Los HERMANOS GRIMM es el término utilizado para referirse a los escritores Jacob Grimm (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859). Fueron dos hermanos alemanes, nacidos en la localidad de Hasau, célebres por sus cuentos para niños.

La labor de los hermanos Grimm no se limitó a recopilar historias, sino que se extendió también a la docencia y la investigación lingüística, especialmente de la gramática comparada y la lingüística histórica. Sus estudios de la lengua alemana son pieza importante del posterior desarrollo del estudio lingüístico (como la Ley de Grimm), aunque sus teorías sobre el origen divino del lenguaje fueron rápidamente desechadas.

Además de sus cuentos de hadas, los Grimm también son conocidos por su obra Deutsches Wörterbuch, un diccionario en treinta y tres tomos con etimologías y ejemplos de uso del léxico alemán, que no fue concluido hasta 1960.

También publicaron una selección comentada de romances españoles titulada Silva de romances viejos.

Notas

[1] En alemán, Frau Holle. Por eso dicen en Alemania, cuando nieva, que Frau Holle se hace la cama. <<

Desde siempre, los cuentos de hadas, elegidos de forma adecuada para cada edad del niño, han supuesto un alimento muy especial para el alma infantil. Sin embargo, no acostumbramos a pensar en la fuente, profunda y amplia, que da origen a estas narraciones. Consideramos que esta traducción es la que más fielmente reproduce el trabajo original de los hermanos Grimm, así como el espíritu de los textos.

Todos los cuentos de los hermanos Grimm


Madre del cuento de hadas,

tómame de tu mano

Navegando en tu barco

llévame en silencio

Madre del cuento de hadas,

llévame a tu gran país.

Prólogo

La aparición de los cuentos de Grimm debe explicarse partiendo de dos hechos capitales de la vida intelectual alemana en los primeros años del siglo XIX, ambos de alcance universal: el Romanticismo, por una parte y, dentro de él, el movimiento conocido con el nombre de grupo de Heidelberg y, por otra, el nacimiento de la llamada Escuela histórica, fundada por Savigny. En realidad, los dos hechos se fundan en uno solo: el principio fundamental de que partía la escuela de Savigny, que afirmaba que un proceso histórico no debe creerse producto de la actividad consciente e intencional de un individuo, sino que hay que considerarlo como un organismo dotado de vida propia y que se desarrolla en virtud de fuerzas que trascienden la razón; ahora bien, este principio no es, en el fondo, sino una formulación especial del culto que los románticos rendían a cuanto la Historia tiene de irracional, de misterioso, de originario y de primitivo.

Ante la rara fortuna que los Kinder- und Hausmärchen han tenido en todos los países del mundo y, más particularmente, ante el gran papel que desempeñan y es verosímil que sigan desempeñando aún durante siglos en la literatura infantil, puede parecer sorprendente tal planteamiento de su génesis. Así debe hacerse, sin embargo, pues los Cuentos nos ofrecen un ejemplo típico de cómo un producto artístico puede, en su resultado efectivo, trascender la intención que presidió su desarrollo.

El punto de vista de que partió Jacobo Grimm al concebir su colección de Märchen era estrictamente científico: su idea había sido la de recoger materiales referentes al remoto pasado de los pueblos germánicos, materiales que permitieran calar en los orígenes de su mitología y de sus instituciones, y recobrar algunas formas de lo que debió de ser su poesía primitiva. Estaba convencido de que los cuentos, a despecho de los cambios inevitablemente sufridos en el curso de su prolongada transmisión oral, representan una forma primitiva, y de que las variaciones en ellos introducidas no se refieren, por lo común, más que a incidentes, detalles y adornos, pero raras veces a su estructura fundamental. Nada estaba, pues, más lejos de la mente de los hermanos (o al menos de la de Jacobo) que el propósito de escribir para un público infantil. El título, Cuentos de la infancia y del hogar, indica la procedencia y el carácter de la materia, no su destino. Sobre este punto, Jacobo fue explícito: «El libro no está escrito para los niños, aunque si les gusta, tanto mejor; no hubiera puesto tanto ánimo en componerlo, de no haber creído que las personas más graves y cargadas de años podían considerarlo importante desde el punto de vista de la poesía, de la mitología y de la historia». Los niños no han sido más que un instrumento, un pretexto, para su conservación y propagación: «Los niños sólo tienen receptividad para la épica; a esta particularidad de su carácter debemos la conservación de estos documentos».

¿Cómo ocurrió, pues, que una obra empezada con semejante gravedad de designios, se convirtiera, no sólo en el modelo clásico de la literatura de entretenimiento infantil, sino en una de las obras maestras del arte narrativo universal? En realidad, los hermanos Grimm trabajaban, tal vez sin darse clara cuenta de ello, bajo la tensión de una antinomia, cuyos polos eran «ciencia» y «poesía». La tensión se hallaba en el ambiente, pues estos dos conceptos, que a nosotros nos parecen tan distintos, por no decir antagónicos, pugnaban precisamente entonces, en el ánimo de los románticos (como en el espíritu de Goethe), para disociarse y definir el uno frente al otro sus respectivas fronteras; pero la tensión se hallaba también en la personalidad de los autores, cuyos caracteres eran mucho más distintos de lo que podría hacer creer la armonía que entre ellos reinó durante toda su vida: Jacobo, en efecto, era el científico; Guillermo, el poeta. De Jacobo fue la idea, la fijación del método y la parte más importante del trabajo de recopilación; Guillermo se encargó en especial de la elaboración de los cuentos, cuya redacción definitiva fijó en las ediciones posteriores. Jacobo se había lanzado entretanto a nuevas y más ambiciosas empresas, e intervino ya muy poco en la elaboración del segundo volumen, y si antes hemos visto a Jacobo preocuparse ante todo de la historia y de la mitología es, en cambio, significativo leer en el prólogo del segundo volumen, escrito por Guillermo, las siguientes palabras: «No sólo nos proponemos prestar un servicio a la historia de la Poesía, sino dar ocasión a que la poesía que anima estos cuentos se haga plenamente eficaz».

De la eficacia de los cuentos es testimonio elocuente la influencia que han ejercido sobre la poesía y el arte narrativo de todos los países. De ahí que sea interesante dar algunos pormenores sobre la génesis de la colección.

La gestación de los Kinder- und Hausmärchen nos transporta a una época que podemos calificar de heroica, tanto en el campo de la acción como en el del pensamiento. Eran los años de reacción contra la invasión napoleónica. Ante la desdicha del presente, los alemanes volvían sus miradas al pasado, para sacar de él fe en el porvenir; así surgieron el Guillermo Tell de Schiller (1804), la Hermannschlacht de Heinrich van Kleist (1808). Por otra parte, Herder había encendido ya la comprensión para aquello que cada pueblo tiene en sí de valioso y distintivo, y había formulado su célebre principio de que la poesía era la lengua madre del género humano. Herder había refutado, con una brillante crítica, el método de explicar la Poesía partiendo de las escasas y tardías noticias que acerca de ella nos da la tradición escrita. Los monumentos literarios conservados en los libros son sólo el resto fosilizado de algo que, un tiempo, estuvo lleno de vida; por eso, las historias de la literatura no son sino vastos camposantos, cubiertos de osamentas, que son clasificadas y estudiadas de un modo mecánico, sin que nadie se pregunte nunca por la necesidad vital a que debieron su nacimiento. Por no atender a esta necesidad que presidió su origen, se ha podido escribir la historia de la literatura en forma de un estudio de los movimientos migratorios de las formas poéticas, las cuales se hacen derivar de una fuente única, siendo así que en todos los pueblos se hallan simientes capaces de hacer brotar la creación artística. Así es como Herder llegó a fundar su principio, trascendental para el pensamiento de la primera mitad del siglo XIX, del «espíritu creador del pueblo». ¿Por qué hemos de convertirnos en copistas, cuando podemos ser originales? Ésta fue la pregunta que conmovió hasta lo más íntimo la conciencia de los escritores alemanes.

La respuesta, en el campo mismo en que se había situado Herder, no se hizo esperar: fue el Des Knaben Wunderhorn, la famosa colección de canciones populares publicada por Arnim y Brentano (1806), que renovó todos los modos de la lírica germana. La otra respuesta fueron los Kinder- und Hausmärchen de Jacobo y Guillermo Grimm, cuyo primer volumen fue publicado en 1812, seguido por el segundo en 1815.

La vinculación de la obra de los hermanos Grimm a las sugerencias herderianas y al ejemplo de Arnim y Brentano no puede ser más clara y explícita. Herder había sido el primero (ya en 1777) en llamar la atención sobre la importancia histórica del cuento alemán, que para él era «un resultado de las creencias populares y de la potencia imaginativa del pueblo». Por otra parte, al margen de su colaboración con Brentano en el Wunderhorn, Arnim había acariciado la idea de escribir una gran obra sobre las antigüedades germánicas y, a tal efecto, en 1805 habla de las leyendas y cuentos (Sagen und Märchen) que sería conveniente incluir en la proyectada colección.

Que estas palabras de Arnim sirvieron de acicate inmediato a los Grimm, lo da a suponer el hecho de que los dos hermanos pusieran manos a la obra ya al año siguiente de haber sido escritas (1806). Su primera intención fue publicar la obra en colaboración con Brentano; pero tuvieron que abandonarla pronto. El pensamiento de Brentano era recoger de labios del pueblo la materia bruta, para reelaborarla luego con la misma libertad con que había procedido en su colección de canciones. Los Grimm veían la cosa desde un ángulo distinto: se trataba, ante todo, de reproducir exactamente y con todo rigor científico la materia narrativa tal como se hallaba en la tradición oral, respetando fórmulas estilísticas y expresiones dialectales. La poesía de los cuentos había de actuar por sí misma, sin aditamentos literarios, y su preservación en ningún caso debía hacerse a costa de su valor documental.

Esta actitud representaba una novedad en la cuentística literaria (tal vez con la única, aunque importante excepción de Perrault, quien ya en 1697 había publicado los Contes de ma mère l’Oye en tono infantil y sin adiciones substanciales). Para los cuentistas anteriores, embebidos de las concepciones racionalistas de la Ilustración, el cuento, como tal, no era más que un pretexto para la exposición de sus propias ideas e invenciones; era la materia bruta, que había que vestir con nobles palabras y pensamientos significativos. Todavía Wieland decía: «Los cuentos de viejas, contados en el estilo de las viejas, muy bien que se transmitan de boca en boca; pero imprimirlos, de ningún modo».

Los precedentes de la obra de Grimm (aparte el ya mencionado de Perrault) deben buscarse fuera de la literatura en su sentido estricto; se hallan más bien en los libros populares, groseramente escritos y peor impresos que, por otra parte, raras veces sabían captar el espíritu de la narración oral, y a menudo ni acertaban siquiera a descubrir cuál era el punto esencial de cada relato. Y cuando su autor estaba dotado de una sensibilidad que se levantara algo por encima del nivel corriente, era raro que resistiera a la tentación de intercalar sus propias invenciones y de adaptar materiales de publicaciones extranjeras similares, mezclando así lo genuino con lo espurio, lo nacional con lo exótico.

Algunos de los cuentos que figuraban en estas oscuras publicaciones fueron admitidos en la suya por los Grimm. Pero la gran masa de su material la recogieron directamente y de viva voz. Las fuentes de los Märchen fueron, sobre todo, dos distritos de Hesse: el condado de Hanau, la lengua de tierra que se extiende junto a las márgenes del Mein y su afluente el Kinzig, patria de los dos hermanos, y la región de Kassel. Muchos cuentos fueron transcritos de labios de personas conocidas, especialmente miembros de la familia de Werner van Haxthausen; una parte de los más bellos del segundo volumen se deben a una campesina de la aldea de Niederzwehren (cerca de Kassel), la Viemännin; con más de 50 años de edad, estaba dotada de una memoria excepcional; recitaba los cuentos dos veces: una, libremente y en tono normal, la segunda, despacio, para dar tiempo a que su oyente pudiera transcribirlos con toda fidelidad; repetía siempre las mismas palabras, procurando corregirse a sí misma cuando cometía algún error, por nimio que fuera.

En 1807, a un año de haber empezado la recogida de material, Brentano se admira ya del número y calidad de los tesoros reunidos, y concibe la idea de aprovechar algunos para la segunda parte del Wunderhorn. Arnim insta para que se proceda a la publicación inmediata, exhortando a los Grimm a que no se dejen demorar por un intempestivo afán de perfección. Guillermo nos ha dejado una vivaz descripción de la pintoresca escena en el cuarto de Arnim, el día en que le presentaron los primeros originales: «Yendo de un lado a otro de la habitación, Arnim leía las páginas, una tras otra, mientras un canario amaestrado, manteniendo precariamente el equilibrio con graciosos movimientos de las alas, se estaba posando sobre su cabeza, entre cuyos rizos parecía sentirse muy a gusto».

A propósito de la aparición del primer volumen, en 1812, los autores definieron su proceder del modo siguiente: «No hemos añadido nada de nuestra cosecha, ni hemos intentado embellecer ninguna situación o rasgo de la tradición, sino que nos hemos esforzado en reproducir su contenido tal como nos ha sido transmitido; la expresión es nuestra, huelga decirlo, así como la exposición de cada detalle; pero procurando siempre conservar todas las particularidades observadas… Las repeticiones de frases, rasgos y transiciones deben considerarse como fórmulas épicas que se repiten de suyo cada vez que se pulsa la tecla correspondiente».

La combinación de fidelidad a la materia y de elaboración (y hasta cierto punto creación) poética queda así perfectamente definida desde un principio. La unidad de tono y estilo, que resalta en todos los cuentos, con ser éstos de tan diversas procedencias, es un claro indicio de que la actitud de los autores, ante la materia que les venía a las manos, estaba muy lejos de ser pasiva. Los críticos posteriores se han dedicado a poner en claro la importancia respectiva de aquellos dos elementos. (Véase, sobre todo, Hermann Hamann, Die literarischen Vorlagen der Kinder- und Hausmärchen und ihre Bearbeitung durch die Brüder Grimm, Berlín, 1909; Kurt Schmidt, Die Entwikklung der Grimmschen Kinder- und Hausmärchen, Halle, 1932.) Daremos aquí un breve resumen de sus resultados.

La tradición oral proporciona, no sólo el volumen mayor del material, sino, en particular, el tono y el estilo. Los Grimm pusieron especial empeño en mantenerse fieles a la originalidad y belleza de la lengua popular; no se propusieron crear, sino reproducir las creaciones del pueblo y restablecer sus modos expresivos allí donde éstos habían sido desfigurados por la tradición literaria. Así, incluso cuando los cuentos proceden de fuentes escritas (colecciones medievales, francesas, latinas, etc., en prosa o en verso), quedan fundidas en el conjunto, recobrando su primitiva frescura.

Las modificaciones introducidas son, por regla general, exteriores y accidentales; raras veces refunden los cuentos, aunque en algunas ocasiones modifican su extensión, abreviándolos o completándolos; eliminan detalles chocantes, como también suprimen las moralejas, apropiadas sólo cuando el cuento es considerado como un apólogo destinado al aleccionamiento o a la edificación moral. Asimismo, eliminan los elementos extraños que se han introducido en la tradición popular en forma de referencias concretas a personas o lugares: los cuentos deben considerarse como «sueños de un secreto mundo familiar, que se encuentra en todas partes y en ninguna» (Novalis). Desaparecen, por tanto, las digresiones tendenciosas, los rasgos satíricos, las alusiones concretas. Hasta los nombres propios quedan reducidos a los más corrientes: Heinz, Hans, Grete, Trude, a veces con un epíteto constante: der faule Heinz, der lange Lenz, die dicke Trine, das kluge Gretel.

Cada cuento representa una unidad completa y cerrada en sí misma; con rarísimas excepciones, no se encuentran referencias de un cuento al otro. El relato es siempre impersonal, y el narrador sólo ocasionalmente se permite intervenir al final con alusiones humorísticas o bonachonas a su auditorio infantil.

Señalar los elementos mágicos, restos de creencias o supersticiones antiquísimas, que se hallan diseminados en todos los cuentos, significaría emprender un estudio especial sobre este tema. Limitémonos aquí a señalar el simbolismo de los números. En las enumeraciones, éstos son poco menos que constantes: 3, 7, 12. Cuando los hermanos son tres, el menor es siempre el mejor; asimismo, las empresas salen bien a la tercera tentativa.

El primitivismo de las ideas y sentimientos resalta, entre otras cosas, en el humorismo, que se complace en las bufonadas más elementales; en la psicología, totalmente falta de análisis y matizaciones, basada sólo en fuertes contrastes de bien y mal. Por lo demás, la excelencia moral o espiritual coincide siempre con la belleza física, la cual es descrita de un modo hiperbólico, típico y conciso: wunderschön, so schön, wie ihr auf der Welt eine finden könnt, als noch jemand auf Erde gewesen war, etc.

La sintaxis es de lo más sencillo, con absoluta predominancia de la coordinación sobre la subordinación. La lengua es clara, viva, plástica y concreta, desprovista de imágenes o vagas comparaciones. Al revés de lo que ocurre con la prosa artística, de tendencias alegorizantes, en que lo general sirve para expresar lo particular, aquí las cosas concretas son estilizadas para expresar abstracciones, pues la lengua del pueblo, como la del niño, es pobre en generalidades derivadas.

* * *

Tal fue el origen y tales las características de uno de los libros que más vitalidad han demostrado entre todas las producciones del Romanticismo alemán. Aunque parezca paradójico, a este resultado han contribuido no poco la actitud y el método con que los hermanos Grimm se acercaron a su pueblo. Sus pretensiones de rigor científico pueden parecernos hoy pueriles y son, desde luego, insuficientes desde el punto de vista de la moderna etnología y del moderno folklore; pero de hecho los salvaron de adoptar formas y modos que no han resistido los cambios de gusto y de concepciones. A despecho de su adhesión a las ideas de su tiempo, supieron poner siempre los hechos por delante de las teorías. Gracias a ello, su obra ha quedado, no sólo en Alemania, sino en todos los pueblos del mundo, como el modelo perfecto de los «cuentos populares», los Volksmärchen, en contraposición al género literario de los «cuentos de hadas», producto de la fantasía artística. Piénsese lo que se quiera de la romántica fe de los Grimm en la superioridad de la poesía popular sobre la poesía de arte; lo cierto es que el monumento que erigieron a la poesía espontánea de su pueblo ha sido una fuente de inspiración en la que no han desdeñado beber los escritores más refinados.

* * *

La presente traducción castellana ofrece, entre las que existen en nuestra lengua, la novedad de ser completa. Las ventajas de poseer una traducción de esta índole son demasiado obvias para que requieran ser enumeradas. Baste recordar el doble carácter de la obra de los Grimm, su intención científica y su realización artística, para comprender las ventajas que para muchos estudiosos o aficionados del folklore o la etnología puede reportar una versión de todo el material sacado a luz por los dos hermanos. Tal duplicidad de carácter ha sido también tenida en cuenta en la adopción de criterio para la traducción. La versión literal de algunos cuentos ofrece espinosas dificultades, y sólo sería factible sacrificando, poco menos que del todo, su eficacia como obra literaria o de entretenimiento. En estos casos (que por lo demás no son muchos) se ha impuesto una cierta adaptación, que respetando en lo posible el contenido, resultara legible en castellano. Entiéndase, sin embargo, que tal adaptación sólo alcanza a detalles de forma; en todo lo esencial, los cuentos ruedan tal como los publicaron sus autores.

EDUARDO VALENTI

LEYENDAS INFANTILES

San José en el bosque

ERASE una vez una madre que tenía tres hijas; la mayor era mala y displicente; la segunda, pese a sus defectos, era ya mucho mejor, y la tercera, un dechado de piedad y de bondad.

La madre, cosa extraña, prefería a la mayor y, en cambio, no podía sufrir a la pequeña, por lo cual solía mandarla a un bosque con objeto de quitársela de encima, convencida de que un día u otro se extraviaría y nunca más volvería a casa. Pero el ángel de la guarda, que vela por los niños buenos, no la abandonaba, y siempre la conducía por el buen camino.

Sin embargo, una vez el angelito hizo como que se distraía, y la niña no logró encontrar el sendero para regresar. Siguió caminando hasta el anochecer y, viendo a lo lejos una lucecita, dirigióse a ella a toda prisa y llegó ante una pequeña choza.

Llamó, abrióse la puerta y, al franquearla, se encontró ante una segunda puerta, a la cual llamó también. Acudió a abrirla un hombre anciano, de aspecto venerable y blanquísima barba. Era el propio San José, que le dijo cariñoso:

—Entra, pequeña, siéntate junto al fuego en mi sillita y caliéntate; iré a buscarte agua límpida si tienes sed; pero, en cuanto a comida, aquí en el bosque no tengo nada para ofrecerte, como no sean unas raicillas que habrás de pelar y cocer.

Dióle San José las raíces; la muchachita las raspó cuidadosamente y, sacando luego el trocito de tortilla y el pan que le había dado su madre, lo puso todo al fuego en un pucherito y lo coció en un puré.

Cuando estuvo preparado, díjole San José:

—¡Tengo tanta hambre! ¿No me darías un poco de tu comida?

La niña le sirvió de buen grado una porción mayor de la que se quedó para sí misma; pero Dios bendijo su cena, y la muchachita quedó saciada.

Luego dijo el santo:

—Ahora, a dormir; pero sólo tengo una cama. Tú te acuestas en ella, y yo me echaré en el suelo, sobre la paja.

—No —respondió la niña—, tú te quedas con la cama; a mí me basta con la paja.

Pero San José la cogió en brazos y la llevó a la camita, donde la chiquilla se durmió después de haber rezado sus oraciones.

Al despertarse a la mañana siguiente, quiso dar los buenos días al viejo, mas no lo vio. Lo buscó por todas partes sin lograr encontrarlo, hasta que finalmente, detrás de la puerta, descubrió un saco con dinero, tan pesado que apenas podía llevarlo; y encima estaba escrito que era para la niña que había dormido allí aquella noche.

Cargando con el saco, emprendió el camino de vuelta a su casa, a la que llegó sin contratiempo, y como entregó todo el dinero a su madre, la mujer no pudo por menos que darse por satisfecha.

Al otro día entráronle ganas a la hermana segunda de ir al bosque, y la madre le dio bastante más tortilla y pan que a su hermanita la víspera.

Discurrieron las cosas como con la pequeña. Llegó al anochecer a la cabaña de San José, quien le dio raíces para cocerlas y, cuando ya estuvieron preparadas, le dijo igualmente:

—¡Tengo hambre! Dame un poco de tu cena.

Respondióle la muchacha:

—Haremos partes iguales.

Y cuando el santo le ofreció la cama, diciéndole que dormiría él sobre la paja, respondió la niña:

—No, duerme en la cama conmigo; hay sitio para los dos.

Pero San José la cogió en brazos, la acostó en la camita, y él se echó sobre la paja.

Por la mañana, al despertarse la niña, San José había desaparecido, y la muchacha, detrás de la puerta, encontró un saquito de un palmo de largo con dinero, y encima llevaba también escrito que era para la niña que había pasado la noche en la casita.

La chiquilla se marchó con el saquito y, al llegar a su casa, lo entregó a su madre; pero antes se había guardado, en secreto, dos o tres monedas.

Picóse con todo esto la mayor, y se propuso ir también al bosque al día siguiente. La madre le puso toda la tortilla y todo el pan que quiso la muchacha y, además, queso.

Al atardecer encontróse con San José en la choza, igual que sus hermanas. Cocidas las raíces, al decirle San José:

—¡Tengo hambre! Dame un poco de tu comida.

Replicó la muchacha:

—Espera a que yo esté harta; te daré lo que me haya sobrado.

Y se lo comió casi todo, y San José hubo de limitarse a rebañar el plato.

El buen anciano le ofreció entonces su cama, brindándose él a dormir en el suelo, y la muchacha aceptó sin remilgos, acostándose en el lecho y dejando que el viejo durmiese en la dura paja.

Al despertarse por la mañana, no vio a San José en ninguna parte; mas no se preocupó por ello, sino que fue directamente a buscar el saco de dinero detrás de la puerta. Pareciéndole que había algo en el suelo y no pudiendo distinguir lo que era, se agachó y dio de narices contra el objeto, el cual se le quedó adherido a la nariz. Al levantarse se dio cuenta, con horror, de que era una segunda nariz, pegada a la primera. Púsose a llorar y chillar, pero de nada le sirvió; siempre veía aquellas narices de palmo que tanto la afeaban.

Salió corriendo y gritando hasta que alcanzó a San José y, cayendo de rodillas a sus pies, púsose a rogarle y suplicarle con tanto ahínco que el buen santo, compadecido, le quitó la nueva nariz y le dio dos reales.

Al llegar a la casa, recibióla en la puerta la madre y le preguntó:

—¿Qué regalo traes?

Y ella, mintiendo, dijo:

—Un gran saco de dinero; pero lo he perdido en el camino.

—¡Perdido! —exclamó la mujer—. Entonces tenemos que ir a buscarlo.

Y, cogiéndola de la mano, quiso llevársela al bosque.

Al principio, la muchacha lloró y se resistió a acompañarla; pero, al fin, se fue con ella; mas por el camino las acometieron un sinfín de lagartos y serpientes, de las que no pudieron escapar. A mordiscos mataron a la niña mala; y, en cuanto a la madre, le picaron en un pie, en castigo por no haber educado mejor a su hija.

Los doce apóstoles

TRESCIENTOS años antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, vivía una madre que tenía doce hijos. Y era tan pobre y estaba tan necesitada, que no sabía cómo seguir manteniéndolos. Rezaba todos los días a Dios pidiéndole la gracia de que sus hijos se encontrasen en la Tierra cuando viniera a ella el prometido Mesías.

A medida que aumentaba su miseria, la madre los iba mandando uno tras otro por el mundo, a ganarse el pan.

El mayor se llamaba Pedro. Partió y, al cabo de una larga jornada, llegó a un gran bosque. Estuvo buscando la salida, pero sólo consiguió extraviarse cada vez más. Y tenía tanta hambre, que casi no podía aguantarse de pie. Al fin, la debilidad lo obligó a tumbarse persuadido de que iba a morir cuando, de pronto, se le presentó un niño reluciente, hermoso y afable como un ángel. El pequeño dio unas palmadas para llamar la atención de Pedro el cual, levantando la mirada, violo a su lado.

Díjole entonces el niño:

—¿Qué haces ahí tan triste?

—¡Ay! —respondió Pedro—. Voy corriendo mundo para ganarme el pan y alcanzar a ver al Mesías prometido, pues éste es mi mayor deseo.

—Ven, tu deseo será realizado —le dijo el niño.

Y, tomando a Pedro de la mano, lo condujo a una gran cueva que había entre unas rocas.

Al entrar en ella, todo era un ascua de oro, plata y cristal y, en el centro, había doce cunas alineadas.

Dijo entonces el ángel:

—Échate en la primera y duerme un poco; te voy a mecer.

Hízolo Pedro, y el ángel le cantó y meció hasta que se hubo dormido y, mientras dormía, llegó el segundo hermano, acompañado también por su ángel protector, que lo meció y durmió a su vez cantándole la nana; y así sucesivamente todos los demás, por turno, hasta que los doce estuvieron dormidos en las doce cunas de oro.

Y así durmieron por espacio de trescientos años, hasta la noche en que vino al mundo el Redentor. Entonces se despertaron y vivieron con él en la Tierra. Fueron los doce apóstoles.

La rosa

ERASE una mujer pobre que tenía dos hijos, el menor de los cuales había de salir todos los días al bosque a buscar leña.

Ya adentrado mucho en él, salióle al encuentro un niño muy pequeño que, acercándosele sin miedo, lo ayudó diligentemente a recoger la leña y a transportarla a casa; y, al llegar a la puerta, desapareció.

El muchachito lo contó a su madre, pero ella se negó a creerlo. Al fin, el muchachito sacó una rosa y le explicó que el niño se la había dado, diciéndole: «Volveré cuando se abra esta rosa».

La madre puso la flor en agua. Y una mañana, el muchacho no se levantó de la cama y, al ir su madre a llamarlo, lo encontró muerto, pero con semblante apacible y dichoso. Y aquella misma mañana se abrió la rosa.

La pobreza y la humildad llevan al cielo

ERASE un príncipe que salió a pasear por el campo. Andaba triste y pensativo, y al levantar la mirada al cielo y verlo tan azul y sereno, exclamó con un suspiro:

—¡Qué bien debe uno sentirse allá arriba! —viendo luego a un pobre anciano que venía por el camino, le dijo—. ¿Cómo podría yo llegar al cielo?

—Con pobreza y humildad —le respondió el viejo—. Ponte mis vestidos rotos, recorre el mundo durante siete años para conocer la miseria; no aceptes dinero, sino que, cuando estés hambriento, pide un pedazo de pan a las gentes caritativas; de este modo te irás acercando al cielo.

Quitóse el príncipe sus ricas vestiduras y, después de cambiarlas por las del mendigo, salió a vagar por el mundo y sufrió grandes privaciones. No tomaba sino un poco de comida, y no hablaba; sólo rogaba a Dios que lo acogiese un día en el cielo.

Transcurridos los siete años, regresó al palacio del Rey, su padre, pero nadie lo reconoció.

Dijo a los criados:

—Id a comunicar a mis padres que he vuelto —pero los criados no le prestaron crédito y, echándose a reír, lo dejaron plantado. Entonces dijo el príncipe—. Subid a decir a mis hermanos que salgan; me gustaría volverlos a ver.

Tampoco esto querían hacer hasta que, al fin, uno se decidió y fue a transmitir el recado a los hijos del Rey. Éstos no lo creyeron y olvidaron el asunto.

Entonces el príncipe escribió una carta a su madre describiéndole su miseria, pero sin revelarle que era su hijo. La Reina, compadecida, mandó que le asignasen un lugar al pie de la escalera, y que todos los días dos criados le llevasen comida.

Pero uno de los servidores era perverso.

—Para qué dar a ese pordiosero tan buena comida —decía.

Y se la guardaba para él o la echaba a los perros. Al pobre, débil y extenuado, no le daba más que agua.

Otro criado, en cambio, era honrado y le llevaba lo que le entregaban para él. Poca cosa, mas lo bastante para permitir al mísero subsistir una temporada. Iba debilitándose progresivamente, pero todo lo sufría con paciencia.

Observando que su estado se agravaba por momentos, pidió que le trajesen la sagrada comunión. A mitad de la misa, todas las campanas de la ciudad y sus contornos empezaron a tañer por sí solas.

Terminado el divino oficio, el sacerdote dirigióse al pie de la escalera y encontró muerto al pobre, sosteniendo en una mano una rosa y en la otra un lirio; junto a su cuerpo había un papel, donde se hallaba escrita su historia. Y a ambos lados de la tumba brotaron también una rosa y un lirio.

El divino manjar

HUBO un tiempo en que vivían dos hermanas: una, rica y sin hijos; la otra, viuda con cinco hijos y, tan pobre, que no tenía pan para dar de comer a sus pequeños.

Agobiada por la necesidad, fue a casa de su hermana y le dijo:

—Mis hijos padecen hambre; tú, que eres rica, puedes darme un poco de pan.

—No tengo pan en casa.

Y la despidió con malos modos.

Unas horas después llegó a casa el marido de la mujer rica y se dispuso a cortarse una rebanada de pan; y al clavar el cuchillo en la hogaza, empezó a manar de ella sangre roja. Al verlo su esposa, asustóse y le explicó lo ocurrido.

Corrió el hombre a casa de la pobre dispuesto a auxiliarla y, al entrar en la habitación, la encontró orando con los dos hijos menores en brazos; los tres mayores, yacían muertos en la cama.

El hombre le ofreció comida, pero ella contestó:

—Ya no pedimos alimentos terrenales. A tres de nosotros, Dios los ha saciado ya, y escuchará también las súplicas de los que quedamos.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, los dos pequeños exhalaron el último suspiro, y la madre, estallándole el corazón, cayó también muerta junto a ellos.

Las tres ramas verdes

ERASE una vez un ermitaño que vivía en un bosque, al pie de una montaña, ocupado sólo en la oración y las buenas obras; y cada anochecer, por amor de Dios, llevaba unos cubos de agua a la cumbre del monte.

Muchos animales calmaban en ella la sed, y muchas plantas se refrescaban, pues en las alturas soplaba constantemente un fuerte viento que resecaba el aire y el suelo. Y las aves salvajes que temían a los hombres, describían círculos en el espacio, explorando el terreno con sus penetrantes ojos en busca de agua.

Por ser el ermitaño tan piadoso, un ángel del Señor en figura visible lo acompañaba y, contando sus pasos, llevaba la comida al santo varón una vez éste había terminado su trabajo, como aquel profeta que, por orden de Dios, era alimentado por un cuervo.

Siendo ya el virtuoso anacoreta de una edad muy avanzada, vio un día desde lejos que llevaban a la horca a un pobre pecador, y se dijo para sus adentros: «Ahora recibe éste su merecido».

Aquella velada, cuando subió el agua a la montaña, no se presentó el ángel que siempre lo acompañaba y le traía el alimento. Asustado, hizo examen de conciencia, procurando recordar en qué podía haber pecado, ya que Dios le manifestaba su enojo; pero no encontró ninguna falta. Dejó de comer y beber y, arrojándose al suelo, se pasó mucho tiempo en oración.

Y un día en que estaba en el bosque llorando amargamente, oyó un pajarillo que cantaba con deliciosos trinos, de lo cual recibió aún más pesadumbre; y le dijo:

—¡Qué alegremente cantas! Contigo no está Dios irritado. ¡Ah, si pudieses decirme en qué falté, para que mi corazón se arrepintiese y recobrase aquel contento de antes!

He aquí que el pajarillo rompió a hablar, diciendo:

—Hiciste mal al condenar al pobre pecador que conducían al cadalso; por eso, Dios está enojado contigo, pues sólo Él tiene derecho a juzgar. Pero si te arrepientes y haces penitencia, serás perdonado.

Y se le apareció el ángel con una rama seca en la mano y le dijo:

—Llevarás esta rama contigo hasta que broten de ella tres ramillas verdes, y por la noche, al acostarte, descansarás la cabeza sobre ella. Mendigarás el pan de puerta en puerta, y nunca pasarás más de una noche en una misma casa. Tal es la penitencia que el Señor te impone.

Tomó el ermitaño la vara y volvió al mundo que no viera desde hacía tantos años. Comía y bebía sólo lo que le daban en las puertas donde llamaba; muchas veces no fueron oídas sus súplicas, y muchas puertas permanecieron cerradas, por lo que fueron numerosos los días en que no tuvo ni un mísero mendrugo de pan para comer.

Una vez que había estado mendigando infructuosamente desde la mañana a la noche sin que nadie le diese ni comida ni albergue, entró en un bosque y llegó ante una miserable choza, donde había una vieja.

Pidió él:

—Buena mujer, permitid que me refugie por esta noche en vuestra casa.

Y la vieja le dijo:

—No, no podría aunque quisiese. Tengo tres hijos salvajes y malvados. Si os encontrasen aquí, al volver de sus rapiñas, nos matarían a los dos.

Insistió el ermitaño:

—Dejad que me quede; no nos harán nada.

Y la mujer, apiadada, consintió en recogerlo.

Tendióse el hombre al pie de la escalera, con una rama por almohada. Al verlo la vieja, preguntóle por qué se ponía así, y él le contó que lo hacía en cumplimiento de una penitencia. Había ofendido al Señor un día en que, viendo conducir a la horca a un condenado, había dicho que llevaba su merecido.

Púsose la mujer a llorar exclamando:

—¡Ay! Si Dios castiga de este modo una sola palabra, ¡qué es lo que les espera a mis hijos cuando se presenten ante Él para ser juzgados!

Hacia media noche regresaron los bandidos, con gran ruido y vocerío. Encendieron fuego y, al quedar la covacha iluminada, vieron al hombre tumbado al pie de la escalera e increparon, iracundos, a su madre:

—¿Quién es ese hombre? ¿No te hemos prohibido que acojas a nadie?

—Dejadlo en paz —suplicó la vieja—. Es un pobre pecador que expía sus pecados.

—¿Qué ha hecho, pues? —preguntaron los ladrones; y despertaron al anciano—. ¡Eh, viejo, cuéntanos cuáles son tus pecados!

Incorporóse el penitente y les explicó cómo con una sola palabra había ofendido a Dios, y la penitencia que le había sido impuesta. Su narración conmovió de tal manera a los bandidos que, espantados de su vida anterior, se arrepintieron y decidieron hacer penitencia. El ermitaño, una vez convertidos los tres pecadores, volvió a tenderse al pie de la escalera.

Por la mañana lo encontraron muerto, y de la vara seca que le servía de almohada habían brotado tres ramas verdes. El Señor le había restituido su gracia y acogido en su seno.

La «copita» de la Virgen

A un carretero se le había atascado el carro que llevaba cargado de vino, y de ninguna manera podía sacarlo adelante.

En esto acertó a pasar la Santísima Virgen y, al observar el apuro del carretero, le dijo:

—Estoy cansada y sedienta; dame un vaso de vino y te sacaré el carro del atolladero.

—Bien a gusto lo haría —respondió el hombre—, pero no tengo ningún vaso en que echar el vino.

Entonces la Virgen cogió una florecilla blanca con rayas coloradas llamada farolillo, que tiene forma muy parecida a una copa, y la ofreció al carretero.

Llenóla éste de vino y la Virgen bebió, y en el mismo instante quedó el carro desatascado y el hombre pudo continuar su camino. Desde entonces se conoce la florecilla con el nombre de «copita de la Virgen».

La viejecita

EN una gran ciudad, una pobre anciana estaba por la noche sola en su habitación; pensaba en cómo había perdido primero a su marido, luego a sus dos hijos y, poco a poco, a todos sus parientes y amigos; aquel mismo día había perdido al último, quedándose sola y abandonada del mundo entero.

Tan triste estaba la pobre anciana, sobre todo por la pérdida de sus hijos, que incluso llegó a reprochar a Dios.

Permanecía triste y abatida cuando oyó el tañido de la campana que tocaba a maitines. Sorprendida de haber pasado toda la noche en vela, entregada a sus tristes pensamientos, encendió la luz y se encaminó a la iglesia.

Al llegar, el templo estaba completamente iluminado, aunque no por velas y cirios como de costumbre, sino por un resplandor raro y crepuscular. Estaba también lleno de gente, y todos los sitios aparecían ocupados, y cuando la viejecita quiso ocupar el suyo habitual, resultó que el banco estaba lleno.

Y al mirar a aquellas gentes, se dio cuenta de que todos eran parientes difuntos, que estaban sentados allí con sus vestidos de otros tiempos y con los rostros lívidos. No hablaban ni cantaban, mas en la iglesia se percibía un extraño zumbido y rumoreo.

Levantóse una tía suya y, acercándosele, le dijo:

—Mira al altar, verás a tus hijos.

La vieja dirigió la mirada al punto indicado y vio a sus hijos: el uno, colgando de una horca; el otro, azotado sobre la rueda.

Y explicó la vieja tía:

—¿Ves? Ése era el destino que les estaba reservado si hubiesen vivido y Dios no los hubiese llamado a su seno cuando aún eran niños inocentes.

La vieja regresó temblando a su casa y, cayendo de rodillas, dio gracias a Nuestro Señor por haber hecho las cosas mejor de lo que ella podía comprender. Y a los tres días murió ella también.

Las bodas celestiales

UN pobre mozo campesino oyó un día en la iglesia predicar al señor cura:

—Quien quiera ir al cielo, debe seguir siempre el camino recto.

El muchacho se puso pues en camino, siempre adelante, sin jamás torcer, a través de montes y valles.

Al fin, llegó a una gran ciudad y fue a parar a la iglesia, donde se celebraba el divino oficio. Viendo aquella magnificencia, creyó nuestro mozo que había llegado al cielo y sentóse radiante de alegría.

Terminada la función, cuando el sacristán le dijo que se retirase, negóse él:

—No, yo no me marcho. Estoy muy contento de haber llegado, por fin, al cielo.

Fue el sacristán al cura a decirle que en la iglesia había un muchacho que no quería salir, porque creía estar en el cielo.

Respondió el cura:

—Si lo cree así, dejémoslo.

Luego se dirigió al mocito y le preguntó si le apetecía trabajar. Contestó el muchacho que sí, y que estaba acostumbrado al trabajo; lo que no quería era marcharse del cielo. De esta forma, se quedó en la iglesia.

Al ver a la gente que se acercaba a la imagen de la Virgen con el Niño Jesús en brazos, tallada en madera, y que se arrodillaban y rezaban, pensó: «Éste será Nuestro Señor».

Y exclamó:

—¡Señor, y qué flaco estás! Seguramente te hacen pasar hambre. Te traeré cada día la mitad de mi ración.

Desde entonces llevaba todos los días a la imagen la mitad de su comida; y he aquí que la estatua empezó a comer aquellas viandas.

Transcurridas un par de semanas, la gente notó que la imagen crecía y engordaba, de lo cual se asombraron todos. El párroco no podía dar crédito a sus ojos, y un día se quedó en el templo espiando al muchachito. Entonces pudo ver cómo partía el pan con la Virgen y cómo ésta lo cogía.

Al cabo de un tiempo, el chiquillo cayó enfermo y hubo de estar ocho días en cama. Al levantarse, su primer cuidado fue llevar la comida a la Madre de Dios.

El cura lo siguió y oyó que decía:

—Señor, no te enfades si durante estos días no te he traído nada; he estado enfermo y no he podido levantarme.

Y es el caso que la imagen le respondió:

—He visto tu buena voluntad, y ella me ha bastado; el próximo domingo te invito a bodas.

El muchacho sintió una gran alegría y se lo comunicó al señor cura, el cual le pidió que preguntase a la imagen si le permitiría asistir a él también.

—No —respondió la imagen—, tú solo.

Entonces el cura se brindó a prepararlo y a darle la sagrada comunión, a lo cual asintió el niño. Y el domingo, en cuanto hubo comulgado, cayó muerto y celebró sus bodas eternas.

La vara de avellano

UNA tarde en que el Niño Jesús se había dormido en su cunita entró su Madre y, contemplándolo llena de ternura, le dijo:

—¿Te has dormido, Hijo mío? Duerme tranquilo, mientras yo voy al bosque a buscarte un puñado de fresas. Sé que te gustarán cuando despiertes.

En el bosque encontró un lugar donde crecían fresas hermosísimas y, al agacharse para cogerlas, en medio de la hierba se irguió, de repente, una víbora.

Asustada la Virgen, dejó la planta y echó a correr. Persiguióla la serpiente mas, como ya podéis suponer, la Madre de Dios era lista y, ocultándose detrás de un avellano, permaneció quietecita hasta que la alimaña se hubo marchado.

Recogió entonces las fresas y, camino de su casa, dijo:

—Del mismo modo que esta vez el avellano me ha protegido, en adelante protegerá también a los hombres.

Por eso, desde hace muchísimo tiempo, una rama verde de avellano es la mejor arma de protección contra las víboras, culebras y todos los bichos que se arrastran por el suelo.

CUENTOS

El lebrato marino

VIVÍA cierta vez una princesa que tenía en el piso más alto de su palacio un salón con doce ventanas, abiertas a todos los puntos del horizonte, desde las cuales podía ver todos los rincones de su reino.

Desde la primera, veía más claramente que las demás personas; desde la segunda, mejor todavía, y así sucesivamente, hasta la duodécima, desde la cual no se le escapaba nada de cuanto había y sucedía en sus dominios, en la superficie o bajo tierra.

Como era en extremo soberbia y no quería someterse a nadie, sino conservar el poder para sí sola, mandó pregonar que se casaría con el hombre que fuese capaz de ocultarse de tal manera que ella no pudiese descubrirlo. Pero aquel que se arriesgase a la prueba y perdiese, sería decapitado y su cabeza clavada en un poste.

Ante el palacio levantábanse ya noventa y siete postes, rematados por otras tantas cabezas, y pasó mucho tiempo sin que aparecieran más pretendientes. La princesa, satisfecha, pensaba: «Permaneceré libre toda la vida».

Pero he aquí que comparecieron tres hermanos dispuestos a probar suerte. El mayor creyó estar seguro metiéndose en una poza de cal, pero la princesa lo descubrió ya desde la primera ventana y ordenó que lo sacaran del escondrijo y lo decapitasen. El segundo se deslizó a las bodegas del palacio, pero también fue descubierto desde la misma ventana, y su cabeza ocupó el poste número noventa y nueve.

Presentóse entonces el menor ante Su Alteza, y le rogó le concediese un día de tiempo para reflexionar y, además, la gracia de repetir la prueba por tres veces; si a la tercera fracasaba, renunciaría a la vida.

Como era muy guapo y lo solicitó con tanto ahínco, díjole la princesa:

—Bien, te lo concedo; pero no te saldrás con la tuya.

Se pasó el mozo la mayor parte del día siguiente pensando el modo de esconderse, pero en vano.

Cogiendo entonces una escopeta, salió de caza, vio un cuervo y le apuntó; y cuando se disponía a disparar, gritóle el animal:

—¡No dispares, te lo recompensaré!

Bajó el muchacho el arma y se encaminó al borde de un lago, donde sorprendió un gran pez que había subido del fondo a la superficie.

Al apuntarle, exclamó el pez:

—¡No dispares, te lo recompensaré!

Perdonóle la vida y continuó su camino, hasta que se topó con una zorra que iba cojeando. Disparó contra ella, pero erró el tiro; y entonces le dijo el animal:

—Mejor será que me saques la espina de la pata.

Él lo hizo así, aunque con intención de matar la raposa y despellejarla; pero el animal dijo:

—Suéltame y te lo recompensaré.

El joven la puso en libertad y, como ya anochecía, regresó a casa.

El día siguiente había de ocultarse; pero por mucho que se quebró la cabeza, no halló ningún sitio a propósito.

Fue al bosque, al encuentro del cuervo, y le dijo:

—Ayer te perdoné la vida; dime ahora dónde debo esconderme para que la princesa no me descubra.

Bajó el ave la cabeza y estuvo pensando largo rato hasta que, al fin, graznó:

—¡Ya lo tengo!

Trajo un huevo de su nido, partiólo en dos y metió al mozo dentro; luego volvió a unir las dos mitades y se sentó encima.

Cuando la princesa se asomó a la primera ventana no pudo descubrirlo, y tampoco desde la segunda; empezaba ya a preocuparse cuando, al fin, lo vio desde la undécima. Mandó matar al cuervo de un tiro y traer el huevo; y, al romperlo, apareció el muchacho.

—Te perdono por esta vez; pero como no lo hagas mejor estás perdido.

Al día siguiente se fue el mozo al borde del lago y, llamando al pez, le dijo:

—Te perdoné la vida; ahora indícame dónde debo ocultarme para que la princesa no me vea.

Reflexionó el pez un rato y, al fin, exclamó:

—¡Ya lo tengo! Te encerraré en mi vientre.

Y se lo tragó, y bajó a lo más hondo del lago.

La hija del Rey miró por las ventanas sin lograr descubrirlo desde las once primeras, con la angustia consiguiente; pero desde la duodécima lo vio. Mandó pescar al pez y matarlo y, al abrirlo, salió el joven de su vientre. Fácil es imaginar el disgusto que se llevó.

Ella le dijo:

—Por segunda vez te perdono la vida, pero tu cabeza adornará, irremisiblemente, el poste número cien.

El último día, el mozo se fue al campo descorazonado y se encontró con la zorra.

—Tú que sabes todos los escondrijos —díjole— aconséjame, ya que te perdoné la vida, dónde debo ocultarme para que la princesa no me descubra.

—Difícil es —respondió la zorra poniendo cara de preocupación; pero, al fin, exclamó—. ¡Ya lo tengo!