perseguidor implacable, gozoso después por ser perseguido.

Para el de Tarso, el auténtico remedio sería el que él mismo señala en la Primera carta a los Corintios 7, 8-9: «a los que no están casados y a las viudas les digo que les vendrá bien quedarse como sigo estando yo. Pero si no se contienen, cásense, puesto que mejor será el matrimonio que consumirse en ardores». Agustín, más matizado, pero también él absolutamente convencido de que el pecado es torpe exuberancia que nos distrae de Dios, incluso si la del lujurioso es siempre imitación del Creador, «aunque al revés», perversión por tanto que demuestra «la imposibilidad de alejarse» de Él (Confesiones, II, 6). Jovencitos castos, muchachas vírgenes; y donde no fuera posible ahí está el vínculo del matrimonio, preferentemente indisoluble (véase 1 Cor 7, 10-15) pensado precisamente para apagar «el ardor» tan temido como execrado por Pablo –ardor que, por lo demás, el joven Agustín ha incluso probado en su propia carne, vacilando no poco en su «conversión»–. Por otro lado, ¿acaso no es hermoso renacer a la caridad de Cristo después de haber pasado por el tormento de Eros? Tan severo en la letra como Pablo, Agustín (volveremos sobre el asunto en el cap. I) algo concede, sin embargo, en el espíritu al sentimiento: estos son los mimbres con los que se han tejido no pocas páginas de las Confesiones y quizá ra-dique aquí una de las razones del éxito de este texto entre hombres y mujeres sensibles de hoy, en un tiempo que desde instancias varias (especialmente eclesiásticas) ha sido calificado de «anticristiano» (erróneamente en nuestra opinión).

Eunucos y sementales

Sin embargo, Valentine de Saint-Point está libre de todo sentimentalismo. Habría aceptado que la luxación (del lujurioso) podía revelarse como herida, impedimento, parálisis y hasta ce-guera, pero habría negado que fuera factor de crecimiento, exuberante pero no necesariamente monstruosa. Antes al contrario,

de una carne sana, fuerte, purificada por el coito, el espíritu emerge lúcido y despejado. Solo los débiles y los enfermos en todo esto se empantanan y con todo esto se disminuyen. La lujuria es una fuerza, porque mata a los débiles y anima a los fuertes, cooperando en la selección.

Sin «oropeles románticos» y sin conversión a ningún buen sentimiento, es preciso «ser conscientes ante la lujuria». Tanto más cuanto que

la sentimentalidad sigue la moda, mientras que la lujuria es eterna. La lujuria triunfa, porque la exaltación jubilosa que empuja al ser más allá de sí mismo […], la perpetua victoria de la que renace la batalla perpetua, la ebriedad de conquista de la más segura y embriagadora. Y esta conquista segura es efímera, es decir, incesantemente renovada.

¡La historia de (la lujuria) no tiene final! La lujuria «afina el espíritu haciendo flamear la turbación de la carne». Por eso nunca puede conducir «a la insipidez de lo definitivo». En otras palabras, «la lujuria es la perpetua batalla jamás vencida». Por supuesto que de esta lucha incesante que comporta la selección (al mismo tiempo natural y cultural) uno puede escapar. Cleopatra, insatisfecha por la ausencia de Antonio en el drama de Shakespeare (Acto I, Escena V), se dirige así al eunuco Mardian: «¡Feliz tú! Careces de semen y tus más desenfrenados pensamientos no vuelan más allá de Egipto.» A lo que responde: «Nada puedo hacer que no sea verdaderamente puro: pero tengo pasiones violentas y pienso en lo que Venus hacía con Marte.» Sin embargo, el eunuco solo es libre de «pensar» en la lujuria (de los demás): bastará para sobrevivir, no para crear vida desde la vida. Tampoco es un «casto» a la manera de Pablo, peca en su intención, por decirlo en palabras de Agustín.

Shakespeare fuerza el lenguaje: con el término unseminar’d (carente de semen) enfatiza que uno de los objetivos de la lujuria (cuando no se reduce a puramente mental, al modo Mardian) será precisamente el de perpetuar la vida. Como observa amargamente Stephen Dedalus en el episodio del hospital de Ulises de Joyce (no por casualidad en ese momento está teniendo lugar un parto con éxito), el placer lujurioso, sin embargo, «es de corta duración. Apenas si somos medios para esas pequeñas criaturas que hay en nuestro interior, y la naturaleza tiene unos objetivos bien diferentes de los nuestros». Sumando evolucionismo y genética, escribe el gerontólogo Guy Brown discutiendo acerca de The Living End: The Future of Death, Aging and Immortality, de Guy Brown, dic. 2007: «La evolución se encuentra en la incómoda posición de disponer de un equilibrio energético limitado y tener que elegir entre invertir en el soma o en la línea germinal. Sus accionistas nunca están solamente interesados en el resultado final: el número total de genes que sobreviven.» Brown alude aquí a la teoría del soma «usar y tirar» esbozada desde los años setenta del siglo pasado por otro gerontólogo, Tom Kirkwood, que insistió en la competición entre células reproductivas de los organismos (las células germinales: espermatozoides o células huevo) y el resto de las células no reproductoras (el soma, precisamente). Esta doctrina viene a decirnos, en resumen, que nuestros limitados recursos energéticos se utilizan para la reproducción más que en la prevención del envejecimiento y de la muerte. Así, «la teoría no explica la razón por la que envejecemos, sino por qué la evolución no ha eliminado el envejecimiento». Se trata de una concepción que nos recuerda ideas que se remontan al menos a Aristóteles, para quien todo acto sexual tendría efectos directos e indirectos sobre el acortamiento de la vida de los organismos. Pero tanto los defensores como los críticos de ese punto de vista admiten la existencia de datos experimentales fiables acerca del mosquito de la fruta. Extrapolarlo al caso humano no parece en absoluto fácil.

Antes incluso de que se definiera una visión tan «crudamente» genética, Charles Robert Darwin ya se había preguntado (1837): «¿Por qué la vida es tan breve? ¿Por qué la reproducción es un objetivo tan buscado?» Se lo había preguntado desde cuando leía el poema del abuelo Erasmus (The Botanic Garden, 1789-1791) que hacía de la cópula seminal «la obra maestra de la Naturaleza». Salvo que luego reflexionara sobre si una lenta maduración sexual no favorecía la supervivencia de cada individuo interesado. Aplaza el momento, abstente mientras tanto y vivirás más… «Sin embargo», observa Charles, «ni los eunucos ni los sementales castrados, ni las monjas disfrutan de una vida más larga» (Cuaderno B, página 2).

Esquema de este libro

En el desorden casi «preestablecido» del Museo del Louvre de París, el escritor Julien Green confiesa (Partir avant le jour, 1962) haber probado siendo adolescente –durante las visitas educativas impuestas por su madre– «una especie de ebriedad sexual» suscitada por la «desnudez criminal» de las figuras (pintadas o esculpidas) de la mitología antigua, diosas y dioses «falsos […] que nunca existieron». El escándalo consistía en su imponerse a los ojos ingenuos de los pequeños espectadores: arrogancia de aquellas imágenes de dominio, poderosas por su fascinación e impotentes por su inexistencia. Más parco Flaubert, en el Diccionario de lugares comunes que tendría que haber completado Bouvard y Pécuchet (1881, pótsumo): «Museo del Louvre: desaconsejado para jóvenes señoritas.»

Lectoras y lectores adultos de nuestro libro (quizá), no hagan caso de tal sugerencia: en cambio, podrán constatar cómo se relacionan lujuria y luxación (incluso en el sentido de herida, impedimento, parálisis) en la (im)potencia de los mismos dioses (o incluso de las diosas: cap. I). Tomando como ejemplos, en el politeísmo de la antigua Mesopotamia, los conflictos entre dioses y héroes y de las mismas divinidades entre sí, nos queda claro que la «lujuria» se manifiesta como expresión de una primigenia «voluntad de poder»: deseo de una vida sin limitaciones, sometimiento de la naturaleza misma, intolerancia al orden cósmico o político. Pero, ¿acaso el Dios que pretendió ser único, arrogándose el monopolio del poder y de la salvación (y que pretende señalar el ocaso de las divinidades «mentirosas») se encuentra en mejores condiciones? ¿No se le puede imputar no solo el Bien sino todo el Mal del mundo? ¿No se puede localizar en Él el origen mismo del pecado? No se trata de preguntas puramente teológicas: son las aporías de fondo de una teología política, cuando no de una concepción que define las instituciones del vivir civil sirviéndose en primera instancia de lo divino como signo e instrumento. De manera que el escenario de la (im)potencia celeste se corresponde con el del (contra)poder terrestre, el de los grandes reyes (y sobre todo de las grandes reinas, cap. II). En el politeísmo este tipo de soberanía encuentra su definición en la contraposición de las diferentes divinidades: ¿acaso no se pretendió que Semíramis fuese una diosa que bajó a la tierra o que Cleopatra se presentara con «hábitos divinos»? Pero, a su vez, ¿no podían otras «fuerzas» desvelar el carácter relativo y no absoluto del «poder» de estas reinas? Bajo el cielo del monoteísmo «no existe autoridad que no provenga de Dios», como dice Pablo (Rom 13, 1), de manera que quien se resiste a esa «autoridad» se está resistiendo a Dios (Rom 13, 2). Lo cual tiene relevantes consecuencias para nuestro pecado capital: las «damas galantes» del Renacimiento (cap. III) las constatarán en su propia carne o las verificarán en la de los demás –operando cada vez más con la repetitividad de la máquina (indiferente respecto del fin, eficiente como medio).

Sin embargo, el espíritu no es menos importante. En los Diálogos de amor de maestro León médico judío (impresos en Roma, 1535), es decir, Yehudah Abrahamel, nacido en Lisboa y experto cabalista, leemos que la unión del «alma intelectiva» con Dios, más que ningún otro, resulta ser un «acto copulativo»; pero es cosa rara en esta Tierra, porque «mientras vivimos» nuestro intelecto permanece vinculado «a la materia de este nuestro frágil cuerpo» y solo cuando el alma se indipendiza «de ese nexo corpóreo» disfruta de la íntima unión con «la divinidad copulante en suma felicidad». Entonces, usando una feliz imagen de Alexandre Koyré, historiador y filósofo del pensamiento científico, cuando se pasa «del mundo cerrado al universo infinito», la lujuria en cuanto que pasión por conocer modifica esa total satisfacción, sustituyendo la posesión definitiva de la «divinidad copulante» con la tensión hacia ella –y esa tensión carece de límite natural (cap. IV)–. Una filosofía erótica puede aprovechar la ocasión para emanciparse de teología misma, hasta el punto de desplegarse como práctica maquiavélica del seductor-embaucador (cap. V): salvo imposición a la negra luz del ateísmo como una especie de inflexible deontología profesional, autónoma obligación respecto del placer (cap. VI: punto final de la parábola del libertino). Como dice el Sade que escenificó Peter Weiss (1964), «¿qué sería de esta revolución / sin una fornicación universal?» Pero el Divino Marqués (de acuerdo con Weiss) admite que al propio «sistema individual / le resulta fatal su mismo pensar». ¿Existe un modo de eludir la aporía de una lujuria que se devora a sí misma? Este asunto lo trataremos en el Epílogo.

En los capítulos a los que nos hemos referido no nos propoponemos ni una historia en términos de pasado ni una sociología del presente. Tampoco queremos homologar el exceso lujurioso con tipo alguno de recuperación psicoanalítica (lectoras/lectores, aquí, al margen de la cita de Gilson del capítulo I, al final del apartado «Demasiados dioses en el dormitorio», no vamos a encontrarnos aquí con Freud, Jung o Lacan). Pero partiremos de algunos casos ejemplares –en la realidad histórica, en la literatura, en las artes figurativas (incluido el cine y el mundo del cómic), en la música– para indicar cómo la lujuria ofrece buena «materia» a las dos formas principales de filosofía: la teoría del conocimiento y a la teoría política.

Podemos decirlo, si cabe, de manera más directa, en la forma siguiente: la lujuria es fuerza divina (cap. I) que inexorablemente se niega, convirtiéndose de potencia indefinida en poder definido (cap. II) y esa degradación estaba implícita en la impotencia del politeísmo pagano para resistirse al monoteísmo de Abraham –solo que el Dios único (en particular el de los cristianos) impone a la lujuria mecanismos de control que trata de eludir (cap. III)–. ¿Quién será el verdadero subyugador y quién el subyugado? En el universo «sin límites» no hay respuesta que no sea ambigua: pero este es el precio de la lujuria como conocimiento (cap. IV) –salvo convertirse, al nivel práctico de las formas de vida, en interminable reiteración de una conducta de fracaso (cap. V)–. ¿Qué le queda entonces a la lujuria más que fagocitarse a sí misma si no quiere dejarse normalizar por la institución (cap. VI)? Sin embargo, no está dicha la última palabra…

I

Las diosas «falsas y mentirosas». Lujuria como (im)potencia

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Venus, también la llamada Venus della Groticella, obra en mármol del escultor y broncista Jean de Boulogne, conocido como Giambologna, encargo de los Médici (1575) para el Jardín de Bóboli en Florencia.

«Ishtar de las estrellas»

«Princesa Ishtar, del mismo modo que se te ha dado el cielo se te conceda la tierra;

Señora, la vasta tierra que todo lo genera se te conceda;

Señora, acércate como una serpiente a la vasta tierra y aplástala con el pie;

¡por todas partes, por todas las montañas, los mares y la tierra extiende tu red!

La princesa es la diosa acadia del amor y de la guerra, «la ex-celsa, la heroica entre las divinidades», la que «en sus manos bien firmes sostiene las riendas de los pueblos: todo el asunto de Semíramis, regente política, gobernadora de las aguas, edificadora de ciudades –evocada en el primer Manifiesto de Valentine (y que volveremos a encontrar en el cap. II)–, divinidad al tiempo celeste y terrenal, tiene lugar bajo el signo de «Ishtar de las estrellas». Antes de tratar de la soberana (el poder) es oportuno tratar de la diosa (la potencia), arquetipo de la Afrodita griega y la Venus latina: «Ella solo piensa en su grandeza / en su corazón trama la guerra.» Como la lujuria, Ishtar es una mezcla de todas las cosas del mundo, ruptura del orden, fragmentación, «diosa del combate, sigue adelante con la lucha […], imprime un estremecimiento tanto a la pelea, como al juego de los dados».

En la versión clásica de la Saga de Gilgalmesh (sobre todo en la Tablilla VI) –la gran epopeya mesopotámica– está perfectamente captado el terrible aspecto de la diosa. Fascinada por la belleza del héroe, Ishtar se le ofrece:

«¡Ánimo Gilgamesh, conviértete en mi amante!

¡Regálame tu virilidad!

Conviértete en mi esposo y yo seré tu esposa.»

El héroe declina el ofrecimiento temiendo lo que la diosa haría con él después de la cópula celestial:

«Tú serías como un horno incapaz de disolver el hielo

Una desajustada puerta que no impide el paso de los vientos y la lluvia;

un edificio que aplasta a sus propios guerreros.»

Y no le falta razón a Gilgamesh en su (escasamente cortés) rechazo: tiene en cuenta, efectivamente, la suerte que corrieron los compañeros anteriores de la diosa.

«Ven, te recordaré uno por uno a tus amantes,

¡aquellos a los que has ardientemente poseído!


Dumuzi, el amor de tu juventud:

a él le decretaste llanto año tras año.


Has amado al colorido pájaro Alallu:

y luego le has golpeado y le has roto las alas;

y se esconde ahora en los bosques gritando: “¡Mis alas!”


Has amado al león de la perfecta fuerza:

para él has excavado fosas siete veces siete;


has amado al caballo que exalta la batalla,

le has condenado al freno, a la espuela y a la fusta.»

La divina fémina, irritada, corre a lamentarse a papá y a mamá –Anu, progenitor de gran parte de los dioses de los Acadios y señor del Cielo y su paredra Antu– para obtener venganza: pide que le suelte al Toro celestial y que sea azuzado contra el héroe. La lujuria abre las puertas al chantaje. Si no es escuchada, Ishtar arrancará las puertas de los Infiernos, de manera que los muertos volverán a la tierra, «más numerosos que los vivos». Sería fácil presentar el choque entre Ishtar y Gilgamesh como uno de los primeros ejemplos de la polaridad macho/hembra: cuando el amigo del héroe, Enkidu, su doble, arroja a la cara de la diosa una costilla del sagrado animal, debidamente sacrificado, toda posibilidad de matriarcado parece superada. Pero es posible que ese matriarcado no haya existido nunca. Y en cualquier caso, el nexo entre Ishtar y Gilgamesh (por lo que se refiere a sus rasgos, véase en el encarte, figuras 1 y 2) es más profundo de cuanto podríamos creer si solo pensáramos en una mera guerra de sexos.

Innana, el árbol y el templo

Refirámonos ahora a la otra gran cultura del Pueblo de los dos ríos: donde la Ishtar de los acadios se corresponde con la Innana de los sumerios, de la que se dice que le gusta «aplastar a los pueblos rebeldes, como a una serpiente contra la tierra». Con dicho reptil la diosa debe tener alguna cuestión personal. En el poema que se conoce con el nombre de Inanna, Gilgamesh y los Infiernos se narra la historia del fabuloso árbol Huluppu, que había echado raíces «a orillas del mismísimo Éufrates» sin otro objeto que ser arrancado por «el viento del Sur» y arrastrado aguas abajo por la turbia corriente del río. La diosa lo recupera y lo planta en Uruk («la primera ciudad») con la esperanza de aprovechar su madera para construirse «un santo lecho donde yacer». Sin embargo, «en sus raíces, una serpiente que no temía a la magia, había hecho su nido».

Solicitado en vano el socorro de los dioses, Innana para liberarse de la serpiente y de otros «demonios» que infectan el árbol, con el tono de una amante «hermana» se dirige a Gilgamesh. Él es un tipo de respuesta rápida:

Tomó en su mano el hacha que usaba en sus expediciones,

del peso de siete talentos y siete minas.

Y en las raíces del árbol golpeó a la serpiente que no teme a la magia.

Lo que realmente sorprende es la laicización: más pronto o más tarde Gilgamesh le pasará factura a Inanna/Ishtar. No hay recinto sagrado (es decir, templo) que le esté vedado al poder del soberano. En otro fragmento, Inanna parece temer que un hombre (mortal) pueda, con tan laica pretensión, iniciar el declive de una divinidad (inmortal):

«Gilgamesh, para ti a tu gusto la batalla, para mí las órdenes al mío.»

Ya ha quedado clara la división del trabajo, al menos en la concepción de la diosa; Gilgamesh tiene que seguir siendo un subordinado; pero él, «perseguidor de los malvados», no se deja intimidar y reivindica el derecho a llevar a cabo en cualquier sitio su obra justiciera. ¿Conflicto de género? Podría decirse que sí. Sin embargo, se trata de un enfrentamiento entre dos antitéticas voluntades de poder, con origen en la misma quimérica lujuria. Inanna posee la exuberancia de su «grito» que, «como un manto», puede cubrir el cielo y la tierra. Gilgamésh cuenta con la unión de fuerza y razón, pero también lo suyo es exuberancia, es decir, desequilibrio y lujuria –tanto más evidente cuanto más clara es su determinación–. Como puede leerse en otra fuente, el héroe lo es «sin miedo» y quiere seguir sintiéndose libre para «poder servir[se] cerveza». Precisamente porque él mismo es un «toro embravecido, preparado para la batalla», puede volver a prometerse, una vez liquidado el cósmico animal, arrojar sus entresijos en la «amplia plaza» de Uruk, de manera que «los huérfanos de la ciudad puedan llenar sus cestos con su carne». La laicización es la lujuria de la emancipación del sometimiento a la naturaleza y/o a la divinidad –emancipación que constituye la premisa de una sociedad política madura–. En la versión llamada clásica (Tablilla VI), con la valiosa ayuda de su amigo Enkidu, Gilgamesh, sordo a los lamentos de la diosa, acaba matando al Toro de Ishtar:

Enkidu escuchó estas palabras de Ishtar,

así que arrancó una costilla del Toro celestial y

se la echó a la cara, diciendo:


«Si yo pudiera alcanzarte,

lo mismo haría también contigo.»

Se forman las respectivas facciones: la diosa reúne a su alrededor «cortesanas, ieródulas y prostitutas», que entonan el lamento fúnebre por el Toro celestial. Gilgamesh convoca a artesanos y armeros para que disfruten de la vista de los cuernos de la bestia abatida y puedan trabajarlos a mayor gloria del soberano. Árboles y serpientes al margen, aquí no hay sentido alguno de sumisión a un Dios único y omnipotente que planifique prohibición, transgresión y castigo, dejando, como mucho, hacer a un tentador (de hecho, una especie de subordinado en el papel de agente provocador). Ni tampoco hay un plan de la divina providencia que rija los acontecimientos de la historia. La perspectiva mesopotámica es laica, no porque niegue lo divino en cualquiera de sus acepciones, sino porque hace que se despliegue la lucha entre dioses y «comunes» mortales, incluidos los héroes –incluso si dada la desproporción entre los diferentes poderes, a la larga, parece inevitable la derrota del que es humano (siempre demasiado humano, aun cuando si, como Gilgamesh, es «dios en sus dos terceras partes», Tablilla I)–. Y ¡ay de los mortales que levanten la cabeza! Uno de los dos ofensores tendrá que perder pronto la vida. La opción de los dioses recae en el compañero de Gilgamesh..

Lujuria, muerte, conocimiento

Lujuria, muerte, conocimiento Llegados a este punto será útil dar un paso atrás para concentrarnos en la naturaleza de la relación entre el que se muere (Enkidu) y el que sobrevive (Gilgamesh). En la Tablilla 1 de la epopeya, Gigalmesh aparece como «el que sabe excavar pozos incluso en los precipicios de las montañas», pero en la ciudad se comporta como un impaciente toro salvaje» que «no permite a la muchacha estar con su marido». No se trata solo de una alusión a algo así como al ius primae noctis en versión asiria; de hecho Gilgamesh goza de tres atributos típicos del lujurioso: poderoso, soberbio e inteligente, demasiado para quien convive con él. El Señor del Cielo An/Anu y el resto de las divinidades asignan a la diosa madre Aruru la tarea de contrarrestar «el ardor de las energías» del héroe creando un doble: la divina madre, después de lavarse las manos con agua, «se hace con un trozo de piedra y lo planta en la estepa», del que surgirá Enkidu, «semilla del silencio»:

Todo su cuerpo estaba cubierto de pelos,

la cabellera era ondulada como la de una mujer

los rizos de sus cabellos crecían lujuriosos como las espigas.

No conocía ni a la gente ni al pueblo.

Enkidu es un «primitivo» que abreva en el río como los animales y sexualmente «se satisface con las bestias salvajes». Un cazador cuenta a sus conciudadanos la enorme potencia de tal criatura, y ellos le confían la misión de conducir a este hombre peludo a conocer a la prostituta Shamhat. El cazador y la mujer se preparan junto a un pozo de agua; tras paciente espera, divisan la imponente figura de quien ha sido «engendrado por la montaña». El cazador incita a la prostituta:

«Es él, oh Shamhat, desnuda tu seno,

abre tus piernas para que pueda penetrarte.

No le rechaces, abrázalo con fuerza,

él te verá y se acercará a ti.

Afloja tus vestidos de modo que pueda jugar

encima de ti;

concédele, al hombre primitivo, el arte de la mujer.»

Y luego sabremos que durante «seis días y siete noches» Enkidu poseyó a Shamhat; y luego

las gacelas miran a Enkidu y huyen,

de él se alejan los animales de la estepa.

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